Bien estaba leyendo este libro de Kat Martin cuando me dije que ganas de adaptarlo a un fic, pensé en todos las parejas que me gustan, estaba por hacerlo ichiruki cuando al final me gano las ganas de hacerlo gale, me dije "oh por Dios, Gajeel quedara un poco occ, pero que mas da" y aquí me tienen adaptando un libro, espero que les guste y bueno no hablomas y mejor lean...nos veos abajo ;)

Aps y decir que los personajes que aquí se nombran son de Hiro Mashima, si, si ese que nos trolea cada vez que puede y el libro es de Kat Martin


Lady Levy Mcgarden se ocultó sin hacer ruido entre las sombras tras la puerta del viejo establo de piedra. Se estremeció; el camisón raído la protegía poco del frío, y la paja del helado suelo de tierra le arañaba las plantas de los pies descalzos. Delante del establo veía a un mozo de cuadra, flaco y pecoso, y el brillo negro de un carruaje caro.

Se acercó más a la puerta y observó que el vehículo estaba a punto de partir y que lucía el blasón dorado de un noble: la cabeza de un lobo sobre una espada plateada. Dos lacayos charlaban con el conductor un poco hacia la izquierda y, mientras escuchaba su conversación, el corazón empezó a latir con fuerza. El carruaje no se dirigía a Crocus, sino que se disponía a volver al campo. ¡Por Dios, se alejaba de la ciudad! ¡Si encontraba donde esconderse, estaría a salvo!

Su nerviosismo aumentó, y la respiración se le aceleró y formó un vaho helado en el aire frío de la mañana. Tenía que irse cuanto antes. El carruaje era la solución perfecta.

Miró un poco más para valorar las líneas elegantes y bien definidas del lujoso coche, con una incontrolable sensación de esperanza. El compartimiento trasero para el equipaje serviría si dentro había espacio para ella. Rogó que lo hubiera, respiró a fondo para calmar el temblor que la sacudía y se dispuso a moverse deprisa, antes de que los lacayos volvieran a ocupar su lugar en el vehículo. Cuando oyó que los hombres reían y vio que prestaban atención a un par de perros que ladraban, corrió hacia la parte posterior del coche y los pies parecieron volar sobre la tierra enlodada mientras la enredada cabellera azul ondeaba a su alrededor y le rozaba los hombros.

Abrió con rapidez la cobertura de piel y se metió en el compartimiento, donde se acomodó entre los baúles y las bolsas, a la vez que procuraba tranquilizar los latidos furiosos de su corazón y rezaba para que no tuvieran que añadir más equipaje antes de la partida del carruaje.

Pasaron los segundos. El pulso le resonaba en los oídos. Aunque la mañana era fría, el sudor le empapaba los cabellos en las sienes y resbalaba por las mejillas. Oyó que los hombres se acercaban y ocupaban su lugar en lo alto del coche. Notó que se inclinaba con el peso. Después, los cuatro caballos negros tensaron los tirantes y el carruaje emprendió la marcha en dirección a la parte delantera de la posada.

Se detuvo sólo un momento, lo suficiente para que su único pasajero subiera y se acomodara en el asiento de piel. Luego, el conductor fustigó a los caballos e iniciaron el viaje.

Oculta a salvo en el portaequipaje, Levy suspiro de alivio y dejó caer su cansado cuerpo sobre la madera lacada en negro. Estaba exhausta, increíblemente exhausta. La noche había sido agotadora. Corrió y después caminó kilómetros sin nada más que su camisón sucio, con las piernas doloridas y los pies llenos de cortes que sangraban, temiendo todo el rato que la encontraran. Cuando llegó a una carretera y a la posada cubierta de hiedra, dio gracias a Dios y se dirigió con cuidado al establo de la parte posterior.

Varias horas después dormía entre un montón de paja cuando la despertó el ruido de arneses y de caballos al ser enganchados a los tirantes. Levy supo en el acto que era su oportunidad para alejarse sin peligro.

Ahora, mientras el día frío de otoño comenzaba a caldearse, sus músculos se relajaron con el calor del espacio de la parte trasera del carruaje y empezó a dormitar. Se dormía y se despertaba, como en una ocasión en que el coche se detuvo en una taberna junto a la carretera al final de la tarde y su ocupante bajó, seguramente para comer algo. Levy ignoró cómo le gruñeron las tripas ante esa idea y se relajó de nuevo cuando el coche volvió a arrancar, demasiado cansada para notar siquiera los bandazos de las ruedas en los baches del camino.

Las horas pasaron despacio. Tenía calambres en las piernas debido al limitado espacio del portaequipaje. La espalda y los hombros le dolían, y un dolor sordo la molestaba en la nuca. Mientras el carruaje seguía su ruta, casi estaba agradecida de no haber tomado nada de comer o beber, ya que no tenía forma de bajar para hacer sus necesidades.

El ritmo del carruaje aumentó su necesidad de dormir. Con un sueño más profundo, la cabeza le cayó hacia el pecho y empezó a soñar.

Volvió a verse en el hospital "torre del paraíso", acurrucada en el suelo frío de piedra de su celda, sucia y mal ventilada. El miedo la envolvía como una densa niebla matutina y le agarrotaba la garganta. Se acercaba a un rincón y apoyaba la espalda contra la pared gris, deseando poder desaparecer tras ella. Podía oír a las pacientes de las otras celdas y se tapaba los oídos con las manos para aislarse de los gritos y fingir no escucharlos.

El corazón le latía irregular y resonaba en el silencio que ella se había creado en su interior. Por Dios, vivía en el mismísimo infierno, o por lo menos en su versión humana. ¿Qué demonio había ideado un lugar así? ¿Cuánto tiempo más iba a soportarlo? Oía el ruido de pisadas y cadenas que se acercaban en su dirección y deducía que los guardias devolvían a alguna desdichada a su celda.

O quizá venían a buscarla a ella.

Levy se hacía un ovillo y deseaba desaparecer. Los había eludido durante un tiempo; se mostraba silenciosa y dócil para que la dejaran en paz. Pero tarde o temprano irían a buscarla como hacían con las demás.

Los pasos eran cada vez más fuertes. El corazón le latía de miedo. Dios mío, que no me busquen a mí. A otra persona. A cualquier otra. ¡A mí no! ¡A mí no! Y los veía: uno, alto y delgado, con lentes de marco oscuro y sucios cabellos plateados apartados de la cara con un peinado hacia atrás; el otro, robusto y alto, el estómago le sobresalía de los pantalones marrones y manchados de grasa.

Levy reprimía un sollozo cuando se detenían en la puerta de su celda. El hombre gordo llevaba unos grilletes de hierro en el brazo. A través de los barrotes de la puerta, le lanzaba una sonrisa lasciva.

- Buenas noche, señorita. Ya es hora de que demos un paseo.

- ¡Nooo! - Empezaba a retroceder, desesperada, mientras buscaba con la mirada algún medio de huir. Sabía lo que querían, lo que les hacían a algunas de las otras mujeres. Había escapado de ellos hasta entonces, aunque no sabía muy bien por qué - ¡Déjenme en paz! ¡Aléjense de mí! Se lo advierto, ¡váyanse y déjenme tranquila!

El hombre con lentes se limitaba a sonreír, pero el gordo soltaba una carcajada fuerte: un sonido rudo, cruel, hiriente, que provocó un escalofrío en la espalda de Levy y la despertó de su sueño.

El corazón parecía a punto de salirle del pecho y tenía el camisón empapado en sudor, pegado al cuerpo. Inclinó la cabeza contra la pared del portaequipaje y se recordó que el sueño no era real, ya no. Por algún milagro del destino, o quizá por intervención divina, había engañado a los dos despiadados guardias, se libró del destino que le tenían reservado y logró huir de Torre del Paraíso.

Levy se obligó a no pensar en ello, a enterrarlo en lo más profundo de su mente y a concentrarse en conservar esa libertad que tanto le costara conseguir. Se encontraba fuera del hospital, fuera del manicomio donde permaneció encerrada casi un año.

De momento eso era lo único que quería, lo único en que podía pensar. El futuro se extendía ante ella, pero ya habría tiempo de planear, de decidir qué hacer. Lo importante era evitar que la capturaran.

Volvió a dormirse. No tenía idea de cuántas horas habrían pasado cuando la despertó un fuerte tirón en el brazo que la sacó tambaleante del carruaje. Habría aterrizado en el barro si un segundo lacayo no le hubiera agarrado el otro brazo y la hubiese levantado con un tirón seco que le lanzó la cabeza hacia atrás.

- ¡Suélteme! - Levy forcejeó con él para intentar soltarse de la fuerte presa - ¡Quíteme las manos de encima!

- ¡Esta mocosa viajaba escondida! - exclamó uno de los hombres, que le pasó un brazo por la cintura para acercar la espalda de Levy contra su pecho - Seguro que es una ladrona.

Cuando oyó esa palabra, Levy le propinó un fuerte puntapié en la espinilla y el hombre dio un respingo hacia atrás, y no pudo evitar sobar la zona afectada tratando de mitigar el dolor.

- Maldita mendiga, si vuelves a hacer eso te arrepentirás.

- Vuelva a golpearme, señor, y le prometo que será usted quien se arrepentirá - replicó Levy, muy erguida.

- Muy bien, ya basta - La voz grave se abrió paso entre el tumulto y ambos hombres se detuvieron al instante. Por primera vez, Levy observó al hombre alto, imponente, que estaba entre las sombras y que supuso que sería el propietario del carruaje. Iba vestido con unos pantalones negros ceñidos, una levita negra y un chaleco a juego y con un fino filete plateado. Por delante, le asomaba el volante de la camisa de batista blanca, y de cada manga colgaba un poco de puntilla. Tenía la piel oscura y los cabellos todavía más oscuros y algo desordenados, recogidos detrás con una ancha cinta negra atada en un lazo - Suelte a la chica, Kurohebi. Parece poder expresarse bien. Dele la oportunidad de hablar.

Los dos hombres obedecieron con cierto pesar. Le soltaron los brazos y dieron un paso atrás.

- ¿Cómo te llamas? - preguntó el hombre alto - ¿Y qué rayos hacías en la parte trasera de mi carruaje?

Levy se puso derecha e intentó no pensar en la lamentable imagen que ofrecía con su camisón sucio, manchado de tierra, y los cabellos sueltos y enredados que le caían sobre la cara. Soltó la mentira que había inventado para la ocasión y las palabras le salieron de los labios con una facilidad sorprendente:

- Me llamo Levy Vastia y le diré una cosa, señor: No soy ninguna mendiga, y tampoco una ladrona. Soy una dama que ha sufrido un problema infausto. Si es el caballero que parece ser, le suplico que me ayude.

El hombre frunció el entrecejo. Tenía las cejas negras y unos extraños ojos escarlatas que, bajo los últimos rayos del sol de la tarde, parecían poseer un brillo aun mas impactante. La examinó de arriba abajo, captando hasta el último centímetro de su aspecto desastrado. Su mirada era tan intensa que, sin darse cuenta, Levy se cubrió el pecho con los brazos.

- Entre en la casa. Hablaremos en mi estudio.

Su consentimiento sorprendió a Levy. Iba sucia desde la punta de los cabellos grasientos hasta la planta de los pies desnudos y fríos. Sabía que debía de rezumar el hedor nauseabundo del manicomio por todos sus poros. Se armó de valor, no prestó atención a las miradas incrédulas de los lacayos y lo siguió hasta la casa, que era de hecho un enorme castillo de piedra al que se habían ido añadiendo partes con los años. Levy se detuvo justo al cruzar el umbral.

- Le agradezco su cortesía, milord, pero querría pedirle un favor.

- ¿Todavía tiene que explicarse y ya me pide un favor? Quienquiera que sea, no se anda con rodeos. ¿Qué favor desea?

- Un baño, milord. No puedo comentar bien mis circunstancias con lo sucia que voy y vestida de un modo indecente. Si me permitiera bañarme y me prestara algo de ropa para cambiarme, estoy segura de que ambos nos sentiríamos más cómodos.

Él la contempló un largo rato mientras sopesaba sus palabras y contrastaba el modo educado de hablar con el aspecto harapiento. Levy lo observó a su vez y vio los ángulos bien definidos del rostro y la complexión ancha de hombros y estrecha de caderas. Era un hombre atractivo, sin duda, pero mostraba una dureza, un aspecto de voluntad de hierro que le decía que tuviera cuidado.

- Muy bien, señorita Vastia, puede tomar un baño. - Se volvió hacia el mayordomo de nariz larga, que permanecía a escasa distancia - Llame a la señora Land, Obra. Pídale que atienda las necesidades de la señorita y después acompáñela de nuevo aquí abajo. - Se giró de nuevo hacia Levy y añadió - La esperaré en mi estudio. - Su mirada se intensificó - Y le advierto que, si lo que me dice no es la verdad, será expulsada de aquí como si fuera basura, señorita Vastia. ¿Me explico con claridad?

- Sí, milord. Con toda claridad - respondió Levy con un escalofrío. Él asintió en silencio y se dio la vuelta para marcharse - ¿Milord?

- ¿Sí, señorita Vastia? - murmuró con un suspiro de exasperación.

- Me parece que no sé su nombre.

El hombre arqueó las cejas e hizo una reverencia exagerada.

- Gajeel Redfox, quinto marqués de Litchfield, a su servicio. - Una media sonrisa burlona le asomó a los labios - Bienvenida al castillo Metalicana.

Se volvió y se alejó, y esta vez Levy no lo detuvo. El ama de llaves, la señora Land, apareció unos momentos después y la condujo a un elegante dormitorio situado en el piso de arriba. Levy ignoró la mirada de reproche de aquella mujer metida en carnes y se dirigió tras el biombo para vaciar la vejiga con un suspiro.

Ya sintiéndose mejor, se acercó a la ventana para aguardar el baño. Desde ahí se veía el patio interior. El castillo era magnífico, de cientos de años, con torres almenadas y una buena parte de la muralla exterior aun intacta alrededor de lo que en su día debió de ser el patio bajo.

La casa en sí se hallaba muy bien cuidada. El dormitorio que Levy ocupaba estaba decorado en azul marino y marfil, acentuado con elegantes piezas orientales. El gusto del marqués era impecable.

La voz del ama de llaves interrumpió sus pensamientos:

- Su baño está preparado. No sé quién es usted ni cómo logró imponerse a su Excelencia, pero le aconsejo que no trate de aprovecharse. Su caridad se debe a la generosidad, no a la debilidad. Más le vale recordarlo.

Lo recordaría, seguro. Le había bastado una mirada a esos duros ojos granate para saber que el marqués no era nada débil.

- Yo, que usted, no me demoraría - prosiguió la mujer - A su Excelencia no le gustaría.

"Y no le gustará verlo enfadado", fueron sus palabras implícitas.

Levy aceptó el consejo en silencio, se quitó el camisón manchado, contenta de que fuera uno de los suyos, bordados, y no uno de los del hospital con el cuello ribeteado con una amplia cinta roja. Avanzó desnuda hacia el baño con sólo un poquito de vergüenza, se metió en la humeante bañera de cobre y, al sumergirse en el agua, dejó extasiada que el calor penetrara en sus músculos doloridos, que el hedor y la suciedad se diluyeran bajo la fragancia de rosas. Se recostó sonriente en el metal, disfrutando de ese placer simple, tan distinto de las restregaduras mensuales que había soportado en Torre del Paraíso.

La señora Land se fue mientras ella se lavaba la cabeza con el jabón con aroma de rosas que le había llevado para que lo usara. Después, se la aclaró y volvió a acomodarse bien. En unos instantes se vestiría con la ropa que el ama de llaves le hubiera conseguido y se enfrentaría a aquel hombre de cabellos oscuros. Antes de bajar, ensayaría la mentira que tenía preparada. De momento se permitiría el placer de quedarse allí en el agua jabonosa y caliente, un placer que no había experimentado en casi un año.

Sentado tras el amplio escritorio de caoba de su estudio, Gajeel Redfox, marqués de Litchfield, se reclinó en su silla de piel. Juntó las manos pensando en la mujer de arriba, en realidad poco más que una niña, pues no tendría más de veinte años. Aun sucia y desarreglada tenía algo..., algo que lo intrigaba. Quizá fuera el modo en que se comportaba, más como un miembro de la realeza que como la mendiga que parecía.

Era más baja de lo corriente, más delgada de lo que debería haber sido, con el pelo azul y unos senos pequeños y firmes que su camisón harapiento no hacía mucho por ocultar. Pero hablaba como una dama. Se preguntaba quién demonios sería.

En ese momento llamaron a la puerta. El mayordomo, Obra, hizo pasar a la chica al estudio en cuanto les ordenó que entraran. Apenas capaz de creer que la mujer que tenía delante era la misma persona desaliñada que se había escondido en la parte trasera de su carruaje, Gajeel se levantó de modo instintivo.

Incluso vestida con una simple blusa blanca y la falda de algodón marrón de una sirvienta, no había duda de que era una dama. La postura de sus hombros y la mirada de sus ojos marrones hablaban por sí solos.

Y vio que era preciosa. Tenía cejas finas y bien arqueadas, rasgos delicados, nariz recta, y labios carnosos y de forma perfecta. Lo que no había visto de su cara bajo la suciedad era ahora más que evidente: una piel del color de la leche mezclada con miel y unas mejillas rosas.

- Quizás tenía razón, señorita Vastia. Su aspecto ha mejorado. ¿Por qué no se sienta y me cuenta qué sucede?

Levy hizo lo que se le decía y se sentó en la silla situada frente a él, con la espalda erguida y las manos juntas en el regazo. Gajeel observó que parecían ásperas y algo enrojecidas, en contraste con la feminidad suave del resto del cuerpo. Se preguntó a qué se debería, pero lo dejó correr y le dedicó a ella toda su atención.

- Como le he dicho, me llamo Levy Vastia. Vivo en un pueblo cerca de Acalypha, no muy lejos de Magnolia. Mi padre es el párroco de la iglesia local. Estaba fuera visitando a unos amigos cuando me secuestraron.

- ¿La secuestraron? - Gajeel se inclinó hacia delante - ¿Me está diciendo que alguien entró en su casa y se la llevó?

- Exactamente, milord - asintió - Por ese motivo llevaba puesto el camisón. No sé quiénes eran, de dónde salieron o por qué me eligieron a mí. Lo único que sé es que tenían planes perversos para mí.

- ¿De veras? ¿Y qué planes eran ésos?

La chica se aclaró la garganta, pero siguió mirándolo directamente a la cara.

- Oí como uno de ellos decía que iban a llevarme a..., a una casa de citas. Por supuesto, al principio no supe a qué se refería el hombre, siendo como soy la hija de un párroco. Pero, al cabo de un rato, empecé a comprender de qué hablaban. Mi padre había predicado sermones contra tales lugares, así que pude deducir sus intenciones.

- Ya entiendo. - Había algo en su relato que le daba que pensar, pero estaba fascinado por el control con que lo había contado y detectaba una nota inconfundible de desesperación. Dadas las circunstancias, suponiendo que dijera la verdad, resultaba sorprendente que fuese capaz de ocultarla tan bien - Continúe, señorita Vastia.

- Esos hombres querían venderme. Supongo que por eso me dejaron... en paz. Al parecer hay mercado para tales cosas.

- Eso tengo entendido - dijo el marqués, tras efectuar un ligero gesto con los labios.

Estaba seguro de que habrían obtenido un buen precio por ella. Por un instante tuvo la enojosa idea de que no le habría importado ser el dueño de esas casas. Le hubiese gustado pasar una noche en brazos de la enigmática señorita Vastia.

- Por fortuna, escapé - siguió Levy, de ese modo frío y controlado que le hacía preguntarse al hombre qué emoción herviría bajo la superficie calmada. Su distinción era evidente en cada movimiento, en cada gesto. Si ella no le hubiese dicho lo contrario, habría estado seguro de que pertenecía a la nobleza - Corrí lo más lejos y rápido que pude -continuó hablando Levy - Me había escondido en los establos cuando...

- ¿Cómo? - le interrumpió Gajeel - ¿Cómo escapó?

- ¿Cómo? - soltó, nerviosa por primera vez.

- Eso es lo que le he preguntado. ¿Cómo escapó de los hombres que la secuestraron? Es una dama y sin duda no es rival para ellos. ¿Cómo logró huir?.
Las manos le temblaron un momento en el regazo. Inspiró a fondo y se enderezó, de nuevo controlada.

-Habíamos pasado días viajando, hospedándonos en un lugar inmundo tras otro. La noche antes de llegar a Crocus, nos detuvimos en una posada. Uno de los hombres, un tipo gordo y con mal aliento, me llevó a una habitación detrás de la cocina. Él y su amigo, un hombre delgado con los cabellos plateados y sucios, debieron de decidir que me..., que me... - Se humedeció los labios, perdiendo un poco el control - El tipo gordo me metió en esa habitación mientras el delgado esperaba fuera. Empezó a maldecir porque no conseguía desabrocharse los botones de los pantalones. Cuanto estaba distraído, le golpeé la cabeza con un orinal y huí por la ventana.

- Muy hábil - comentó Gajeel, reclinándose en su silla.

- Estaba desesperada - prosiguió Levy - Tenía que escapar. Anduve toda la noche y, por fin, llegué a los establos de la posada. Estaba exhausta. Me escondí en la paja y dormí un rato. Al despertarme, vi su carruaje y..., bueno, ya conoce el resto de la historia.

- Sí, supongo que sí. - Gajeel se levantó de la silla y rodeó el escritorio para detenerse frente a ella - Supondré que me cuenta la verdad, señorita Vastia. Es así, ¿verdad? -La miró con dureza y hubiera jurado que detectó una ligera vacilación en la joven.

- Le digo la verdad, milord - aseguró Levy entonces, levantándose también - Y le pido, como el caballero que sin duda es, que me ayude.

Gajeel reflexionó un momento. Había decidido ayudarla en cuanto cruzó la puerta de su estudio, quizás incluso antes.

- Muy bien, señorita Vastia. Por la mañana dispondré que un carruaje la conduzca a su casa junto a su padre. Ordenaré que una de las doncellas la acompañe y...

- Por favor, milord - le interrumpió Levy a la vez que le ponía una mano en el brazo - Mi padre no está en casa y me daría miedo volver mientras él esté ausente. Quizá podría usted avisarlo y, mientras tanto, yo esperaría aquí hasta que él viniera a buscarme. Me doy cuenta de que es mucho pedir, pero...

- ¿No puede acudir a nadie más para que la ayude?

- No. - Sacudió la cabeza - Mi padre volverá en unos días. Si lo avisa, estará encantado de venir a buscarme.

Gajeel la observó con atención. No estaba seguro de hasta qué punto se creía su historia. Había algo que no encajaba en la mujer del carruaje, en la que estaba en el estudio y en la que Levy acababa de describir. No, no se hallaba convencido de que le contara la verdad, aunque por lo menos algunas partes sonaban muy convincentes. Aun así, como caballero, se veía obligado a ayudar a cualquier dama en apuros, y no había duda de que ésta lo estaba. Y el misterio que la envolvía seguía intrigándolo.

- Que se quede aquí no es ningún problema. Mi tía llegará por la mañana. Así no estaremos solos. Mientras tanto, mandaré aviso a su padre a Acalypha - Le dedicó una sonrisa medio burlona - ¿Será eso suficiente, señorita Vastia?

- Sí, milord, será más que suficiente. Estaré siempre en deuda con usted.

- Cuando llegue mi tía, le encontrará ropa más adecuada. Son más o menos de la misma talla. Mientras tanto, viajar en el carruaje tanto rato como hizo usted no debió de resultar nada cómodo. Puede ocupar el dormitorio que usó para bañarse. Volveremos a hablar por la mañana.

- Gracias, milord - dijo ella con una sonrisa de evidente alivio. Se volvió y se dirigió a la puerta.

- ¿Cuánto tiempo hace que no come?

Se giró para mirarlo y de repente perdió la compostura. Por primera vez, Gajeel se dio cuenta de la fuerza de voluntad que la muchacha había necesitado para mantener el control.

- No sabría decirle con exactitud - Gajeel maldijo en voz baja.

- Le haré subir una bandeja al dormitorio

- Gracias.

- Duerma un poco, señorita Vastia. Y no se preocupe. En el castillo Metalicana está a salvo.

La chica le lanzó una sonrisa temblorosa y a Gajeel le pareció haber visto el brillo de las lágrimas en sus ojos antes de que se volviera para alejarse. Inspiró a fondo para calmarse y cerró la puerta del estudio. ¿Qué había aceptado al dejar que se quedara? No estaba seguro y, aun así, no lo lamentaba. Esa mirada rápida bajo su cuidadoso control le había indicado lo mucho que ella necesitaba ayuda.

Los días siguientes serían interesantes. Se preguntó qué diría su prometida al descubrir la presencia de ese nuevo huésped.


Y otra vez nos encontramos...que les parecio? Levy tiene unos cuantos secretitos y Gajeel comprometido con quien sera?

Sinceramente espero sus review para saber si seguir adaptando este libro o si alguna de ustedes lo ha leido y si no cambie el "marqués de Litchfield" porque no se me ocurrio por que cambiarlo...marques de Hierro?