Edward Masen reflexionaba sombríamente acerca de cómo los bebés minaban cualquier relación normal entre adultos. Ya antes incluso de entrar en el mundo se habían infiltrado en la vida de las personas, y, una vez presentes, tomaban el poder como verdaderos tiranos. Nada ni nadie estaba a salvo de ellos.

Edward reflexionaba sobre esas verdades al volante de su automóvil mientras atravesaba el túnel de la Bahía de Sidney.

Había tomado el camino más corto hacia Paddington, camino del Hospital de Maternidad, aunque deseaba de todo corazón que Emmett se hubiera conformado con sus sinceras felicitaciones por el nacimiento de su primogénito, en lugar de hacerlo acudir allí para ver a la criaturita. Ante ese despliegue de orgullo paternal, Edward se preguntaba cuánto le duraría.

Uno a uno todos sus amigos habían ido sucumbiendo a la tentación de la paternidad, y uno tras otro se habían ido encontrando destronados en sus propios hogares. Y luego era él el que tenía que escuchar sus quejas, y oír cómo lo envidiaban por estar libre y a salvo del caos que ellos mismos se habían buscado:

—No se puede hacer el amor a gusto.

—Ya te puedes dar por contento con hacerlo alguna vez.

—¿Y quién pide tanto? Yo me conformaría con poder dormir una noche entera sin interrupciones.

—Los bebés tienen que ser siempre los primeros en todo.

—Yo tenía una esposa; ahora se ha transformado en una esclava del bebé.

—Ya nunca tenemos tiempo para nosotros.

—Para salir a cualquier parte es como si se movilizara un ejército, así que prefiero quedarme en casa. Ese trabajo que nos ahorramos…

A Edward no le cabía duda de que los bebés eran pequeños monstruos destructivos que, por lo visto nacían con licencia para matar, como pequeños agentes secretos 007. Varias de las parejas que conocía se habían deshecho bajo la presión de la paternidad, y el resto estaba constantemente luchando para adaptarse a la nueva situación. Edward ahora sabía por qué sus padres se habían limitado a tenerlo a él solamente, por qué había sido criado por niñeras y despachado al internado al cumplir los siete años. Era evidente que les había desorganizado demasiado la vida. Desde su perspectiva de adulto, comprendía que sus padres habían tomado medidas prácticas para reducir todo lo posible el daño causado a sus derechos como individuos, pero, de pequeño, los remedios aplicados por ellos le habían hecho la vida muy ingrata. De hecho, la sensación de postergamiento de su infancia seguía siendo un recuerdo doloroso, y no habría querido por nada del mundo tratar a su vez a un hijo suyo con el mismo método. Y, por otra parte, estaba seguro de que tampoco deseaba sufrir en su vida las destructivas consecuencias de la paternidad, de modo que, para él, la solución era bien sencilla: no tener hijos.

En cuanto a la curiosidad que pudiera haber sentido por esa experiencia había quedado más que satisfecho observando a sus amigos. Y, además, no sentía especial inclinación por perpetuar su apellido. Disfrutaba de la vida, de su trabajo y de independencia económica para poder hacer lo que quisiera cuando le viniese en gana. ¿Qué más podía desear? A Bella. Edward hizo una mueca al intentar sacudirse ese pensamiento. Bella lo había expulsado de su lado más a conciencia todavía que sus padres, y ni siquiera había dejado un resquicio para la reconciliación. Todo por una tonta discusión acerca de los niños. O quizá hubiera otras razones.

Sacudió la cabeza, frustrado todavía por la forma en que ella se lo había quitado de encima, preguntándose qué era lo que había hecho mal. La noche en cuestión pensaba pedirle que se fuese a vivir con él, seguro de haber encontrado la mujer con la que compartir su vida, y únicamente por hacer unos cuantos comentarios, sobradamente justificados, sobre el bebé que acababa de echar a perder la cena a la que ambos asistían, Bella se había trastornado y lo había dejado plantado, por las buenas. Y no había regresado. Se la había tragado la tierra. Para Edward no tenía sentido. Seguramente, había salido ganando al librarse de una mujer capaz de comportarse de manera tan irracional. Pero nunca hubo asomo de un comportamiento semejante durante todo el tiempo que pasaron juntos, todos aquellos meses de felicidad.

Bella hubiera jurado que eran compatibles por completo, incluso en el placer que ambos encontraban en su trabajo. Ella era la primera y la única persona con la que había sentido que existía un vínculo. Todavía había momentos en que la echaba tanto de menos que llegaba a sentir malestar físico. La podía imaginar con tanta nitidez como si todavía estuviese junto a él, sentada a su lado, con aquellos ojos oscuros aterciopelados que parecían contener estrellas, y esa sonrisa que hacía que su corazón se pusiera a bailar; con su brillante pelo negro alrededor de los hombros y sus suaves curvas femeninas cual promesa que, a él le constaba, era totalmente cierta. Podía escuchar su risa contagiosa, y los murmullos que tanto lo excitaban mientras hacían el amor. Recuerdos vanos. Deseaba olvidar a Isabella Swan y lo que sentía por ella, cuanto antes. No eran mujeres interesadas en él lo que le faltaba. Era cuestión de tiempo: tarde o temprano encontraría otra mujer capaz de encender aquel fuego. Ocho meses no era tanto tiempo.

Dentro de un año o dos, la traición de Bella carecería de importancia. Al llegar a Oxford Street, se concentró en Emmett e intentó cambiar su estado de ánimo. Emmett Mackarty era un buen amigo y un valioso contacto comercial, que no solo le encargaba siempre la restauración de las antigüedades que entraban en su tienda, sino que, además le enviaba con frecuencia clientes que deseaban muebles nuevos a juego con las piezas que le habían comprado. Esos favores merecían correspondencia, y, si hacía falta sonreírle al niño de Emmett y hacerle carantoñas, Edward estaba dispuesto a ello. Al menos por esa vez.

Edward coincidió con otro vehículo, que dejaba un espacio libre en el aparcamiento, así que tuvo la suerte de no tener que perder tiempo buscando aparcamiento y de encontrarlo muy cerca del hospital.

El reloj marcaba las siete y cuarto: tenía tiempo de sobra para llegar, comportarse como se esperaba de él, y marcharse después con la excusa de dejar a solas a Emmett y su esposa, para que hablasen de sus cosas. Tomó la botella de champán, empaquetada para regalo, del asiento del copiloto, felicitándose por su sutileza. Seguro que las demás visitas llevarían regalos para el bebé. En cambio, esa botella de importación les daría a los padres, que de tan pocas alegrías iban a disponer a partir de entonces, la ocasión de disfrutar de algunos momentos agradables. Aunque había empezado el otoño, el veranillo de San Martín hacía que diera gusto pasear y Edward pensó, mientras entraba en el hospital y se dirigía a recepción, que aquella era una forma de desperdiciar una tarde estupenda. Tras informarse, tomó el ascensor, disponiéndose mentalmente para sostener una conversación sobre el bebé durante al menos veinte minutos. Se abrieron las puertas del ascensor. Edward dio un paso para salir y, al hacerlo, le llamó la atención la persona que iba a entrar. Dio un paso más y se volvió a mirarla directamente. Tuvo la sensación de que perdía pie y caía por el hueco del ascensor, en lugar de encontrarse con ambos pies sólidamente plantados en el pasillo del hospital.

—¿Bella? —el nombre le explotó en la garganta. Aunque llevaba el pelo corto, no podía olvidar aquellos ojos que lo miraban ni el rostro de la mujer, por el que cruzó un tropel de expresiones: primero de reconocimiento, y luego, rápidamente, se reflejaron en él el aturdimiento, la incredulidad, el temor, el enojo. Entonces Bella se precipitó dentro del ascensor, clavó un dedo en el panel de control, y fue a refugiarse en un rincón. Le dirigió una mirada de claro rechazo hasta que se cerraron las puertas del ascensor. Y aquel mensaje le llegó a Edward con claridad: ella no quería saber nada de él. Edward reprimió el impulso de perseguirla, de hablarle y hacerse escuchar. Era inútil. Ella había tomado la decisión de hacerlo desaparecer de su vida, y eso no había cambiado. Ni iba a cambiar. De nuevo acababa de rechazarlo.

Edward se obligó a alejarse y buscar el número de la habitación que iba a visitar. Estaba allí para agasajar a un amigo, y no importaba que no estuviera de humor para ello: tenía que olvidarse de Bella. ¿Pero por qué se había reflejado el temor en sus ojos? Él nunca le había dado motivos para que lo temiera. ¿Y por qué el enojo? Bella tenía que darse cuenta de que ese encuentro era puramente accidental. ¡Maldita sea! ¿Qué era lo que había hecho mal? Edward … Era como si aquel nombre cayera inacabablemente en la mente de Bella, originando olas de dolor que parecían extenderse a su cuerpo, debilitándola. Cuando las puertas del ascensor se volvieron a abrir, Bella tuvo que hacer un esfuerzo para separarse de la pared del fondo contra la que estaba apoyada. Tenía las piernas temblorosas y el estómago contraído. Consiguió llegar al cuarto de baño de señoras de la planta baja y refugiarse en un compartimiento vacío. Cuando hubo echado el pestillo a la puerta, se dejó caer con alivio en el inodoro, sintiéndose allí a salvo y oculta hasta que consiguiera reaccionar. Las lágrimas se acumulaban en sus ojos.

Encorvada, Bella ocultó el rostro entre las manos, angustiada por el duro golpe que el destino la acababa de deparar, al hacerla encontrarse con Edward en semejante momento y en semejante lugar. No era justo. Era terriblemente injusto. Había pasado los últimos ocho meses intentando olvidarlo y obligándose a aceptar que junto a él no tendría un futuro feliz. Volverlo a ver reabría la herida que tanto trabajo le había costado empezar a cerrar. Durante el instante de un latido, Bella pensó que él lo sabía. Pero eso no era posible. Y así era en realidad: su expresión de sorpresa mostraba que no pensaba encontrarse con ella en ese lugar. Su voz había despertado recuerdos en Bella que más valía que siguieran enterrados. Recuerdos del deseo de Edward , de Edward haciéndole el amor con una pasión tan intensa que era como si ambos se fundieran en uno solo. Habían coincidido en tantas cosas… Eran la pareja perfecta, de no existir más que ellos dos. Bella entonces no lo sabía, no se daba cuenta de que en aquel idilio había agazapado un irremediable conflicto, esperando para explotarle en la cara precisamente cuando más enamorada y segura estaba de que todo iría bien. La tristeza y el espanto que había sentido la noche de la ruptura la asaltaron de nuevo. Había perdido a Edward irrevocablemente. Sus caminos se habían separado tanto, que no quedaba terreno común. Un encuentro impredecible e imprevisto como el de esa tarde era un atisbo cruel de lo que podía haber sido si la actitud de Jack hacia el tener hijos hubiese sido diferente. Bella tenía demasiado presente en su memoria la actitud de su propio padre como para poder contemplar siquiera el infligir a ningún niño esa sensación de no ser deseado, y muchos menos a un hijo suyo. Cada vez que sus padres discutían, salía la cuestión del embarazo no deseado. De Bella era la culpa de que su padre no hubiese continuado con su carrera, de que la juventud de su madre se hubiera terminado de golpe, sin poder ya disfrutar de la vida. La lista de rencores era inacabable. Con Edward habría sido igual. Las razones tal vez hubieran sido diferentes, pero no los sentimientos. De eso no le había dejado a Bella ninguna duda. Apretó los ojos con fuerza, reprimiendo aquellas inútiles lágrimas, mientras deseaba ser capaz de borrar la imagen y el recuerdo de Edward , tan firmemente estampados en su memoria. Edward continuaba desprendiendo aquella fuerza viril que la atrajo hacia él desde el primer momento. En el breve instante que duró el encuentro y, antes de que escapase en el ascensor, los rasgos de Edward habían vuelto a quedar impresos en su mente: el pequeño lunar junto al mentón, pequeña y tentadora irregularidad de su piel suavemente bronceada, el cabello, de distintos tonos de color caramelo, que ya iba necesitando de un buen corte, y la mirada directa de No debería afectarla tanto, y menos en esos momentos, que resultaba totalmente imposible tener esperanza alguna de poder compartir con él el futuro. Y aquel era precisamente el último lugar donde Edward debería presentarse. ¿Qué demonios hacía Edward en una maternidad? Seguramente, alguien lo habría presionado para que acudiera, para que viese a su hijo, sin percatarse de que a Edward Masen los niños le importaban un bledo. Por educación, o por interés profesional, se habría decidido a aceptar la invitación. Aquellas fueron las únicas razones que Bella atinó a darse. Al mismo tiempo, deseaba fervientemente que Edward no sintiera curiosidad por los motivos de su presencia. Si lo descubría… Bella no podía soportar esa idea. Reproches, discusiones, la insistencia en hacerse cargo de alguna responsabilidad, al menos económica. Edward atrapado por un hijo, que no quería, pero que se sentiría obligado a mantener, y que sería un amargo lazo que los mantendría unidos indefinidamente. Y Bella detestaba esa posibilidad. De hecho, había tomado cuantas medidas estaban en su mano para evitarlo: abandonar su trabajo, mudarse, no figurar en la guía de teléfonos. Con la ayuda de Sally, se las podía arreglar sin necesitar el dinero de Edward. Tal vez se estuviese preocupando sin motivo. La sorpresa que Edward había manifestado al verla no significaba necesariamente que continuara interesado en ella. Bien podría ser que hubiese conocido a otra mujer en los últimos ocho meses. A un hombre como él no le faltaría compañía femenina. Pero lo que hubo entre ambos había sido especial. Y además Edward era muy reservado, tampoco se relacionaba con tanta gente. Pero la mirada de sus ojos, tras la inicial sorpresa al reconocerla había mostrado esperanza, emoción… ¿Olvidaría Edward el asunto y lo dejaría pasar? Con suerte, se diría a sí mismo que ella había acudido a hacer otra visita, que ya se iba al llegar él. ¿Se habría dado cuenta Edward de que ella no llevaba ropa de calle? Bella dejó escapar un lamento al darse cuenta de que no era solamente cuestión de ropa. En contra de que ella estuviera allí de visita estaban también su pelo despeinado, y el no ir maquillada ni llevar bolso. Ojalá a Edward no le hubiese dado tiempo de reparar n aquellos detalles. Tiempo… Miró su reloj. Eran las ocho menos veinticinco pasadas. No podía correr el riesgo de tropezarse con él de nuevo. Lo mejor sería permanecer oculta en el excusado hasta después de las ocho, hora en la que terminaba el horario de visitas. Alice se haría cargo del bebé hasta que ella volviese. No había motivos de pánico. Alice ya contaba con que ella se entretuviese ojeando y eligiendo las revistas que tuvieran en el quiosco. Bella la había dejado charlando animadamente con las otras dos mamás que había en la habitación y sus respectivos visitantes, que eran los felices padres. Otra vez las lágrimas se agolparon en los ojos de Bella. Era muy triste ser madre soltera cuando se estaba rodeada de familias contentas y alegres de sus recién nacidos retoños. Aunque Alice era una gran amiga, no era lo mismo. Si Edward… ¡Maldita sea! ¿Por qué Edward no había podido ser distinto? ¿Por qué los niños eran algo tan terrible para él?

Nueva adaptación!

¿Qué opinan de este primer capítulo?

Nos vemos el miercoles.