CAPÍTULO UNO
La Granja de Bella
Bella seguía durmiendo plácidamente en su cama aún cuando el gallo ya hacía varias horas que había anunciado la salida del sol. Dormilona por naturaleza, Bella trasnochaba noche sí y noche también con una vela en una mano y un libro en la otra, el único momento libre en todo el día para disfrutar de su gran afición: la lectura. Aquella noche, tras una mañana que se le había hecho eterna atendiendo los deberes de la pequeña granja familiar, se había encerrado en su habitación con un libro de aventuras. Bella intentaba seguir el hilo argumental entre cabezada y cabezada, y cada vez que el sueño parecía vencerla, la novela la volvía a despertar con un nuevo duelo, una nueva intriga o un nuevo giro inesperado. Bella se decía a sí misma "una página más y me voy a dormir", pero fueron tantas las veces que se lo repitió que al final ya no quedaron páginas que pasar. El suave tacto del papel dio paso a la rugosa superficie de la contraportada. La vela terminó por consumirse y Bella al fin pudo conciliar el sueño con la satisfacción del deber cumplido.
Aquella mañana de domingo no tenía ninguna tarea pendiente, y pretendía dormir por lo menos hasta la hora de comer. Pero una potente explosión la despertó con un sobresalto, dando un bote en su cama. La joven se recogió los cabellos a medida que sus ojos se acostumbraban a la claridad del nuevo día, el corazón latiéndole a martillazos. Por un momento creyó que la explosión provenía de los cañonazos del Palacio Real, o quizá de un sueño que no podía recordar. Sin embargo el estruendo volvió a repetirse, más sonoro y violento que antes. El mobiliario de la pequeña habitación tembló, varios libros cayeron de los estantes levantando pequeñas volutas de polvo.
–¿Pero se puede saber qué ocurre? –murmuró Bella.
Entonces, cuando fue consciente de lo que estaba ocurriendo, se puso en pie como un resorte, se hizo una rápida coleta y se calzó las zapatillas. Bajó rápidamente los dos pisos de la granja hasta llegar a una desvencijada puerta cuyo quicio vomitaba un humo blancuzco.
Bella consiguió adentrarse en el viejo sótano abriéndose paso a patadas. Una bocanada de humo la sacudió y bufó su cabello. Sus humildes ropas se le pegaron al cuerpo y su piel empezó a notar los efectos de la condensación. Dentro del oscuro sótano se respiraba una atmosfera asfixiante y recalentada. La extrema humedad combaba peligrosamente las vigas de madera, que crujían bajo el peso del resto de la granja.
–¿Papá? –preguntó Bella entre toses, tanteando la niebla.
El silencio fue la única respuesta.
–¿Papá? –insistió.
No fue una voz humana la que contestó, sino un traqueteo que fue ganando en intensidad a medida que Bella avanzaba, como si cien carros de combate corriesen sobre su cabeza.
–¡Lo he conseguido! –estalló una voz.
De repente, el sótano quedó completamente iluminado por unos destellos incandescentes que colgaban del techo, como si Bella estuviese mirando al sol de cara.
El humo comenzó a despejarse. Y al fondo del sótano, Bella pudo distinguir una enorme mole oscura, una especie de gran vasija de acero de cuya parte superior emergía la chimenea que había escupido todo aquel fuego. Una rejilla situada en el centro revelaba un resplandor anaranjado acompañado por el crepitar de las llamas.
–¡Por fin lo he logrado! –volvió a proferir la voz.
Al lado del misterioso artilugio había un hombre de más de cincuenta años, bajito y regordete. Era calvo, de ojos pequeños y bonachones, nariz chata y un lustroso bigote de morsa que ocultaba en gran parte su boca. Sus mejillas rechonchas, al igual que sus pequeñas orejas, estaban rojas de excitación.
–Vamos a ser ricos, Bella.
Bella se cruzó de brazos, mirándolo con condescendencia.
–¿Y por eso tienes que volar la casa por los aires? Me dijiste que habías abandonado ese proyecto.
La máquina volvió escupir una voluta de humo en aquel momento. Los crujidos y temblores que brotaban de su interior parecían indicar que iba a estallar en cualquier momento.
–Pero esta vez lo he conseguido, Bella. Mira –dijo el padre abarcando la estancia con sus brazos–, está iluminando todo el sótano en este mismo momento.
Bella señaló incrédula a la máquina.
–¿Esa cosa?
–Sí hija, sí –respondió el hombre con una risilla nerviosa.
–¿Y cómo se supone que lo hace? ¿Arrancando la casa de sus cimientos?
–No, no, no. Es mucho más segura de lo que parece.
El padre de Bella dio un par de enérgicos golpes sobre el armazón de hierro para reafirmar su comentario, a lo que la máquina respondió con un agudo pitido que acabó con una nueva fuga de vapor.
–Evidentemente, sólo es un prototipo.
–¿Y cómo se supone que funciona?
–¡Eso es lo mejor! –dijo el padre de Bella, entusiasmado con aquella pregunta.
Durante un par de minutos trató de explicarle las bases de su nuevo invento: una máquina capaz de convertir el vapor de agua en energía. Después, esa energía podía ser transformada en luz a través de unos filamentos de cobre y unas esferas de cristal en cuyo interior se concentraba toda aquella energía.
A Bella toda aquella cháchara le parecía confusa. Aunque era una chica educada y de gran inteligencia, las ciencias no eran su principal campo de interés, y tan solo las dominaba a nivel elemental.
–¿Te das cuenta de lo que significa esto, Bella? Este año ganaré la Feria Anual del Reino. Venderé mi invento y seremos ricos.
Aquel comentario conmovió a su hija, que se le acercó y le dio un tierno abrazo.
La granja era la única herencia que su madre había sido capaz de dejarles después de que una dolorosa enfermedad acabase por llevársela. Bella era la única de los dos miembros restantes de la familia que tenía mano con los animales, pero una sola mujer no podía encargarse de una granja entera. Tampoco tenían dinero para contratar a más personal, por lo que poco a poco la pobreza se acercaba al umbral de su puerta. Con el tiempo tuvieron que ir vendiendo los animales y las tierras para poder comer. El dinero de aquellas ventas habría bastado para vivir cómodamente durante unos años, pero los caprichos científicos del padre de Bella consumían con rapidez aquella fuente de ingresos sin ninguna recompensa.
Bella no creía que su padre fuese un fracasado, pero entendía que quizá la ciencia, una práctica en la que ponía todo su empeño, no fuese su punto fuerte. Aunque había conseguido un par de éxitos menores, sus grandes ambiciones se truncaban a la hora de no calcular correctamente la resistencia de los materiales o a tallar las piezas en su exacta medida.
Desafortunadamente, si el invento fracasaba, el dinero no volvía. Lo que había sido una rica granja ahora se había convertido en una vieja masía con un pequeño huerto en el jardín trasero y un par de establos cuyos animales costaba cada vez más alimentar.
Aquel extraño cachivache era la única esperanza que tenía la desesperada familia de comer el mes siguiente.
–De momento salgamos fuera a que te dé un poco el aire. Esta humedad es fatal para tu reuma.
Bella descorrió un cerrojo cercano a unas escaleras y abrió las pesadas láminas de manera. Una corriente de aire se coló en el interior del sótano y la luz natural aplacó a la artificial.
El padre de Bella subió los peldaños con cierta dificultad, ayudado por el amable brazo de su hija. Tras respirar un par de bocanadas de aire fresco realizó un par de graciosos estiramientos mientras Bella volvía a cerrar las puertas, acallando así el infernal sonido del nuevo invento de su padre.
–Ya verás hija, volveremos a recuperar todo lo que tuvimos que vender. Mi invento será reconocido a lo largo y ancho del Reino.
–No necesitamos lo que vendimos, papá. Sólo necesitamos ser un poco más prudentes con nuestras inversiones.
El padre de Bella sacudió la cabeza.
–Sé que mis inventos te han dado más de un quebradero de cabeza, pero esta vez funciona. Tú misma lo acabes de ver. Te prometo que volveré a hacerte sonreír.
Bella sonrió.
–Mientras tengamos un techo, un plato sobre la mesa y a ti, seré feliz.
El padre de Bella acarició tiernamente una de sus mejillas. Era la viva imagen de su madre. Alta y atlética, humilde pero de porte elegante y orgulloso. Su tez era del color de las almendras, al igual que sus ojos grandes y ligeramente rasgados. Tenía una nariz pequeña algo respingona y su boca eran dos hileras de perlas perfectas, todo ello enmarcado por un bar de bucles de color castaño y una trenza que le llegaba al final de la espalda.
El padre de Bella recordaba con cariño el día que conoció a su esposa, las hermosas tardes de picnic que pasaba a orillas del rio, el día en que, pese a ser un hombre humilde, aceptó ser su esposa. Recordaba con aún más apego el día que sostuvieron a la pequeña Bella por primera vez. Y ahora, años después de que su mujer falleciese, se había repuesto del dolor de aquel día y sonría cada vez que miraba a Bella, pues sentía que su mujer también vivía tras aquellos ojos y tras aquella noble sonrisa. Habría dado cualquier cosa, su vida incluida, por hacerla feliz.
–Vamos, entra en casa a cambiarte. Te prepararé algo de comer –dijo Bella como se le dice a un niño que la hora de jugar a terminado.
–¿Qué hora es? –preguntó el padre.
Bella hizo el cálculo basándose en la posición del sol.
–Deben de ser las doce.
–¿De qué día?
–Miércoles.
–¡Miércoles! ¡Cielo santo ya es miércoles! Debería haber salido ayer por lo menos. ¡Tengo que llegar a la capital antes del sábado! Rápido Bella, prepara mi petate. Yo prepararé los caballos.
–Pero papá...
–¡No hay tiempo Bella! Nos jugamos mucho.
Bella supo que la discusión había terminado. Su padre partiría aquella misma tarde fuese cual fuese su parecer, por lo que se dio prisa en preparar las provisiones necesarias para el viaje. Primero fue al establo, donde ordeñó a la mejor de las únicas dos vacas que les quedaban, y consiguió llenar un cántaro bastante generoso de leche. A continuación, llenó otro con agua y los guardo en un lugar fresco.
Comida no había demasiada, pero consiguió reunir unas cuantas tiras de carne seca, unas onzas de queso y pan que junto al último tarro de mermelada envolvió en un desgastado pañuelo.
Por último, cepilló la única capa de viaje de su padre con tal de darle un aire digno y ocultar los numerosos remiendos y puntadas que Bella le había dado a lo largo de los años.
Cuando hubo terminado de cepillar la capa se tomó el lujo de descansar cinco minutos. Desde la ventana de la habitación de su padre, estancia en la que se encontraba, podía observar a su progenitor tratando inútilmente de sacar la máquina al exterior desde la trampilla valiéndose tan solo de sus flácidos y débiles brazos. La máquina resbaló de sus brazos aterrizando de nuevo en el sótano, provocando un gran alboroto.
Una sonrisa compasiva cruzó el rosto de Bella. Trabajar en aquellos estrafalarios inventos era lo único que había mantenido encendida la ilusión de aquel hombre a quien la desgracia y la pobreza acechaban día a día. No obstante, su pasión por aquellos delirios había ido ya demasiado lejos.
Bella abrió un pequeño cajón del escritorio de su padre. En el interior había una pequeña bolsa de piel con treinta escudos reales; todo el dinero que les quedaba. Para llegar hasta la Feria Anual al menos necesitaría veinte. Aunque no era la cantidad de dinero que quedaba en la bolsa lo que realmente preocupaba a ella, sino el pergamino que permanecía oculto debajo de ésta: La orden de embargo que los echaría de su propia casa en menos de una semana si no pagaban la imposible suma de mil quinientos escudos reales.
Bella arrugó el pergamino en sus manos mientras un par de gruesas lágrimas resbalaban por su rostro. Cuando su padre volviese de la Feria Anual se encontraría con que su hija habría tenido que buscar cobijo en el hospicio del pueblo ya que ni siquiera vendiendo lo que quedaban de la granja familiar conseguirían dinero suficiente para saldar la deuda que pesaba sobre la herencia materna.
La joven volvió a mirar por la ventana. Esta vez su padre había recurrido a la fuerza de sus dos caballos para extraer la máquina del sótano. Una exclamación de júbilo sentenció el éxito de aquella operación.
Bella quería demasiado a su padre como para aplastar su última oportunidad de ser feliz. Y el padre quería demasiado a su hija como para no dejar de intentarlo, aunque sus bienintencionados esfuerzos fuesen en gran parte la causa de las dificultades por las que estaban pasando.
A las tres de la tarde la máquina de vapor y las esferas de cristal ya estaban bien aseguradas en el carro bajo una protectora capa de lona. El padre de Bella estaba terminando de colocar los estribos a los caballos cuando las finas manos de su hija le colocaron la capa con cariño sobre los hombros. El padre tomó las manos de Bella y las apretó en un gestó paternal. Después, Bella le alcanzó el petate con las provisiones y la bolsa con el dinero. Su padre abrió la bolsa, acercando tanto la cabeza que su enorme bigote acabó en el interior. Terminó por sacar un par de escudos reales que lanzó a Bella.
–Para que te compres un libro –dijo su padre–, pero esta vez intenta al menos que te dure hasta mi vuelta.
Bella sonrió para intentar contener el sollozo.
–Pequeña mía ¿Qué te ocurre?
La joven sacudió la cabeza. Abrazó a su padre como nunca antes le había abrazo y el hombre, enternecido pero preocupado, no pudo hacer otra cosa que insistir.
–¿Seguro que todo va bien?
–Claro que sí –reafirmó Bella–. Pero ten mucho cuidado, ¿vale? Los caminos no son nada seguro.
El padre soltó una alegre carcajada.
–Hace falta más de un bandolero armado hasta los dientes para acabar con tu padre.
Y dicho esto se subió al carro con la ayuda de Bella. Se colocó en el centro y recogió las bridas hasta adaptarlas a su antojo.
–Te he dejado a Jolly en el establo por si necesitas ir al pueblo. Está algo anémico pero creo que te servirá.
–Me las apañaré con él –dijo Bella pensando en el viejo caballo al que tan poco le faltaba para reunirse con su creador.
–¿Te queda suficiente dinero?
–No como para invitar a Su Majestad a un banquete, pero me las apañaré.
–Debería llegar a Fairville el viernes. Te escribiré en cuanto llegue para que no te preocupes.
–Esperaré tu carta, papá.
–Ya verás hija mía, me voy en carreta, pero volveré en carroza.
–Recibiré las sacas de oro con los brazos abiertos –bromeó Bella.
–Traeré tanto que tendremos que tendremos que salir de casa para que quepa todo.
Las carcajadas de ambos fueron extinguiéndose poco a poco hasta que finalmente el padre de Bella adoptó un tono más serio.
–Es hora de partir, hija mía.
–Ten mucho cuidado, papá –le advirtió su hija.
–Con un ángel tan bello a mi cargo tengo que ser el doble de precavido. Deberías recibir noticias mías antes del lunes. Adiós, mi querida Bella. ¡Arre!
Los caballos iniciaron un perezoso trote con el que lograron tirar del carro. El padre de Bella se despedía con la mano mientras las monturas tomaban una cerrada curva que se alejaba de los terrenos de la granja y conducía al Camino Real. La silueta de su padre quedó recortada contra el sol, un enorme disco naranja que no calentaba lo suficiente aquella fría tarde de invierno.
Finalmente, el carro terminó por perderse en el horizonte. A medida que desaparecía un temor sin nombre ni origen perforó el corazón de Bella, como uno de esos malos presentimientos que se tienen solamente una vez en la vida pero que rara vez suelen ser equivocados. Por alguna extraña razón, tenía certeza de que aquella pequeña sombra sería el último atisbo que tendría de su padre.
–Tonterías –pensó Bella.
El destino ya había sido lo bastante cruel como para arrebatarle a su madre y en breve su hogar, no lo sería también para dejarla sin padre.
Durante los siguientes días Bella se limitó a llevar una vida monótona que no escapaba de sus deberes de la granja y sus lecturas nocturnas. Comía lo justo para no despilfarrar el poco dinero que le quedaba y cuando sus pensamientos no dejaban de girar en torno a aquella maldita orden de desahucio salía a cabalgar a lomos de Jolly, que era el único amigo que le quedaba.
El jueves amaneció con una copiosa nevada. Los grandes copos apenas dejaban ver más allá de las ventanas. Una creciente preocupación sacudió el corazón de Bella, imaginando a su padre perdido en la ventisca y muerto de frío. Con tal de enterrar aquellos pensamientos cualquier actividad era buena, incluida la limpieza general de toda la casa. Aunque de poco le sirvió pues el frío era tan extremo que tuvo que encender todas las chimeneas, manchando de hollín todos aquellos suelos que había limpiado con tanto esmero horas antes.
Ya era de noche cuando, después de una sencilla cena, Bella se sentó ante la chimenea con uno de sus preciados libros de aventuras. Sin embargo, tuvo que dejar de leer al cabo de unas pocas páginas, pues el protagonista se veía despojado de todas sus posesiones y de su hogar, obligado a vivir en la calle. Bella miró a través de la ventana donde veía reflejado el futuro de su miseria. En menos de una semana, cuando ya no le quedaría nada, el tiempo no tendría clemencia de ella.
El nuevo día amaneció con ventisca otra vez. Bella apenas pudo dormir a causa de las preocupaciones que la envolvían. ¿Estaría bien su padre? Al menos se consoló pensando que recibiría noticias suyas en breve, pues ese mismo día llegaría Fairville y le pondría unas letras nada más deshacer el equipaje.
Pero la inquietud de Bella no hizo más que crecer durante el fin de semana. La ventisca ya se había convertido en una silenciosa nevada, y aunque la nieve cubriese gran parte del paisaje, seguro que los caminos habían sido despejados. Bella, siempre atenta desde la ventana, oteaba el horizonte con el catalejo de fabricación casera de su padre. Distinguió a un par de mensajeros remontando dificultosamente el Camino Real, pero ninguno se detuvo en su granja a darle buenas noticias. El nudo que sentía en la garganta era cada vez más tenso. Apenas podía beber un vaso de agua sin que el cristal temblase en sus manos.
Llegó el domingo, el día de la Feria Anual, el día en que su padre había puesto todas sus esperanzas para dar un futuro a su familia. Bella se permitió el lujo de poder soñar un instante: su padre regresaba a casa acompañado de carros y carros hasta arriba de oro. Y sin embargo habría cambiado todo ese metal precioso por unas palabras de su padre. Pero el sol volvió a ocultarse sin que nada se supiese de él.
