Saludo a todos mis lectores y amigos, acá un capitulo de la historia.
EL DESIGNIO
La primera vez, el 6 de noviembre en concreto, me despierto a las dos de la mañana con un hormigueo en la cabeza, como si hubiera un baile de luciérnagas detrás de mis ojos. Siento olor a humo. Me levanto y recorro las habitaciones de una en una para asegurarme de que nada en la casa se está incendiando. Todo está en orden, todo el mundo duerme apaciblemente. En cualquier caso, es más bien el humo de una hoguera de campamento, un olor fuerte y silvestre. Lo añado a la lista de rarezas que es mi vida. Intento volver a dormir, pero no puedo. Así que bajo las escaleras. Y estoy en la cocina bebiendo un vaso de agua junto al fregadero cuando, sin más indicios, me encuentro en medio del bosque en llamas. No es como un sueño. Es como si realmente estuviera allí. No me quedo mucho tiempo, tal vez unos treinta segundos, y luego vuelvo a encontrarme en la cocina, de pie en medio de un charco de agua ya que el vaso se me ha caído de la mano. Corro enseguida a despertar a mi madre. Me siento a los pies de su cama y procuro no respirar aceleradamente mientras repaso cada detalle que recuerdo de la visión. En realidad es muy poco, sólo el fuego y el chico.
—Todo de golpe sería abrumador —dice ella—. Por eso la recordarás así, por fragmentos.
—¿Es lo que te ocurrió a ti al recibir tu designio?
—A la mayoría le ocurre lo mismo —responde, evadiendo hábilmente mi pregunta.
No me contará nada acerca de su designio. Es uno de esos temas prohibidos. Eso me fastidia, porque estamos unidas, siempre lo hemos estado, pero hay una parte importante de su vida que ella se niega a compartir.
—Háblame de los árboles que aparecen en la visión —dice—. ¿Cómo son?
—Creo que son pinos. De aguja, no de hojas.
Ella asiente pensativa, como si esto fuera una pista importante. Pero en mi caso, no es que esté pensando en los árboles. Estoy pensando en el chico.
—Ojalá le hubiese visto la cara.
—Se la verás.
—Me pregunto si tengo que protegerlo.
Me agrada la idea de ser su salvadora. Todos los ángeles de sangre tienen designios diferentes (algunos son mensajeros, otros testigos, están los que se ocupan de dar consuelo, y los que simplemente hacen cosas que desencadenan otras cosas), pero ser un ángel custodio tiene algo. Hace que te sientas particularmente angelical.
—No puedo creer que ya estés en edad de recibir tu designio —dice mamá—. Me hace sentir vieja.
—Eres vieja.
Eso no puede discutirlo, pues tiene más de cien años, aunque no aparenta más de cuarenta. En cuanto a mí, por el contrario, me siento exactamente como lo que soy: una chica de dieciséis años despistada (por no decir normal y corriente) que todavía va al colegio por la mañana. De momento no me siento como si llevara un ángel dentro de mí. Observo a mi madre, hermosa y dinámica, y sé que cualquiera que haya sido su designio debe de haberlo afrontado con coraje, humor y talento.
—¿Crees...? —digo al cabo de un rato, y es difícil preguntarlo, pues no quiero que piense que soy una cobarde—. ¿Crees que es posible que el fuego me mate?
-Mikan.
—En serio.
—¿Por qué dices eso?
—Es que cuando estaba allí detrás de él me sentía muy triste. Y no sé por qué.
Mamá me rodea con los brazos, y me estrecha tanto que puedo oír el latido fuerte y constante de su corazón.
—Quizás el motivo de mi tristeza sea que voy a morir —susurro. Sus brazos me aprietan.
—Sería raro —dice en voz baja.
—Pero ocurre.
—Lo resolveremos juntas. —Me abraza y aparta los cabellos de mi cara, como solía hacer cuando yo era una niña y tenía pesadillas—. Ahora tienes que descansar.
Nunca me he sentido tan despierta en toda mi vida, pero me tumbo sobre su cama y dejo que ella nos cubra a las dos con la manta. Me rodea con un brazo. Su cuerpo está tibio e irradia calor como si hubiera estado al sol, incluso en mitad de la noche. Huelo su aroma: agua de rosas y vainilla, un perfume de anciana. Siempre me hace sentir a salvo. Al cerrar los ojos veo al chico. Me está esperando. Y eso es más importante que la tristeza o la posibilidad de sufrir una muerte espantosa entre las llamas. Él me está esperando.
Me despierto con el sonido de la lluvia y una suave luz grisácea se cuela por las persianas. Encuentro a mi madre en la cocina removiendo unos huevos en un cuenco, ya vestida y lista para irse a trabajar como cualquier otro día; su pelo largo y castaño rojizo todavía húmedo tras salir de la ducha. Tararea para sí misma. Parece contenta.
—Buenos días —la saludo.
Se da la vuelta, deja la espátula y se acerca para abrazarme. Sonríe orgullosa, como aquella vez que gané el concurso de ortografía del distrito en tercero: orgullosa, pero como si no esperase menos de mí.
—¿Qué tal estás hoy? ¿Cómo lo llevas?
—Estoy bien.
—¿Qué pasa? —pregunta mi hermano Tsubasa desde la puerta. Nos volvemos hacia él. Está apoyado en el marco, despeinado, con cara de sueño, sucio y malhumorado como de costumbre. Por la mañana no es lo que podría llamarse una persona. Nos mira fijamente. En su rostro puede verse un atisbo de miedo, parece estar preparado para una mala noticia, como la de que alguien a quien conocemos ha muerto.
—Tu hermana ha recibido su designio. —Mamá vuelve a sonreír, pero su sonrisa es menos exultante que hace un momento. Una sonrisa cautelosa. Mi hermano me mira de arriba abajo, como si fuera capaz de hallar la evidencia de lo divino en alguna parte de mi cuerpo.
—¿Has tenido una visión?
—Sí. Había un bosque en llamas. —Cierro los ojos y vuelvo a verlo otra vez: la ladera cubierta de pinos, el cielo naranja, el humo—. Y un chico.
—¿Cómo sabes que no era un sueño?
—Estaba despierta.
—¿Y qué significa? —me pregunta.
Toda esta información relacionada con los ángeles es nueva para él. Todavía está en ese período en que lo sobrenatural puede ser excitante y guay. Lo envidio.
—No lo sé —respondo—. Eso es lo que tengo que averiguar.
Dos días más tarde la visión se repite. Estoy en mitad de las vueltas de una carrera en la pista que bordea el gimnasio del instituto Mountain View, y de repente me asalta, sin previo aviso. El mundo conocido (California, el Mountain View, el gimnasio) desaparece rápidamente. Estoy en el bosque. Incluso puedo saborear el fuego. Esta vez veo las llamas formando una cresta sobre la cadena de montañas. Y entonces casi me llevo por delante a una animadora.
—¡Vigila, atontada!
Me tambaleo hacia un lado para dejarla pasar. Respirando con dificultad, me apoyo en las gradas plegables y trato de recuperar la visión. Pero es como intentar volver a un sueño después de despertarse. Ya se ha esfumado. Mierda. Nadie me había llamado nunca atontada. Un derivado de tonta. Y eso no es bueno.
—No te detengas —grita la señora Serina, la profesora de educación física—. Queremos tener un registro exacto del tiempo que tardas en correr un kilómetro. Va por ti, Mikan.
Seguro que en su vida anterior fue sargento instructor.
—Si no lo haces en menos de diez minutos, tendrás que volver a correr la semana próxima.
Sigo corriendo. Intento concentrarme en la carrera mientras tomo la siguiente curva a toda velocidad, manteniendo el paso rápido para recuperar parte del tiempo perdido. Pero mi mente retorna a la visión. La forma de los árboles. El suelo del bosque bajo mis pies, cubierto de piedras y agujas de pino. El chico de espaldas a mí, mientras observa el fuego que se acerca. Mi corazón se acelera súbitamente.
—Última vuelta, Clara —dice la señora Serina.
Me apresuro. ¿Qué hace él allí? Me lo pregunto sin cerrar los ojos pero viendo aún su imagen como si estuviera grabada a fuego en mis retinas. ¿Se sorprenderá al verme? En mi mente se agolpan las preguntas, pero detrás de todas ellas hay una sola:
¿Quién es él?
En ese momento paso por delante de la señora Serina, como un rayo.
—¡Bien, Mikan! —me grita. Y un minuto después—: Debe de haber un error.
Aminorando la marcha doy la vuelta a la pista para averiguar cuál ha sido mi tiempo.
—¿Lo he hecho en menos de diez minutos?
—Según el cronómetro lo has hecho en cinco cuarenta y ocho. —Parece realmente espantada. Me mira como si ella también tuviera visiones, como si me viera a mí en el equipo de atletismo.
Oh. No me he dado cuenta, no he echado el freno. Si mamá se entera, va a caerme una bronca importante.
Me encojo de hombros.
—El cronómetro debe de estar estropeado —le explico para que se quede tranquila, con la esperanza de que se lo trague, aunque eso suponga que la semana próxima tenga que repetir la estúpida carrera.
—Sí —dice ella, asintiendo distraída—. Debo de haberlo activado tarde.
Aquella noche cuando mamá llega a casa me encuentra echada en el sofá viendo un reestreno de Yo amo a Lucy.
—¿Qué haces viendo eso?
—Es mi último recurso cuando no están dando Tocado por un ángel— respondo con sarcasmo.
Saca una tarrina de helado de Ben and Jerry de una bolsa de papel, como si leyera mis pensamientos.
—Eres una diosa —digo
—No exactamente.
Sostiene un libro en las manos:Guía de campo de los árboles de América del Norte.
—Puede que mi árbol no se encuentre en Norteamérica.
—Empecemos de una vez.
Llevamos el libro a la mesa de la cocina y lo hojeamos juntas, en busca de la especie exacta del pino que aparecía en mi visión. Para alguien de fuera puede que sólo parezcamos una madre que ayuda a su hija con los deberes, y no un par de ángeles indagando en una misión encomendada desde el cielo.
—Es éste —digo finalmente, señalando una foto del libro y reclinándome en mi silla, muy satisfecha conmigo misma—. El Pinus contorta.
—«Las agujas amarillentas surgen en pareja y a menudo retorcidas» — lee mamá—. ¿Piñas marrones con forma de huevo?
—No llegué a ver de cerca las piñas, mamá. Pero la forma es la correcta, con ramas que nacen de la mitad del tronco como ésas. A mí me parece que es el mismo —respondo a punto de zamparme una cucharada de helado.
—De acuerdo. —Mamá sigue consultando el libro—. Parece que el Pinus contorta sólo se encuentra en las Montañas Rocosas y en la costa noroeste de Estados Unidos y Canadá. Los nativos norteamericanos utilizaban los troncos como principal soporte en la construcción de sus viviendas. Y aquí dice que las piñas requieren de un calor extremo, supongamos que el de un incendio forestal, para abrirse y liberar sus semillas.
—Muy educativo —bromeo. Sin embargo, la idea de un árbol que sólo crece en lugares que arden me da escalofríos. Incluso el árbol está anunciando algo.
—Bien. Sabemos más o menos dónde ocurrirá —dice mamá—. Ahora todo lo que debemos hacer es acotar la zona.
—¿Y después qué? —Examino la fotografía del pino, imaginándolo de repente en llamas.
-Después Nosotros nos mudaremos.
-¿Que Nosotros nos vamos a mudar? ¿Irnos de California?
—Así es —dice mamá. Parece que no bromea.
—Pero... —balbuceo—. ¿Y el instituto? ¿Y mis amigos? ¿Y tu trabajo?
—Irás a un nuevo instituto, supongo, y tendrás nuevos amigos. Yo conseguiré un trabajo nuevo, o encontraré la manera de trabajar a distancia.
—¿Qué pasa con Tsubasa?
Suelta una risita y me da una palmada en la mano, como si yo hubiera hecho una pregunta estúpida.
—Tsubasa también vendrá.
—Sí, claro, le encantará —digo mientras pienso en Tsubasa con su ejército de amigos y su interminable lista de actividades: partidos de béisbol, combates de lucha libre, entrenamientos de fútbol y todo lo demás. Tsubasa y yo tenemos nuestras vidas. Por primera vez se me ocurre que esto va a costarme mucho más de lo previsto. Mi designio va a cambiarlo todo.
Mamá cierra el libro y me mira a los ojos con seriedad.
—Esto es lo importante, Mikan. La visión, el designio. Por eso estás aquí.
—Lo sé. Es sólo que nunca había pensado que tuviésemos que mudarnos.
Miro por la ventana hacia el jardín en el que he crecido jugando, mi viejo columpio que mamá nunca llegó a desmontar, las hileras de rosales contra la valla del fondo que ha estado allí desde que tengo memoria. Detrás de la valla apenas distingo el contorno borroso de las montañas lejanas que siempre han bordeado mi mundo. Puedo oír el ruido sordo del tren de California mientras cruza Shoreline Boulevard, y, si me concentro bastante, la música remota del Great America a dos millas de aquí. Parece imposible que algún día dejemos este sitio.
Mamá arquea la boca en una sonrisa simpática.
—¿Pensabas que podías coger un vuelo a alguna parte un fin de semana, cumplir con tu designio y regresar?
—Sí, por qué no. —Aparto la mirada avergonzada—. ¿Cuándo piensas decírselo a Tsubasa?
—Creo que debería esperar hasta saber adónde nos iremos.
—¿Puedo estar presente cuando se lo digas? Me llevaré palomitas.
—A él le llegará su turno —dice mamá, y una tristeza silenciosa surge en sus ojos, esa mirada que pone cuando piensa que estamos creciendo muy deprisa—. Cuando él reciba su designio tú también deberás enfrentarte a ello.
—¿Y entonces nos volveremos a mudar?
—Iremos adonde haya que ir.
—Es una locura —digo negando con la cabeza—. Todo esto parece una locura. Lo sabes, ¿verdad?
—Los caminos son misteriosos, Mikan. —Coge la cuchara y saca una buena cantidad de helado de la tarrina. Sonríe francamente, volviendo a ser ante mis ojos esa madre pícara y bromista—. Los caminos son misteriosos.
A lo largo de las semanas siguientes la visión se repite cada dos o tres días. Estoy pensando en mis cosas y de repente ¡zas! Me veo en un anuncio para la campaña de prevención de incendios forestales. Puede ocurrirme en cualquier momento: de camino al instituto, cuando estoy en la ducha, durante el almuerzo. A veces experimento la sensación sin llegar a tener una visión. Siento el calor. Huelo el humo.
Mis amigos lo notan. Me bautizan con un nuevo y desafortunado apodo: Cadete, por el Cadete Espacial. Supongo que podría ser peor. Mis profesores también lo notan. Pero siempre tengo los deberes hechos, así que no me dan la lata cuando aprovecho el tiempo de la clase para garabatear en mi diario cosas que en ningún caso podrían ser apuntes.
Si echaras un vistazo a mi diario de hace algunos años, aquel cuaderno rosa aterciopelado que tenía a los doce años con Hello Kitty en la portada, cerrado con una frágil llavecita dorada que llevaba en una cadena colgada al cuello para evitar que Tsubasa husmeara en él, te encontrarías con los garabatos de una chica absolutamente normal. Hay dibujitos de flores y princesas, entradas que hablan del colegio, del tiempo, de las películas que me gustaban, de la música que bailaba en las fiestas, de mi sueño de ser el Hada de Azúcar en El cascanueces, o de cómo Mochiage Morris envió a uno de sus amigos para preguntarme si quería ser su novia y yo me negué porque ¿cómo iba a querer salir con alguien tan cobarde que no se atrevía a preguntármelo él mismo?
A esto le siguió mi diario de ángel, que empecé a escribir cuando tenía catorce. Es un cuaderno de espiral color azul noche con la imagen de un ángel en la cubierta, un ángel sereno y femenino que tiene la mirada misteriosa de mamá, de pelo rojo y alas doradas, encaramado sobre el resplandor plateado de una luna creciente, rodeado de estrellas, con haces de luz que surgen de su cabeza. En este diario anotaba todo lo que mamá me contaba sobre los ángeles y los ángeles de sangre, cada hecho o suposición que yo podía sonsacarle. También dejaba constancia de mis experimentos, como aquella vez que me corté el antebrazo con un cuchillo para comprobar si sangraba (sangré, y mucho) y tomar atenta nota del tiempo que tardaba en cicatrizar (unas veinticuatro horas, desde que me hice el corte hasta que la pequeña línea rosada desapareció), o aquella vez que hice veinticinco grands jetésde un lado al otro del estudio de ballet sin agotarme. Fue entonces cuando mi madre me sermoneó acerca de que debía tomármelo con calma, al menos en público. Fue entonces cuando yo empecé a encontrarme conmigo misma, no con Mikan la niña, sino con Mikan el ángel de sangre, Mikan la niña sobrenatural.
Mi diario de ahora (sencillo, negro, clásico) se centra por completo en mi designio: dibujos, notas y detalles de la visión, sobre todo aquello que se refiere al chico misterioso. Él permanece siempre en la periferia de mi mente, excepto en esos instantes de desorientación en los que se desplaza al centro del escenario.
Empiezo a conocerlo a través de la forma que adquiere en el ojo de mi mente. Conozco el movimiento de sus anchos hombros, su cabello cuidadosamente despeinado, el pelo claro, rubio, lo bastante largo para cubrirle las orejas y rozarle la nuca. Tiene las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta negra, de piel, me parece, o tal vez de lana. Siempre está ligeramente volcado hacia un lado, como si estuviera listo para marcharse. Se le ve delgado, pero fuerte. Cuando empieza a darse la vuelta puedo ver el perfil borroso de su mejilla y, nunca falla, mi corazón se pone a latir más rápido y se me corta la respiración.
¿Qué pensará de mí?, me pregunto.
Quiero estar impresionante. Cuando me presente ante él en el bosque, cuando por fin se dé la vuelta y me vea, quiero hacer al menos el papel de ángel. Quiero brillar y flotar como mi madre. No soy fea, lo sé. Todos los ángeles de sangre son gente bastante atractiva. Tengo una buena piel y labios de un rosado natural, por lo que nunca llevo nada que no sea brillo. Tengo unas rodillas muy atractivas, o eso me han dicho. Pero soy demasiado baja y delgada, no como una moe sino más bien como una niña. Y mis ojos, que bajo algunas luces son gris tormenta y bajo otras, chocolate, parecen un poco grandes para mi rostro.
Mi cabello es lo mejor que tengo, largo y ondulado, color castaño con toques rubios, siguiéndome allá donde yo vaya como si se le ocurriera a último momento. El problema con mi pelo es que también es completamente rebelde. Se enreda. Se engancha en todo: cremalleras, puertas de coche, comida. Recogérmelo o hacerme una trenza nunca funciona. Es como un ser vivo tratando de liberarse. Mientras lucho con él tengo la cara llena de pelos, y en el lapso de una hora se desliza totalmente fuera de sus límites. Decir que es inmanejable sería quedarse corto.
Así que con la suerte que tengo, nunca conseguiré llegar a tiempo para salvar al chico, pues mi cabello se habrá enganchado en una rama de árbol un kilómetro antes.
—¡Mikan, está sonando tu teléfono! —grita mamá desde la cocina. Salte del susto.
Mi diario está abierto sobre la mesa enfrente de mí. En la página hay un dibujo detallado de la nuca del chico, su pelo desaliñado, un atisbo de sus mejillas y sus pestañas. No recuerdo que lo haya estado dibujando.
—¡Ya voy! —respondo.
Cierro el diario y lo coloco debajo de mi libro de álgebra. Bajo las escaleras corriendo. Huele a pastelería. Mañana es Acción de Gracias y mamá ha estado haciendo pasteles. Lleva su delantal de ama de casa de los años cincuenta (lo tiene desde los años cincuenta, aunque asegura que entonces no era ama de casa) y está cubierta de harina. Me enseña el móvil.
—Es tu padre.
Levanto una ceja interrogándola en silencio.
—No sé —dice ella. Me pasa el móvil, se da la vuelta y sale discretamente del salón.
—Hola, papá —digo.
—Hola.
Sigue una pausa. Una conversación de tres palabras y él ya no sabe qué decir.
—Entonces, ¿a qué se debe el honor?
Por un momento no dice nada. Suspiro. Hace años solía practicar mi discurso sobre lo furiosa que estaba con él por haber dejado a mamá. Yo tenía tres años cuando se separaron. No los recuerdo peleando. Todo lo que retengo de la época en que estaban juntos son instantes breves. Una fiesta de cumpleaños. Una tarde en la playa. Él afeitándose junto al lavamanos. Y luego el recuerdo brutal del día en que se marchó: mamá y yo en la entrada, ella sosteniendo a Tsubasa en su cadera y llorando desconsoladamente mientras él se iba en el coche. No puedo perdonarle por eso. No puedo perdonarle por un montón de cosas. Por mudarse directamente al otro lado del país para estar lejos de nosotros. Por no llamar a menudo. Por no saber qué decir cuando llama. Pero sobre todo no soporto la manera en que a mamá se le descompone el rostro cada vez que oye su nombre.
Mi madre no habla de lo que pasó entre ellos, como no habla de su designio. Pero he aquí lo que yo sé: mamá es lo más parecido a una mujer perfecta que este mundo pueda llegar a ver. Después de todo, ella es mitad ángel, aunque mi padre no lo sepa. Es preciosa. Es inteligente y divertida. Es mágica. Y él la dejó. Nos dejó a todos nosotros.
Y eso, a mi modo de ver, lo convierte en un idiota.
—Sólo quiero saber si estás bien —dice por fin.
—¿Por qué no iba a estarlo?
Se aclara la garganta.
—Bueno, la adolescencia no es fácil, ¿verdad? El instituto. Los chicos.
Ahora la conversación ha dejado de ser rara para volverse definitivamente extraña.
—Pues sí —le respondo—. No es fácil.
—Tu madre dice que tus notas son buenas.
—¿Has hablado con mamá?
Otro silencio.
—¿Cómo es la vida en la Gran Manzana? —pregunto para desviar la conversación.
—Lo normal. Luces brillantes. Una ciudad grande. Ayer vi a Shiki en Central Park. La vida aquí es terrible.
También puede ser encantador. Siempre quiero estar furiosa con él, decirle que no debería molestarse en intentar mantener un vínculo conmigo, pero no lo consigo. La última vez que lo vi fue hace dos años, el verano en que cumplí catorce. Había estado ensayando mi discurso de «te odio mucho» en el aeropuerto, en el avión, en el área de aterrizaje, en la terminal. Y entonces lo vi esperándome junto a la recogida de equipaje, y me sentí colmada de una extraña felicidad. Me arrojé en sus brazos y le dije que lo extrañaba.
—Estaba pensando —dice ahora— que quizá tú y Tsubasa podríais venir a Nueva York en vacaciones.
Casi me echo a reír por su propuesta a destiempo.
—Me gustaría —respondo—, pero tengo algo importante entre manos ahora mismo.
Como localizar un incendio forestal. Y ésa es la razón por la que estoy en el mundo. Y eso no se lo podría explicar ni en mil años.
Se queda callado.
—Lo siento —añado, y me sobresalto porque realmente lo siento—. Si las cosas cambian te avisaré.
—Tu madre también me dijo que aprobaste el examen para el carné de conducir. —Está claro que intenta cambiar de tema.
—Sí, pasé el teórico y el test de aparcamiento y todo lo demás. Tengo dieciséis. Soy mayor de edad. Sólo que mamá no quiere dejarme el coche.
—Quizá va siendo hora de que te compremos un coche.
Me quedo boquiabierta. Es una caja de sorpresas.
Y entonces empiezo a oler el humo.
Esta vez el fuego debe de estar más lejos. No lo veo. No veo al chico. Una ráfaga de viento arenoso libera mi pelo de la coleta. Toso y me aparto del viento, quitándome los pelos de la cara.
Es entonces cuando veo la camioneta plateada. Estoy a pocos pasos de donde está aparcada, al borde de una carretera , pone en la parte trasera con letras plateadas. Es una camioneta enorme con una cabina pequeña y cubierta. Es la camioneta del chico. No sé cómo, pero lo sé.
«Mira la matrícula —me digo—, fíjate en ella.»
Es una matrícula bonita. Es casi toda azul: el cielo y algunas nubes. En el lado derecho destacan unas montañas rocosas sin pico que me resultan vagamente familiares. En el izquierdo se ve la silueta negra de un cowboy montando un caballo que corcovea, agitando su sombrero en el aire. Lo he visto antes, pero ahora no soy consciente de ello. Trato de leer los números de la matrícula. Al principio todo lo que distingo es un número grande en el lado izquierdo: 22. Y luego los cuatro dígitos al otro lado del vaquero: 99CX.
Debería sentirme loca de contenta, excitada por disponer de esta información sumamente valiosa sin el menor esfuerzo. Pero estoy sumergida en la visión, y la visión continúa. Me alejo de la camioneta y me adentro rápidamente entre los árboles. El humo vaga a la deriva por el bosque. Cerca escucho un crujido, como el de una rama que cae. Entonces veo al chico, lo veo en su posición de siempre. De espaldas. El fuego lamiendo la cima de la montaña. El peligro evidente, tan próximo.
Una tristeza aplastante cae sobre mí como un telón. Se me cierra la garganta. Quiero pronunciar su nombre. Me acerco a él.
—¿Mikan? ¿Estás bien?
La voz de mi padre. Vuelvo en mí. Estoy apoyada en la nevera, mirando por la ventana de la cocina a un colibrí que revolotea cerca del comedero de mi madre, un aleteo borroso. Entra como una flecha, bebe un sorbo y vuelve a salir.
-¿Mikan?
Parece alarmado. Todavía aturdida, me llevo el móvil a la oreja.
—Papá, creo que tendré que llamarte más tarde.
Volveré pronto, lo aseguro.
