El último verano en La Madriguera. Antes de que Harry, Ron y Hermione salgan en busca de los horrocruxes pasan muchas cosas entre las paredes de La Madriguera. Ron y Hermione descubrirán que no es tan malo dejar de pelearse.
El último verano en La Madriguera
No sabía muy bien cómo había acabado allí, pero tampoco le sorprendía demasiado. Durante las últimas noches, desde su regreso a casa de sus padres, a su tranquilo y acogedor hogar muggle, a Hermione Granger le resultaba casi imposible conciliar el sueño. Así que había adquirido la costumbre de levantarse en mitad de la noche, descalza y vestida tan solo con su pequeño pijama de verano, y dirigirse sin hacer el más mínimo ruido hacia el salón para sentarse en el alféizar de la ventana y contemplar la soledad de la noche que la rodeaba.
Aquel lugar siempre le había gustado. Hacía años que había descubierto que era uno de los rincones de la casa en los que más cómoda se sentía. Y no podía evitar sonreír con melancolía al recordar el momento exacto en que se había dado cuenta de ello.
Había sido la noche de su sexto cumpleaños. Acababa de comenzar el curso en su antiguo colegio y se sentía muy orgullosa porque sus profesores de primaria les habían escrito una carta a sus padres para informarles de lo avanzada que estaba su pequeña en sus clases. Les recomendaban encarecidamente que motivasen a la niña con todos los medios a su alcance para que sus dotes no se perdieran entre el hastío y el aburrimiento que experimentan aquellos a los que no se les explica más que cosas que ellos ya saben. Sus padres, orgullosos a rabiar, decidieron que no consentirían que su preciosa niña fuese una más.
Una vez al mes, su padre se la llevaba de la mano a una librería y la esperaba con una sonrisa en los labios mientras la pequeña deambulaba entre las estanterías escogiendo los dos libros que sabía que su padre le regalaría sin poner objeciones. Pero una vez al año era especial. En su cumpleaños era su padre el que elegía por ella. Y, aunque pueda parecer contradictorio, a ella le encantaba. Porque su padre siempre la sorprendía con algo nuevo, divertido e interesante. Aquella tarde los ojos le habían brillado más que nunca cuando rasgó el papel con energía y leyó las dos palabras que daban título al volumen que tenía entre las manos: el principito. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que hacía ya se estaba colgando del cuello de su padre agradeciéndole a gritos su regalo mientras lanzaba besos con la mano a su madre que los miraba risueña desde el otro lado de la cocina, con la tarta de cumpleaños sin azúcar más sabrosa que había cocinado hasta el momento en las manos.
Después de la fiesta, cuando el último de los niños se hubo marchado, Hermione se abalanzó con avidez sobre el regalo que más le había gustado y se dispuso a comenzar a disfrutarlo. Mientras su padre se recostaba en su sillón favorito, la niña se sentó a su lado en el suelo para poder disfrutar de la compañía mientras leía. Le encantaba compartir la lectura con su padre, porque sabía que él la observaba con orgullo y que estaría allí para echarle una mano en el improbable caso de que necesitase ayuda para comprender alguna frase especialmente complicada.
Llevaba menos de cinco minutos sentada allí cuando empezó a removerse en su sitio. No era capaz de concentrarse en el libro porque aquel rincón era realmente incómodo. El frío que se colaba por el suelo sin alfombra y que, en un principio, le ayudó a refrescarse comenzaba a provocarle escalofríos. El borde del sofá en el que se apoyaba se le clavaba en la espalda y las piernas se le empezaban a quedar dormidas al haberlas doblado para "sentarse como los indios". Así lo llamaba su madre. Además, los ojos empezaban a picarle porque en aquel rincón del salón casi no había luz y Hermione llevaba un buen rato forzando la vista para no tener que pegarse el libro a la nariz.
Pero Hermione se resistía a levantarse porque quería estar cerca de su padre. Un pequeño bufido de desesperación se escapó de los labios de la niña la cuarta vez que cambió de postura para intentar estar un poco más cómoda. Fue entonces cuando su madre, que se disponía a sentarse en el sofá para ver las noticias, dijo en un tono totalmente despreocupado:
El alfeizar de la ventana tiene mucha más luz.
La niña la miró sorprendida pero su madre se limitó a encogerse de hombros y encender la televisión. Hermione volvió la vista hacia la ventana y frunciendo el ceño pensó que su madre no tenía ni idea de lo que debía ser un rincón dedicado a la lectura.
Volvió a cambiar de posición porque ya no sentía la pierna izquierda. La cuarta vez que volvió a leer la misma línea sin conseguir prestar atención a lo que leía, se rindió y se levantó a regañadientes. No quería alejarse de su padre pero seguir allí sentada era una pérdida de tiempo.
Pero Hermione Granger odiaba darse por vencida así que, aunque le pareciera una locura, decidió hacer caso a su madre. Se acercó al alféizar con el libro en la mano y se sentó en él. Apoyó la espalda contra la pared y subió los pies descalzos para apoyarlos en la madera. Descubrió con sorpresa que, después de haber recibido los rayos del sol durante todo el día, aquella madera conservaba una tibia temperatura que enseguida la hizo sentir a gusto. Además, todavía era lo suficientemente pequeña como para mantener las piernas estiradas por completo sin llegar a tocar el otro extremo de la ventana. Apoyó el libro sobre sus rodillas y, al bajar la vista, comprobó que la iluminación era mucho mejor que la que disfrutaba hasta hacía unos instantes. La luz del sol todavía se colaba por la ventana y aunque comenzaba a enrojecerse debido al inminente atardecer, Hermione sonrió el recordar que justo detrás de ella había una lámpara que podía encender en cualquier momento.
Levantó la vista del libro una vez más y vio a su madre guiñarle un ojo desde el sofá mientras su padre seguía enfrascado en su propio libro, ajeno al ir y venir de su hija. Hermione se dio cuenta de que seguía estando muy cerca. Una gran sonrisa se dibujó en su cara y decidió que, sin duda, su madre era un genio. Aquel rincón se convirtió desde entonces en el mejor lugar de la casa para ella.
Las dos últimas noches se había decidido a abrir la ventana, en parte para combatir el inusitado calor veraniego que la ahogaba durante las noches, en parte para que la fresca brisa nocturna le ayudase a despejar su sobrecargada cabeza.
Habían pasado tantas cosas en tan poco tiempo. El último curso escolar en Hogwarts había sido una auténtica locura. Una montaña rusa de sensaciones y emociones que la habían traído de cabeza durante muchos meses. Nada había sido como se lo había esperado. Al fin y al cabo, Hogwarts era un lugar para sentirse segura y a gusto con sus amigos. Pero todo se había torcido desde antes incluso de poner un solo pie en el recinto del colegio. Todo a su alrededor se había vuelto amenazador y oscuro desde el mismo instante en el que Harry decidió contarles a ella y a Ron el verdadero contenido de la profecía.
La profecía. No pudo evitar pensar que odiaba a la profesora Trelawney con todas sus fuerzas mientras fruncía el ceño y removía su ya de por sí enmarañado cabello con frustración. Odiaba la adivinación y todo lo que tenía que ver con ella. ¿Con qué derecho había arruinado la vida de su mejor amigo aquella odiosa mujer? ¿Por qué había tenido que abrir su estúpida bocaza? Por su culpa, la vida de Harry había sido un auténtico infierno y ahora la suya también iba a serlo.
-Maldita adivina de pacotilla- bufó Hermione mientras se agarraba las rodillas contra el pecho en un gesto de autoprotección más que inconsciente. Pero acto seguido no pudo reprimir una vaga sonrisa irónica al pensar que se estaba comportando como una chiquilla cabezota. Sibyll Trelawney no tenía la culpa de lo que había pasado, ni mucho menos. Las profecías, las verdaderas profecías, no se podían controlar. Los adivinos que las pronunciaban no tenían ni idea de lo que iba a salir de sus bocas hasta el mismo instante en que sucedía. Y la profesora que más irritaba a Hermione ni siquiera sabía que ella había sido la vidente que había pronunciado aquellas terribles palabras. Nadie en su sano juicio podría culparla de nada de lo que había pasado.
Pero para Hermione resultaba más fácil que enfrentarse al hecho de que había sido Snape el que había escuchado la profecía, había sido Sirius el que había convencido a los Potter para utilizar a esa rata asquerosa como guardián de los secretos, había sido Voldemort el que había matado a Lily y a James, había sido Dumbledore el que había ocultado a Harry tanta información vital durante tanto tiempo, había sido ella la que había convencido a Harry de que Snape era digno de confianza… Había sido ella la que lo había dejado salir de su despacho con la varita en la mano.
Había sido ella. Las lágrimas acudieron rápidamente a sus ojos atenazando todavía más el molesto nudo que se le había formado en la garganta. Apretó sus rodillas con más fuerza contra sí misma y escondió la cabeza entre ellas. Nunca le había gustado que la viesen llorar y, aunque sabía que estaba sola, hay costumbres que no se pierden. Dejó que las lágrimas corriesen por sus mejillas en silencio durante unos minutos, consciente de que después se sentiría mejor.
Cuando volvió a levantar la cabeza tenía las ideas un poco más claras y no pudo evitar pensar que en los últimos años había cambiado mucho. Y no sólo físicamente (ahora tenía que mantener las piernas ligeramente dobladas para encontrar una postura cómoda en aquel alféizar). Había madurado a marchas forzadas. No le había quedado más remedio que hacerlo, con todo lo que Harry, Ron y ella habían pasado. Pero había algo que no le gustaba de todos esos cambios. ¿Cuándo narices se había convertido en una llorona? Cada vez le costaba más reprimir las lágrimas en presencia de los demás, cuando era una actitud que siempre había odiado. Pero no podía evitarlo. Cada vez que veía aparecer a Harry lastimado, sangrando (cosa que era increíblemente habitual) Hermione sentía que el pecho le oprimía y los ojos le escocían. Luchaba contra ese sentimiento y buscaba a su otro mejor amigo en busca de apoyo. O para dárselo a él, no lo tenía muy claro. Pero cada vez que miraba a Ron, viendo la preocupación reflejada en sus ojos azules, las lágrimas le ganaban la batalla y corrían libres y humillantes por sus mejillas. No podía evitarlo. Y no lo entendía. ¿Por qué? ¿Por qué no podía evitar llorar cuando estaba con Ron? ¿Acaso…?
Sacudió la cabeza como si con ese simple gesto pudiese deshacerse de esos inoportunos pensamientos. No había bajado al salón aquella noche para pensar en Ron. Aunque tenía que reconocer que otras muchas noches sí lo había hecho.
Ron. Ronald Billius Weasley. Él había sido el causante de la gran mayoría de las vueltas que había dado la montaña rusa de sus sentimientos en ese último año infernal. Aquel verano había llegado a La Madriguera unos días antes de que lo hiciera Harry y descubrió que era mucho más divertido compartir el tiempo con Ron en su casa que limpiando de cosas peligrosas el número 12 de Grimauld Place. Aunque eso ya se lo esperaba. Lo que no se había esperado fue la sensación de emoción y alegría que la embargó cuando leyó la carta en la que Ron la invitaba a pasar las vacaciones en su casa.
"Puedes venir cuando quieras. No tienes por qué esperar a que venga Harry"
Hermione casi podía ver lo coloradas que se le habrían puesto las orejas a Ron mientras escribía la última frase de la carta. Por supuesto, no tardó en convencer a sus padres de que la dejaran ir.
Estaba muy nerviosa el día en que llegó a la Madriguera y la señora Weasley salió corriendo de la casa para abrazarla con fuerza y darle la bienvenida. Le encantaba aquella casa. Y adoraba a aquella familia. Los quería a todos con locura. A cada uno de una manera distinta. Y, a pesar de que estaba acostumbrada a la tranquilidad de ser hija única, se lo pasaba en grande en aquella casa abarrotada de gente. Se sentía como si estuviese con su propia familia. Pero Hermione sabía que la emoción y el nerviosismo que la embargaban no se debían sólo al cariño que despertaba en ella la gran familia Weasley. Había cierto pelirrojo alto y desgarbado al que estaba deseando ver. Se decía a sí misma que era porque se moría de ganas de intercambiar impresiones acerca de lo ocurrido en el ministerio y la profecía. Se lo repetía una y otra vez. Pero, mientras entraba en la casa arrastrando su pesado baúl, sabía que era mentira.
Fueron dos días los que pasó en la Madriguera con Ron antes de que llegara Harry. Y fueron dos días increíbles. Había hablado con Ron de tantas cosas que nunca antes habían tratado. Habían estado tan cerca el uno del otro, la mayoría de las veces a solas. Pensar en aquellos días la hizo sentir mucho mejor.
Pero luego llegó Harry con la información acerca de la profecía. Todo pareció volverse un poco más oscuro, pero entre los tres consiguieron llevarlo bien y el resto de las vacaciones se fue volando. Cuando quisieron darse cuenta volvían a estar en el expreso de Hogwarts. Pero algo había cambiado. Algo que Hermione nunca pensó que pasaría. Harry se había obsesionado con la idea de que Draco Malfoy era un mortífago y estaba tramando algo realmente peligroso en el colegio. Por supuesto, ella había tratado de hacerle entrar en razón. ¿Cómo demonios iba a ser Malfoy un mortífago? ¡Si no era más que un adolescente fanfarrón! Pero lo que había sorprendido, y muy gratamente por cierto, a Hermione era el hecho de que Ron había estado de su parte. Por primera vez desde que se conocían, había apoyado a Hermione en detrimento de Harry. Se quedó tan pasmada que no supo cómo reaccionar. Invitarlo al baile de Navidad del profesor Slughorn había sido una manera de demostrarle su agradecimiento. Aunque, claro, habían pasado tantos meses que estaba segura de que Ron no había relacionado las dos cosas ni por casualidad.
Era un buen inicio de curso. ¡Todo iba tan bien! Ron la apoyaba, Harry estaba recibiendo clases particulares con Dumbledore para poder enfrentarse a Voldemort, Ron iba a acompañarla al baile de Navidad…
Pero entonces ese estúpido cabeza hueca había decidido enfadarse con el mundo en general y con ella en particular, solo Merlín sabía por qué. Y todo había ido de mal en peor. Ron no le hablaba, Harry la había superado en pociones, Ron se dedicaba a hacerle la vida imposible, Harry no conseguía el recuerdo de Slughorn sobre los horrocruxes y se negaba a escucharla, Ron salía con Lavender, Ron se besaba con Lavender en cualquier rincón sin importarle el daño que podía causar… Ron, Ron, ¡siempre Ron!
Imbécil egoísta y egocéntrico, desagradecido. ¡Y pensar que ella había hecho trampa para que pudiera seguir siendo el guardián de Griffindor! ¡Ella! Que nunca se saltaba las normas sin una buena razón. Aunque tenía que reconocer que la sonrisa que había puesto Ron al finalizar las pruebas había sido una buena razón. Y él se lo agradecía saliendo con esa… esa… ¡Con esa!
Los ojos se le volvieron a llenar de lágrimas, pero esta vez logró controlarlas. Lo había pasado muy mal durante los meses en que Ron y Lavender habían estado juntos. Pero se había prometido que no volvería a llorar por eso. Al fin y al cabo, ya había pasado. Ron había dejado a Lavender y Hermione creía saber por qué, pero ese era el único terreno en el que Hermione no se atrevía a hacer suposiciones. Por un tiempo todo pareció volver a la normalidad. Todo parecía ir bien de nuevo.
Pero entonces, una noche Harry entró corriendo en la sala común y casi sin respirar les contó que él y Dumbledore se iban en busca de uno de los horrocruxes y que debían vigilar a Malfoy porque había logrado aquello que se proponía, fuese lo que fuese. Tuvieron que prometerle a regañadientes que lo harían y que se tomarían el Felix Félicis a pesar de que Hermione seguía pensando que debería habérselo tomado él. Tal vez de ese modo las cosas hubiesen sido de otra manera. Tal vez, de ese modo los mortífagos no hubiesen podido entrar en el castillo antes de que Dumbledore y Harry hubiesen regresado. Tal vez, de ese modo Dumbledore seguiría con vida.
Porque ese había sido el hecho que había puesto fin a un curso horrible. El ataque a Hogwarts que se había cobrado la vida del mago más grande que jamás hubiera existido. Albus Dumbledore estaba muerto.
Y ahora Harry debía cumplir la última misión que el anciano mago le había encomendado. Debía encontrar y destruir los horrocruxes que Voldemort había creado para enfrentarse después al mismísimo señor tenebroso en un duelo a muerte.
Harry tenía que irse. Y quería hacerlo solo.
Solamente tuvo que mirar a Ron durante un par de segundos para saber que los dos estaban pensando lo mismo. Irían con Harry. Le acompañarían en su búsqueda y estarían a su lado hasta el final. No importaba los peligros a los que, con toda certeza, tendrían que enfrentarse. No importaban ni el miedo ni la desesperanza que les atacarían en mitad de la noche. Lucharían a su lado y, si tenían que dar su vida por él, lo harían.
Hermione lo sabía. Ron lo sabía. Y Harry preferiría no saberlo.
De regreso a casa en el expreso de Hogwarts, Hermione sólo podía pensar en cómo se lo explicaría a sus padres. Ellos no tenían ni idea de la maldad de Voldemort porque no eran magos. ¿Cómo narices iba a explicarles que no asistiría a su último año de formación mágica porque se libraba una guerra y ella había decidido participar activamente? No iba a ser fácil.
Había llegado a casa, había pasado una semana y no había podido hacerlo.
Hermione se desperezó y se incorporó con un suspiro. Volvió a mirar hacia la solitaria calle que tantos recuerdos le traía y cerró la ventana.
Con paso decidido y la cabeza alta comenzó a subir las escaleras hacia su cuarto. Sabía, incluso antes de haber bajado al salón, que esa noche no iba a poder dormir, así que decidió aprovechar el tiempo. Cuanto antes lo hiciera, mejor para todos.
Se sentó en su mesa de trabajo y encendió la luz de la mesilla. El pergamino, la pluma y el tintero la llevaban esperando dos días. Inspiró hondo y comenzó a escribir.
Hermione Granger había tomado una decisión. Probablemente, la más difícil de su vida.
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Bueno, este es mi primer fanfic. A pesar de tener muchas historias en la cabeza tengo muy poco tiempo para ponerme a escribir. Espero que os guste, porque me ha costado mucho decidirme a publicarlo. Espero vuestras opiniones.
Un saludo
