Comenzaba un día como cualquier otro y el sol enrojecía las arenas de este interminable desierto. Desde que me mudé al pueblo de Medenet me sentía una persona de clase media, pero no dejaba de ser lo que era, un simple soldado. Incluso el hecho de estar rodeado de nobles no hacía desaparecer o siquiera disimulaba el olor del puerto.

Era muy temprano por la mañana pero de todas formas había que levantarse y comenzar la jornada, hacía ya tiempo que no teníamos un día de paz, o al menos un día normal.

Me vestí, tomé mi báculo y salí de mi casa. La actividad comercial en esta zona era escasa, la mayoría se concentraba en cercanías del puerto, sin embargo había un leve movimiento de mercadería. La taberna ya estaba abierta y los miembros de la caravana la colmaban. El pregonero del pueblo aún no se mostraba y el templo no presentaba movimiento más que algunos fieles en sus escalinatas, rezando por esa paz que aún lejos está de llegar.

Desaté y monté mi caballo, dirigiéndome hacia la muralla, pero algo me distrajo. Unas diminutas pero no insignificantes flores habían crecido bajo las sombras de los raquíticos arboles del desierto central. No era algo de verse todos los días, nuestras áridas tierras estaban condenadas a ser infértiles por el resto de nuestros días.

No pensé que pudiese pasar algo malo si me detenía un momento, así que me bajé y me acerqué a las flores. No eran algo sorprendente, simples flores amarillas que pasaban desapercibidas ante los ojos de cualquier distraído. De repente una silueta apareció ante mis ojos y por acto de inercia di un salto hacia atrás y levanté mi báculo. Al alzar la vista ví que era uno de los cazadores pertenecientes a mi mismo escuadrón.

-Te dije que no tienes que hacer eso -le dije-, podrían matarte si te confunden.

-Claro, claro -rió-, no existe mortal en este Reino que pueda percatarse de mi presencia antes de que mis flechas le atraviesen.

-Deberías demostrar tu grandeza en la guerra -le respondí-, en lugar de andar asustando a las clérigas del pueblo.

-Tú ya no eres una simple "clériga de pueblo" -exclamó- A propósito, al teniente no le va a simpatizar que estés juntando flores en momentos como estos.

-Lo sé -suspiré-, el teniente no es muy paciente.

No escuchó mi respuesta, volvió a desvanecerse sin que me diera cuenta, tan solo quedaron sus huellas en la arena. Cuando me dispuse a ponerme de pie para continuar camino, divisé algo extraño en el piso, por debajo de los pétalos de las flores. Eran plumas. No era experta en el área así que no podía determinar de qué eran. Puse las flores en mi pelo y guardé las plumas. Luego continué el camino hacia la muralla.

Como cada día, llego a la gran puerta, el guardia registra el horario y me resume brevemente los últimos acontecimientos "del otro lado". Nada nuevo, simplemente la continua insistencia de esta guerra interminable. La oxidada reja es levantada por las poleas muy lentamente, dándome paso hacia aquella zona que podríamos considerar el primer paso al infierno.

Según las ordenes del guardia de la puerta, mi teniente y compañeros esperaban en el fuerte Samal. Yo esperaba que aquel cazador no hubiese delatado mi irresponsable acción de hace instantes. Supuse mal, la expresión en la cara del Teniente no parecía demasiado alegre. Nunca lo había sido, pero ahora realmente daba miedo. Sus ojos grisáceos destellaron y me vi empujada bruscamente de cara al piso, la arena me estaba asfixiando.

-¿Cree usted que es momento para recoger flores? -me preguntó, sin librarme del conjuro que me aplastaba contra el piso.

-No -respondí como pude, la arena se me metía entre los dientes.

-¿No qué? -exclamó empujándome cada vez más, pensé que iba a matarme.

-No señor -respondí, casi sin aire.

Tenemos aproximadamente mil bajas por día -decía-, estamos escasos de agua, comida y tiempo. Se nos ha condenado a vivir entre las sombras de este desierto pero eso no fue dolor suficiente, no descasarán hasta que todos hayamos caído. No hay lugar en este mundo para ellos y nosotros.

Era el mismo discurso de siempre, la ira y la guerra lo cegaban. Lo había perdido todo; familia, trabajo y deseo. Lo único que le quedaba era un eterno sentimiento de venganza.

Las personas que enviamos a la horca día a día deberían demostrarte la consecuencia de tus irresponsables acciones -continuó-, no quisiera hacerlo con mi propio pelotón.

-No volverá a ocurrir Señor -respondí ya liberada, reponiéndome-. Sin embargo, encontré esta pluma bajo las flores. No conozco demasiado acerca de la fauna de nuestro Reino, pero sé que no hay especies con plumas en las cercanías de mi pueblo.

Tomó la pluma con sus manos y la hizo arder instantáneamente. No me miró ni expresó palabra. Entró al fuerte seguido de sus dos generales. El resto del grupo se dirigió a sus puestos. Yo permanecí inmóvil un instante y luego comencé mi recorrido de todos los días, oculta tras las sombras como de costumbre, no existía nada más oscuro que nuestra piel.

Más allá de mi sigilo, no me había percatado que uno de los caballeros del escuadrón, Alexanderson, se había sentado en la piedra junto a mí.

-No estés mal -dijo-, no es su día.

-¿Cuando lo fue? -reí-, no es consuelo lo que necesito ahora.

Se puso de pie y con su típica sonrisa y el arma al hombro, marchó hacia el fuerte Menirah, donde debía reagrupar a los novatos arqueros y darle ordenes para el resto del día. El era como la mano derecha del Teniente. No era más que un simple caballero, pero sin embargo él le tenía respeto, tal vez más que a los generales. ¿Sería por su sonrisa y optimismo?, dos cosas que el Teniente perdió hace tiempo.

A mi paso notaba que los animales actuaban de forma extraña. Se mostraban dóciles y enfermizos, cualquiera hubiese confundido una hiena con un perro cachorro.

Sentí una presencia detrás de mí y me esperaba lo peor. Sin perder la calma moví rápidamente mi báculo hacia atrás y luego giré mi cuerpo. No había nada. Sentí que me tocaban el hombro y miré por sobre ellos. Era él de nuevo.

-¿Nunca te vas a cansar de asustarme? -le dije.

-Solo pasaba por aquí -respondió-. Además no estás bien el día de hoy, no quisiera que te maten.

-¿Por qué me delataste? -le pregunté.

-Serás imbécil -rió-. El teniente no necesita inútiles arqueros para saber qué haces o dejas de hacer. Sus malditas invocaciones merodean por ahí todo el día, esos malditos cuervos.

-¿Y que hay sobre esas plumas que encontré bajo las flores? -pregunté para salir de esa vergonzosa situación.

-Son solo grifos -dijo al mismo tiempo que desaparecía entre la ventisca de arena.

¿Grifos? me quede pensativa. No eran propios de esa zona, al menos no en situaciones normales. Tampoco eran amigables, pero no molestaban a nadie mientras no se moleste a sus crías o a sus huevos.

No pensé más en la situación y continué mi recorrido. El sol se elevaba en el cielo mientras pasaban las horas, el calor era sofocante. Los animales continuaban en ese estado de trance, de tal forma que los cazadores se veían como niños jugando a dispararle a un tronco, y los bárbaros parecían trolls intentando abrir un cofre para robar su contenido. Era gracioso y a la vez preocupante.

Mi verdadera preocupación comenzó cuando baje la mirada hacia el piso. Eran más plumas. Idénticas a las que había encontrado en Medenet, ahora estaban aquí. No lo pensé dos veces y volví al fuerte, el Teniente tenía que saber esto.

Intente explicar a los guardias de la puerta y me dejaron pasar. Alexanderson ya estaba de vuelta en el fuerte y lo veía conversar con el teniente, sus voces se oían serias.

-Algo está mal Señor -le dije al Teniente, temerosa-. Estas plumas no dejan de aparecer a lo largo del camino entre Samal y Menirah. Algo tiene que estar mal.

Me miró de forma penetrante y ya me esperaba un nuevo castigo por no cumplir mis órdenes. Sin embargo, Alexanderson miró de forma preocupada a las plumas y luego observó al Teniente. Parecía que hablaban solo con los ojos. Ninguno de los dos me dio una respuesta pero el Teniente ordenó a uno de los bárbaros de nuestro Escuadrón que registre el camino en busca de algún hecho sospechoso, el mismo cumplió inmediatamente y salió del fuerte.

El Teniente se acercó y tomo la pluma.

-Llévala al alquimista de Altaruk- dijo, pero no sabía a quién le hablaba.

El cazador que me había estado asustando desde temprano apareció de la nada.

-Si señor -dijo, y volvió a desaparecer.

Ni siquiera sé como sabía que estaba ahí, yo no podía verlos.

Tiempo después, el bárbaro regresó al fuerte.

-No noté nada extraño Señor -dijo-. Sin embargo, los animales no se ven bien.

-Avisa en la puerta que envíen tropas a Samal -le ordenó el Teniente.

-Si señor -asintió y salió hacia la muralla.

-Nosotros nos reuniremos en Menirah -exclamó-¡Rápido muévanse! -gritó.

Todos salieron y se subieron a sus caballos. No entendía muy bien el porqué de esta rápida decisión. Tampoco sabía que es lo que había hablado con Alexanderson y porqué envió la pluma al alquimista. Para no perder al grupo, yo también partí hacia Menirah.

El Teniente y los generales iban en la cabeza, escoltados por dos brujos. A mitad de camino vi que la fila se detuvo, pero no veía que sucedía. Me acerqué lentamente y vi a un ígneo muy lastimado, por no decir casi muerto.

-Ustedes... deber... escapar... -decía entrecortado.

Me sorprendió ver como el Teniente lo escuchaba sin haberle cortado la cabeza, no era un gran simpatizante de los ígneos. La criatura intentaba decir algo más pero un virote le atravesó la cabeza, todos quedamos inmóviles.

-¡Al suelo ahora! -gritó el Teniente tirándose del caballo.

La desesperación y miedo invadieron mi cuerpo, no podía moverme, iban a matarme. La lluvia de flechas y virotes comenzó y yo continuaba inmóvil, era mi fin.

Esas palabras se borraron de mi mente, un escudo detuvo las flechas y evitó que perforaran mi cabeza.

-Ya te dije que no quisiera que te maten -exclamó mientras me empujaba fuera del caballo.

-Gracias -dije, recuperando el aliento.

No era el momento de calmarse.

-¡Todos a sus puestos de combate! -gritó el Teniente- ¡Quiero a todos los caballeros al frente¡Avancen, vamos, vamos!

-¡Vamos, vamos! -gritaba Alexanderson, una horda de caballeros enloquecidos le seguían, deteniendo las flechas con sus escudos.

-Uriel, informe de la situación -ordenó el teniente.

-Son de Alsius, y son muchos -respondió el brujo.

Los caballeros los mantenían a la raya, pero esto no avanzaba.

-Leesa, llama a los malditos arqueros que están en Menirah¡Rápido! -me ordenó.

-¡Señor si señor! -asentí- Conjuré sobre mí un escudo y comencé a correr, estábamos a pocos metros del fuerte pero aún no se habían enterado de la situación.

Los bárbaros, dirigidos por el subcomandante Leliel, se sumaron a los caballeros para tratar de presionar un poco. Yo seguía corriendo.

Llegué al fuerte y me caí ante la puerta del cansancio, no me salían las palabras.

-Cabras -decía, pero no me escuchaban- ¡Cabras al oeste! -grité.

Todos los arqueros bajaron de las torres y corrieron como búfalos hacia el oeste. Me sumé a la carrera para no ser menos, no podía quedarme a observar.

Cientos de arqueros y sus animales salvajes arribaron a la región y la lluvia de flechas comenzó. Los enemigos comenzaban a ceder pero cada vez parecían más. Los brujos incansables arrojaban todo el poder de la naturaleza y nosotros los clérigos, dirigidos por nuestro Teniente Gin, manteníamos cubiertos a los valientes caballeros en el frente de batalla.

El sol descendía lentamente dando el final del mediodía. Las olas de la playa de Menirah se fusionaban con el silbido de las flechas y los relámpagos de los brujos completaban la sinfonía. Era un constante sonido de golpeteo entre espadas, lanzas y escudos, era una verdadera composición musical.

De repente un silencio cruzó mi mente. Los arqueros de Alsius corrían hacia atrás sin motivo; ellos eran mayoría y tenían amplia ventaja. Sin embargo, se fueron retirando línea por línea y los conjuradores protegían a los últimos caballeros en el frente de batalla para que pudiesen escapar.

No había razón ninguna para la cual huir despavoridos, no entendíamos que ocurría. Alexanderson perseguía a los últimos que quedaban pero estos corrían como si no hubiese mañana, gritaban de manera escalofriante. Algo estaba mal.

Los seres incorpóreos que rodeaban a nuestro Teniente desaparecieron como aterrorizados por una fuerza mayor. La cara del teniente cambió repentinamente y lentamente volteo para mirar al cielo.

Allí estaba la causa del terror. Una horda de cientos, de miles de grifos e hipogrifos se acercaban rápidamente hacia nosotros, dejando caer sus plumas. Algunos ya habían descendido y estaban devorando a los enanos de Alsius que lograron alcanzar, como así también a algunos de nuestros caballeros que persiguieron al enemigo.

-¡Al fuerte rápido! -gritó el teniente, mientras todos miraban atontados al cielo-.

Todos reaccionaron y corrieron hacia Menirah. Hubiese sido una locura enfrentar a los grifonitas en medio del desierto,

Entraron todos apresuradamente y los arqueros se posicionaron sobre las torres y paredes del fuerte. Los caballeros permanecieron fuera y alzaron sus escudos, como formando un techo. El primer grupo de hipogrifos no tardó en llegar y se lanzaron como toros contra los caballeros, quienes los detuvieron con todas sus fuerzas para evitar que llegaran al fuerte. Los arqueros comenzaron a dispararles desde arriba pero los grifos eran interminables.

Los brujos para no ser menos intentaron atacarles, pero los grifonitas son altamente resistentes a la magia elemental, era inútil intentar atacarles.

Los bárbaros usaban sus lanzas para intentar derribarlos pero eran demasiados, y cada vez descendían más y más.

-Pide refuerzos en la ciudad¡rápido! -ordenó el teniente al cazador que me salvó la vida.

-Si señor -afirmó y se desvaneció en el aire.

Yo no sabía qué hacer, la situación se nos iba de control. Si un grifo te atrapa, te devora, no hay otra opción. El miedo me inundo y me metí al fuerte, no era útil allí afuera. Convoqué un zarkit y lo envié al combate, pero era inútil, necesitábamos más gente. Los arqueros tiraban flecha tras flecha. Había plumas y grifos muertos por todos lados, parecía un entrenamiento de tiro al pichón. Los que lograban descender arremetían contra el fuerte y eran detenidos por la fila de caballeros.

Algunos de nuestros bárbaros eran atrapados en sus enormes picos. Estaban perdidos. Cuando se trata de grifos no hay salvación posible, eran carnívoros atroces.

A lo lejos se oía el grito de bárbaros sin control, parecían Trolls que no habían comido desde hace semanas. Tras los mismos venían más arqueros, carretas con municiones y catapultas tiradas por caballos. Parecía que la cosa iba en serio.

Los bárbaros rápidamente se sumaron al grupo y arremetían contra los hipogrifos con sus masas. Piedras y flechas llameantes venían desde lejos cayendo sobre los grifonitas. Plumas volaban por todas partes.

Ya no se veían más grifonitas venir desde el cielo, sin embargo aun quedaban demasiados en tierra firme. Al Teniente se lo veía nervioso. Para todo mago un grifonita es una pesadilla, te hace sentir lo débil que eres sin la magia. Aún así continuaba firme en el frente de combate, como todo buen Teniente.

Los brujos y conjuradores al no poder atacarlos con su magia al menos intentaban confundirlos con sus sacrilegios, pero los emplumados seres seguían intentando derribar la muralla de caballeros para llegar al fuerte, no sabíamos que buscaban.

Los bárbaros no parecían querer detenerse, gritaban al cielo y dejaban caer sus pesadas masas una y otra vez, aplastaban a los grifos como si de escarabajos se tratase. La lluvia de fuego continuaba.

Pasado cierto tiempo volvió el silencio. Todo a nuestro alrededor era desierto, cadáveres, y plumas. Los arqueros bajaron de las torres y salimos del fuerte, a reportarnos ante nuestro teniente. La artillería pesada regresaba a paso lento hacia el castillo y los levemente heridos se dirigían a la ciudad. El resto permanecía atento, atónitos.

-No sé qué es lo que buscaban -decía el Teniente-, pero lo averiguaremos.

Dio media vuelta y remontó su caballo. Lentamente volvió a Samal acompañado por sus generales.

-Es todo por hoy -decía Alexanderson-. Los clérigos regresen a los pueblos. Caballeros y bárbaros continúen su patrulla. Los quiero a todos en Samal al anochecer.

-Si señor -dijimos todos.

Emprendí viaje lentamente hacia Medenet. No entendíamos porqué nos habían mandado de regreso a casa, pero no importaba, todo había pasado.

-Tienes algo que les pertenece -dijo mi salvador.

-¿Otra vez aquí¿Eres omnipresente? -dije irónicamente.

-Las flores amarillas -dijo, señalando mi pelo. Luego desapareció.