Disclaimer: El crédito de la historia es mío, los personajes y universo pertenecen a Disney. También cualquier cosa que parezca no ser original, no es de mi autoría.
NA: Hay referencias a violencia sexual, puedes volver si no deseas leerlo.
Al rescate de una dama
por MissKaro
I
Caer en el infortunio es ventura de un segundo o del transcurso de una hora.
Si bien Hans Westergård lo había saboreado en sus mieles*, Elsa de Arendelle no conocía la experiencia de primera mano, y en lo más profundo de su alma él habría deseado no lo hubiera hecho.
Como es de imaginar, una vez ocurrido, no hay vuelta atrás.
A menos que una pequeña puerta se abra dando esa oportunidad.
—No hay necesidad que Lord Lyon despose a su Majestad, Weselton, ella se casará conmigo —expresó el príncipe de las Islas del Sur firmemente, en tan fingida y creíble calma, que se contraponía en su totalidad a la maraña de pensamientos que corrían por su mente, cuyo objeto se encontraba en la mujer situada casi a sus espaldas y la manera en que se había visto envuelto en menudo embrollo.
oooo
Poco menos de media hora atrás, Hans Westergård recorría el jardín de la mansión Hastings con la absoluta certeza de que aquello que le entretenía con anterioridad, tiempo previo a su visita a Arendelle, cuando llevaba la vida del típico soltero joven con un título a cuestas, ya no lo hacía más.
El hastío por las fiestas de sociedad y la intrascendente conversación en ellas envuelta alcanzaba límites insospechados.
Cierto era que no se consideraba el mismo que hacía cuatro años, en su mayoría por las consecuencias de sus actos réprobos en la helada de Arendelle, tras la cual el peso de estos le llevaron a una vida que su nacimiento en la familia Real le había privado. Una vida que le obligó a considerar lo pérfido de las acciones llevadas a cabo y lo terrible que era el desenlace para el insaciable e irrefrenable deseo de poder y reconocimiento que consumía su alma, disminuido en su breve encuentro con los brazos de la muerte misma, rodeado de nada más que la solitud de un cuarto vacío sin seres queridos dispuestos a llorarle.
No había sido un hedonista, pero el disfrute de las elegantes fiestas de antaño permanecía ya en el olvido, junto con la sed de venganza y triunfo presentes en los primeros momentos de sus años de castigo.
Había que casi abrazar la muerte para poner en perspectiva años y años de tu vida.
El aire brotó de su pecho en un ronco suspiro, enmascarado por los acordes del piano y violín que provenían desde la sala de baile que acababa de abandonar, resuelto a dejar pasar el tiempo suficiente como para no considerarse su retirada maleducada (había esferas de la sociedad donde todavía permanecía respetable y no quería perder el buen nombre que le quedaba) y evitar a toda costa el contacto con uno de los fantasmas de su pasado, bautizado como Elsa de Arendelle.
No habría imaginado encontrársela en esos lares, menos con la prontitud que se rumoraba nacería el vástago de su pariente, y sin embargo, allí estaba ella. Brillante y regia como el brote de una rosa en primavera, envuelta en el rocío de la mañana y el gozo de la sobrevivencia al invierno, dispuesta a recibir el esplendor del sol y la alabanza de quien la mirara y atesorara en sus jardines.
Ella sonreía moderada y amablemente a sus congéneres, infundada en fino vestido azul tejido de seda con trabajos de blonda en el escote y las mangas, seguro ajena de la persona non-grata del otro lado del salón, culpable de una de sus constantes pesadillas, probablemente.
Por parte de Hans, él había desconocido su presencia en el lugar, así como del reino, o de lo contrario habría zarpado a tierras lejanas, que pusieran distancia entre ambos, como se había prometido hacer el año pasado, una vez curado del todo de la fiebres** y salido del Nuevo Mundo***, al que no pensaba volver.
Habiendo aceptado su culpabilidad, había decidido no importunar a la soberana de Arendelle con su presencia ni sus hazañas, cual muerto él estuviera, negándose a ofrecer incluso lamentos epistolares por lo cometido en el pasado, que muy hipócritas o falsos habrían de parecer a su vista.
Dispuesto a cumplir su cometido de no encontrarse con ella—y evitar la compañía de los asistentes a la velada—, abandonó el salón de baile para recorrer los jardines, su actual menester, pensando cómo fue que no obtuvo conocimiento de la rubia en las Tierras Unidas, y en la serie de acontecimientos que derivaron sus acciones en la época en que la conoció.
Tres años y medio de servidumbre, uno aproximado en la residencia de la Familia Real de las Islas del Sur, al que no podía llamar hogar, otro en las plantaciones de su familia ubicadas en el Nuevo Mundo, y lo restante en los navíos que le transportaran de un lugar al otro, el tiempo que tomara la travesía.
Humillación total para alguien de su estirpe.
Sin embargo, nada de eso valiera como el tiempo que, en el Nuevo Mundo, yació en cama por la fiebre, y después de ella, convaleciente, sin nadie que acudiera a su lado, por causa de su desapego a otros y sus actos. Había tocado las puertas del más allá y vuelto a la vida, solo, atormentado por los delirios febriles, y eso había sido más de provecho que largo tiempo sirviendo, ganándose el alimento que llevaba a su boca y el techo que cubría su reposo (independientemente de la falta de cama para éste).
Ahora, de vuelta a la "civilización", lo único que quería era un existir relativamente pacífico, conformándose con las sobras que le prodigaba su familia, de lo que no le creían merecedor y recibido por plena apariencia, para el hijo redimido (y no desconocido de su derecho de nacimiento por mantener la imagen de la "gran familia" que eran). Más adelante pensaría en detenimiento qué camino tomaría en su vida; por el momento, contento estaba con explorar lo que era el mundo al que una vez perteneciera con gusto.
Ya había estado en uno que otro reino, correspondía el turno a las Tierras Unidas, su ubicación actual.
Hasta ahora, además del hartazgo, nada más se había encontrado con Elsa de Arendelle.
En lo recóndito de su mente se preguntaba qué hacía ella ahí.
¿Buscaría un pretendiente, tal vez?
A sus oídos había llegado el conocimiento de su soltería; con veinticinco años, una dama bordaba el título de solterona. Aunque el título le otorgara cierto derecho a no respetar la edad, ciertamente era esperado, y conocido por ella, que debía contraer nupcias para otorgar un heredero o heredera al trono de Arendelle, continuando así con la línea sucesoria de su reino, que nunca se había saltado una generación, a diferencia de otras familias reales (Lars había puntualizado sobre ello meses después de su fallido intento de ser el soberano del reino).
Buen Dios, se decía Hans, ¿a él qué le importaba el futuro de la reina Elsa? Bastaba con que se apartara de su camino.
Volviendo a su quehacer, tomó un rumbo menos iluminado por las lámparas del jardín, empeñado en encontrar una banca donde reposar un tiempo determinado para luego excusarse con su anfitriona. Ya había dado algunas vueltas al sitio y no encontraba dónde estar lo suficientemente oculto como allí.
—No hables, amorcito —escuchó de repente una voz en medio de la tenue iluminación que lo recibía.
Una reunión de amantes, pensó el príncipe desilusionado. En sus adentros, se lamentó que tan buen sitio le hubiese sido ganado; pero no interrumpiría el encuentro, pese a desear el escondite, no querría que la dama y el sujeto en cuestión se encontraran en una situación bochornosa.
Se propuso a dar media vuelta al escuchar un gemido femenino.
—Nadie va a escucharte, aquí serás mía. —Las palabras del varón le hicieron detenerse en seco y su instinto le impidió alejarse, algo no le encajaba. Su hablar sonaba lascivo, no amoroso, y el contenido de la frase era en parte repugnante.
Hans agudizó su oído con expresión concentrada, y toda determinación de alejarse quedó olvidada ante lo que sus oídos captaron a continuación.
Un rasgón de tela.
Seguido de un agudo no.
A pesar de todos sus males, de palabra, acto o pensamiento, nada le era más deplorable que un bastardo aprovechándose de una mujer; él había estado a punto de cometer asesinato, pero en ningún momento le había pasado por la cabeza cometer acto más ruin que abusar de un miembro del sexo opuesto. Bajo ningún término aplaudía o respaldaba a los que cometían tal barbaridad, protegidos estuviesen los involucrados en el lazo matrimonial, y las esposas tuvieran que aceptar dichos acercamientos.
Quienquiera que fuese la mujer detrás de este asunto, no se quedaría de manos atadas. Si podía evitar su violación, lo haría, aunque se mancharan sus manos con la sangre del animal.
Con la mente puesta en eso, en menos de un segundo se dirigió al lugar del que provenían las voces. No le tomó más que avanzar unos cuantos metros y doblar a la derecha, para encontrarse con la escena.
Estaba poco iluminado, pero eso le bastó para reconocer la falda azul de la dama que tanto quería evitar.
Ella estaba apresada contra un árbol, sus manos enguantadas sujetas en lo alto por la fuerte garra de su captor, que con una pierna impedía movimiento de su pierna derecha y con su mano sobrante trataba de subir las faldas de la rubia, que forcejeaba poco por el cuchillo que sostenía su abusador.
La sangre de Hans se calentó al punto de que en su mente el bastardo se tornó como su único objetivo de matar. En cinco pasos llegó hasta él y lo apartó con toda la fuerza posible de Elsa, para estamparlo contra otro árbol, donde colocó sus manos sobre su cuello, dispuesto a acabar con su vida.
—¡Maldito bastardo! —gritó enfurecido; sólo le satisfizo ver que su rostro blanco comenzaba a adquirir un tono enrojecido por la falta de aire.
Esbozó una sonrisa desdeñosa liberándolo poco de la presión. No se lo haría tan fácil. Primero lo acababa a golpes antes de permitirle morir de ese modo.
Dirigiendo una mirada a las manos del bastardo, tratando de zafarse, agradeció notar que el cuchillo cayó al suelo y era libre de golpear al animal sin problema.
Apartó su mano derecha del cuello, la empuñó y arremetió con toda su fuerza contra el rostro del castaño, regocijándose del alarido de dolor que prorrumpieron sus labios, al que siguieron otro y otro y otro gemido cada vez que lo golpeaba en la cara y las costillas, lleno de furia.
El líquido rojo caía de la nariz y la boca del infeliz, alimentando su satisfacción por sus actos. Lo golpeó y golpeó con gusto, sin importar sus nudillos adoloridos y llenos del fluido de su víctima.
Habría seguido así si el sollozo de Elsa no hubiese penetrado en su mente nublada, haciéndole obligar su deseo de matar al abusador.
Lo tiró a unos metros de sí, como el desperdicio que era y con su pie pateó lo más lejos posible el cuchillo del infeliz, antes de volverse a la joven de quien sin dudarlo era su salvador.
Las ganas de matar al bastardo retornaron al ver al ovillo apoyado contra el árbol, que sollozaba con un puño contra su boca, mientras que en vano su otra mano trataba de sujetar el busto desgarrado de su vestido; aun en la oscuridad, su piel lechosa dejaba a la vista el botón rosado de uno de sus pechos, apenas tapándose el otro.
Hans tomó un paso ligero hasta la reina, quitándose su levita negra para ofrecérsela a ella y darle un poco de respeto a su cuerpo casi mancillado. Pasando saliva, se arrodilló ante ella, sacó su pañuelo y secó las lágrimas que caían de sus ojos cerrados, tratando de hacerlo con la mayor delicadeza que podía tener una mano sangrienta y áspera por el trabajo duro.
Ella dio un respingo y abrió los ojos asustada, intentando poner distancia entre los dos, impedida por el árbol a su espalda.
—Ya no le hará daño —le dijo él en un susurro, prosiguiendo a enseñarle su brazo izquierdo, donde colgaba su levita. —¿Podría ponerse en pie para colocárselo?
Sus ojos azules, acristalados, lo miraban con expresión de temor y desconfianza, buscando en su rostro algún signo que le indicara era de fiar. Él era consciente del pasado entre ambos y esperó pacientemente a que ella dictaminara sólo un poco de confianza en su persona.
La miró tragar cuando el gemido de dolor de su agresor llegó a sus oídos y notó cómo ella buscó con ojos atemorizados al hombre en cuestión; sus orbes cerúleos se tornaron en alivio al reparar su indisposición y entonces asintió.
Hans se puso en pie y elevó sus ojos al cielo en honor al pudor de la reina, al tiempo que le ofrecía una mano para ayudarle a levantarse, que ella tomó con presteza.
Cuando a tientas se disponía a ofrecerle una manga de su levita a la rubia, para que se la colocara, una voz, acompañada de dos o tres exclamaciones, resonó a sus espaldas.
—¿Qué es esto! —exigió saber, indiscutiblemente, la aguda voz del Duque de Weselton.
Hans maldijo para sí, le entregó a Elsa su prenda y se dio la vuelta.
Lady Clark, la señora Smith, el barón Peterson y el Duque de Weselton, se encontraban observando la escena. Al infeliz, a la reina Elsa y a él.
Las dos mujeres—las mayores cotillas en la sociedad del reino—miraban sospechosas y maliciosas a su espalda, a la rubia que seguro no consiguió ocultar lo suficiente como para que no pudiesen ver sus notables atributos, así como al infeliz que se ponía en pie en ese instante, un poco hinchado de la cara.
Eso le dio la oportunidad de finalmente reconocerlo.
Lord Lyon.
Pese al poco tiempo en el reino, ya conocía su reputación. Se rumoraba que había matado a una de sus amantes, y que las mozas de los burdeles no querían repetir experiencias con él; además de que se decía que el año antepasado se tomó grandes libertades con una joven de una buena familia del norte del país, que tomó su propia vida a base de láudano después de la terrible experiencia.
Era un hombre de la peor calaña.
Mejor lo hubiera matado y no sólo llenado de sangre y tierra.
Muchos se lo agradecerían.
—¡Exijo una explicación! —pidió el Duque con un brinco, que hizo saltar su ridículo peluquín.
—Su Excelencia, ¿de verdad la necesita? —dijo lady Clark cubriendo su boca con su abanico blanco.
La señora Smith tuvo la decencia de parecer "abochornada", el barón Peterson tenía aspecto de querer estar en otra parte.
—Su Majestad sabe que no podrá irse de aquí sin un compromiso de matrimonio —insinuó maquiavélicamente lady Clark, incapaz de fingir aflicción. —¿No lo cree, su Alteza? —inquirió mirándolo a él con sus asquerosos ojos oscuros.
Él, sin responder, se dijo en silencio que no debía agredir a una mujer, por mucho que la despreciara.
—No tiene que ser así —intervino la reina Elsa finalmente, con voz calma, situándose a su lado, su parte superior cubierta—. Lady Clark —musitó después de un pequeño gemido, reconociendo a su interlocutora.
Hans imaginó que cualquier forma en que la convenciera—o amenazara—para no hablar, no funcionaría. Esa mujer era capaz de traicionar a sus hijas por un buen chismorreo. En menos de una hora, la reputación de la rubia estaría arruinada.
—Reina Elsa, lamento decir que lady Clark lleva razón —dijo el Duque alzando su índice.
Nadie querría asociarse con una reina de dudosa moral, pudo haber callado Weselton, pero así como pasó por su mente, debió haber sido pensado por los demás. No podía arriesgarse a perder el favor de las alianzas con los otros reinos.
—¿Cómo llegaron aquí? —preguntó el príncipe con una ceja alzada.
—Estábamos dando un paseo —brincó la señora Smith, momentáneamente distraída del asunto presente, más que nada para hablar—, escuchamos unos quejidos de hombre y unas exclamaciones. Era nuestro deber como buenos ciudadanos corroborar que nada estuviese pasando o si era necesario intervenir por el bienestar al hogar de nuestra anfitriona.
A Hans se le subió la bilis ante las palabras mentirosas de la mujer. Parte de la culpa era suya, también reflexionó con rabia.
—Y por supuesto que no podemos dejar pasar la ocasión. Uno de los dos caballeros deberá pedir en matrimonio la mano de su Majestad —interpuso lady Clark.
—No… —susurró la aludida a su costado.
—Hace mucho que no hay un matrimonio real —habló el Duque con rostro pensativo.
—No… —repitió la rubia, llena de lamento en su voz.
Hans trató de pensar en una alternativa plausible, pero por más que daba vueltas al asunto, no podía pensar en un camino adecuado que tomar, todos tenían repercusiones.
Era desafortunado encontrarse en el lugar de la mujer en esas circunstancias. Quererla unir a un violador.
—Es para mí un placer ofrecerle mi apellido a su Majestad. —El susodicho, Lord Lyon, se enderezó con una sonrisa curvada y dirigió una mirada de pies a cabeza a la rubia, como deleitándose con un postre.
Hans se percató que el color abandonaba el de por sí blanco rostro de Elsa y sin pensárselo dio un paso enfrente en su dirección, a manera de escudo. Enfocó su mirada en la de ella y con lamento percibió el temor en los ojos azules, de modo que le llegó al alma.
Silenciosamente le pidió perdón por lo que estaba por hacer, por el futuro que se cernía a ellos, pero supo con certeza que él la trataría con respeto, a diferencia del infeliz que merecía la muerte.
Sus destinos estaban por unirse irremediablemente.
Weselton asintió complacido. —Entonces así ser…
—No hay necesidad que Lord Lyon despose a su Majestad, Weselton, ella se casará conmigo —pronunció con firmeza, aunque por dentro se moría de nervios por los acontecimientos.
oooo
Nadie habló tras escuchar las palabras del príncipe de las Islas del Sur.
—¿Qué? —El susurro de la rubia atrajo la atención del mencionado, que le dedicó su mirada esmeralda a la joven, quien no había pensado él considerara hacerlo, independientemente de que sería su rey, sólo porque ella había sido vista y tocada por otro hombre. —¿En serio?
En parte, Hans sintió que se lo merecía, porque en el pasado había dado muestras de no ser un hombre de honor; pero por otra sintió una patada en el estómago por la incredulidad de ella, que era consciente de lo que hizo para defenderla.
—Yo seré el consorte de la Reina Elsa de Arendelle —afirmó ante los presentes, sorprendiéndolos, al librarse de cualquier posibilidad de ser el rey, y no más que un mero compañero para ella. Todos conocían sus delitos tan bien como él.
Se abstuvo de mirar a la rubia y aclaró su garganta.
—Ahora, les pediré que se retiren para que mi prometida y yo podamos intercambiar unas palabras —ordenó elevando el mentón con orgullo, obligando a los otros cinco a asentir sin réplica.
A Lord Lyon le dirigió una mirada amenazante, que le hizo huir despavorido, mientras que los otros hicieron rápidas venias unidas a enhorabuenas—hipócritas—y humildes deseos de comunicar las buenas nuevas.
Al encontrarse solos, Hans se giró completamente de cara a la rubia, que parecía estarle surgiendo el entendimiento de la situación.
Con un gemido y un sollozo, ella, sorprendiéndolo, se apegó a su pecho, humedeciendo su chaleco con sus lágrimas.
—No m-me cas-saré con é-él —musitó en medio de su aliviado llanto.
Él no sabía cómo responder; los abrazos (de ese tipo, no carnales) le eran extraños, más si tomaba en cuenta que era de ella, pero no se pudo permitir apartarla o rechazarla en ese momento, cuando requería consuelo. También se alegraría de no casarse con un gusano como Lyon.
Sin pensarlo más, posó suavemente su brazo derecho sobre el hombro de ella y como si estuviera acostumbrado, empezó a hacer círculos con su pulgar, hasta que el llanto amainó.
—Gracias —murmuró la joven en cuanto se separó de él, viéndolo a los ojos con el sentimiento plasmado en sus joyas zafiros.
Desconocía si ella era consciente de todo, de la futura unión entre ambos, precisamente; aun así, asintió.
—No veo por qué —respondió con plena seguridad. —Volvería a hacerlo —agregó tratando de sonreír sin que pareciera una expresión vengativa. —¿Por qué… por qué no utilizó sus poderes? —preguntó entrecerrando los ojos, señalando sus manos enguantadas.
—Tenía miedo —susurró ella bajando la mirada a sus manos—. Y cuando lo tengo, no puedo controlarlo. Y… No todos… no todos saben de ellos, no fuera de Arendelle… Se ha guardado el secreto hasta el día de hoy.
—Entiendo.
El silencio los inundó unos minutos, hasta el aire de la noche era silencioso, unido a la extrañeza de ese instante.
—Por usted, yo hubiese preferido que todo terminara de manera diferente, Majestad —pronunció con ligereza, fastidiado del silencio.
Ella le agradeció sin palabras.
—Creo que han sido muchas emociones por una noche, Majestad. Le acompañaré hasta su carruaje. —Tomó el suspiro de la joven como asentimiento.
Ya después vendrían las averiguaciones, principalmente cómo se vio en el jardín en compañía de la rata, y los arreglos necesarios para el giro de acontecimientos.
Mientras caminaban, pensó sin muchas expectativas en el futuro, dándole vueltas al hecho de regresar a Arendelle, a ser el esposo de Elsa o a miles de cosas que podían ocurrir a partir de entonces. Sin embargo, una cosa sí supo, y cuando ayudaba a su futura esposa a subir a su carruaje, la detuvo apretando su mano, atrayendo la atención de sus suaves ojos, antes de que se sentara cómodamente.
—Le prometo que esta vez no tengo malas intenciones —afirmó soltándola y dejándola con la mirada sorprendida antes de cerrar la puerta del carruaje, que partió después de su señal.
No te puedo ofrecer un matrimonio por amor como el que tiene tu hermana o un matrimonio con un hombre aceptable a tus deseos, mas seré un buen esposo para ti, Elsa.
De qué manera más inesperada había finalizado la noche.
*Saborear las mieles: Alcanzar y disfrutar el éxito en algo.
**Fiebres: En el siglo XIX, las personas podían morir por enfermedades que hoy día son fácilmente curables.
***Nuevo Mundo: Referencia al continente Americano.
NA: ¡Saludos!
Es curioso el origen de este fic, pero no me podía quedar sin escribirlo y publicarlo. Estaba leyendo referencias para otro fic mío, y me encontré en una novela una escena similar, por lo que quise recrearla con Frozen, mas no quedaba con la personalidad de la protagonista de mi otra historia y sí con nuestra bella reina.
Lamentablemente, casar a las mujeres con hombres de esa calaña era una práctica común entonces, y hoy día en algunos lugares todavía se hace. Fue afortunada la participación de Hans aquí.
