Nota: Esta historia está bastante avanzada. Está siendo difícil (muy difícil) escribirla, así que aunque voy a intentar actualizar semanalmente o cada quince días, os pido paciencia. Aviso que la historia no va a tener un final especialmente feliz. Aun así, me gusta pensar que, como en la vida, en esta historia también queda sitio para la esperanza y la alegría
Betas: Heiko y Hermione Drake. No tengo palabras para agradecerles el apoyo que me están brindado a lo largo de este viaje. El trabajo y el cariño que han puesto en este fic es impagable. Todas las virtudes de esta historia se las debo a ellas, los fallos son todos míos.
Resumen: Harry y Severus son pareja desde hace cinco años. Disfrutan de una vida tranquila en Hogwarts hasta que una enfermedad inesperada irrumpe en su idilio y transforma completamente sus vidas.
Disclaimer: Nada reconocible me pertenece.
ARRESTO MOMENTUM
Cuando recordar no pueda,
¿dónde mi recuerdo irá?
Una cosa es el recuerdo
y la otra recordar.
(Antonio Machado)
Las sospechas
Son detalles. Al principio.
Anécdotas irrelevantes, casi imaginarias para un observador casual.
Cosas que pueden pasarse por alto. Señales que pueden ignorarse.
—Esto es increíble.
Severus levanta la vista de su libro. Harry está sentado en su escritorio con los brazos sobre la cabeza y aspecto desesperado. Los pergaminos son pilas interminables que se alzan sobre la mesa como torres a punto de derrumbarse. Severus sonríe con mordacidad. El trabajo se le acumula lenta pero inexorablemente.
—¿Problemas con los de tercero?
Harry alza un poco la cabeza, las gafas ligeramente torcidas y la mirada desenfocada. La lozanía de los treinta años aún no le ha abandonado, pese a que ahora se intuyen algunas arrugas en los bordes de sus ojos. Parece desmoralizado, como si acabara de aterrizar de algún tipo de viaje infernal. Harry tira la pluma encima de la mesa y se recuesta en la silla mientras se aprieta el puente de la nariz.
—Cuatro clases —bufa—. Cuatro horas explicándoles la licantropía y ni uno —levanta el dedo índice, exasperado— ha sabido decirme cuáles son las características de la enfermedad.
Snape se traga la réplica que pugna por salir de su boca. Muerde los "te lo advertí", "no me digas", "no sé a quién me recuerda" y alza una ceja. Harry adivina lo que no dice, con esa naturalidad que surge con los años de compartir espacio y conversaciones. Un acto reflejo nacido de los silencios y susurros, de las discusiones y las palabras que solo ellos conocen. Harry sacude la mano en el aire.
—No empieces.
Snape reprime una sonrisa.
—Quizás deberías probar con otros métodos. —Intenta sonar lo más inexpresivo posible.
Hay un silencio largo.
—¿Qué quieres decir? —dice Harry al final.
Severus hace una pausa premeditada, paladeando el dardo antes de que salga de sus labios.
—Que Lupin podría ayudarte con unas clases prácticas.
Harry hace un mohín. Los cinco años que han pasado juntos no han reducido ni un ápice el placer culpable que le produce torturarle de vez en cuando. Sobre todo cuando se trata de sus irritantes amistades.
—Muy gracioso. —Coge la pluma de nuevo y, después, un pergamino de la torreta de su derecha—. Esto es un desastre. No puedo suspender a toda la clase.
—¿Por qué no? —Con absoluta indiferencia.
—Porque ese es tu récord y no quiero quitarte el mérito —le contesta con picardía.
Snape resopla y, sin decir nada más, vuelve a su libro. Hace tiempo que lo ha dejado por imposible. Harry es incapaz de adoptar un tándem verdaderamente eficiente en la docencia. Algo del tipo desobediencia/castigo, mediocridad/suspenso, interrupción/mirada fulminante. Hay demasiado optimismo en los colores de la casa Gryffindor, pero, por encima de todo, hay una obstinación, estúpida y permanente, en la idea de que la bondad y el esfuerzo son virtudes consustanciales al ser humano. Una locura, claro. Acaricia una de las páginas del tomo y se da cuenta de que en realidad no ha leído el primer párrafo del capítulo; se ve obligado a retomarlo desde el principio mientras la pluma de Harry se desliza por los exámenes con parsimonia (risrasrisrasris). Es el único sonido que rasga el silencio cómodo en el que se ha sumido la habitación. A pesar de que han pasado más de cinco años, le sigue resultando sorprendente, a veces horripilante, que ahora, no solo sea capaz de tolerar la presencia de otro ser humano en las mazmorras, sino que la compañía de Harry le parezca casi siempre… estimulante.
Se fuerza a continuar con su lectura. Transcurre un minuto.
Es un hito extraordinario.
Dos minutos.
También horripilante.
Tres segundos más.
Y estimulante.
En especial por las noches y en invierno, cuando el resplandor del fuego lame el cuerpo desnudo de Harry. El recuerdo es tan nítido que puede reproducirlo al detalle: lo ve arrodillado frente al sofá, la boca abierta y las manos deslizándose hacia... Severus suspira y termina cerrando el libro. Concentrarse es imposible. Observa a Harry de reojo mientras se promete que no va a interrumpirle, que no va a insinuarle ninguna actividad alternativa. La imagen que se encuentra es desconcertante. Harry está muy quieto y tiene la mirada perdida en una de las paredes de la mazmorra donde solo hay piedra desnuda y húmeda.
—Harry.
El joven parpadea una vez, dos veces, como si saliera de un trance y después le sonríe de forma ausente.
—Perdona —se lleva una mano a la sien—, es que corregir exámenes me deja hecho polvo. ¿Te puedes creer que ningún alumno de tercero ha sabido responder a la pregunta de la licantropía? ¡Le dediqué cuatro clases al tema!
Snape entrecierra los ojos.
—Sí, ya me lo has dicho.
Harry parece un poco confundido hasta que el recuerdo alcanza su mente.
—Es verdad. —Un momento después ese aire desorientado y vulnerable desaparece y todo su lenguaje corporal se transforma. Se levanta muy despacio, mirándole fijamente, y se dirige con pasos insinuantes hacia el dormitorio. Se apoya en el marco de la puerta con expresión de fingida inocencia—: Estoy cansado. ¿Vienes a la cama?
Su voz destila fuego. Pasión dorada y roja. Snape sonríe de manera torcida y se acerca hasta tener el rostro de Harry a diez centímetros del suyo. Harry se mantiene firme y desafiante a pesar de que le sobrepasa en altura, a pesar de que pone todo su empeño en resultar intimidante. Respira encima de él y siente un tirón en la entrepierna cuando ve a Harry pasarse la lengua por los labios. Severus puede oler el deseo, la anticipación, el ligero aroma a sudor. Se pregunta cómo es posible que, después de todo este tiempo, siga sintiendo la necesidad urgente de follarse a Harry hasta la extenuación, de tocarlo hasta que su boca solo sea capaz de articular gemidos desvalidos.
—Si te acompaño —dice, esforzándose por sonar controlado—, me temo que no hay muchas posibilidades de que descanses.
Los ojos de Harry refulgen un instante, provocadores.
—Creo que asumiré el riesgo.
Se adentran en la penumbra y es cuestión de un instante. Caen sobre las sábanas desesperados por acariciarse, envueltos por un arrebato que no ha perdido intensidad. Harry se aferra a su espalda y Severus se abandona a esa sensación angustiosa y abrumadora de sentirse parte de alguien, de formar parte de un todo inexplicable. Se concentra en besarle, en morderle, en alcanzar toda la piel posible. No quiere pensar en el miedo, en esas esas dos palabras terribles que arden en su pecho y que han despedazado su instinto de supervivencia.
Su independencia.
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Minerva le mira por encima de las gafas.
—¿Se lo transmitirás a Harry?
Snape asiente secamente y cuando la directora da por concluido el claustro, el resto de profesores se levanta para formar grupitos. Severus continúa sentado. No tiene ningún interés en escuchar las quejas perpetuas de sus compañeros sobre la Asociación de Padres de Alumnos y menos aún en ser testigo de la adulación hipócrita que se dispensan entre ellos. Minerva se aproxima y se apoya en el borde de la mesa. Le da la espalda a todos los demás, creando un espacio aislado.
—Toma.
Deja un fardo de cartas encima de la mesa que Snape examina con desinterés.
—¿Mi club de admiradores?
—Lo típico. Unos cuantos vociferadores de padres enfadados por la última clase de pociones. Nada muy relevante.
Snape sonríe de medio lado. Había obligado a una clase de sexto a limpiar los calderos de toda la escuela por intentar robar ingredientes de su despensa.
—¿Esperas que los conteste?
Minerva le observa. Por primera vez se percata de que existe un parecido razonable con Dumbledore. Aparenta tener un millón de años. Quizás las ojeras y la expresión cansada son el precio a pagar por ser director de Hogwarts. Se pregunta qué pasará cuando ella no esté, quién ocupará el despacho de Dumbledore. Finalmente, la directora se envara y niega con la cabeza.
—Por supuesto que no. Lo más urgente ahora es cerrar la evaluación. Queda poco más de una semana para que termine el curso.
Snape es consciente de ello, lleva contando los días para ese milagro desde mayo.
—Afortunadamente —suelta—. Dudo que sobreviviéramos un mes más
La detestable presencia de los adolescentes se vuelve casi insoportable en verano cuando el calor les impulsa a gritar, correr y armar revuelo por los pasillos. Todos quieren salir fuera del castillo, tirarse en la hierba y besuquearse hasta gastar las reservas de saliva. El sol los pone de buen humor, incontrolables, y el uso de la amortentia se dispara entre los alumnos. Se convierten en una bomba de hormonas. Snape se levanta de la silla.
—No te preocupes, le diré a Harry que tenga preparadas las calificaciones para esta semana. Cuenta con las mías para mañana.
—Por cierto, ¿por qué no ha venido? ¿Le pasa algo? Le suelen encantar estas reuniones.
La verdad es que está tan sorprendido como ella, porque esa misma mañana Harry le había dicho que se verían allí. Aun así, y por algún motivo irracional, se niega a darle ningún detalle. Sus engranajes se ponen a funcionar por inercia, ideando una mentira convincente.
—Tenía trabajo pendiente.
Al llegar a las mazmorras, ve a Harry en el escritorio sepultado por una tumba de papeles. Está encerrado en su propia burbuja. Apenas levanta la cabeza cuando lo oye entrar, se limita a saludarlo y a sumergirse de nuevo en los pergaminos con el ceño fruncido. Snape lo examina con detenimiento mientras se quita la capa y la cuelga en un perchero.
—¿Por qué no has venido a la reunión de esta tarde? Minerva ha preguntado por ti.
Harry reacciona de inmediato, de forma abrupta.
—Mierda, se me había olvidado. —Da un puñetazo en la mesa.
Snape está a punto de hacer algún comentario hiriente, pero se detiene en cuanto ve la mueca que cruza su cara, parece un poco desquiciado.
—No te has perdido nada —dice, pero Harry no tiene pinta de que le esté escuchando, continúa en una batalla interna—. Minerva me ha pedido que te recuerde que necesita las calificaciones de Defensa para esta semana.
Harry suelta una risa amarga y abre los brazos para hacer patente todo el desorden que reina en su escritorio.
—Estoy en ello —masculla.
Snape entorna los ojos. Harry lleva seis años en Hogwarts y nunca lo había visto así. No es propio de él ir tan retrasado en las evaluaciones ni tampoco ese caos desenfrenado. Suele ser muy eficaz en el trabajo, aunque no es algo que vaya a reconocer en voz alta ni bajo tortura.
—¿Cuántas clases te quedan?
El joven le mira con rencor, como si Snape fuera el culpable de ese desastre.
—Cuarto, quinto y sexto.
—¡Cuarto! —No entiende nada—. ¿Pero no estabas con ello hace dos semanas? Deberías de haber terminado hace días.
Harry se levanta de golpe, furibundo, agarrándose con tanta fuerza a la mesa que los nudillos se le ponen blancos.
—¡Pues no he terminado, ¿vale?! —grita mientras tira un montón de exámenes al suelo—. Perdona por no estar a la altura de las expectativas.
Snape se queda petrificado mientras Harry pasa junto a él como una exhalación y sale del cuarto dando un portazo. Sin detenerse, sin mirarle. Se queda quieto en medio de la habitación durante mucho rato, intentando descifrar lo que acaba de ocurrir. Ignora la bola pesada que le comprime la boca estómago y se impulsa hacia la botella de whisky que guarda en uno de los armarios. Si bebe, no piensa. Si bebe, puede fingir que no le importa.
Cuando Harry vuelve, Snape estima que, en datos puramente numéricos, han pasado unas tres horas. Desgraciadamente, el tiempo es una unidad de medida muy poco fiable: se alarga o se acorta a voluntad de la experiencia. Lo escucha entrar en la habitación, despacio, sin encender la luz, y un momento después, el colchón se hunde a su lado. Puede sentir la respiración de Harry acurrucada junto a su cuello. Sobreviene una eternidad.
—Lo siento —susurra Harry.
Snape intenta conjurar alguna respuesta envenenada, pero en algún punto de la noche ha perdido esa habilidad. Se queda callado. Es incapaz de enfrentarse a ese momento. Cierra los ojos contra la oscuridad y se hace el dormido.
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La fiesta es tan insoportable como todos los años. Un espectáculo dantesco de ex alumnos que parlotean sin parar y en los que no puede apreciar ninguna evolución sustancial, salvo la pérdida masiva de neuronas y las barrigas que asoman entre los botones de las túnicas. No falta ninguno: Neville, Hannah, Tonks, Seamus, toda la patrulla Weasley…. Al menos ha conseguido mantenerse lejos de Remus "ahora soy todo amabilidad y compadreo" Lupin. No está preparado para otra ronda de palmadas en la espalda. Oye una risa escandalosa al fondo de la sala de estar y le da un trago largo a su bebida mientras piensa que no hay nada en este mundo que sea capaz de compensar semejante tortura. ¿A quién se le ha ocurrido invitar a la señorita Brown? Dirige su mirada hacia Harry, que está al otro lado de la habitación, hablando animadamente con Ron y Ginny bajo un cartel flotante que reza "¡Felicidades, Harry! ¡Disfruta de tus treinta y seis años!". Se siente tentado a lanzar un incendio a la pancarta solo para oír gritar a Ginny, pero entonces algo se choca contra su pierna. Un mocoso pelirrojo le observa sonriente mientras estruja un pergamino entre las manos. Lo fulmina con la mirada, pero Hugo suelta un "¡lo siento, tío Severus!" y continúa su carrera frenética por toda la casa mientras su hermana Rose le grita desde la distancia ("¡devuélveme la carta!"). Snape pone los ojos en blanco y decide que necesita otro vaso de whisky, o dos, o una docena. Su única opción viable es emborracharse.
Se abre paso entre los corrillos de magos, dispuesto a quedarse junto al mueble bar el resto de la noche, pero Granger le intercepta a mitad de camino.
—Severus, me alegra verte. —Le coge del brazo de manera cariñosa—. Espero que estés disfrutando de la fiesta.
—¿No es evidente?
A Hermione se le escapa una risita. De todos los amigos de Harry, es la única con la que puede hablar sin sentir ganas de suicidarse.
—Perdona a mis hijos —dice, mirando a Hugo y a Rose que siguen discutiendo en una de las esquinas del salón—. Creo que las vacaciones no les están sentando muy bien. Entre tú y yo, estoy deseando que vuelvan a Hogwarts. Por cierto, gracias por mandarme la poción pimentónica para Rose, es mucho mejor que la que venden. Se recuperó en un par de días.
Severus aprieta los labios y frunce el ceño.
—No me las des a mí. Fue Harry el que insistió.
—Ya. —La palabra suena cargada de escepticismo, pero no insiste. La joven mira a su alrededor y cambia de tema—: He pensado que te gustaría ver mi nueva biblioteca. Al final convencí a Ron para ampliar la casa. Ven, está por allí.
Severus sospecha que está intentado rescatarle, así que se deja arrastrar a través de una pequeña puerta situada junto a la de la cocina. Cualquier cosa es mejor que continuar escuchando ese blablabla insípido que lo invade todo. Cuando cruzan el umbral, el ruido de fuera desaparece, es como entrar en un santuario. La habitación es pequeña, pero está bien aprovechada. Todas las paredes están forradas de estanterías que se alzan desde el suelo hasta el techo. Hay cientos de libros y un pequeño sillón orejero en la esquina derecha de la sala, junto a una lámpara de pie. Tuerce los labios en una media sonrisa. Imagina que Weasley no pisa mucho esta zona de la casa. Se acerca a uno de los estantes, con la sombra de Hermione persiguiéndole, y se percata de que los libros están ordenados por materias. No es que le asombre, Granger siempre fue bastante repelente y metódica, pero entonces un título llama especialmente su atención: "Usos desconocidos de la magia negra".
Se gira hacia la joven y alza una ceja. Ella pasa el peso de un pie a otro y a Snape le complace saber que, después de diecinueve años, todavía puede tener ese efecto en sus antiguos alumnos, sobre todo porque desde que está con Harry, algunos se empeñan en tratarle con una familiaridad alarmante.
—Bueno, pensé en lo que estuvimos hablando. —Hay una nota de desafío en su voz—. Lo compré la semana pasada, pero solo por trabajo.
La última vez que habían comido en casa de los Weasley, Snape y ella habían mantenido una discusión acalorada sobre el ostracismo al que estaban condenados algunos autores. Hermione sostenía, con argumentos ocurrentes aunque maniqueos, que no todas las opiniones eran respetables y que había libros peligrosos que no debían de ser de acceso público. Severus, que nunca había creído en la eficacia de los vetos o en las virtudes de prohibir ninguna clase de conocimiento, le había dicho que el Ministerio no tenía derecho a imponer sus ideas o su concepción sobre el bien y el mal. Que todos los magos debían de tener la oportunidad de formar su propio criterio.
—Ya veo. Así que por trabajo. El departamento de regulación de criaturas mágicas debe de haber cambiado mucho para estar interesado en rituales oscuros.
Hermione hace un gesto contrariado y luego un vago intento de justificarse.
—Le he puesto una línea de edad.
—¿Para que no lo coja tu marido?
Hermione cruza los brazos, haciéndose la ofendida y ocultando un amago de sonrisa.
—Eres imposible —le dice.
Severus se resiste a recoger el anzuelo que le pone por delante, no tiene ningún interés en caer en algo remotamente parecido a la familiaridad. Se vuelve a las estanterías y recorre con la mirada varios volúmenes. Hay libros interesantes, caros, algunos difíciles de conseguir. Ha de conceder que Hermione tiene buen gusto para elegir sus lecturas; no tanto para elegir pareja.
—¿Puedo? —Señalando un libro de tapas negras.
—Por supuesto. —Hermione levanta una mano, invitándole a ello—. Coge los que quieras. De hecho, podemos quedarnos aquí un rato si lo prefieres.
Snape la observa durante un momento. No es el ofrecimiento lo que le sorprende, es lo que oye en su tono. No puede precisar qué es, pero tiene claro que detrás de esta pequeña reunión hay algo más. Una pregunta que no ha formulado. Hojea las páginas amarillas del libro con indiferencia.
—Suéltalo.
—¿El qué?
Le cabrea esa candidez premeditada.
—No juegues conmigo, Granger.
Hermione se lleva una mano a la nuca.
—Umm, bueno… No me gusta meterme donde no me llaman, pero…
—Entonces no deberías meterte donde no te llaman.
Hermione se queda paralizada durante un segundo, pero no se rinde.
—Es que estoy preocupada. ¿Le pasa algo a Harry? Últimamente lo noto un poco despistado. —Severus inclina la cabeza con incredulidad y la joven insiste—: No, te lo digo en serio, quiero decir que lo noto más despistado que de costumbre. El otro día, sin ir más lejos, le preguntó a Ron dos veces seguidas en qué posición iban los Chudley Cannons. —Se golpea la palma con el dedo índice para incidir en su argumento—. Harry siempre sabe en qué posición van.
Snape reprime un resoplido.
—Trágico, sin duda.
—No es solo eso. —Hermione se muerde los labios, frustrada, y lanza un suspiro—. No sé cómo explicarlo; a veces cuando estamos juntos está distante, mal humorado… ausente.
A Snape no se le escapa que en los últimos meses Harry ha estado más apático y distraído, pero lo achaca al estrés del trabajo. Este curso ha tenido que asumir más responsabilidades y Severus sabe, por experiencia propia, que ser Jefe de Casa puede llegar a ser insoportable. En ocasiones la idea de enfrentarse de nuevo al Señor Tenebroso es más apetecible que lidiar con los padres de los alumnos.
—No creo que haya nada de qué preocuparse.
Percibe que la joven está a punto de replicar, pero entonces la puerta se abre de golpe y aparece Harry. Sonriente y despeinado. Con ese aspecto de haberse caído de la cama un segundo antes.
—Así que estáis aquí, os estaba buscando. ¿Qué andáis tramando?
Hay un largo silencio. Hermione parece cortada y Severus se ve obligado a intervenir para cubrir la incompetencia antológica de los Gryffindor para disimular. Merlín bendito, ¿cómo han sobrevivido?
—Tu amiga, la señora Weasley, me estaba mostrando sus nuevas adquisiciones. —Le muestra el libro que lleva en las manos.
La sonrisa de Harry se hace enorme.
—Veo que lo conoces bien —le dice a Hermione. Luego, camina hacia Severus y se coloca a su lado mientras le pasa el brazo por detrás de la espalda—. ¿A qué hora se abren los regalos?
Hermione continúa en estado catatónico y a Snape le dan ganas de lanzarle un maleficio punzante.
—Eh… —consigue balbucear—. A las diez.
—Genial. ¿Entonces salimos con los demás? —Mira a Severus—. Te prometo que no te dejaré a solas con Lavender.
Granger no se lo piensa, sale disparada en dirección a la puerta y Harry aprovecha el momento para ponerse de puntillas y murmurar en su oído.
—Espero que me hayas comprado un buen regalo.
Snape baja la voz.
—Tendrás que esperar a llegar a casa para comprobarlo.
Harry se aprieta aún más contra su cuerpo y de pronto un carraspeo rompe la intimidad. Descubre que Hermione les está esperando en la puerta con la cabeza gacha, como si se arrepintiera de haber sido testigo de ese momento; Snape siente una satisfacción un tanto perversa.
—Vamos —le dice a Harry.
Lo arrastra a la salida y justo cuando abren la puerta para marcharse, sucede. Es un seísmo.
—¿A qué hora se abren los regalos?
Harry lo pregunta con toda la tranquilidad y Hermione le lanza a Snape una mirada afilada. Puede leer el "te lo dije" en su gesto preocupado. Severus la ignora mientras aplasta con eficiencia el nudo que, de forma inexplicable, ha aparecido en su garganta; coge a Harry de la mano y le contesta con suavidad.
—A las diez.
