ENCONTRANDO PAREJA EN ROMA.

A las ocho de la mañana, la mujer de aspecto cansado que trabajaba tras el mostrador de facturación de British Airways apenas si miró a Akizuki, cosa que tal vez fuera de agradecer porque de haberla visto con las gafas de sol puestas, la habría tomado por una completa imbécil.

—¿Qué vuelo? —preguntó con un bostezo mientras pasaba su pasaporte por la máquina.

—El de Roma —contestó Akizuki.

Los ojos de la mujer se tornaron soñadores.

—A Roma... —murmuró, alzando la vista—. ¿Ha estado allí antes?

Akizuki se quitó las gafas de sol.

—No, nunca.

—Le va a encantar. —Apartó la mirada y sonrió al rememorar algún recuerdo lejano antes de clavar la vista en el monitor del ordenador—. ¡Hay una anotación que dice que es su luna de miel! No se me ocurre un lugar más romántico que Roma para pasar la luna de miel.

—¿De verdad? —replicó, intentando que no se le quebrara la voz.

—De verdad. Antes de casarnos, cuando trabajaba en vuelos nacionales, mi marido y yo solíamos hacer escapadas a Roma los fines de semana. Antes de que llegaran los niños...

—Volvió a sonreír, en esa ocasión con cierta tristeza—. Diviértase mientras pueda, eso es lo que siempre aconsejo. No tenga prisa por tener niños, señora... —Echó un vistazo al nombre que aparecía en el monitor—. ¡Ah, lo siento, doctora Fraser! —De repente y como si algo la hubiera sacado de su ensimismamiento, adoptó una actitud impersonal—. En fin. Veamos. ¿Dónde está el afortunado señor Fraser?

Se había pasado todo el trayecto al aeropuerto ensayando la respuesta a esa pregunta.

—De camino. Ha surgido... un contratiempo y lo está solucionando. Se reunirá conmigo en cuanto pueda.

—¡Vaya por Dios! —replicó la mujer—. Pobrecita. ¿Cuándo fue la boda?

—Ayer. Tuvimos un problema con el pago a la empresa de catering. Se ha quedado para solucionarlo. Así que, como ya le he dicho, se reunirá conmigo en cuanto pueda. —Oyó que le llegaba un mensaje al móvil, que estaba en el interior del bolso. Lo sacó con el corazón desbocado, pero se le cayó el alma a los pies en picado, cual saltador de Acapulco, al ver el nombre de Gaby en la pantalla.

«¿Dónde estás?», leyó. Lo borró de inmediato.

—Era él —le dijo a la mujer, que la observaba con creciente interés—. Vendrá dentro de media hora.

—Pues va a llegar muy justito —le recordó con severidad, aunque se ablandó como la mantequilla al sol al ver que su rostro se crispaba por la tensión—. En fin. No se preocupe. Llegará a tiempo. —Tecleó algo en el ordenador, alzó la vista y le guiñó un ojo. Supongo que se pondrá muy contento cuando descubra que va a volar en clase business. —La impresora comenzó a sonar y en un abrir y cerrar de ojos su tarjeta de embarque estaba lista. La mujer sonrió mientras escribía algo en una tarjeta—. Aquí tiene un pase para la sala de espera VIP, allí podrá esperarlo con estilo. Tómese una copa de champán; aunque supongo que con el de ayer habrá tenido bastante... por las ojeras, digo.

Si alguien le hubiera dicho una semana antes que esa conversación iba a tener lugar, se habría puesto a chillar de alegría. Gaby y ella llevaban años que sabían cómo comportarse para conseguir mejores asientos en los aviones: tener un aspecto impecable, dejar caer pistas al personal de facturación sobre su condición de VIP, no pedir una comida baja en calorías... Sin embargo, no lo necesitaba hacer, dado que su familia era rica y podía costearse eso y más.

—Gracias —murmuró.

—De nada. ¡Ay! Espero que se lo pasen genial. Y no se preocupe, aunque llegue tarde, lo mandaremos en el siguiente vuelo. Disfrute de Roma. No se olvide de tirar una moneda en la Fontana de Trevi para asegurarse de regresar.

Siguió con un par de preguntas sobre el contenido de su equipaje y en esa ocasión, cuando le preguntó si había hecho personalmente las maletas, no le dieron ganas de contestar: «No, me ha ayudado mi primo afgano y sí, en realidad me pidió que le llevara unos cuantos paquetes y, ahora que lo menciona, uno de ellos hace tictac». La mujer se despidió de ella y volvió a desearle que lo pasara bien.

A su alrededor se amontonaban familias que discutían entre sí en torno a montones de equipaje. Los ejecutivos iban sorteando los distintos grupos moviéndose con una rapidez inusual, como si sus mecanismos se hubieran atascado y no pudieran detenerse. Le echó un vistazo al reloj. Faltaba una hora para el despegue. Una semana antes se habría puesto a dar saltos de alegría por la idea de echarles un vistazo a todas las tiendas libres de impuestos, y por los canapés y el champán gratis que la aguardaban en la sala de espera. En ese momento lo único que quería era un servicio vacío donde esconderse.

—Vas a beber champán —se dijo—, porque estás de luna de miel.

Sin embargo, fue derechita al baño de señoras, localizó un retrete vacío y tras cerrar la puerta, se sentó y se echó a llorar.

—No puedo ir, no puedo —gimió en voz baja.

Alguien llamó a la puerta.

—¿Le pasa algo?

Quienquiera que fuese parecía más enfadada que preocupada.

—No, gracias —gritó con voz chillona—. Es que... se me ha metido algo en el ojo.

No tenía por qué irse. Podía volver a la estación de Heathrow, coger un tren y en hora y media estaría en su casa. Allí podía atrincherarse, pedir comida por teléfono, dejarse crecer el pelo hasta que le llegara a los tobillos y pasar el resto de su vida recluida como Howard Hughes. Pero no podía hacerlo, porque al cabo de dos semanas tendría que volver a casa, a una gala de beneficencia de la que su familia era la fundadora, algo que hacían anualmente. Además, Doug seguía viviendo en su departamento...

Comenzó a sonar el móvil. Se sorbió los mocos mientras lo sacaba del bolso. Era él, tenía que serlo. Pues no, ¡ay, Dios! Papá. Supuso que era mejor contestar, ya que lo estaría pasando mal con su desaparición.

—Hola.

—¿Akizuki? —preguntaron dos voces en voz alta—. ¿Qué tal estás, tesoro? ¿Dónde estás? ¿Estás con Doug? ¿Qué está pasando, tesoro?

—Estoy en el aeropuerto.

—¿¡En el aeropuerto! —exclamó su padre Clow y preguntó su hermano Eriol—. ¿Qué narices estás haciendo ahí?

—Me voy de luna de miel.

—¿¡De luna de miel! —exclamó su padre.

Al mismo tiempo, su hermano le recordaba de fondo:

—¡Akizuki, no estás casada!

—Bueno...

—¿Doug y tú os habéis reconciliado? —Su padre parecía tan esperanzado que no pudo soportarlo.

—Mmm...

El tono de su hermano pasó de ansioso a receloso:

—No os habréis casado por ahí sin decírselo a nadie, ¿verdad?

Su padre agregó:

—¡Venga ya, Akizuki! Sabes que me hace mucha ilusión llevarte del brazo al altar.

—No, no os preocupéis. No ha habido ninguna boda. Es que necesito irme un tiempo.

—Pero, Akizuki, cariño —le dijo su padre, totalmente desconcertado—, no lo entiendo. ¿No vas a contarnos qué ha pasado? Tú hermano está muy preocupado. Sabes que te adora.

No podía seguir soportando la conversación. Su familia siempre había deseado lo mejor para ella y odiaba decepcionarlos.

—No puedo seguir hablando ahora, papá. Tengo que embarcar. Ya os llamaré. Adiós.

Siguió sentada en el retrete durante un minuto, escuchando las conversaciones de los demás viajeros.

—Necesito comprar desodorante.

—Date prisa, tenemos que conseguir unos cuantos euros antes de subir al avión.

—Hola, lo siento, hay poca cobertura... Sí, sí, de camino a Zurich. No, vuelvo mañana. Sí, la reunión. Lo sé, un aburrimiento total, pero hay que hacerlo.

«Hay que hacerlo.»

Respiró hondo y se puso en pie. Las rodillas le temblaban como si fueran de gelatina. Abrió la puerta y aunque no había hecho pis, se acercó al lavabo y se lavó las manos como la doctora concienzuda que era. Sus ojos hinchados la observaban desde el espejo por debajo de las cejas, depiladas a la perfección, y con las pestañas teñidas de azul marino. Lo había organizado todo al detalle, y se las había teñido una semana antes de la boda como aconsejaban en la revista Novias, por si acaso se producía alguna reacción alérgica.

—Hay que hacerlo —se dijo en voz alta, logrando que la mujer musulmana que tenía al lado, cubierta de la cabeza a los pies, diera un respingo.

Acto seguido salió del baño, sorteó a un ruidoso grupo de pensionistas lituanos que regresaban a casa tras un intercambio cultural y siguió las indicaciones hasta la zona de embarque.