So... vengo con una historia que tenía tiempo queriendo publicar pero que po causa no podía, Universidad, trabajo, relaciones personales, sin embargo es un proyecto de los que considero "serios" ya que consta de varios capítulos y se desarrolla de manera "lenta" por decirlo de alguna manera. Además que cuenta con una pareja muy crack que es el: Jeangil (GilgameshxJeanne) y otra con la que comenzaré a experimentar, que es el: Diarmuria (DiarmuidxArturia). Debo ACLARAR que el carácter de algunos personajes se verá influenciado y ligeramente diferente al canon, ya que es un Universo Alterno, no relacionado con FSN o cualquiera de sus rutas, y la aparición e intervención de distintos personajes afectan directamente a la psicología de los protagonistas y sus secundarios.

Tengo escritos cuatro, a los que debo hacer algunas correcciones y agregarles cosas antes de publicarlos, además de que tengo un borrador de los siguientes tres, por lo que estaré publicando semanalmente, debido a que es temporada de vacaciones y tengo más tiempo libre.

Espero que les guste, y que puedan ayudarme a continuar con la historia, con sus lecturas y comentarios para inspirarme.

Sin más preambulos:

Disclaimer: Los personajes de Fate no me pertenecen, son propiedad de TypeMoon y Nasu

Advertencia: Universi Alterno (UA) ligero Ooc.

Raiting: T

Notas de autor: Las edades para los personajes estarán de la siguiente manera: Gilgamesh: 18, Jeanne: 8, Arturia: 16, Diarmuid: 18. (Por ahora)

Eres bienvenido/a a disfrutar de la lectura, si te ha gustado no dudes en dejar un review, recuerda que son gratis y no necesitas cuenta en FF, eso me ayudaría muchísimo.

Abaddon Dewitt.


Prologo


Sólo percibía muerte, hambre, destrucción y guerra. La batalla contra las tropas británicas había arrasado con su pueblo, no quedaba nada más que no fuera el aroma a madera quemada, hierro fundido y sangre, podredumbre que comenzaba a esparcirse por la tierra. A su tierna edad, conocía los horrores de los conflictos bélicos, el azote de los reyes buscando con hambre nuevas tierras que agregar a su falso orgullo. Sintió la sangre en los labios partidos, intentaba tragar un pedazo de pan duro que había encontrado en el piso y un posillo de agua helada recolectada en un lago semi congelado; el norte de Francia estaba siendo azotado por el implacable invierno, por lo menos aquel día se había llevado algo al estomago, volvió a sollozar, era solo una mocosa indefensa y débil que en cualquier momento sería encontrada y llevada a un orfanato o peor aun, tomada como esclava por parte de algún pelotón de Britania. Se limpió la cara con las mangas roídas de un camisón púrpura que era lo único que le servía como prenda.

Cuando terminó de tragar, se levantó del suelo para comenzar nuevamente su andar, los pies le dolían, tenía yagas que si no procuraba, terminarían provocándole una gangrena y posteriormente la muerte, lo había escuchado de su amigo Gilles, mejor conocido por ella como Blue Beard, un adolescente que terminaría enlistado en el ejercito y que iría al frente de batalla contra los británicos, el ultimo atisbo de compañía se había desvanecido en un barco rumbo a las costas de Britania. De nada le servía seguir pensando en ello.

Perdió la cuenta de cuanto había caminado, pero si sintió las piernas desfallecerse y la cabeza darle de vueltas para hundirla en un abismo oscuro, la muerte le sabía a gloria en medio de esa carnicería. Y antes de caer, a unos metros de ella, observo un estandarte blanco con bordado en hilo de plata, con el escudo real francés grabado, su nación, su vida, la patria que la vio nacer en una modesta cuna de madera. Se arrastró hasta ella como pudo y la abrazó con fervoroso ahínco. Moriría abrazada por el calor de su pueblo.

Calido…, sintió calor en su cuerpo famélico, extraña sensación reconfortante ¿Había muerto? ¿Así se sentía? De ser así no era como la mayoría de la gente pudiera describirlo, aquello era como los brazos de su madre por las mañanas primaverales, un remanso de paz, un trago dulce de miel que le devolvía la humedad en la garganta, trató de abrir los ojos, los parpados le pesaban como si se hubiera sumido en un sueño largo, lo primero que enfocó fue una luz casi cegadora, y una figura delgada, lentamente los colores se volvían más nítidos. Se topó con un par de piscinas de plata.

—Hola, —se asustó, había caído quizás en manos enemigas.

Con la poca fuerza que podía reunir se levantó. Notó inmediatamente que ese no era el suelo, una mullida cama de sabanas suaves con aroma a jazmín, rente a ella un muchacho que apenas a juzgar por sus facciones no pasaba de los quince, el gesto noble la tranquilizó un poco, sobre todo porque el rostro era apacible, un ángel quizás que la llevaría al cielo. Por más absurda que pareciera la idea, era lo que prefería. Suspiró y miró sus manos, estaban vendadas cuidadosamente, palpo su rostro y sintió las gasas en la piel lastimada, pero lo que la hizo soltar el llanto, fue su larga cabellera rubia ahora extinta, no podía en la cabeza más que una sensación rasposa producto de haber sido afeitada.

—No, no llores, —suplico el hombre pero ella no entendía nada de lo que él decía.

El llanto se volvió un sollozo impotente, su cabello largo era el único recuerdo que le quedaba de su madre, la larga trenza cuidadosamente hecha no estaba. Sintió unas gentiles manos enjugándole el rostro, entre lágrimas, notaba el borroso rostro desesperado del joven para silenciarla y calmarla, pero ella continuaba llorando de tristeza, de impotencia, y cayó dormida.


Capitulo 1


Aun sentía el cuerpo entumido, las pesadillas la perseguían día a día, pero hasta ahora habían amainado lentamente, a veces solo eran diapositivas borrosas que la estremecían, pero entonces cuando percibía las suaves sabanas de lino sobre su cuerpo, recordaba que estaba en un lugar seguro, al que si bien, no llamaba hogar, era algo parecido. Había pasado un año desde que la encontraron a orillas del mediterráneo, creyó eran mercaderes esclavistas, pero no fue así, se había topado con personas gentiles que la llevaron hasta una tierra lejana, entre ellas quién para su tierno pensamiento ahora era como un padre. Respondía al nombre de Enkidu, un hombre amable que la mantenía bajo su protección, la vestía alimentaba y calzaba, todo esto sin pedir a cambio nada más que sus lecciones del nuevo idioma que debía aprender, algo que para sorpresa de Enkidu, aprendía con rapidez, era una niña inteligente, carismática, una novedad para quienes habitaban el palacio.

Era verdad, ahora ella vivía en un palacio, rodeada de sirvientes, animales exóticos que jamás había visto y abastecida de manjares que nunca en sus sueños concibió poder probar, en Francia, se conformaba con ser una pobre campesina que vivía en una casa que comenzaba a caerse a pedazos. Se miró al espejo, su reflejo era vivo y sano, ya no el de la niña famélica que mendigaba por algo de comer, su cabello había vuelto a crecer, no como quería, pero ya era ganancia, ahora era más femenina, ya no confundida con un niño como solía serlo hasta algunas semanas atrás. Las muchachas entraron a su habitación como cada mañana, todas peleando por cepillar su cabello, vestirla y ayudarla en su aseo, la llegada de una muchachita al lugar era algo nuevo y emocionante para las mozas que divertidas, ofrecían muestras de afecto por la pequeña.

La sala del trono permanecía en súbito silencio, al fondo, sentado en un trono labrado en mármol y oro, el rey leía atento algunos informes que habían llegado desde las lejanas tierras de Europa, nuevamente esos mestizos británicos le pedían ayuda para sacar la los franceses de sus tierras, no comprendía por qué tanto afán por llamar su atención, él, el poderoso señor de medio oriente, no tenía asunto alguno por el cual intervenir en esas disputas innecesarias, si bien quisiera, él mismo podría ir y conquistar tanto a Francia como a Gran Bretaña, para agregarlas a sus riquezas, pero él no era esa clase de rey, ambicionaba como cualquiera, pero en su sabiduría, sabía que entrar en un conflicto con Europa, solo acarrearía problemas a su tranquilo reino. Arrugó las hojas entre sus dedos y bufó exasperado.

—¿Alguna novedad? —con precaución un hombre alto de largo cabello verde se acercó al joven rey, sus ojos plateados mostraron curiosidad ante el rostro frustrado del señor.

—Los británicos parecen desesperados, —contestó.

—Gil, ¿no has considerado el ayudarlos? Es decir, realmente parecen desesperados…

Gilgamesh, rey de medio oriente, gobernaba desde Siria hasta Egipto, poderoso rey, sultán, un león dorado con riquezas que ningún otro monarca podría concebir, su poder era temido en todo oriente, y su leyenda se extendía en Europa, lo sabía porque ya una vez, occidente había tratado de conquistar sus tesoros, creyendo que sería fácil al considerarlo un rey joven e inexperto, pero él distaba de ser todo lo que los occidentales consideraban. Era un rey sabio, astuto, inclemente, un vendaval que avasallaba con aquello que osara amenazar lo que le pertenecía por derecho: Si tú profanas yo castigo.

—No lo creo conveniente, —contestó—, no hay nada en Europa que pueda interesarme para proporcionarle mi ayuda a cualquiera de los bandos, —se levantó del trono como todo un señor, con el porte de un león que se anteponía en la manada—, mejor dime amigo mío ¿esa mocosa tuya que tienes como mascota, ha aprendido el idioma?

La verdad, Gilgamesh no estaba muy interesado en la chiquilla, desconocía la razón por la que llamó el interés de su casi hermano, aun que para sus adentros, debía admitir que algo en sus ojos capturaba la atención de todo el que la mirara, quizás cuando fuera más grande lo comprobaría, apenas era una pobre infante que comenzaba a conocer el mundo bajo la bendición de alguien tan noble como Enkidu. A veces, cuando Enkidu debía salir, Gilgamesh mandaba a traer a Jeanne para hacerle compañía en la mesa, decretando que se quedara en silencio, sin interrumpirlo, y ella obedecía, si bien no le agradaba la gente tan sumisa, Jeanne no lo era, a veces rompía la regla, preguntaba sobre su día o nuevas palabras que había aprendido, contaba sin esperar respuesta lo que Enkidu le enseñaba sobre alguna materia, lectura, escritura, un idioma extranjero… él la escuchaba sin decir nada, al final ella se retiraba y Gilgamesh regresaba a su soledad.

—Te sorprendería si te dijera que aprende demasiado rápido, —contestó entusiasmado.

A diferencia del rey, Enkidu estaba bastante contento con tener a Jeanne, un niño en el palacio era algo que podía alegrar los pasillos con sus pequeñas piernas corriendo, y su estridente risa llenándolos de algarabía, sabía que en el fondo, muy en el fondo, Gilgamesh sentía alguna clase de simpatía por ella ¿quién no la sentiría? Para su edad, Jeanne era una niña muy bonita que fácilmente podía pasar como parte de la familia real, y había llegado a sus oídos, que ella le hacía compañía cuando él trataba asuntos fuera de la ciudad.

—¿Has pensado en algo en lo que pueda instruirse? —preguntó, Gilgamesh miró con seriedad a Enkidu, pocas veces se atrevía a enfrentarle de esa manera.

—Cuando yo muera, ella heredara todo lo que me pertenece, —frunció el entrecejo recriminando a Gilgamesh, él en cambio suspiró resignado ante la insistencia de Enkidu de tratarla como si de una hija se tratara.

—Deja de decir esa clase de estupideces, no vas a morir, y considero que tu mascota debe aprender a ser independiente.

Enkidu sonrió, sí, de algún modo extraño y único, Gilgamesh se preocupaba por el futuro de la pequeña.

—¿Ya sabes qué edad tiene? —el tema cambió ligeramente pero permaneció en ella.

—Bueno, me parece que ha dicho que tiene ocho, —informó.

Gilgamesh se encogió de hombros y dio por cortada la conversación, tocando otros temas, entre novedades de oriente, algunas festividades y olvidar por completo el tema de los británicos y su carta de auxilio. Caminaron conversando y riendo hasta que un guardia entró precipitado a la sala donde Gilgamesh se dedicaba a retozar y jugar, el hombre se inclinó para reverenciar a su rey, temblando y buscando una manera de respirar y hablar al mismo tiempo.

—Mi señor, —habló con voz trémula.

Gilgamesh enfureció, odiaba ese comportamiento descarado y que él consideraba ofensivo, exigió una respuesta con la mirada escarlata, el pobre hombre se encogió en su lugar clamando piedad a los dioses, y a Enkidu que tomó el hombro de Gilgamesh para detenerlo en su intención por decapitar al guardia.

—Habla, —exigió el monarca con total autoridad.

—Afuera, hay extranjeros, dicen ser caballeros del rey Uther Pendragon, el señor de Gran Bretaña…

Gilgamesh y Enkidu se miraron con desconcierto, no esperaban que los británicos fueran tan directos, o mejor dicho: desesperados. Llegar así, sin avisar, era una ofensa muy grave para Gilgamesh, y pronto se los haría entender, indicó a Enkido seguirlo, dejando atrás aun en el suelo al guardia que exhalo con alivio.

Llegaron a la sala del trono, donde los guardias impedían la entrada a los extranjeros.

—Déjenlos entrar, —Enkidu ordenó y los hombres atendieron al muchacho tal como lo harían con el rey.

Un total de cuatro personas entraron, Gilgamesh arqueó las cejas, hombres temerarios, pensó, sólo cuatro de ellos se atrevían a irrumpir sin aviso ni invitación, debían tener una buena excusa para amainar su enojo, sin embargo se percató de algo, uno de ellos era bastante más pequeño, cuerpo que le pareció menudo… intrigado se sentó en su trono, el arrogante hombre los miró despectivo, mientras Enkidu hacia los honores de presentarle.

—Su alteza real Gilgamesh, Rey/Sultán de Egipto, Siria, Mesopotamia Yemen y Libia, —hizo una caravana al terminar—, por favor, preséntense.

Un hombre dio un paso al frente, aclaró su garganta y habló con voz clara, profunda, Enkidu y Gilgamesh rápidamente intuyeron que era quien lideraba a los otros tres, era un hidalgo que se erguía orgulloso.

—Sir Lancelot de Camelot, caballero de la mesa redonda del rey Uther Pendragon de Gran Bretaña, conmigo mis compañeros Gallahad, Bedivere… y mi señor Arturo Pendragon, heredero del rey a la corona de nuestro amado país.

Finalizó, se quitó la capucha de la cabeza, descubriendo a un hombre de aspecto reacio, la piel curtida seguramente por las batallas, sus ojos reflejaban la experiencia de un hombre dedicado a su rey y a la guerra, Gilgamesh rodó la mirada con un dejo de desprecio, los típicos perros falderos del rey, aquellos tontos idealistas necios.

—Supongo, Sir Lancelot que su visita a nuestro reino debe ser de prioridad, puesto que para venir desde una tierra tan lejana como la suya, no es por simple gusto, —Enkidu prosiguió con diplomacia, sabía que Gilgamesh no lo haría y era capaz de echarlos sin siquiera dejarlos hablar.

—Así es, su reino no respondió a nuestra petición y hemos preferido venir personalmente pare negociar, si no lo necesitáramos habríamos dado el asunto por terminado, —el noble hidalgo alegó con firmeza, de manera suave pero sin ser dócil.

—¿Y qué les hace pensar que tengo interés en querer mezclarme con unos mestizos como ustedes? —finalmente el rey se expresó.

Lancelot sintió impotencia, ganas de dar la media vuelta y volver a su tierra, a pesar de ser un rey, Gilgamesh no tenía derecho de tratarlos de esa manera cuando ellos habían llegado humildes, tal vez la idea de su rey para pedir ayuda en medio oriente no era lo mejor, y ya se lo había advertido, pero los Pendragon eran necios, y la clara prueba de ellos fue al sentir un tacto amable en su antebrazo, conocía bien ese agarre firme y claro.

—Estamos dispuestos a pagar el tributo que usted nos pida, siempre y cuando no sea el de someternos a usted…

Una voz clara, delicada como el suave viento primaveral que al mismo tiempo evocaba al rugido sólido de un león, Gilgamesh fue capturado por el dueño, o mejor dicho dueña de tan interesante sonido. Se asomó entonces una pequeña cabeza rubia, Enkidu la miró fijamente perdiendo el suelo con los profundos ojos esmeralda que apuntaban al rey con decisión. Era condenadamente hermosa…

—¿Quién ha dado autoridad a las mujeres para inmiscuirse en asuntos de estado y guerra? —la soberbia de Gilgamesh pudo más que el embelesamiento momentáneo que le provocó la mujer.

—La misma que me lo da mi titulo como heredero de la corona de mi padre Uther, soy Arturia Pendragon.

Sus miradas chocaron, el verde de Arturia con el rojo intenso de Gilgamesh, una disputa inminente por sus títulos, ella se mostró entera, no era abnegada ni permitía que se pasara por encima de ella o sus caballeros, desafió a Gilgamesh con fuego, y él respondió con actos feroces.

—Una mujer heredando un reino, vaya que eso no lo esperaba, realmente tu país debe estar desesperado.

La burla no fue bien recibida por ninguno de los caballeros, se tensaron furiosos, pero nuevamente Arturia se impuso, ella cargaba con la responsabilidad, ella misma había convencido a su padre de viajar hasta Siria para convencer al necio rey, sabía que los rumores hablaban de un ser déspota y arrogante, un nihilista que se burlaba de los sueños y proezas de otros, pero no cedió al miedo o incertidumbre, aceptó el reto embarcándose en un viaje desconocido…

—Mis caballeros no dudan de mi veracidad como su futuro rey, —ella respondió airada.

—Un rey, si que es interesante, —él sonrió de medio lado.

Una idea cruzó por su cabeza, fugaz y atrevida, algo descabellado que probablemente Enkidu le echaría en cara. Meditó unos momentos.

—Muy bien, Arturia Pendragon, dime entonces ¿qué puede ofrecerme tu pequeña tierra para satisfacerme y convencerme de ayudarlos en su desesperación?

Arturia apretó los puños, las ofensas debían ser aguantadas por encima de su orgullo como caballero y futuro rey, tensó la mandíbula de coraje mientras meditaba en algo… pero nada llegaba a su cabeza, nada que pudiera convencerlo. Estaban en un callejón casi sin salida.

—Tributo, comercio, somos una tierra rica, no como la suya, pero poseemos cosas que ningunas otras… usted lo puede comprobar.

Gilgamesh negó mientras reía con sorna—, no quiero más riquezas de las que ya tengo, tu tierra no es nada comparada a lo que yo poseo, sin embargo…

Hizo una pausa, la miró fijamente y Arturia se sintió inquieta, algo en su vientre se removió cuando las pupilas escarlata la miraron de arriba hacia abajo, casi desnudándola, sintiéndose avergonzada y ofendida. Gilgamesh no hizo reparos en escrutarla con saña, consumiendo hasta el último rincón de su cuerpo en una mirada depredadora y voraz, era fuerte, de carácter y temperamento alebrestado, una mujer que bien podía considerar salvaje, pero no en un sentido ofensivo, todo lo contrario, Arturia hizo lo que ninguna otra, acaparar toda su atención, despertarle algo que no hubiera experimentado desde hace tiempo: un hambre voraz de poseerla, tenerla bajo su dominio, ver su orgullo quebrándose bajo sus manos inclementes, no había gusto más delicioso que el de un rey siendo sometido bajo sus ideales absurdos e inalcanzables.

—Gil… no estas pensando…

Enkiduo se giró a verlo, era demasiado tarde, ya había tomado una decisión.

—Arturia… como sabrás, todo rey necesita herederos, —los caballeros británicos se tensaron, esperaron lo peor, el pecado siendo escupido de los labios de ese rey arrogante—, y yo no he encontrado mujer que sea digna para entregármelos.

Ella trató de hilar sus pensamientos en un escenario diferente, confiada y esperanzada contestó:

—Si lo que busca es una reina, en la corte tenemos jóvenes doncellas nobles y dignas de desposarse con usted… —pobre pequeña tonta.

—Oh, no, no —su risa estridente llenó la sala, el terror abarcó el pequeño cuerpo de Arturia—, creo que te equivocas, no voy a mezclarme con simples mestizas, pequeñas niñas abnegadas y tontas, quiero una verdadera reina, una leona… y creo que la he encontrado, en ti… Arturia Pendragon, mi única condición para dar mi apoyo a tu país es que tú de vuelvas mi esposa.

Cruel… fue la única palabra que viajó estrepitosamente hasta ella, indignada estuvo a punto de contestar, se negaría, volvería a su país y encontraría una manera de resolver el problema sin necesitar de la ayuda del hombre arrogante que la miraba con lasciva, sus caballeros tampoco dieron crédito a las palabras de Gilgamesh. Se iba a negar, preparó su garganta, y colocó la mano en su espada, lista para aceptar cualquier respuesta ante su negativa de aceptar al rey como su esposo. Pero eso solo quedó en su cabeza al recordar a su padre enfermo, en los franceses y los traidores a su reino arrasando con todo su amado pueblo, vio a su país en ruinas bajo las terribles manos de Morgan Le Fay, osciló…

—¿Eso es todo lo que pides? —no agachó la cabeza, jamás lo haría, pero bajó la mano de la empuñadura de su espada. Lancelot, Gallahad y Bedivere la miraron con asombro.

—Por ahora, sí… —Gilgamesh habló en esa ocasión con seriedad, tratando el asunto como algo realmente importante.

—Entonces, —su garganta se sintió seca y amarga—, acepto… acepto ser tu esposa, a cambio de que puedas ayudar a mi país.

Contrario a lo que esperaba, Gilgamesh se levantó del trono, dio la media vuelta y se retiró, Enkidu permaneció quieto ante la sorpresa de lo que había pasado, tratando de digerir lo sucedido, temió por su amigo, tal vez había perdido la razón, estaba bajo la influencia de alguna bruja, mago o demonio… o simplemente ese era un capricho más del largo numero de los que tuvo y tenía cada vez que se encontraba aburrido.

—Ordenaré que se les preparen habitaciones, mañana mismo el rey atenderá a su petición para abastecer a Gran Bretaña.

Él también se retiro, dejando a los cuatro británicos a solas. Los reclamos no se hicieron esperar, reclamos que ella ignoró, haciendo oídos sordos a toda voz de razón que le pedía olvidarse de la descabellada idea y volver a su tierra, pero Arturia amaba demasiado a su padre y su país como para dejarlos a su abandono.

En su recorrido por los pasillos, Arturia se percató del lujo en el que vivía Gilgamesh, no cabía duda alguna de que era poderoso, sólo había que contar a los guardias que escoltaban el palacio, la servidumbre a su servicio. Mantuvo su pensamiento alejado de la decisión excesiva que había tomado, mirando por las ventanas, memorizando cada rincón para no perderse, entonces algo detuvo su paso, un pequeño cuerpo chocó contra ella. Y la sostuvo para no caer.

—¡Lo siento! —menciono una voz en un idioma que ella apenas lograba comprender, pero con un acento extrañamente familiar.

Prestó atención al cuerpecito, era una pequeña rubia, le recordó a ella cuando niña, los ojitos de un todo azul púrpura le parecieron dulces y amables, se quedó observándola por un rato.

Jeanne se sintió rápidamente intimidada, los ojos de la mujer con la que se había impactado, eran igual de imponentes que los de Gilgamesh, aun que no soberbios y crueles, estos eran nobles, puros, pero no dejaba de sentir impresión por alguien tan solemne. Una criada llegó disculpandose estrepitosamente y reverenciando a Arturia, alejándose con la niña.

—Jeanne, Enkidu te ha dicho que no debes correr así por estos pasillos, —reprendió la criada mientras se alejaban.

Ese había sido un encuentro extraño, sobre todo si tomaba en cuanta que no esperaba encontrar niños en el palacio, por un instante pensó, tal vez era hija de Gilgamesh, después de todo se parecían en el cabello rubio como el sol, pero la idea fue descartada, tenia entendido que el monarca apenas había cumplido dieciocho, y la chiquilla con la que se topó no parecía tener menos de siete, su hermana tal vez… la vida de Gilgamesh y su familia era un total misterio, entonces quizá había acertado y la niña era su hermana pero entonces algo más interrumpía la idea: el nombre, era europeo. Antes de continuar sus conjeturas, llegó a su habitación, salió de sus pensamientos para centrarse en la idea de dormir, para esperar un nuevo día.

La hora de la comida era el momento del día en el que Jeanne pasaba tiempo con Enkidu, su hora favorita, conversaban de todo, incluso a veces de Gilgamesh, como ese día, en que al muchacho se le habían escapado una serie de comentarios en torno a su amigo, la niña reía de vez en cuando, ante las expresiones de resignación de Enkidu, pensó que Gilgamesh podía ser algo divertido.

—Me han dicho que otra vez estuviste corriendo por los pasillos, —Enkidu alzó la mirada para ver a Jeanne.

Trató de desentenderse, pero era una pésima mentirosa, apretó los labios y suspiró, dispuesta a confesar.

—Sí, no era mi intención, es solo que… estaba aburrida, —argumentó tratando de apaciguar el regaño que jamás llegaba, Enkidu le quería demasiado como para propinarle un castigo severo o reprenderla de manera violenta como solía ver eran castigados otros niños por sus padres.

—Chocaste con la señorita Arturia, —espetó y ella asintió—, comprendo, promete que no volverás a hacerlo, dentro de poco Gil va a casarse con ella.

Jeanne levantó la mirada, fue extraño escuchar eso, esa señorita tan bella, tan… impresionante. Apretó los dedos en la tela de su vestido desconociendo la razón, de un modo u otro, Jeanne sabía en sus adentros que no volvería a comer con Gilgamesh, le gustaba contarle su día aun que él se quedara callado, le llamaba la atención su mirada rubí que a veces era tan lejana, el rey se había vuelto parte de su cotidianeidad.

Los días transcurrieron. Gilgamesh se sentaba a la mesa con Arturia y sus caballeros, ellos conversaban y ella reía, le pareció un gesto agradable, Arturia Pendragon le gustaba, y eso no lo iba a negar, pero aun debía ponerla a prueba para saber que valía la pena el pago por ella, pero eso sería después, cuando se casaran. Estaba sentada a su costado derecho, y eso lo incomodó, ese lugar era normalmente ocupado por Enkidu o por su mascota, era una de esas veces en las que él ni ella estaban a su lado, generándole incomodidad que disfrazó perfectamente para no delatarse, aun que Arturia se percató de ello.

—Entonces dime Arturia, —llamó la atención de los comensales—, ¿cuál es tu edad?

Arturia suspiró, meditando por un instante.

—Dieciséis, los cumpliré el mes que entra.

Gilgamesh se admiro por la respuesta, era una mujer bastante decidida y reacia para la tierna edad que tenía, nuevamente se quedó en silencio mientras tomaba su copa de vino para beber, la charla entre Arturia y los caballeros continuó como si nada.

Cuando la comida finalizó, cada quién se dirigió a sus actividades, Arturia en su habitación buscó papel y pluma… debía escribir. Tensó los dedos, su respiración se entrecortó, el alma le pesaba… ¿cómo reaccionaria Diarmuid ante su matrimonio? Cerró los ojos con fuerza. Diarmuid, le había costado trabajo admitirlo, se había enamorado de su compañero de armas, el muchacho protector que era fiel a ella y sus ideales, al comienzo eran como hermanos, inseparables y confiando uno en el otro, sin embargo, ahora, con todo lo ocurrido… Arturia redacto con sabor amargo la carta que debía ser entregada en manos del muchacho, un dolor inexplicable abarcó su pecho, como si trataran de arrancarle el corazón, su reino estaba primero antes que el amor.

Se había marchado sin que él lo supiera, y ahora, cuando él tomara esa carta, probablemente ella ya estaría desposada con Gilgamesh. Que dios la amparara, que dios la perdonara… porque probablemente Diarmuid no lo haría, pero si ese era el precio a pagar por la seguridad de Gran bretaña, entonces lo aceptaría, su camino debía ser en soledad.