El beso del acero traspasó su carne, en incontables puñaladas, abriendo la carne de par en par. La sangre carmesí no tardó en brotar, y su fuerza de voluntad se iba perdiendo. Antes de exhalar el aliento de la vida, como un regalo bendito de los dioses, a su mente recurrió su rostro. El rostro de la existencia, la esperanza. De su amada Sansa.
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La amó desde que tuvo uso de razón. No conseguía imaginar la vida lejos de ella, pero sobre todo, sin ella. Amaba cada hebra de su cabello rojizo, besado por el fuego. Adoraba el mar en sus ojos, que calmaban su sed. Bendecía los rosados labios, que le abrían la mismísima puerta del paraíso. Era adicto a su cuerpo de mujer. Tenía hambre de sus palabras.
El paraíso yacía en Invernalia. Con Sansa, la bella damita del norte. «Que el mundo se caiga, que a mí no me importa nada. El ambiente no existe, no si estoy con ella» cavilaba con pasión. Sin importar si debían mantenerse en la clandestinidad de los besos, en el secreto del deseo, Jon era capaz de ir más allá de los límites de lo permitido. Se hundía en el pecado, extasiado en su amor. Que todos exploten, si eso ha de pasar. Pero no le arrebaten a Sansa, no.
Todo tiene un final, y marcando su destino, Sansa se marchó. Se perdió entre la nieve del verano, arropada en finas telas bordadas del color del oro. Su ilusión se eclipsó del león engañoso, y en sus garras presa cayó.
Jon Snow grito, odió, maldijo. El corazón se le convirtió en añicos, herido de su traición. Juro que solo habría veneno para ella, que jamás volvería a amarla. Era capaz de matarla si empuñaba un arma. Sería su peor enemigo. Porque si había algo que Jon no podía soportar, era un lazo roto. Y Sansa corto su fino hilo, que tan fuerte se mantenía, librándolo a la nada. Muy lejos quedaron sus promesas de vanas esperanzas.
Las alas de Jon se tornaron negras, al igual que el color de su corazón. Perdió todo sentimiento de afecto, tan duro como las rocas del mar. La olvidaría, sí que la olvidaría, prometió.
Sin embargo, fallo a su compromiso al recordarla.
La deslumbrante sonrisa de Sansa, se alejó junto con la tenue luz de la noche. Sus hermanos negros, disipandose a lo lejos, gritaban: "¡Por la guardia, por la guardia!".
Agonizante, su ultimo pensamiento fue: «Te amo, Sansa»
