Las bombas la ensordecían, apenas podía escuchar sus propios latidos de corazón.

A su alrededor la guerra no cesaba. Mujeres gritando, niños siendo asesinados, los hombres devorados por los monstruos… todo aquello era un infierno y ella estaba allí.

Pero no le importó; estaba allí por una razón. Se levantó del suelo por más que sus piernas la hagan gritar de dolor, la sangre corría por ellas. Caminó solo unos pasos, buscándolo con la mirada y gritando su nombre con desesperación. Apenas podía ver con la humareda.

Entonces lo encontró.

Tirado en el suelo con sus ojos cerrados. Ella corrió, ya no le importó si su cuerpo dolía o no. Se tropezó con sus propios pies y cayó cerca de él, y gateando se acercó lo suficiente para tomarlo en brazos.

Estaba cubierto en sangre… apoyó la cabeza en el regazo, descansándola para que no pueda ahogarse. Las lágrimas comenzaban a caer de sus ojos al verlo. Parecía tan frágil...

— Por favor, dime que estás vivo… dímelo… —suplicó.

Abrió lentamente sus ojos, dejando ver esos zafiros que se fijaban en su mirada. Ella le dio gracias al cielo, abrazándolo y llorando con más fuerza. Él también la abrazó, levantando despacio los brazos. Sintió su cuerpo morir en cada movimiento.

— Guapa…

— ¿Qué?

Él sonrió a pesar del dolor.

— Que eres muy guapa… incluso cuando estás hecha un desastre…

Ella también le sonrió entre sollozos, acariciando su rostro.

— ¿Cómo puedes decir eso en un momento así…? —le murmuró.

Parecía que nadie les prestaba atención. La guerra parecía ser ajena a ese momento. Una bomba explotó a lo lejos y ambos se aferraron al otro con fuerza.

— Necesitamos encontrar un lugar seguro, vamos —quiso ayudarlo a levantarse, pero él se resistió—. ¿Qué sucede? ¡Tenemos que salir de aquí!

Él no dijo nada, solamente se desprendió la armadura para dejar expuesta una gran herida sangrante en el estómago. Ella gritó.

— Lo siento, cariño…—murmuró.

— ¡No, no! No puedes renunciar, así como así, ¡NO ME DEJES, TIENES QUE VIVIR! —le gritó mientras lloraba, sosteniéndolo con las manos e intentando detener la hemorragia. Había demasiada sangre…

— Basta, deja de intentarlo.

— ¡NO!

— Por favor… escúchame.

La mano que posó en su brazo hizo que pare sus intentos de tapar la herida. Se miraron a la cara: ella desesperada, él estaba demasiado agotado. Más bombas explotaron a lo lejos, los gritos volvieron a escucharse.

— ¿Qué pasará ahora? —lloró.

Acarició su rostro con la mano libre, quitando las lágrimas de sus ojos, alejó la larga trenza negra que molestaba en su rostro. Ella con su mirada de tierra, él con sus ojos como el océano. No dejaban de mirarse.

— Solo puedo prometerte una cosa ahora… —le sostuvo la mirada cuando sintió el primer espasmo. Estaba a punto de partir—. Voy a encontrarte.

Alguien gritó que se acercaban los caballos del emperador, y al mismo tiempo se escucho latir el corazón desde su garganta. El hombre que gritó fue atravezado por una lanza. Ella sabía que no les quedaba mucho tiempo.

— ¿Lo prometes?

Él sonrió, soltando las últimas lágrimas.

— Estaré contigo antes de que me extrañes. Sabes que te amo, y que…

Comenzó con espasmos, luego con convulsiones violentas en las que nadie supo que hacer. La sangre comenzó a emerger de su boca, no dejaba de mirarla a los ojos. El dolor físico quedó grabado en sus labios, pero sus ojos mantenían la calidez. Su cuerpo ya no respondió. Su corazón no volvió a latir.

"muerto".

Se quedó inmóvil, ni siquiera pudo moverse si no para borrar la sangre de su boca. Escuchó su corazón latir, su respiración agitada. Todo su cuerpo vivir.

Lo odió.

Odió cada palpitar, cada respiración. Nada de eso tenía sentido, si él no vivía.

No podía soportarlo.

Se movió de su lado lo suficiente para tomar la espada de uno de los soldados (aquellos compañeros que antes él solía considerar amigos) muertos. Miró el cadáver de ese pobre hombre, luego al de su amado, y sintió la vida justo en la palma de su mano.

— Me prometiste que me encontrarás… —apretó el filo de la cuchilla en su garganta. Y mirando al cielo se sorprendió de ver la luna brillar justo encima de ella—. Te encontraré primero.

Cerró sus ojos.

Cayó al suelo.

La sangre corrió por el suelo, mezclándose…


Quinientos años en el futuro…

— Tan solo una más, señora Higurashi, debe de ser fuerte.

Ella asintió, pujando. Las contracciones y el dolor del parto la hacían llorar de dolor. Pero estaba ahí por una razón.

Con todas sus fuerzas lo intentó, y el llanto se escuchó por toda la habitación. Las enfermeras trabajaron rápido, mientras ella sentía que su cuerpo se deshacía en la camilla. Alguien la acomodó, limpiándola, mientras las demás bañaban a su bebé… que todavía no conocía.

No se había dado cuenta de que estaba inconsciente hasta que una enfermera la despertó. Vio una sonrisa amable en su rostro, se la devolvió al instante.

— ¿Quiere conocer a su hija, señora Higurashi?

— Esperé eso nueve meses, estoy ansiosa —le respondió, sin dejar de sonreír.

Con cuidado le entregó a la bebé en brazos. De piel blanca y sonrosada, nariz respingada y boca pequeña. Sus ojos estaban abiertos y miraban a su madre con curiosidad, como si estuviese reconociéndola.

Ahora convertida en madre soltó lágrimas, mirando a su bebé con adoración. Acariciaba sus mejillas, sus pequeñas manos. Estaba llena de amor.

Algo en su cuello le causó curiosidad. La levantó un poco más para verla de cerca. Era una Mancha larga, como una cicatriz muy pequeña, justo a mitad de la garganta. Lo más extraño es que se hacía más y más tenue… hasta desaparecer.

Ella no le dio importancia, ya había desaparecido y no parecía volver.

Era una niña perfectamente sana, y era suya.

— Mi pequeña Kagome… me aseguraré de que seas muy feliz.

Fin del prólogo.