Nos gusta el PeChi. Y para qué decir más, si de hacerlo les arruinaríamos la sorpresa. Por favor, pasen y lean, y si quieren comenten también que nosotras les estaremos muy agradecidas.
Hetalia pertenece a Hidekaz Himaruya, a nosotras sólo nos gustan los animales.
"Fíjese en las botas. La parte de los talones está desgarrada. Eso quiere decir que la hembra lo arrastró un buen tramo luego de matarlo. Mire los desgarros de la camisa, en el pecho. De ahí lo tomó el animal con los dientes, para jalarlo. Pobre gringo. La muerte tiene que haber sido horrorosa. Mire la herida. Una de las garras le destrozó la yugular. Ha de haber agonizado una media hora mientras la hembra le bebía la sangre manando a borbotones, y después, inteligente elanimal, lo arrastró hasta la orilla del río para impedir que lo devorasen las hormigas".
—Luis Sepúlveda. Un viejo que leía novelas de amor.
Bicho
Miguel, la tarde en que mamá le dijo que no podían permanecer juntos por las continuas rondas de extranjeros cazadores que, no sé cómo diantres, directamente desde el Atlántico hasta el Amazonas hacen lo que se les da la gana en estos páramos vírgenes y a espaldas de la policía, había tratado de mantener la estela de calma por un momento. Están en peligro, ¿cómo no va a defender a su familia y simplemente irse a la deriva, huyendo, como si no tuviera honor ni amor por ellos?
«Tonto eres pues, acá yo tengo a tu papá y tus hermanos, yo no quiero que te pase a ti esto, anda donde tu sherette».
«Mamá, no le digas así, él sólo es una presa» y cachetada, porque Miguel bromea pero su madre siempre va en serio. O algo así.
Estando él medio triste, pero con la esperanza que primero morirán los cazadores, su piel se transformó. Cuando estaba en el puesto de jugos de frutos y comiendo algún pedazo de cerdo... Bien cocido, vio a un individuo... adentrarse a esa mata verdosa de plantas, palmeras y árboles. Alejándose del ruido le siguió, mirando cauteloso como quién tantea al territorio y al enemigo, en su nivel más salvaje. El hombre este vestía a lo militar, con botas negras manchadas de barro seco.
Miguel huele, quiere abrir tanto su sentido del olfato para saber las intenciones de este sospechoso que, de buenas a primeras, camina en el sendero de las chozas más alejadas. No se le notaba rifle, puso MÁS en guardia a Miguel porque podría estar provisto de algo más nocivo, (ha visto él, los ataques del boom) y eso hace que su corazón se acelere unos pulsaciones, miedo, la piel empieza a darle cosquillas bajo la ropa. El individuo sigue caminando a paso seguro, ya donde no hay ruido y los árboles encapotan más, chozas ya no hay. Caminan unos minutos más, el individuo buscando y el animal acechando. El individuo no nota nada hasta que oye una respiración MUY pesada y fuerte, sólo de esas que oyes cuando te acercas lo suficiente al vidrio del zoológico donde están en exposición los felinos. Se detiene. Traga saliva y voltea, más con desconfianza que con el temor líquido. Miguel lo mira, con el cuello de esa textura, unas cuantas manchas en el antebrazo, garras.
Francisco abre los ojos como platos.
—No me digas que te la creíste... —dice y Miguel también se sorprende, es que lleva una mascara de alguna tribu de su país.
—¡Pancho! Casi te como, en serio, aunque luego me hubiera dado mal de estómago —se ríe y Francisco a lo «tsss, ya quisieras».
—Oye, ya. Es que mi abuelito me prestó esta ropa —se da una vuelta y Miguel se rasca el cuello mirándole de pies a cabeza el uniforme de soldado.
—¿Pero por qué justo ahora? —frunce el ceño, y Francisco se encoge de hombros.
—Hace tiempo que no vengo hasta acá —una semana—. Y quería probar qué tal me quedaba, pero ¡ay! ¡Es broma! —responde más o menos ofendido—. Tú me has hecho peores así que no te vengas a hacer de santo, que pa' eso no estás en el altar.
Miguel se ríe un poco más, bajándole a la tensión. Mueve el cuello de un lado a otro, para no tenerlo tan duro.
—Quítate esa máscara, empezando, que pareces Chullachaqui —la piel empieza a tomar su forma humana con el ánimo controlándose. Y Francisco le obedece, contestando «pa bagre te tenemos a ti, pana».
—Es que, hace un rato vengo de la casa —su casa, su familia, quien le pudo poner ese toque tristón es una riña de su mamá.
Mientras le va contando lo sucedido, caminan a faldas de unos árboles y las lluvias que nadie controla en la Selva, lo mojan todo con sólo diez gotones de agua, y todo se inunda.
Francisco le sigue, «te quedas en mi casa otra temporada» y él asiente... pero su ánimo se transforma a medida que Francisco y él recuerdan ciertos pasajes de su vida, cuando conoció a Miguel.
—Bien malo eras con la pelota tú.
Porque solo fue en la adolescencia donde la curiosidad es un «no, no te lo puedo decir», le intrigaba ver a Miguel con demasiado apetito y, literalmente cuando una extranjera rubia y no tan despampanante pasaba delante de él y su mirada era hambrienta, hasta parecía que le salían colmillos. Esas cosas escapaban de la compresión de Francisco, aunque luego se enteró, en el centro de una ronda, como había sido el culto que generación tras generación se transmitía, unas sesiones con algo más que sangre de animales y atroces agonías que rendían frutos.
Después que la lluvia cesó, se quedaron dormidos.
Un argentino rubio, con la ropa manchada y picaduras de mosquitos (que deben ser los menos mortales si se ha vacunado) por toda la piel al descubierto, los ve, se les acerca... Desesperado porque perdió el rumbo hace como tres horas, iba con guías turísticos, pero «yo sé dónde está la diversión, viste, que venís a decir con que no puedo pasar, si puedo». Demasiado desesperado que se tropieza con un montículo de fango.
—La re puta que me parió.
Miguel se despierta en IPSOFACTO.
Francisco ronca bajito y el argentino aprieta los ojos, tiene hasta el cuello de fango, grita, y Miguel se pone más en guardia porque cree que está llamando a su manada, su piel se colorea amarilla con puntitos negros y la ropa empieza a cederle, hasta el momento en que se rompe, Martín a su drama, «Por qué a mí, y no a un chileno, vos Dios que estás arriba con el Papa, andá, déjate de ser tan rompe pelotas». Miguel está pensando solo, Francisco cuando ya desaparece el peso del peruano a su costado parpadea, a Miguel los dientes se le afilan y empieza a respirar pesado, quiere rugir, su piel de jaguar se apodera más de la morena hasta consumirlo entero, a cuatro patas, y de un buen peso, camina, Martín se levanta del fango en sus rodillas y se CAGA DE MIEDO, Francisco siente el fango en su mejilla y abre los ojos... Ve a Miguel transformado.
Martín balbucea.
—¡Miguel! Ven acá, este chico se ha perdido —es su petición inmediata al ver el escenario. Miguel empieza a oler de cerca a Martín y seguro el rubio ya se meó de miedo, definitivamente. En pánico, parece que el animal presta atención a lo que le dice Francisco, valora en medio de sus salvajes pensamientos y voltea un segundo, alejándose de Martín, quien aprovecha para pararse con sumo cuidado. Francisco observa a Martín fugaz, cuando esta medio arrodillado/medio levantado y luego a Miguel, oyen el correr del rubio y Miguel es ágil, le sigue... Está hambriento. Y aún estaba al acecho. Mala idea escapar tan pronto. Francisco grita, pero no lo pudo detener por la magnitud de su cuerpo y la velocidad en que desaparecen, seguramente la trampa a unos cuantos árboles cerca del río lo detendrán. Pero todo sucede casi en un segundo.
Martín tiene la respiración agitada, ha escuchado un sonido metálico que le ha puesto los pelos de punta, qué mierda, con todo no deja de correr en la dirección por la que cree que vino, con un poco de suerte llegará al lugar de partida para la noche. Ayayayay, pobre Miguel, las trampas de hoy en día son lo peor, pero a él sólo le agarran la pata unos dientes de fierro, a los humanos en otras partes al pisar les vuela el cuerpo hecho pedacitos por los aires.
A varios metros de distancia, viniendo desde la dirección contraria, un cazador revisa qué piezas ha logrado coger.
Miguel, con su pata en la trampa, gime de dolor.
Y su furia va acumulándose al verse imposibilitado de escapar sumado a los dientes de la trampa bendita esta.
—Nada —se va quejando el cazador, éste sí con una escopeta al hombro, volviendo a dejar las trampas tal cual. Le va a tomar varios, pero varios minutos llegar hasta la gran pieza, pero de momento todo apunta a un día infructífero, va caminando en su mundo, mirando el suelo a ratos en busca de un pedazo de palo bonito para tallar en casa después.
En algún momento camina más lento, un acto reflejo ante un ruido, cree haber escuchado el rugido de un felino, de los grandes, pero no ve nada.
Tampoco hay que fiarse de no ver nada.
Sigue su camino, quitándose la escopeta del hombro para estar presto a dispararle a cualquier amenaza. Escucha aves, silencio... sea cual sea el bicho o se fue o le está mirando para atacarlo, traga saliva, un cuero de gato grande le vendría perfecto para el bolsillo, quizá hasta se encontraba una camada, una linda camada a la que matarle la madre para llevarse a los hijos y venderlos.
No pensemos mal de Manuel, por favor. Él sólo quiere vivir tranquilo. Que no lo molesten. Matar lo necesario para vivir, y unas crías de jaguar o unos monitos son perfectos para venderlos a un circo, a buen precio. Podría colgar las trampas en su pared por varios meses... O quizá semanas, depende de cuánto alcohol compre.
Miguel se mueve con la fuerza del jaguar en la trampa. Se los va a comer a todos.
Manuel, con todo el cuerpo tenso, CREE ver algo moverse, pero puede ser cualquier cosa... Se acerca, cree que es amarillo... No está seguro. Aguanta la respiración y mueve unas hojas y ramas, con la punta de la escopeta.
El jaguar al hacer movimientos tan bruscos ha ocasionado que la trampa se le haya sujetado más a la carne, pellizcándole vilmente, ha soltado unos quejidos en bajito. Aguza el oído cuando corre un viento a peligro alrededor, y de reojo, todo el cuerpo afina sus sentidos, siente las hojas moverse... muestra los colmillos
Debe ver, a unos cinco-siete metros, la punta de un rifle y luego a un hombre vestido ligero, pecho desnudo, con la camiseta amarrada a la cabeza, de hecho. Acechando. A Manuel se le para el corazón cuando lo ve, y por un momento casi corre.
Miguel se pasa la lenguaza por los colmillos, y lo mira tan fijamente, que ya le hubiera desfigurado la cara... Respira pesado, medio colgado del árbol, porque ha estado esperando por ver a su cazador.
Manuel sonríe.
Miguel ruge FUERTE.
El cazador, en reflejo, se echa para atrás.
—¡Oye, que el que tiene la escopeta soy yo!
El animal le queda mirando, tiene razón, le baja un uno por ciento a la molestia.
—Así me gusta... —se le acerca despacio.
Miguel mira al cazador y se siente nervioso a cada paso, y no por la escopeta. Como si presintiera que lo van a hacer cartera. Manuel se acerca hasta estar justo fuera de su alcance.
—Quédate quieto —deja la escopeta en el suelo y saca su cuchillo.
Miguel mira el objeto y gruñe con expresión de «te voy a comer como ceviche: todo crudo».
—¿Y qué quieres, eh? —Manuel frunce el ceño, levanta la otra mano por seguridad—. Si te disparo se arruina la piel.
Lo va a acuchillar. En la garganta, ése es su objetivo.
El animal acelera su respiración a medida que el cuchillo se acerca, le mira a los ojos con temor, aunque puede arrancarle la mano si da un paso en falso. Puede sentirse un momento de tensión, porque Manuel no es tan tonto como para dejarse comer una mano. Las baja.
—No me dejarás que te mate sin arrancarme la cabeza, ¿verdad?
Le mira directamente a los ojos. Asiente con cautela.
—Ja —sonríe sin poder evitarlo—. Casi juré que asentiste —da un paso atrás y se endereza, mirando al jaguar para ver CÓMO matarlo... Piensa que puede molerlo a golpes, así la piel no se rompería.
Y Miguel piensa en cómo repartir sus miembros en casa, cocinarlos cubiertos de cáscaras de plátano bellaco para que agarren ese rico sabor, se relame los colmillos y entrecierra los ojos lento.
Y al ver esa bajada de guardia, Manuel se le abalanza encima de forma abrupta, buscando agarrarle la cabeza para exponerle el cuello. El jaguar se desespera, sin esperarse ese movimiento, y empieza a mover los miembros bajo la trampa, gime y ruge. Manuel no pierde tiempo y busca clavarle el cuchillo porque sabe que UN SÓLO ZARPAZO y la cosa se pondrá fea. Hacia la garganta, para rajarla.
Miguel se remueve bajo Manuel violentamente y trata de morderle el hombro, alcanza, o mejor dicho su hocico se pone en posición... LO MUERDEEEEEEEEEEEE, no tan fuerte como se espera de un jaguar.
Manuel GRITA entre sus dientes apretados y hace un esfuerzo por contener el peso de Miguel, le aprieta el cuello, o más bien, la piel del cuello para alejarlo, sin soltar el cuchillo pero para el jaguar eso no es nada, así que le clava más los dientes a pesar que el grito le eriza algunos pelos, con los ojos bien abiertos para custodiar que no venga nadie en esta agonía de su víctima.
Caen al suelo, el hombro de Manuel sangra entre los dientes de Miguel, despellejándose, y éste bebe como si estuviera tomando un refresco de frutas. Manuel intenta caer sobre el animal, la trampa tintinea, tensa. Miguel ahoga un quejido por la fuerza de la trampa que se le encarna más, bajándole la intensidad cuando siente que al cuerpo de Manuel calmarse... por la pérdida de sangre, me imagino.
Para suerte de ambos, Manuel rueda para alejarse, el cuchillo queda tirado cerca de Miguel. Se agarra el hombro, apretando los dientes y casi maldiciendo.
El felino saborea su sangre con los ojos cerrados, como si hubiera comido un pedazo de bruselina de lúcuma, por un momento. Vuelve a abrirlos cuando se acaba el pedazo de su carne, textura de piel tierna y sabor metálico en el paladar, mira el cuchillo, y en esas jugarretas del destino... Jala más de la trampa y ésta cede un poco, luego otro más, para dejarla débil.
Cuando hable Miguel, cuando hable... oh... Cuando. Hable.
Manuel le mira, sin huir porque no cree que pueda soltarse, no lo ve tan enloquecido, imagina que debe hacerle daño tirar de esa trampa. Luego voltea, al darse cuenta que sigue jalando, para buscar su escopeta.
El animal trata de llamar su atención con sonidos, medio rugidos chiquitos y gruñidos... Observándole fijamente, como no creo que deje de hacerlo.
Manuel le mira, con la escopeta fuera de su alcance... Está listo para correr hacia ella, si Miguel sigue jalando.
—Si no me matas... No te mato.
El animal deja de hacer ruidos y fugazmente lanza una mirada hacia su pata y hace una muequita de dolor.
Manuel camina lento hasta su escopeta, la recoge, y vuelve, fijándose en la pata de Miguel tanto antes como después. Éste no hace otro movimiento para no ponerle nervioso, aunque le ve tomar la escopeta y sus garras acarician el fango húmedo. Lo ve sentarse con la escopeta cruzada sobre sus piernas, a lo indio. Manuel no le habla. Sólo se va a quedar allí, agarrándose el hombro sangrante. Se relame.
Y Miguel también, espera tranquilizarse... al menos un poco, no se permite hacerlo demasiado para no cambiar de forma. Le han tendido una trampa, mira de reojo a su agresor y escribe en el fango: quien eres.
Delante, en el lado de la luz del sol para que pueda ver bien cada letra.
Manuel ve como estira la pata y se fija más que nada en las garras, cuando nota que siguen un movimiento se confunde. Aprieta con más fuerza su hombro al levantarse para acercarse hasta el límite mismo, a sólo unos centímetros de las garras de Miguel. Traga saliva, cree ver algo en el fango, no está seguro, parece de cuento. Hace calor, se dice, es el calor que te hace delirar.
El primero de cuatro capítulos ya escritos. Los cuales fueron emocionantes...
¿Cómo crees que se desarrolle este encuentro fortuito?
