Sumary Completo: Bella Swan no recordaba nada, ni siquiera quién era. Pero saltaba a la vista que estaba metida en un lío. ¡En un lío espantoso! Y necesitaba desesperadamente la ayuda de Edward Cullen si quería conservar la vida y descubrir de qué clase de embrollo se trataba.
Desde que había puesto sus ojos en la frágil belleza de Bella, el impasible detective privado Edward Cullen tenía la sensación que era él quien estaba a punto de olvidar quién era. Apostaría cualquier cosa a que Bella no había cometido ningún delito. Pero ¿qué hacía ella con una bolsa llena de dinero y un diamante del tamaño de un puño? ¿Y cómo iba a desenredar él aquel misterio si a cada paso se tropezaba con su propio corazón?

Hola lectoras jejeje aki vamos de nuevo kn otra super adaptacion jejeje espero les guste la historia jeje

Disfruten

Recuerden de que nada me pertenece. La historia pertenece a Nora Roberts y los personajes a Stephanie Meyer

Capítulo 1

Edward Cullen no se hallaba en su mejor momento cuando la mujer de sus sueños entró en su despacho.

Su secretaria se había despedido el día anterior. Como secretaría no valía gran cosa, desde luego, pues prestaba más atención a su manicura que al teléfono, pero aun así Edward necesitaba a alguien que mantuviera las cosas en orden y se ocupara de los archivos. Ni siquiera el ascenso que le había prometido, movido por la desesperación, había hecho tambalearse la repentina decisión de la chica de convertirse en una estrella de la canción country.

De modo que en ese momento su secretaria iba en una camioneta de segunda mano rumbo a Nashville, y mi oficina estaba tan llena de obstáculos como los veinte kilómetros de socavones que Edward le deseaba sinceramente a la cantante de marras, la cual, por cierto parecía llevar uno o dos meses con la cabeza en otra parte, impresión que Edward confirmó cuando, al abrir un cajón del archivador, encontró un emparedado de mortadela. Por los menos, eso le pareció aquel engrudo metido en una bolsa de plástico y archivado bajo la letra A. ¿De «almuerzo»?

No se molestó en maldecir, ni en contestar al teléfono, que sonaba insistentemente sobre el escritorio vacío de la recepción. Tenía que mecanografiar unos informes, y, dado que escribir a máquina no se contaba entre sus más consumadas habilidades, quería ponerse cuanto antes con ello.

Investigaciones Cullen no era lo que llamaríamos una empresa boyante, pero a Edward le convenía, al igual que le convenía aquella destartalada oficina de dos habitaciones embutida en la última planta de un angosto edificio de fábrica de ladrillo y cañerías malolientes, situado en la parte noroeste de Washington D.C. Él podía prescindir de mullidas alfombras y muebles pulimentados. Había crecido entre pompas y oropeles, y se había hartado de todo ello antes de alcanzar los veinte años. Ahora, a los treinta, con un pésimo matrimonio a sus espaldas y una familia a la que su modo de vida seguía escandalizando, era un hombre sobradamente satisfecho. Disponía de una licencia de detective, una reputación intachable y suficientes ingresos para mantener a flote la agencia.

Aunque, a decir verdad, las ganancias del negocio le estaban dando algunos quebraderos de cabeza últimamente. Edward se hallaba en lo que a él le gustaba llamar «un momento de calma». Sus trabajos, en su mayoría casos relacionados con seguros y conflictos domésticos, se hallaban unos peldaños por debajo de las emociones fuertes que imaginaba cuando decidió convertirse en detective privado. Acababa de resolver dos casos, dos fraudes de seguros de poca monta para los que no había tenido que derrochar ni esfuerzo ni inventiva, y no había recibido ningún otro encargo. El avariento vampiro de su casero amenazaba con subirle el alquiler, el motor de su coche hacía ruidos extraños y el aire acondicionado de la oficina se había escacharrado. Y, para colmo, el tejado volvía a tener goteras.

Edward agarró el esmirriado filodendro que la traidora de su secretaria se había dejado al irse y lo colocó sobre el suelo desnudo, debajo de la copiosa gotera, confiando en que se ahogara. Oyó el zumbido de una voz en el contestador automático. Era su madre. Señor, pensó, ¿es que no podía librarse de ella ni a sol ni a sombra?

—Edward, querido, espero que no hayas olvidado el baile de la embajada. Ya sabes que tienes que acompañar a Thanya Denali. El otro día comí con su tía y me dijo que ha vuelto guapísima de su viaje a Mónaco.

—Sí, ya, ya —masculló Edward, y miró el ordenador achicando los ojos. Sus relaciones con las máquinas eran más bien escasas y recelosas. Pese a todo, se sentó frente a la pantalla mientras su madre seguía parloteando.

—¿Has llevado el frac al tinte? Acuérdate de cortarte el pelo, que la última vez que te vi estabas hecho un adefesio.

«Y no olvides lavarte bien las orejas», pensó él agriamente, y desconectó el contestador. Su madre no aceptaría jamás que el estilo de vida de los Cullen no era para él, que él no quería pasarse la vida yendo a cenar al club de campo o paseando por Washington a aburridas ex debutantes, y que su opinión no cambiaría por más que ella se empeñara en convencerlo.

Él siempre se había sentido atraído por la aventura, y aunque luchar a brazo partido para pasar a máquina un informe sobre el leñazo que había fingido un pobre diablo a fin de cobrar un seguro no era precisamente una tarea a la altura de Sam Spade, a él le bastaba. Sobre todo, no se sentía inútil, ni aburrido, ni fuera de lugar. Le gustaba oír el ruido del tráfico al otro lado de su ventana, a pesar de que sólo la había abierto porque el avaro de su casero se empeñaba en no poner aire acondicionado central, y la unidad de la oficina estaba rota. Hacía un calor sofocante y entraba la lluvia, pero con la ventana cerrada la oficina le hubiera resultado tan opresiva y asfixiante como una tumba.

El sudor que le corría por la espalda lo sacaba de quicio. Se había quedado en vaqueros y camiseta y sus largos dedos trastabillaban un poco sobre el teclado.

De cuando en cuando tenía que apartarse el pelo de la cara, lo cual contribuía a empeorar su humor. Su madre tenía razón. Tenía que cortárselo. De modo que, cuando volvió a caerle un mechón sobre la cara, procuró hacer caso omiso, lo mismo que procuraba ignorar el sudor, el bochorno, el rugido del tráfico y el goteo incesante del techo. Allí sentado, golpeando metódicamente una tecla tras otra, era un hombre sumamente guapo con cara de malas pulgas.

Había heredado el físico de los Cullen: los astutos ojos verdes que podían volverse tan afilados como el cristal de una botella rota o tan suaves como la bruma del mar, dependiendo de su humor; su pelo marrón oscuro, que tendía a ondularse y que en ese momento se le rizaba sobre la nuca y por encima de las orejas, poniéndolo furioso; su nariz recta, distinguida y un tanto larga; su boca firme y rápida para sonreír cuando estaba de buen humor y para bramar cuando no lo estaba. Aunque su rostro se había afilado desde los tiempos de su vergonzante adolescencia de querubín, todavía presentaba hoyuelos. Estaba deseando hacerse mayor por si, con un poco de suerte, se convertían en viriles arrugas. Él siempre había querido tener cara de malo, pero le había tocado en suerte aquella fisonomía untuosa y lánguida propia de una portada de GQ, revista para la que, por imperativo familiar y a pesar de sus muchas protestas, había posado cuando tenía unos veinticinco años.

El teléfono volvió a sonar. Esta vez Edward oyó la voz de su hermana, muy alterada porque se había perdido un tedioso cóctel en honor de cierto panzudo senador al que ella respaldaba. Edward pensó en arrancar el puñetero aparato de la pared y tirarlo, junto con la insidiosa voz de su hermana, por la ventana que daba a la bulliciosa avenida Wisconsin.

Justo en ese momento, la lluvia, que hacía aún más insoportable aquel bochorno, comenzó a gotear directamente sobre su coronilla. El ordenador se apagó por pura malicia, y el café que estaba calentando rompió a hervir y rebosó emitiendo un malicioso siseo. Edward se levantó de un salto y al agarrar la cafetera se quemó la mano. Tiró la cafetera al suelo, el cristal se hizo añicos, el café caliente se derramó en todas direcciones y Edward lanzó un juramento. Abrió un cajón y, al sacar un montón de servilletas de papel, se cortó el pulgar con el filo letal de la lima de uñas de su ex secretaria.

Cuando la mujer de sus sueños entró en la oficina, Edward, que seguía maldiciendo, estaba sangrando y acababa de tropezarse con el filodendro colocado en medio del suelo, ni siquiera levantó la mirada. Ella se quedó donde estaba, mojada por la lluvia, con la cara pálida como una muerta y los ojos como platos.

—Disculpe —su voz parecía oxidada, como si hiciera días que no la usaba—, creo que me he equivocado de oficina —retrocedió ligeramente y fijó sus grandes ojos castaños en el nombre impreso sobre la puerta. Vaciló y luego volvió a mirar a Edward—. ¿Es usted el señor Cullen?

Él se quedó sin habla un instante. Sabía que estaba mirando fijamente a la chica. No podía evitarlo. Sencillamente, se le había parado el corazón. Las rodillas le flaqueaban. Y lo único que pensaba era: «Ahí estás, por fin. ¿Por qué demonios has tardado tanto?». Pero, dado que aquello era ridículo, procuró poner cara de avezado detective.

—Sí —recordó que llevaba un pañuelo en el bolsillo y lo enrolló alrededor de su dedo manchado de sangre—. Acabo de tener un pequeño accidente.

—Ya lo veo —dijo ella, a pesar de que seguía mirando fijamente su cara—. Creo que he llegado en mal momento. No tenía cita. Pensé que tal vez...

—Me parece que tengo la agenda libre.

Edward no quería que la chica se fuera bajo ningún concepto. A pesar del absurdo efecto que había surtido sobre él nada más verla, era una cliente en potencia. Y, francamente, nunca una mujer tan perfecta habría cruzado la sagrada puerta de Sam Spade.

Era morena y preciosa, y parecía desconcertada. Tenía el pelo largo hasta los hombros, mojado y recto como la lluvia. Sus ojos eran castaños como el bourbon, y su tez era delicada como la de un hada, a pesar de que no le habría ido mal un poco de color. Su rostro tenía forma de corazón, sus mejillas formaban una suave curva y su boca sin pintar era carnosa y de expresión seria.

La lluvia le había arruinado el traje y los zapatos. Edward observó que eran de la mejor calidad y que tenían ese aire discretamente exclusivo que sólo podía encontrarse en los salones de los mejores diseñadotes. La bolsa de loneta que agarraba con las dos manos contrastaba vivamente con su traje de seda azul.

Una damisela en apuros, pensó Edward, y sus labios se curvaron. Justo lo que le había recetado el médico.

—¿Por qué no entra y cierra la puerta, señorita...?

Ella apretó con más fuerza la bolsa y sintió que el corazón le daba un vuelco.

— ¿Es usted detective privado?

—Eso pone en la puerta —Edward sonrió de nuevo, exhibiendo con descaro sus hoyuelos mientras observaba cómo se mordisqueaba la chica su encantador labio inferior. A él si que le hubiera gustado mordisqueárselo. Lo cual, pensó con cierto alivio, era mucho más compresible que el pasmo que había experimentado al verla. La lascivia era un sentimiento que podía comprender fácilmente—.Vayamos a mi despacho —observó un momento los desperfectos: el vaso roto de la cafetera, los posos desparramados, las manchas de café—. Creo que por ahora he acabado aquí.

—Está bien —ella respiró hondo, dio un paso adelante y cerró la puerta. Imaginaba que debía empezar por alguna parte.

Pasó por encima de los restos de la cafetera y siguió a Edward a la habitación contigua, amueblada con poco más que un escritorio y un par de sillas de saldo. Pero, en fin, no podía ponerse puntillosa con la decoración, se dijo ella, y aguardó mientras Edward se sentaba tras su mesa y le lanzaba una rápida sonrisa.

— ¿Tiene...? ¿Podría...? —ella cerró los ojos con fuerza y procuró concentrarse—. ¿Tiene algún tipo de identificación que pueda enseñarme?

Intrigado, Edward sacó su licencia y se la entregó. Notó que ella llevaba un bonito anillo en cada mano. Uno era una piedra cuadrada de cuarzo citrino, con un engarce antiguo; el otro tenía tres piedras de diversos colores. Ella se sujetó el pelo tras la oreja mientras observaba la licencia como si sopesara cada palabra, y Edward advirtió que sus pendientes iban a juego con el anillo de las tres piedras.

— ¿Le importaría decirme cuál es el problema, Señorita...?

—Creo... —ella le devolvió la licencia y agarró de nuevo la bolsa de loneta con las dos manos—..., creo que quiero contratar sus servicios —fijó de nuevo la mirada en él con la misma intensidad con que había mirado la licencia—. ¿Se ocupa usted de casos de personas desaparecidas?

« ¿A quién has perdido, cariño?», se preguntó él. Confiaba en que no fuera a su marido.

—Sí, así es.

— ¿Y su, eh, su tarifa?

—Veinticinco dólares al día, más gastos —al ver que ella asentía con la cabeza, Edward abrió un cuaderno y tomó un bolígrafo—. ¿A quién quiere que encuentre?

Ella inhaló una profunda bocanada de aire.

—A mí. Necesito que me encuentre a mí.

Edward la miró fijamente mientras daba golpecitos con el bolígrafo en el cuaderno.

—Creo que eso ya lo he hecho. ¿Quiere que le envíe la factura o prefiere pagarme ahora?

—No —ella sintió que se resquebrajaba por dentro. Había aguantado mucho tiempo, o al menos eso le parecía, pero de pronto sentía que la rama a la que se había estado aferrando desde que el mundo se hundiera bajo sus pies empezaba a romperse—. No recuerdo nada. Yo no...—se le quebró la voz. Apartó las manos de la bolsa que sujetaba sobre el regazo y se tapó la cara—. No sé quién soy. No sé quién soy —sollozó—. No sé quién soy.


Baya pobre Bella ke no sabe kien es? jeje la ayudara Edward? mmm yo creo ke sii jejeje

no sean malas y dejenme uns cuantos reviews para subirles el sigte jeje

cuidence byee