Nueve meses


Albert Wesker & Claire Redfield


Capítulo I: El niño de mis entrañas

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Hold back the river, let me look in your eyes

Hold back the river, so I

Can stop for a minute and see where you hide

Hold back the river, hold back


Hold back the river — James Bay.


Descargo de responsabilidad: Ninguno de los personajes de Resident Evil me pertenece. Todos son propiedad de Capcom. Diviértanse con la infinidad de posibilidades de la imaginación.

Resumen: Nueve meses. 270 días. ¿Qué podría salir mal? Claire Redfield afronta los pormenores y alegrías del embarazo mientras comprueba la naturaleza de su relación con Albert Wesker. El matrimonio era un reto, una burbuja… el embarazo del hijo de un tirano, será un pequeño caos. Debemos sonreírle a las dificultades, ¿no es así, Claire?

Dedicatoria: Especialmente en honor a Addie Redfield. La mafia y yo te apoyamos, queremos y admiramos. Eres la mejor.

A mis betas Polatrixu y Frozenheart7. Muchas gracias por estar al pendiente de esta locura. Nunca olviden que sin ellas esto no sería posible.

Nota de la autora: Bueno ya, basta de drama y tragedia. Soy una autora a la que le gusta y se le da bien, pero la realidad es que recibí un mensaje de una lectora diciendo que esperaba ver algo distinto a la tragedia y al hurt/comfort, especialmente con el personaje de Wesker. Así que pensé en hacer algo diferente, un tanto más ameno, parecido a lo que presentado con Colateral (alguien me dijo que parecía comedia romántica protagonizada por Cameron Díaz).

Creo que esto le dará variedad a mi perfil como autora. Me gustaría demostrar que manejo la mayoría de los géneros y la mayoría de tramas (de lo más oscuro a lo más alegre).

Respecto a otra de mis preocupaciones, o sea Cuerpo cautivo, llevo seis mil buenas palabras, pero… es difícil. Ya saben, Wesker está en la búsqueda final de Claire y no es nada sencillo describir lo que está pasando. Aquí un adelanto:

"Sin embargo, analizándolo desde su actual posición, lo figuró como un fracaso, muertes que en su momento creyó necesarias y que ahora catalogaba como sin sentido, justo como la de esas treinta parejas de chupadores. Había obtenido a Umbrella, sólo para destruirla. Se alió con Tricell, sólo para eliminar a su agente más valioso: Excella Gionne. Y ahora estaba allí, sin el virus Génesis, con 24 horas prestadas, y sin su estúpido título de capitán. Quería pensar que todo lo ocurrido, las operaciones militares, las noches de laboratorio, los tratos con los líderes mundiales, y demás, significaban y sostenían la leyenda del hombre de gafas negras que por un breve periodo de tiempo dominó el planeta Tierra. Había construido un imperio como el de otros tantos hombres de guerra a costa de la propia humanidad: Napoleón, el Khan, Alejandro Magno… la diferencia radicaba en que Wesker no veía su propio capítulo en los libros de historia. El único legado que le quedaba a la mano era la vida de Claire a cambio de la propia. Y por alguna razón, mientras apretaba con la palma enguantada la estrella, el intercambio le pareció no sólo justo, sino necesario".

¿Cómo ven? Les prometo que está listo antes del 8 de agosto. Lamento, como siempre, el tiempo que me tomo para escribirlo.

Sin más, aquí está: Nueve meses.


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Primer mes.

Claire Redfield miraba las dos escandalosas líneas rosadas en la prueba de embarazo. Ante ella, lo más inesperado, aunque no improbable, la deslumbraba con su irreparable certeza —luego de practicarse tres, claramente no se trataba de un falso positivo—. Sentada en la taza cerrada del baño, encima de los decorados de madera fina, vio pasar ante sus ojos verdemar los últimos dos años de su vida.

Vivía oculta, prácticamente en anonimato. Alejada de su hermano, sus amigos y del trabajo en TerraSave. Durante un arranque de amor o de locura, decidió escapar de la imposibilidad de sus sueños y darles unos meses de realidad a su amor enfermizo; rozaba Estocolmo, era pasional y desenfrenado, irracional y hasta dañino. Sin embargo, y por primera vez siendo egoístamente caprichosa, Claire Redfield aceptó su sentimiento sin reservas, con sus luces y matices, sus sufrimientos y traiciones. Había caído en las redes de amor del más frío tirano de todos los tiempos, y no tuvo ni vía ni plan de escape. Albert Wesker, el hombre más misterioso sobre la faz de la Tierra, la atrapó como el magneto al metal, con sus múltiples aristas, sus rostros ocultos, sus sorpresas de caballero, y la dejó perderse en su loción.

Miró el anillo dorado en su mano izquierda, sacudiendo nuevamente el veredicto final.

"Es una prueba de embarazo, no un termómetro. Aunque lo agites, el resultado no va a cambiar", le reprochó una voz en su cabeza.

¿Cómo podría explicar lo que ocurrió? Secuestro en la Isla Rockford. Luego, traslado a los aposentos privados del tirano. Conocer sus rencores, debilidades, su humanidad renegada. Demostrarle que era una mujer valiente, dispuesta a correr cualquier riesgo con tal de conservar sus principios y convicciones intactos; capaz de demostrarle mediante la acción que era distinta a cualquier dama que hubiera podido conocer en un pasado. Luchar contra las murallas que Wesker había edificado con paciencia a su alrededor. Recordarle lo vivo en el centro de su cuerpo, sus miedos, sus fortalezas e impulsos animales. Sentirse protegida, deseada e incluso querida; experimentar los celos, el cosquilleo en el estómago, el miedo a dejar de verlo. Reír en su compañía, jugar a las cartas, perderse en su voz. Descubrir al hombre detrás del mito, oculto debajo del hambre de poder. Combatir el temor a mirarlo al rostro, besarlo en la frente, acariciar su cuerpo y sentirse estremecer bajo sus manos de dictador. Enamorarse sin remedio, negarlo hasta que resultó imposible. Verlo cambiar, sutilmente, como no queriendo. Acostumbrarlo a un café por la mañana, un beso en la mejilla y un abrazo por la espalda. Rogar porque regresara a salvo, pedirle de rodillas dejar a un lado sus proyectos de muerte. Gritos, lágrimas y dolor. Traición que carcome el alma. Sentirlo perdido para siempre y verlo aparecer cuando el resto de sus esperanzas habían volado muy lejos. Aceptarlo: el rubio no va a cambiar, al menos no por entero, y las opciones están puestas en la mesa: dejarlo ir y fingir continuar, o limitarlo, mantenerlo vigilado y entre sus brazos. Contemplarlo dormir y respirar. Rezar cada noche porque encuentre el sendero de regreso a sus años de capitán. Renunciar a lo conocido por un futuro incierto, en cambio constante. A momentos amarlo con diamantes en el cielo, y al siguiente exclamar que fue el mismísimo satanás quien la arrastró a las llamas del infierno, dejándola a merced del demonio de ojos bermellón. Odiar su frialdad, su lejanía, sus impulsos de conquistador; amar su calma, su inteligencia, su manera de amarla como nadie más se había atrevido. Profesarle un amor que no le cabía en el pecho. Escucharlo decir que la ama con la vida, y que sería capaz de morir con tal de no estar sin ella.

Esa era la vida de Claire Redfield desde su cautiverio. Carrusel de fantasía y montaña rusa de desgracias. Y aún así, la pelirroja admitía vivir feliz. A tiempos solitaria, melancólica y reflexiva; en otros, alegre, risueña, encantada de lo que el amor puede lograr. Siempre en su compañía; caballero de oscura armadura, verdugo de labios delgados, ángel de salvación, carne viva y pecado de perdición.

La joven pelirroja devolvió la mirada a su argolla. Oro macizo; el modelo clásico. Una cosa era que Albert Wesker hubiera aceptado unirse a ella simbólicamente y portar el anillo con típica arrogancia, y una muy distinta era convertirlo en padre. La motociclista retirada jamás había hecho explícito su deseo de tener niños porque la sola idea parecía descabellada. ¿Qué clase de ejemplo podría ser el líder de Umbrella, tomando en cuenta su giro de trabajo? ¿Tendría tiempo para fungir como jefe de familia? ¿Disminuirían así sus actividades? ¿La obligaría a renunciar a el embrión, dadas las circunstancias? Lamentó nunca haber discutido el tema. Hubiera deseado escuchar lo que pensaba al respecto, o al menos tener una advertencia de su reacción.

La chica mordió su labio inferior. Quizá lo estaba subestimando y él ya había diseñado un plan para ese caso en particular. Era Albert Wesker, después de todo; calculador y excelente estratega.

Siempre usaban preservativo ya que Claire detestaba las pastillas; la subían de peso y le causaban náuseas. A pesar de ser un método anticonceptivo de barrera, primitivo, las estadísticas se inclinaban, supuestamente, a su favor. Sin embargo, por ocurrencia del destino, cayó en el uno por ciento que se embaraza a pesar del condón. Lo más probable es que éste se hubiera dañado durante el ajetreo. O tal vez los super espermatozoides de Wesker atravesaron el látex, implacables… ¡Qué podía saber ella! Ser esposa de un hombre con habilidades que superaban al promedio resultaba, al parecer, un oficio riesgoso.

La joven mujer lanzó la evidencia de su estado al bote del baño, junto con las otras dos. Por un instante, cerró sus ojos de joya. Respiró hondo al menos en tres ocasiones. Su ritmo cardiaco se regularizó, por lo que el miedo anudado en su pecho redujo su intensidad. Sus manos fueron desplazándose lentamente hasta su abdomen. Aún no podía sentirlo; tenía el mismo vientre firme, delineado, sin el mínimo abultamiento, del mes anterior. Los diminutos y acelerados latidos aún no hacían acto de presencia. Era una vida invisible, silenciosa, la cual culminaría en un nuevo ser humano, combinación del código genético de ambos.

De nuevo la angustia se instaló entre sus pensamientos. Aunque quisiera, no podría ocultarlo para siempre. Con lo inquisitivo que era su esposo, seguro lo descubriría antes del tercer mes. Esconderlo no era una opción, y no quería iniciar de esa estigmática manera la relación entre Wesker y su futuro hijo. ¿Habría alguna posibilidad de que esa relación existiera, en primer lugar? ¡Dios! Sintió deseos de regresar el estómago, aunque continuaba en ayunas. ¿Cómo iba a decirlo? ¿Rápido y efectivo o lento… discretamente? ¿Debería de simplemente preguntarle: "Oye, ¿qué te gustaría como regalo del Día del Padre?"? ¿Comprar unos zapatos de bebé, lanzárselos, y después correr?

¿Cómo reaccionaría? Un golpe directo a sus entrañas le robó el aliento. En lo desierto de su habitación, creía padecer un ataque de ansiedad. Él… después de decírselo… ¿qué le diría? ¿Qué esperaría de ella? ¿Respetaría cualquier decisión que tomara, o iría en su contra, imponiendo su derecho como progenitor y su arbitrariedad como villano?

La joven pintora decidió moverse antes de desfallecer. Caminó tambaleante un par de pasos hasta su cama de reina. Tomó asiento para luego desplomarse cual roca lanzada a la laguna, hundiendo el suave algodón y la fina sábana de seda egipcia. Lo más importante era saber lo que deseaba ella de corazón. No podía enfrentarlo sin estar antes segura de cuál sería el curso exacto a seguir. Observó el techo, blanco puro. Por supuesto que lo amaba. Amaba a Albert Wesker como pocas mujeres han amado a un hombre en la historia de la humanidad. No veía los días sin sus besos y caricias; lo escuchaba en su interior, lo imaginaba siempre a su lado, dispuesto a cruzar el océano con tal de mantenerla a salvo. Arrogante, distante, corto de palabras y declaraciones de amor. Detallista, intimo, hombre de actos y de una única mujer. No obstante, jamás lo imaginó como cabeza de familia. Quizá porque ella misma no podía verse como madre. Era demasiado precipitado.

Sin embargo, y pese a no tener nociones significativas de la maternidad, sabía que no renunciaría a esa nueva vida. A pesar de cómo era el mundo de afuera —en medio del apocalipsis creciente—, a pesar de que aquello suponía que su única familia no la perdonaría por continuar la cadena, a pesar de que aquel sería heredero directo del legado oscuro de Albert Wesker…

Era una vida nueva, inocente, libre de los pecados y fallas de sus padres. No podía castigarlo por la persona —o bestia, llegó a creer años anteriores— que era su padre. Llevaba su sangre, la de ella, la de Chris… Un espíritu distinto, una oportunidad; el producto de dos contrarios quienes terminaron por ser complementos gracias al amor. No tenía la fuerza para extinguir esa llama en medio de la oscuridad. Iba en contra de sus principios de proteger la vida en sus manos a cualquier costo. Lo idealizaba; ese niño o niña era fruto de un amor de tragedia, prohibido e incluso castigado. Crecía como una bella flor silvestre en una realidad devastada, en un mundo al que lo que menos le hacía falta era la muerte y el abandono. No sería ella quien la arrancara de golpe. Él o ella sería la prueba fehaciente de que el odio es débil, incluso el que existe entre enemigos. Y no porque quisiera usarlo como un arma para lograr la paz mundial o la reconciliación entre Chris y su antiguo jefe… pero no planeaba asesinarlo. Si ese pequeño o pequeña lograba rescatar lo mejor de dos mundos, tendría la posibilidad de sobrevivir y, ¿por qué no? contribuir a construir una realidad menos asquerosa que esa donde se seguían matando por dinero y poder.

Abortar ni siquiera pasó por su mente. Definitivamente quería continuar el embarazo. No tenía ni dos meses y ya estaba aterrada, pero aceptaba el reto: se atrevería a cuidar hasta el más mínimo detalle de su salud y llevar a término su estado. Temía que fuera un embarazo riesgoso; a los malestares matutinos; a los antojos incumplibles a media noche; al aumento descomunal de peso; a que fuera múltiple y eso la obligara a quedarse en cama. Pero, sobre todo, temía enfrentar toda esa odisea completamente sola.

Wesker no sería capaz de obligarla a abortar. O al menos eso se repetía cual mantra. Lo conocía, con el alma deseaba conocerlo lo suficiente como para afirmar que su insensibilidad y arrogancia, su deshumanización, no lo arrastrarían a matar al fruto de su vientre en contra de su voluntad. O chantajearla con darle la espalda de elegir al bebé. Era un hombre orgulloso de sus capacidades, de lo que su cuerpo y mente conseguían de proponérselo. Tal vez estaría interiormente satisfecho con el resultado de su virilidad; la había preñado incluso con obstáculos, lo que era un elogio directo a su ego masculino. Seguramente esa situación aportaría piedritas para inclinar la balanza hacia una respuesta positiva.

Intentó convencerse de que, aunque la rechazara, no renunciaría a su bebé. Una Redfield bien podía convertirse en una madre soltera ejemplar. Esconderse de Wesker no resultaría sencillo, pero conseguiría la ayuda necesaria. Se pondría en las manos de Ada Wong si llegaba a ese extremo.

Habían luchado contra un ejército entero para permanecer juntos… ¿era posible que un feto, y lo que éste implicaba en el desarrollo de sus vidas, lograra separarlos? ¿O el instinto paternal reproductivo del rubio arrogante también había sobrevivido a Raccoon City?

Claire se obligó a levantarse de la cama. Seguir especulando carecía de sentido. Debía continuar, levantar el rostro y ponerle las cartas a su marido sobre la mesa. Nada cambiaría recostada imaginando mil escenarios posibles. Wesker era tan oscuro como impredecible, lo cual ampliaba al infinito las consecuencias de su confesión.

La joven bajó a la cocina. Uno de sus pasatiempos favoritos era preparar platillos exóticos; eso la calmaría y mantendría su agitada cabeza ocupada. Abrió el recetario. Página al azar. Crema de brócoli para la entrada. Plato fuerte: pechuga de pollo en salsa de chipotle con champiñones picados. Y de postre, un pedazo de gelatina de fruta. Sí, eso. Y, mientras agitaba inquieta el lácteo al fuego, su mano derecha reposando su vientre, se supo incapaz de alejar sus pensamientos del hombre de gafas medianoche.

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La retirada motociclista pasó la tarde tan concentrada en la cena que no escuchó a Albert Wesker desactivar el seguro electrónico de la puerta. Sin embargo, acostumbrada a dicha práctica, sí percibió una presencia desde el marco de la puerta, vigilándola como ave de rapiña.

—Espero que no hagas cara porque elegí pollo. Tú elegiste ya una vez: pediste comer albóndigas con pasta durante una semana y lo respeté, así que…

No pudo continuar porque sintió una respiración provocándole cosquillas en la oreja; el rubio se había plantado a su lado con aires de preponderancia. Desde su uno noventa de altura la miró de arriba a abajo, tomó su cintura y la elevó como una pluma, colocándola sobre su hombro. La cargó hasta las escaleras y luego a su alcoba matrimonial.

—No, no… Necesito… Albert, no… —protestó la jovenzuela sin oponer real resistencia. La superaba en fuerza y peso, y, en sus condiciones actuales…

Él la depositó sobre el colchón con la delicadeza de que era capaz. Hundió su rostro en el espacio de su cuello y la empezó a besar con urgencia, como un soldado que ha permanecido lejos de su hogar demasiado tiempo. Lo cierto es que el cuerpo de Claire Redfield era su templo. Bebía de sus labios el licor del placer; su aroma lo perforaba de un extremo a otro, bala bendita; su piel lo transformaba en un hombre lobo y no sabía más de indiferencia. Ella lo sintió esparcirse como el fuego a través de cada rincón.

—Wesker… creo que… no me diste las… buenas noches… —trató de quejarse ella, vigilando que él no depositara su peso sobre su delicado abdomen. Afortunadamente él se mantenía con ambas rodillas a los lados como una prisión de carne y hueso.

— ¿Buenas noches? No pienso dormir aún, dearheart —respondió él en su retorcida lógica semántica.

Una de las manos hercúleas viajó exenta de aduana hasta la cadera de sirena para disfrutar el tacto del hueso femenino que resaltaba en su superficie. Claire aspiró su aroma a laurel y madera, rogando a los dioses budistas, taoístas y cristianos que su esposo no planeara una velada de sexo alocado. Él usó la otra extremidad libre para acariciar uno de sus pechos y dibujar un sendero que llegaba justo a su intimidad. Ella respondió colocando una de sus manos detrás de la nuca del tirano y gimiendo por lo bajo.

—Hueles delicioso, corazón —elogió el mayor, clavando su afilada nariz en su cuello y en las redes de su cabello ondulado. Ella rió porque el nacimiento de su barba le generaba inaguantables cosquillas.

El antiguo capitán de los STARS había llegado de un humor insuperable. Claire podía leerlo en sus caricias magistrales como pinceladas de artista, en la risa viril que se obligaba a reprimir cada vez que ella reía, víctima de los escalofríos en su cuerpo. Dibujaba cada centímetro de su esposa en su memoria para la eternidad y, complacido, percibía cómo aquel cuerpo de estatua griega sucumbía debajo de sus yemas en incontrolables temblores.

El CEO de Umbrella exploró los pezones de su amada, besó los labios como conchas de mar, y encontró alivio entre la melena incendiada con olor a jazmín. Justo estaba en la labor de acariciar con la lengua los botones de flor ya endurecidos en el pecho de su amada cuando llegó hasta sus fosas nasales el olor del ave quemada.

— ¡Mi cena! —exclamó ella, intentando apartarlo de su camino. ¿De dónde sacó fuerzas para moverlo? Ella diría, años más tarde, que lo sacó volando con apenas un ademán de su brazo. Sin embargo, la realidad fue otra: se escurrió como salamandra a través de un espacio libre y corrió hasta la cocina como alma que lleva el diablo.

—Esta me la voy a cobrar, señora Wesker —susurró él cuando ya no percibió su calor, con una media sonrisa en sus labios. El científico irguió su cuerpo cuan largo era y siguió las huellas del perfume de su amada.

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El único sonido era el del metal impactando contra la vajilla de porcelana. La joven mujer permanecía inusualmente callada para ser la hora de la cena, lo que inmediatamente alertó al tirano; aquel era el momento de comunicación predilecto de su dearheart. De cuando en cuando, y creyéndolo que él no lo notaría, Claire levantaba la vista de su plato de crema para observar a su marido, quien devoraba la comida con el gusto habitual. Si había una actividad que Claire realizaba particularmente bien, esa era la cocina. Además, Wesker, con sus particularmente sensibles papilas gustativas, sentía cada uno de los sabores danzar en su lengua con un ritmo tribal. No obstante, y a pesar de su voraz apetito, Albert no permitió que los detalles desconcertantes de su esposa pasaran desapercibidos para su cabeza; a esa mujer algo la estaba atormentando, podía olerlo a kilómetros de distancia.

El mayor terminó de masticar su bocado, tomó la servilleta, limpió boca y parte de su mentón, para luego arrojar el pedazo de tela a un lado.

—Suficiente. ¿Qué te ocurre, Claire? —preguntó Wesker sin preámbulo. El cuestionamiento la abordó de súbito, como una luz que deslumbra directamente a la pupila. Un pedazo de champiñón cayó de su cuchara, explotando en el líquido, y por poco alcanzó su blusa color durazno.

—Nada. ¿Po-por qué lo preguntas?

Él suspiró. ¿Por qué sospechaba que aquella no era una conversación que deseara sostener?

—En estos dos años no me has dejado ingerir una sola comida en silencio. Estoy acostumbrado al: "¿Cómo estuvo tu día?" de mi insufrible esposa. Soy un hombre de métodos y rutinas. Cuando no me das tu charla cotidiana, lo interpreto como que algo está severamente mal.

—No, yo… sólo… creo que no… tengo… quiero postre.

— ¿Estás intentando ofender mi inteligencia? —cuestionó el hombre de gafas negras. Sus cejas enarcadas y la voz fría.

—Albert… yo…

—No has dejado de mirarme de reojo durante más de veinte minutos, por última ocasión… ¿qué ocurre? —. Era de conocimiento popular la falta de paciencia del tirano; incluso con la mujer amada, su nivel de tolerancia ante la irracionalidad emocional resultaba peligrosamente bajo.

—En realidad, sí hay un tema del que debemos hablar.

Por un momento, el cuerpo de Albert Wesker se relajó. Contrario a lo que cualquiera habría supuesto, discutir no era una de sus preocupaciones. Cuando ella era explícita en sus deseos, necesidades, temores e inseguridades, su vida —y su matrimonio— se volvían mil veces más sencillos. Los verdaderos momentos de crisis surgían cuando la dramática pelirroja elegía sufrir en silencio. Señorita olla de presión, la apodaban.

—Me he sentido diferente desde días atrás… Me dolía la cabeza, el estómago… he tenido mucho sueño, más del usual, y sólo quiero estar en la cama todo el día.

— ¿Llamaste al médico ya?

—No. No creí que fuera para tanto… Luego, tuve una ligera sospecha de lo que pasaba…

—Ilústrame.

—Hice una prueba en la mañana. No me convenció y luego intenté con otra. A la tercera, no pude negarlo más.

Wesker pasó una mano a través de las líneas oscurecidas de su cabello. Ya sabía a lo que su esposa estaba refiriendo, sólo esperaba escucharlo sílaba a sílaba de sus labios.

—Estoy embarazada.

Listo. Pudo haberlo resumido en esa oración y el resultado habría sido exactamente el mismo. Wesker permaneció estoico. No movió un músculo. Transformó su humanidad entera en una estatua de hierro. El silencio extendió sus brazos como una sombra. Por primera vez desde siempre, desde que el universo se creó, el hombre de ojos bermellón no supo qué decir.

No era estúpido: enojarse con ella demostraría la más plena ignorancia. El embarazo siempre fue una posibilidad mínima pero latente desde su primera relación sexual. Tendría que ser imbécil para culparla cuando siempre habían tomado juntos las precauciones pertinentes. Sin embargo, decir que estaba feliz y radiante sería una mentira, al menos en la inmediatez.

Calculador, inteligente, soberbio, estratega; sus cualidades más preciadas estaban conspirando en su contra y enviando un millón de pensamientos fugaces e imágenes sobrepuestas de lo que significaba para su futuro conjunto el embarazo de Claire.

La primera idea estaba relacionada con su naturaleza. Él lo admitía: había jugado al conejillo de indias por demasiado tiempo. Su código genético alterado a placer; sus órganos internos y externos funcionando a ritmo particular, insostenible para cualquier otro mortal; su metabolismo modificado en cada rincón de su sistema. Desconocía la composición de su esperma. ¿Qué clase de mensaje genético estaba enviando a su sucesor? Antes de Claire no existió la necesidad de estudiarlo y ahora era demasiado tarde…

Si el embrión poseía características similares a las del padre, sobrehumanas, el sistema de Claire no soportaría sus necesidades metabólicas y probablemente terminaría por desecharlo. Aquello la destrozaría no sólo física, sino además emocionalmente. Y dudaba ser capaz de pegar a la muñeca de porcelana rota en cuerpo y alma…

O, por el contrario, el feto lucharía por sobrevivir a toda costa, a pesar de la incompatibilidad de su sistema con el de la madre. La consumiría como una flor que es aproximada al fuego, devorando sus fuerzas con apetito bestial. Mandaría a Redfield a guardar cama permanente y luego al cementerio. Tal vez lograría, por su necedad, concluir el primer trimestre, pero no más allá. En ese escenario los perdería a ambos, incapaz de intervenir salvo para arrancarle a Claire del vientre el producto maldito. Y, con su romanticismo irrevocable y su impulso de mártir, probablemente jamás lo perdonaría por haber asesinado a su hijo.

Finalmente estaba la proyección de un heredero "normal". Por supuesto que temería llevarlo a término, pero era la visión más favorable de aquel desastre. Todo estado de gestación implica un riesgo doble, y como hombre de ciencia estaba consciente de eso. Si era un sólo embrión la situación sería controlable casi en su totalidad. Si eran gemelos tendría que atar a su mujer a una silla para evitar que siguiera revoloteando por la vida cual mariposa y guardara el reposo necesario. Claire Redfield podía padecer un periodo de gestación delicado, el cual enfrentara una amenaza de aborto a raíz del mínimo resfriado. Sin olvidar claro la lista interminable de síntomas. Ya fueran uno o cinco bebés, ella vomitaría en las mañanas durante al menos los primeros tres meses; experimentaría náuseas por olores y sabores "desagradables" desde su percepción; aumentaría de peso y adquiriría otra forma —lo cual desplazaría sus órganos hacia arriba para darle espacio de desarrollo al embrión—; lo odiaría por ponerla como una ballena y constantemente trataría de liberar, física y verbalmente, su odio contra los de su género; tendría antojos a las horas más inoportunas —"Albert, sé qué estás en una junta con la mafia italiana, pero… ¡Quiero pastel de fresa, ahora!"—; le dolería la espalda, las piernas y probablemente se hincharía aún más con el frío, y para el final del tercer trimestre mediría lo impensable y tendría que cargarla para todos lados —o rodarla, pensó el tirano con cierto humor—. Eso sin olvidar el espectáculo que implicaba la labor de parto y el alumbramiento. O el hecho de que, a pesar de brindarle la mejor atención médica en aquel crucial acontecimiento, podía perderla. A ella, o a su hijo o hija. O a ambos.

Ese pergamino de pensamientos cruzó el cerebro de Albert Wesker, mientras Claire lo observaba con un nudo en la garganta y una tormenta desatada en el interior de su corazón. La ausencia de respuesta era todavía más tétrica y desconcertante que la ira, el enojo o la felicidad (se vale soñar). Los lentes oscuros escondían la emoción de sus ojos, si es que existía una y no portaba el vacío expresivo característico de su rostro de mármol.

La gestualidad de Claire pasó de tensa, a eufórica (al dar la noticia) y finalmente a decepcionada. Por un instante romántico —y patético—, cruzó por su cabecita loca la imagen de un abrazo, un beso en los labios, una señal que apuntara a que eso era lo que el militar había estado esperando desde sus nupcias. Nada de eso iba a suceder. Tiempo de despertar.

— ¿Acaso no dirás nada? —cuestionó ella con expresión dolida. Sus ojos amenazaban con llenarse de agua y la voz le salió ligeramente quebrada. No quería mostrar debilidad, pero el sentimiento le resultaba irreprimible.

—No sé qué esperas que diga —contestó él con un tono gélido.

— ¡No lo sé! ¡Cualquier cosa! —exclamó la chica separando las palmas y alzándolas en exasperación.

—Por supuesto, como soy la clase de hombre que dice lo primero que se le ocurre…

—Sé que no lo teníamos en mente.

— ¿Vuelves a tu vieja costumbre de verbalizar lo obvio?

— ¿Cómo puedes manejar ser hiriente en una conversación tan seria como esta?

—Mi intención no es ofenderte, pero desconozco qué es exactamente lo que quieres de mí.

—Para ser un científico tan brillante, ostentas muy poco sentido común. ¡¿Qué puedo desear de mi esposo al darle una noticia como esta?!

El tirano permaneció callado. Era… tan inocente e infantil. No entendía la severidad de lo que ocurría. La joven artista estaba cegada por su sentimiento, por el rechazo que estaba prediciendo ocurriría. Sugestionada, lo primero que suponía es que él la obligaría a abortar (por cualquier razón egoísta) o desconocería al fruto de su vientre (claro, como si Albert Wesker fuera a hacerle eso a la única mujer que había amado en sus casi cinco décadas de vida). Niña tonta, explosiva, impulsiva y sentimental. Por supuesto, las cosas eran mucho más complejas que eso. Nada era blanco o negro, sino matices del gris. En el fondo se sentía igualmente herido. ¿Por qué, a esas alturas de su relación, Claire continuaba pensándolo capaz de semejantes atrocidades, especialmente en contra de su persona? ¿Acaso no confiaba en que la amaba y luchaba día con día para vencer sus malos modos, su personalidad agresiva y cruel, y así evitar lastimarla? Ella temía quedarse sola, por eso reaccionaba violentamente a su falta de respuesta, mas eso no le daba el derecho de ofenderlo con sus frívolas e injustificadas acusaciones.

Claire no le estaba dando tiempo para conectar con sus atrofiadas emociones y aclarar sus pensamientos; en su lugar le brincaba encima como una felina en celo, dispuesta a exterminarlo por un malentendido. Un hombre como él contemplaba la arista más diminuta en un plano inmenso. Necesitaba procesar la información, trazar la decisión más favorable para ambos, apaciguar la fiebre que nacía en el fondo de sus entrañas al pensar en que aquello podía concluir con una visita diaria al cementerio.

No sólo eran los peligros del embarazo y el parto, o los problemas de salud del bebé si es que los experimentos de su padre llegaban a repercutir en su vulnerable sistema. Era el hecho inapelable de que el tirano tendría que velar por la seguridad de alguien más. Su hijo o hija le importaría, sin duda. Por mucho que se resistiera a su naturaleza humana, Albert Wesker estaba cansado de mentirse a sí mismo repitiéndose a diario, frente al espejo, que el daño en su espíritu era demasiado grave como para permitirle interesarse en otro ser vivo. Querer o amar eran palabras precipitadas, las cuales no utilizaba con facilidad, pero que después de la aparición de la artista en su universo, había vuelto a incorporar en su diccionario oficial. No obstante, ¿por qué excluir la posibilidad de que el nuevo poseedor de su apellido lograra infiltrarse en su corazón podrido, tal como su madre? Eso significaba una preocupación más en su cabeza; un blanco más en el cual sus enemigos intentarían atacar; una vulnerabilidad que se sumaba a una muy corta, pero peligrosa lista.

Claire Wesker vivía en bendita ignorancia porque un hombre usualmente esconde sus debilidades a la mujer amada; sin embargo, había mañanas en los que el rubio titubeaba al tomar la perilla y salir de casa. Abría los ojos, apagaba el despertador y miraba el cuerpo cálido de su compañera de lecho. La veía respirando tranquila, disfrutando de un espacio onírico infinito donde ella era ama y señora. El antiguo capitán del escuadrón de élite STARS despertaba contemplando la imagen más maravillosa: sus mejillas de leche, sus brazos delgados, sus labios jugosos como pera recién cortada, su río rojo corriendo en rulos indomables a lo largo de la espalda desnuda. Y, como no la había experimentado en años, aparecía en su pecho la incertidumbre.

Llegaba a tener malos sueños incluso despierto. Se veía ingresando a su mansión, lanzando con descuido sus llaves y el abrigo sobre el buró. Subía las escaleras, llamándola por nombre y mote cariñoso. Nadie respondía. El mal presentimiento, la certeza de que ya no estaría allí para recibirlo, lo sacudían con especial violencia. Entonces abría la puerta de su cuarto matrimonial, y la veía tendida entre un montón de sábanas revueltas en una lucha encarnizada. Desnuda, tal como la había dejado durmiendo, pero con la diferencia mortal de que lo recibía no bañada en sus jabones de jazmín, sino en su sangre, con los ojos fijos en la muerte abismal, un grito mudo en los labios descoloridos y una rajada en el cuello, cual sonrisa de guasón.

Sabía que su cónyuge no era cualquier damisela en peligro, pero también conocía la especie a la que pertenecían sus enemigos. Eran sujetos animales, sin alma, sin escrúpulos ni piedad, justo como él mismo. De caer en sus manos, destrozarían a su mujer en una agonía sin clemencia con tal de vengarse de él. Secuestro, tortura, violación, mutilación. Y a pesar de que la mantenía bajo estrictos protocolos de seguridad, los mercenarios y asesinos a sueldo eran cada vez más radicales y especializados. Días oscuros estaban por venir, y él hacía todo lo posible por mantenerla tranquila y carente de preocupaciones, mientras él combatía todas las mañanas a sus demonios internos para darse una ducha y salir de su hogar, dejándola a merced de los fantasmas que lo perseguían.

La aparición de un tercero en la ecuación no aminoraba el problema. Al contrario, su debilidad ante mercenarios y otros mercaderes negros del negocio bioterrorista incrementaba con la aparición de ese infante. Una mujer embarazada, un bebé, convertirse en un padre de familia… todo eso potenciaba el riesgo de sus operaciones.

Por supuesto que Claire Wesker no tenía nada de eso en mente. ¿Quién era el egoísta entonces?

—Lamento decepcionarte si no salto de alegría, Redfield, pero tu drama no te deja ver con claridad.

— ¿¡Cómo puedes ser tan idiota!? Después de lo que hemos pasado…

Él golpeó la mesa amenazante, parte del contenido de su plato derramándose por un costado.

— ¡No tienes ni la más remota idea de lo que implicaría tener un hijo conmigo!

— ¿Implicaría? ¿¡Acaso crees que es sólo una posibilidad!? No pienso dar marcha atrás.

— ¡Maldición, Redfield, ¿crees que eso es lo que estoy pidiendo?!

— ¿Qué otra cosa podría pasar por mi cabeza si te veo reaccionar de esta manera?—. Los ojos aguamarina de Claire se tornaban turbios. Maldita sea, odio verla así, pensó el CEO de Umbrella para sus adentros. Nuevamente, no lo dijo.

—Desconocía que podías leer mi pensamiento.

—No puedo leerlo, pero conozco tu falta de respeto por la vida.

Habría sido mejor que lo apuñalara, al menos así retiraría el cuchillo y en unos minutos dejaría de doler. Albert apretó los puños, las uñas abriéndose paso entre la carne de su palma. La odió con la misma fuerza que horas atrás la había amado en su habitación, por ser la única persona capaz de lastimarlo en algún nivel.

Niña berrinchuda, estúpida sentimental. Ella anhelaba demasiado de un genocida retirado; flores, chocolates, mimos, comunicación respecto a sus emociones, dedicatorias, bailes, besos apasionados, euforia. Y él respondía en la medida en que su atrofia sentimental lo permitía. Al parecer Claire no terminaba por resignarse a que Albert Wesker era la clase de esposo que dejaba las flores en su mesita de noche mientras ella tomaba la siesta, indispuesto a dárselas frente a frente; le pedía los bailes con un tirón de brazo y no de rodillas; sus "te amo" eran un beso en la mano y la frente antes de salir por la puerta y los susurros al oído antes de ser recibido en su interior con calidez. La amaba a su manera, muy personal, descompuesta, terriblemente deformada por los cuarenta y ocho años de soledad y violencia; la amaba con las limitaciones de un espectro maligno, restringido por sus cadenas y sus ademanes de dictador.

El mayor era abrumadoramente consciente de que ella habría dado cualquiera de sus riquezas porque él la abrazara y le dijera lo feliz que se sentía de saberse padre. Tal vez deseaba que la tomara de la cintura y le diera una vuelta en el aire, para después arroparla entre sus brazos. Calmarla diciendo que todo estaría bien, que no tenía de qué preocuparse, que él se haría cargo y no la dejaría sola en ese camino tan difícil.

Ese no era él.

Furioso, enloquecido por la idea de que su esposa suspirara por un compañero diferente, y seguro de que si permanecía allí la agrediría, ya fuera con manos o palabras, Albert Wesker abandonó la casa cual toro en brama, sin molestarse en reajustar los sistemas de seguridad.

Apenas las palabras abandonaron los labios de la muchacha, sintió un arrepentimiento terrible. Lo vio salir de la habitación, sin pelear por ostentar la última palabra en su discusión, con un portazo sonoro que sacudió las paredes cual temblor. Cayó en cuenta de lo decepcionante que debía ser que la única persona a la que permites conocer la otra parte de la luna suponga de ti lo peor, sin tener pruebas evidentes. Claire Wesker tocó la fibra equivocada, sin comprender por completo lo que el reservado militar analizaba sin cesar, sin tomarse la molestia de profundizar en sus argumentos. ¿Sería posible que no fuera simple falta de entusiasmo por tener un bebé lo que impulsó la reacción de su esposo?

La joven mujer sintió que las rodillas le fallaban. Se derrumbó sobre la silla, con la mano en la parte baja de su pecho. Percibía un enorme vacío en su interior y no pudo contener las lágrimas un segundo más; rodaron libres y con un asqueroso sabor a debilidad. Tenía que ser sincera consigo misma: su naturaleza sensible y dócil anhelaba apoyo, comprensión y la expectación típica de cualquier hombre que se entera será padre... pero nada de eso iba a obtenerlo de Albert Wesker. ¡Cómo pudo ser tan ingenua! Y tan… contradictoria. El día que intercambiaron anillos juró aceptarlo con sus defectos y virtudes, y ahora... solicitaba implícitamente una conducta impropia de un arrogante dictador desprovisto de un corazón funcional. No obstante, eso no necesariamente significaba que él pensara en lanzar el embrión a la basura. El mayor debió encontrar múltiples motivos para no actuar tranquilo ante semejante primicia. Probablemente, inconvenientes y desventajas que ni siquiera pasaron por su mente al observar las líneas rosas de la prueba de embarazo.

Y, repasando, aunque el tirano estuviera persiguiendo concebir un heredero y la noticia le cayera como anillo al dedo, él jamás respondería como el más dichoso, afectivo y cordial, porque eso iba en contra de su esencia misma.

La pelirroja estaba al tanto de la tendencia a sobreanalizar de su marido; su lógica frialdad; su reserva a observar el fenómeno antes de adelantar resultados y aun así, le había arrebatado el tiempo necesario para procesar lo dicho antes de replicar. Lo sofocó y evidentemente el mayor recurrió al patrón usual: colocó la ira en lugar de cualquier enternecimiento, exaltación, tristeza o felicidad.

La mujer miró sus zapatillas y limpió la suciedad salada de su rostro, mas pronto se percató de que era una tarea inútil y éstas no dejarían de descender y mancharla. No podía quedarse en esa residencia un minuto más; en sus paredes vagaban demasiadas memorias, sonrisas, imágenes.

La pintora se levantó de la mesa dudosa, temiendo que las piernas pudieran fallarle. No lo hicieron. Se puso el abrigo de peluche blanco, sus llaves y su teléfono celular. Llamó un taxi dispuesta a no volver hasta la medianoche. Por el bien de su futuro niño o niña, intentaría pasar un día alegre; no le daría la bienvenida a una nueva vida con desprecios.

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Ahora sí la regaron cañón… ¿Eso se podrá solucionar?

Quiero aclarar que la historia es un AU a RE: CODE VERONICA. Cualquier sospecha de OoC será válido, dado que no describo cómo es que llegaron a contraer matrimonio, pero… denle una oportunidad a la historia. Les prometo que no sufrirán, sino que se divertirán bastante. Esta historia nace como algo más ligero. Cuerpo cautivo se ha vuelto sumamente complejo de escribir. Creo que entenderán que la musa necesita de cuando en cuando un respiro para continuar. No obstante, les prometo que no tardaré en actualizarla.

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Nos leemos pronto, queridos.


Título preliminar de la siguiente entrega: El hijo de un tirano


Fecha de la siguiente actualización: 6 de agosto del 2016.