Otra noche silenciosa y larga, en la que clavas tus ojos al techo empapado en sudor y cansancio, tus brazos fuertes acunan un cuerpo desnudo que descansa, y tú, por tu parte, eres incapaz de dormir. No miras ni siquiera a la mujer que entre sueños se aferra a tu perfecto torso y sonríe como si aquel fuera su refugio…o su fuente de satisfacción. No estas cómodo.

En una maniobra experta que ideaste hace mucho, te giras sobre ella, suavemente, luego te retraes y la dejas lánguida sobre la cama. Su sueño es tan profundo que no se percata. Entonces la miras con detalle, tratando de sacarle sus puntos buenos y en efecto, era más bonita que otras mujeres con las que ya habías compartido sus sabanas, aunque esa belleza careciera de el encanto natural: Piel tatuada, extensiones, tintes en la piel, cosas típicas en el Capitolio. Pero no puedes, has tenido la oportunidad de conocer todo tipo de placeres y ninguno te proporcionaba la dicha, nadie despierta en ti un deseo mas profundo que el que existe meramente para satisfacer las necesidades en tu propio cuerpo. Esas necesidades que tú no ocasionaste, que tú no pediste. Y tus hermosos ojos acuosos retoman esa expresión de hace tiempo, indiferentes, soberbios, rencorosos…

Y como todas las noches, cuando el pecado fue consumado, te levantas de la cama, no te molestas en cubrirte y tus pies descalzos buscan el baño con calma, prendes la luz, cierras la puerta. Hasta que tu mano temblorosa encuentra la llave del agua de la regadera y no te molestas siquiera en esperar a que la temperatura temple. Bajas la mirada y sin tener el valor de verte al gran espejo de cuerpo completo dejas que el agua recorra tu cuerpo, permaneces estático, buscando que te cubra todo, que no deje ningún solo tramo de piel sin mojar. Que el agua se lleve todo el sudor, el tuyo y el de ella, su saliva, sus besos falsos y esa tan repetitiva y asquerosa sensación de ser un juguete.

Pasan segundos, minutos, no te mueves, te abrazas, te estremeces…y luego pasas tus manos por tu propio cuerpo tallándolo, lavándolo, frotando tus manos con fuerza una y otra vez en tu torso, en tus brazos, tus hombros…y no lo haces suave, ni con delicadeza. No, te lastimas, te arañas, y te repudias, por que sabes que no importa cuantas veces te bañes, no importa cuantos litros de agua caigan sobre tu cuerpo, sabes que estas sucio, sucio de una mugre que nada ni nadie podrá limpiar jamás, manchado con la huella de cientos de manos que alguna vez te acariciaron, te acarician y te acariciaran sin respeto, manos a las que tienes que sonreír complacido mientras aborreces y aprietas los dientes. Te dejas caer sobre el agua, débil, dejando que las gotas caigan por tus mejillas. No eres capaz de distinguir si son tus lágrimas, o el sudor, o la saliva, o el agua. Cubres tu cabeza y cierras los ojos sumiéndote unos segundos en la obscuridad, respiras, y luego te acuerdas de ella. Si…ella, su desaliñada pero hermosa imagen viene a tu mente como un calmante, acompañado del recuerdo del solido de las olas, y los atardeceres en su creativa compañía. Ella, que ahora esta sola, sin nadie que cante a su oído alegres tonadas para tranquilizarla cuando sentía que el mundo se le venia encima. Y como si nada, vuelves a estirar tu brazo, cierras el agua y acumulas las fuerzas para levantarte, sabes que no serás capaz de hacerlo sinceramente hasta verla de nuevo, pero al menos, el solo evocar su risa infantil te daba el valor suficiente para levantarte del húmedo azulejo.

Porque es para salvarla que lo haces y porque no importa cuantas manos te toquen, las suyas son las que anhelas besar, pues ella, solo ella, te hace sentir menos sucio…