Los personajes de Mai HiME no me pertenecen...


Recuerdos y prisas…

Cuando el universo te guiña un ojo, incluso antes de nacer, date por aludida. Con esa frase recordaba los últimos vestigios de la sonrisa de mi madre. En un inicio no entendía aquellas palabras que susurraba mi progenitora agonizante, pero poco a poco, comencé a comprender demasiadas cosas. Nunca fui del tipo de persona que encontrase el significado de todo al vuelo, más bien las respuestas siempre me llegaban tarde.

Miré el reloj de pulsera con disimulo. Suspiré rendida, trataba de no dejar que la ansiedad me dominase, pero estoy a escasos veinte minutos de perder la oportunidad de facturar la maleta en el aeropuerto. Había solicitado y dado previo aviso, para ausentarme unos días justo en medio de una campaña importante, desde la llamada de teléfono de mi padre. Pensé que te gustaría venir, dijo Isey Fujino con una sonrisa nerviosa al otro lado del teléfono. No necesitaba verlo para comprender su incomodidad, de modo que asentí y confirmé mi presencia.

No dejes que nadie nunca note la tristeza de tu corazón, no todo el mundo sabrá apreciarla. Aquella fue la segunda frase heredada de mi madre que pasó a la historia como una de las múltiples joyas que tenía mi progenitora para mi. Mi madre, que el señor la acoja en su gloria, o como se suela decir, se esfumó de este mundo cuando yo apenas tenía unos ocho años. Nadie por aquel entonces, me reveló los detalles de su extraña enfermedad, si es que la hubo. Hoy simplemente saco mis propias conclusiones. Permaneció en cama el último año de su vida o por lo menos sus últimos siete meses, el caso era que las visitas a su habitación fueron numerosas y su cuerpo tendido sobre la cama, no podía realizar ningún movimiento brusco. El médico recetó reposo absoluto. A medida que pasaban los días, su vientre se abultaba, por aquel entonces, era bastante inocente, pensaba que aquello era por la reciente inactividad, más tarde comprendí que era el motivo. Es decir, estaba embarazada y el feto corría peligro.

Murió en el parto junto al causante de todo el alboroto.

Nunca se lo perdoné a él.

Nunca me lo perdoné a mí.

No quise hermanos, durante aquellos ocho años siempre quise ser hija única. Eso equivalía a no compartir mis cosas y disfrutar del cariño de mis padres para mi sola. Gozaba con aquello y tras la muerte de mi madre, pensé que por culpa de ese deseo la perdí. Fortuna quiso darme una lección o quizás fuera el universo del que tanto me hablaba mi madre, pero al comprender, que mi madre esperaba un hijo varón y que este requería de toda su atención, manteniéndola encerrada en su habitación, lo odié sin apenas haber nacido.

Comenzó a usurpar mi trono sin haberse formado.

No supe entonces, que aquello no era lo único que me usurparía.

Mas tarde lamenté no haber pasado más tiempo con mi madre y atesoré sus palabras como si estuvieran grabadas en oro.

Volví a echar un vistazo al reloj. "Caballeros, es hora de tomar una decisión." Presioné, pues estaba a punto de prescindir de mi equipaje en mi largo viaje de vuelta a casa.

En la época que tuvo mi madre de sabiduría y misticismo desde el colchón, mi padre apenas y estaba por casa. Siempre se mantenía viajando de un país a otro. La enfermedad o indisposición de la señora Fujino, tuvo la mala suerte de coincidir con la época de expansión de Fuji Technology, la empresa que con tanto empeño montó mi abuelo en los años sesenta, junto al crecimiento económico japonés y en definitiva del mundo entero, pero aquello era otro tema.

"Creo que deberíamos postergar esta decisión hasta tu regreso." Que arrogancia desprendía Tate cuando hablaba el castellano, sobre todo frente a los españoles, como si de alguna manera quisiera presumir de una pronunciación que carecía.

"De ninguna manera." Sentencié firme y desechando contundentemente la resolución de mi compatriota. Por algo había heredado la empresa del sacrificio, para decir la última palabra. "Llevamos ocho meses con este proyecto, no podemos simplemente desplazarlo, porque seamos incapaces de tomar una simple decisión. Necesito una fecha." Solté hacia el resto de los integrantes de la mesa redonda.

"Sony lanzará al mercado el mes que viene 'Overwatch', debemos adelantarnos a la fecha si queremos tener opción." Replicó Fernando o era Fermín, los nombres españoles eran todos casi parecidos.

"Si nos precipitamos…" Bramó Tate, tratando de retrasar nuevamente la fecha de lanzamiento.

"Dos semanas." Interrumpí. "Tenemos dos semanas, es el único margen." Tate colmaba mi paciencia, incluso en días tan especiales como aquel.

No entendía por qué mi padre insistió en enviar al más joven de los Yuichi a España junto a mi. Mi padre solía decir que las manos derechas no se eligen, se asignan por la gracia de dios.

La gracia de dios.

"Tú mandas, jefa." Replicó el rubio lleno de veneno. Yuichi estaba en esos días sensibles, pues no le habían invitado a la boda. Mi hermana lo detestaba.

"Dicho esto, mi uber me espera." Me incorporé de la mesa y con la espalda recta, dirigí mis pasos hacia el ascensor.

Madrid se colapsaba enseguida con el tráfico por las mañanas, ahora lo imposible debía ocurrir, llegar a tiempo a la terminal 4 de Barajas, ¿dónde andará esa gracia divina? Desde el coche asignado por uber, continué trabajando. Debía enviar a mi secretaria toda la documentación requerida para que en dos semanas 'Game of souls' invada España y el resto de Europa.

La empresa familiar se dedica a la tecnología en general, pero la sucursal de aquí en España, se abrió mercado en videojuegos. En el mercado japonés, era sencillo introducir juegos en tercera persona, de lucha. Pero en occidente siempre era más difícil introducir nuevos juegos. Todo era más difícil en general. Los videojuegos, las relaciones, el trabajo y la vida.

El clima es lo único que difiere, más suave, más llevadero y más sol.

El primer año fue el más duro, todas las primeras veces lo son. Pero después de seis años, no podría imaginarme viviendo en otro lugar.

Llegando al aeropuerto, había un colapso a la entrada. Los taxis estaban en huelga, aquí siempre hay una huelga. Esta semana era el turno de los taxistas y su empeño en no abrazar el futuro. De este modo, se mantiene Madrid excesivamente entretenida. Miro mi reloj de pulsera y me doy cuenta de que no había forma de poder facturar mi maleta, que mi secretaría había bajado con mucha discreción hasta el maletero, antes de que acabara la reunión.

"¿Puede llevarme de vuelta el equipaje a la oficina?" Pregunté dirigiendo mi mirada al retrovisor.

Mi español había mejorado indudablemente, al segundo año aquí instalada.

"Por supuesto, señorita. Lo dejaré en recepción." Comentó Samuel, así se llamaba el conductor. Detalles por cortesía de Uber.

"Alguien va a recibir una generosa propina." Bromeé guiñándole un ojo a través del retrovisor y el conductor se ruborizó. Como echaba de menos aquel juego infantil.

Una vez en el aeropuerto, me lancé hacia mi aerolínea, sin equipaje. Únicamente con mi bolso y mi maletín de trabajo. Así es, iba a asistir a una boda y a trabajar desde Tokio. Un Fujino jamás elude sus responsabilidades. Aquella era la frase preferida de mi padre. Supongo que mamá nunca fue una seria responsabilidad para él.

Mientras me dirigía hacia la enorme cola, que comenzaba lentamente a menguar, esperé distraída mi turno. Era la última en posicionarme, para alivio del joven matrimonio que iba frente a mi. A nadie le gustaba ser el último, aquello estaba claro, hasta que llegabas a la vida de alguien importante para ti. Pero no era el caso, estábamos en un aeropuerto. La hija pequeña del matrimonio, me miraba sonriente, no solo porque inconscientemente había hecho feliz a sus padres, sino por la diferencia de rasgos. Me contemplaba con cierta timidez y rubor en las mejillas, su piel blanca y nórdica, revelaba que me encontraba en apenas tres horas y media rumbo hacia Helsinki, dónde haría mi trasbordo. Los cabellos dorados de la pequeña refulgían con los reflejos de la luz del sol.

"Hola" Susurró curiosa ante mi.

"Hola" Respondí sonriente.

"No eres de aquí." Confirmó en un perfecto español, no cabía duda de que era perceptiva.

"No" Confesé con una sonrisa.

Los niños no se avergüenzan de señalar un hecho evidente, los prejuicios vienen con los años. La madre enseguida se disculpó. "Cloe, no seas impertinente. Lo siento, mucho." Volvió a disculparse.

"No se preocupe. Los rasgos asiáticos le han llamado la atención." Bromeé para tranquilizar al matrimonio.

Observando a la criatura, que tal vez tendría unos ocho años, recordé momentos pasados. Cuando aún podía sonreír con alegría y despreocupación. La última mañana que vi a mi madre, prometió llevarme al bosque de bambú, por ese entonces yo vivía en Kioto. Antes de que ella se viera obligada a guardar reposo en cama, solíamos salir por las tardes a dar un largo y tranquilo paseo por Arashiyama, visitar sus templos, recorrer los paisajes y disfrutar del helado de matcha de después.

Me hice muchas ilusiones mientras observaba el cabello empapado en sudor de mi madre y cómo ella apretaba los labios, tratando de disimular aquel dolor que la invadía. Fue aquella misma noche que perdió la vida. Junto a mi hermano, que nació muerto. Mi padre como siempre, no estaba. Y las sirvientas iban y venían nerviosas por toda la casa. No había más señora que atender.

Desde aquello la relación con mi padre comenzó a distanciarse. A decir verdad, nunca fue demasiado estrecha. Ambos perdimos lo único que nos unía, el mismo amor puro, por la misma mujer, o eso creía yo. Isey Fujino, no supo como lidiar con una niña de ocho años, y yo echaba mucho de menos a mi mamá.

Suspiré al darme cuenta de que era mi turno. La azafata sonreía con su mano extendida, a la espera de mi pasaporte y tarjeta de embarque.

"Que tenga un feliz vuelo." Rezó tras la comprobación del billete, con una sonrisa sincera. Feliz no era la palabra adecuada para mi, en este momento.

La primera clase en un vuelo tan corto, apenas era significativa. La comodidad residía en que no debía atravesar todo el pasillo, si encima era la última en arribar. Al tomar mi asiento, escuché atentamente las indicaciones de la azafata de vuelo y oí con claridad la voz del capitán que nos acompañaba desde la cabina de piloto. En cuanto despegó el avión, pedí una botella de vino blanco. No pretendía trabajar en las primeras tres horas de vacaciones, era mi forma de rebelarme ante las normas de Isey. Las botellas de vino en los aviones eran bastante reducidas. Junto a un vaso de plástico, me serví la primera copa y me dejé llevar por las connotaciones de la uva, perdiéndome en el pasado. La boda a la que trataba de asistir, era a la boda de mi hermana. No una hermana biológica, sino una hermana impuesta años más tarde por mi padre.

Durante los próximos ocho años posteriores a la muerte de mi madre, compartí algunos días con mi padre. Al parecer, él se había olvidado con el tiempo de ella, ¿quién le culpaba? Isey no hacia más que viajar y seguir expandiendo su empresa heredada. La fiebre tecnológica se abría como una epidemia, que había que poner al alcance de todo el mundo. Mi padre traía consigo, después de cada ausencia, algún invento nuevo para que yo pudiera probar mi astucia frente al televisor, con máquinas fáciles de usar con un alto grado de entretenimiento. Eso decía orgulloso.

Siempre había odiado aquel mundo tan de mi padre.

Por culpa de aquello, él no estuvo junto a mi madre cuando ella más lo necesitaba.

Aquel dato a él le pasó por alto, como toda mi infancia y parte de mi adolescencia. Odiaba los videojuegos que él me regalaba, paradójicamente hoy los vendo en masa. Gracia divina.

A los dieciséis años de edad, me instó a acompañarlo a un viaje de negocios a la capital, decía que tenía algo importante que mostrarme por allá. Aquella fue la primera vez que vería la ciudad de Tokio, con su inmensidad atrayente y sus luces de neón decorando las calles. Fue un viaje mágico, en el que llegué a creer que verdaderamente mi padre, quería buscar el tiempo perdido entre nosotros y acogerlo como a un viejo amigo para hacer las paces. ¡Que ingenua fui! Eran otros tiempos. Era demasiado joven y no entendía a los adultos.

A la hora de la cena, nos citamos en un elegante restaurante y esperamos frente a un cálido té verde. Al principio, no supe qué había que esperar, pues durante ocho años no éramos más que él y yo. Hasta aquella noche, que pasamos a ser él, Saeko, mi hermana y yo.