Toby Douglas nunca fue un hombre bueno. Ni siquiera buen un niño bueno. A una temprana edad se divertía matando hormigas, después pasó a ratones, lo que derivó en gatos y perros. Le gustaba guardar a sus pequeñas víctimas en cajas, hasta que el hedor le hacía imposible mantenerlas ocultas más tiempo y se veía obligado a deshacerse de ellas. Tenía dieciséis años cuando se cobró su primera vida humana, su vecina de once años Rachel. La atrajo al jardín trasero con la promesa de enseñarle un conejo que había aparecido de la nada, hizo que la niña se agachase a mirar en un arbusto, y entonces sacó un cuchillo de la cocina que había guardado en su bolsillo trasero y le rajó la garganta. Después de eso acabó en un reformatorio, no volvió a ver a sus padres nunca más, ni le importó en absoluto. Salió al cumplir los dieciocho, pero no tardó en entrar en prisión tras asesinar a su abuela, quién había decidido acogerle en su casa a pesar de su oscuro pasado. En prisión también acabó con la vida de varios de sus compañeros, solo por el placer de matar. Eso desembocó en que las autoridades decidieran ejecutarlo, dado que en el estado en el que vivía la pena de muerte era una opción. La noche antes de su ejecución, fue la primera vez en toda su vida en la que Toby rezó.
Pero no rezó a un Dios que se apiadase de su alma y le salvase de su condena. Rezó al mismísimo diablo, para que le diese el poder de disfrutar un poco más de su existencia a cambio de su alma. El diablo le respondió, al menos así lo entendió Toby, cuándo esa noche hubo un fallo en el sistema de seguridad de la prisión y él junto a muchos otros, pudo escapar. A lo largo de trece años siguió matando sin remordimientos a cientos de personas que se cruzaban en su camino. Lo hizo con cautela, para evitar ser descubierto de nuevo. Pero cumplía treinta y un años el día en el que le cogieron, y esta vez no tuvo tiempo de pedir una solución antes de ser ejecutado.
Pensaba que ese sería su final, pero entonces despertó en el mismo infierno. El diablo, o al menos un demonio, le felicitó por la obra de su vida y le ofreció ser más que un simple preso en el infierno. Ahí supo que empezaba su verdadera historia. Se convirtió en un demonio, y pasó a llamarse Selgoras.
