—¿De dónde vienes, muchachito? ¿Dónde está "tu casa"? ¿Dónde quieres llevarte mi cordero?

Después de meditar silenciosamente me respondió:

—Lo bueno de la caja que me has dado es que por la noche le servirá de casa.

—Sin duda. Y si eres bueno te daré también una cuerda y una estaca para atarlo durante el día.

Esta proposición pareció chocar al principito.

—¿Atarlo? ¡Qué idea más rara!

—Si no lo atas, se irá quién sabe dónde y se perderá…

Mi amigo soltó una nueva carcajada.

—¿Y dónde quieres que vaya?

—No sé, a cualquier parte. Derecho camino adelante…

Entonces el principito señaló con gravedad:

—¡No importa, es tan pequeña mi tierra!

Y agregó, quizás, con un poco de melancolía:

—Derecho, camino adelante… no se puede ir muy lejos.

El Principito. Antonio de Saint-Exupéry.

Capítulo I

Oveja descarriada

—¿Nunca te has preguntado que hay más allá de tu jardín?

—Sí. La calle.

—No me refiero a eso —bufó Antonio—. Ven, acércate.

—Antonio, estoy tomando té.

—Vale que seas un hombre, pero creo que hasta tú eres capaz de beber y estar de pie al mismo tiempo —Arthur Kirkland le fulminó con la mirada.

—Eso sería una falta de respeto hacia los sentimientos del té —Antonio frunció la nariz, disgustado. Se acercó a grandes zancadas a la mesita circular situada en el centro de la sala y arrastró al inglés por el brazo. Entre insultos y trompicones ("¡el té se está derramando, burro!")llegaron al inmenso ventanal que se abría a lo largo del muro, prolongándose cuan alta era la pared. Antonio se apoyó en la barandilla y con un gesto del brazo abarcó la ciudad de Londres, bañada por las luces vespertinas del ocaso.

—¿Qué ves? —inquirió con voz emocionada.

—El té más caro que tengo desperdiciado en el suelo. Oh, y mi taza vacía —para recalcar el punto volteó la taza y la zarandeó. Algunas gotas vacilaron en el borde de la tacita antes de precipitarse al vacío, cerrando el grifo tras unos segundos. Antonio rodó los ojos exasperado y giró la cabeza de Arthur, obligándolo a contemplar la hermosa ciudad que se preparaba para el fin de una jornada más.

—¿Qué ves? —repitió. El inglés suspiró y se resignó a seguirle el juego.

—Londres.

—¿Y...?

—Y...el atardecer.

—¿Y qué hay tras el atardecer?

—¿Qué va a haber? La noche.

—No tonto, me refiero al horizonte —corrigió entre risas—. Me gustaría saber que hay más allá del sol poniente —suspiró con voz soñadora.

—Más Londres —sentenció como si fuera obvio.

—¿Y después de Londres? ¿Después de Inglaterra?

—Irlanda —contestó, confuso—. ¿A dónde quieres llegar, Antonio? ¿Quieres ir a Irlanda?

—No...

—Mejor. Sólo hay bichos raros —negó con la cabeza, dibujando una mueca no muy agradable. La imagen de su hermano mayor, todo pelirrojo, todo pecoso, todo cejas y todo irlandés luciendo esa sonrisita tan característica suya se le vino a la mente. Sintió nauseas.

—Y sí —terminó Antonio, teniendo la delicadeza de no comentar la ridícula competencia en la que Arthur y sus hermanos vivían en mutuo y silencioso acuerdo. Andre y él no eran precisamente uña y carne, pero es que los hermanos por naturaleza no pueden llevarse bien. Lo dice las Sagradas Escrituras. Cada uno tiene su forma de mostrar amor, supuso. —Claro que me gustaría visitar Irlanda, pero no es eso lo que quería decir —Arthur lo contempló con ojos desorbitados y expresión escéptica.

—¿Y qué será lo siguiente? ¡Una luna de miel en Escocia! —ironizó, alzando los brazos y prácticamente escupiendo las palabras. Antonio tampoco comentó que por el momento no tenía ninguna intención de casarse y atarse para siempre a la agonía que en ocasiones era su...¿Novio? ¿Amante? ¿Follamigo? Ante la falta de adjetivo decidió dirigirse a Arthur como lo que realmente era: inglésincapacitadoemocionalmenteparamirarmásalladesuegoydecidireseadarelpasocejónexasperanteporelquesentíaciertaatracciónsexualyquizásplatónicayconquienocasionalmenteechabaunbuenpolvo. El Cejotas, para abreviar. No es como si Arthur hubiera especificado que el intercambio de votos fuera con él, en todo caso.

—Lo que intento explicarte es que...¿no te da curiosidad saber lo que hay más allá del horizonte?

—No hay más allá del horizonte. Cuando llegas a cierto punto vuelve a abrirse un nuevo confín. Es un bucle vicioso. No se puede alcanzar —cruzó los brazos sobre la barandilla, contemplando de reojo los ojitos brillantes y la sonrisa mal contenida en la cara de Antonio. La taza de té quedó colgando sobre la nada, sostenida únicamente por el dedo índice de la mano izquierda de Kirkland rodeado en torno a la fina asa.

—¿No suena increíble?

—Suena cansado.

—Cuando aquí se acuesta el sol en algún lugar del mundo vuelve a despertar, ¿No? Me gustaría...me gustaría ser como el Principito y ver miles de atardeceres seguidos de amaneceres tan sólo con girar mi silla. Estar aquí y ¡puf! de repente estar allí.

—¿Y cuándo dormirías?

—Tú sí que sabes añadir magia al momento, Arthur. ¡Quién querría dormir pudiendo recorrer el mundo entero andando! ¡A pie Arthur! ¡A pie! ¡Sería fantástico!

—Pero es imposible. Vamos a dentro, empieza a refrescar —rozó ligeramente la mano de Antonio al pasar. Tan sólo un instante, volátil—. Cierra la ventana.

Antonio contempló los últimos rayos de sol (¿Serían los primeros en América?) y no pudo suprimir un suspiro mientras cerraba las puertas. A través de la cristalera los colores anaranjados danzaban en el salón elegantemente amueblado, proyectando largas y esbeltas sombras. Un nuevo mundo se alzaba a millones de kilómetros de distancia, en todas las direcciones de la Rosa del Norte.

Arthur se sirvió una nueva taza de té, pidiendo que corriera las cortinas.

My world

Observó la espalda desnuda de Arthur alejarse de la cama, enfundarse unos vaqueros y encender un cigarrillo. Se cepilló el pelo con los dedos y gruñó al no vislumbrar su camiseta entre el montón de ropa acumulada en el suelo. Antonio no le diría que era él quién la tenía puesta y Arthur se enfadaría. Después, con aire desinteresado, le regalaría un único beso en los labios y le invitaría a una taza de café. No té.

Arthur se iría a trabajar y Antonio recorrería las calles y se perdería en los callejones de Londres, buscando nuevas musas que le inspiraran en sus cuadros. Alguna chica le guiñaría el ojo, quizás se parase a revisar la obra de algún pintor callejero, compraría un bizcocho de fruta más duro que una piedra que terminaría tirándoselo a las palomas, recibiría a Arthur con los brazos abiertos y, tal vez, alguna flor. Si es una ocasión especial o el inglés estaba de buen humor quizás la flor fuera para él. Otro beso en los labios y vuelta a empezar. Como ayer. Como siempre.

¿Era esta la vida que soñaba de niño?

No por primera vez se preguntó qué pintaba él en esa casa.

El colchón se hundió con el peso de un visitante inesperado y la sonrisa arrogante de Arthur apareció en su campo de visión.

—Sé que la blusa la tienes tú —susurró a su oído—. Siempre haces lo mismo —depositó un beso en su frente y le sacó la blusa suavemente, causándole cosquillas con las yemas de los dedos.

—¿Hoy no te enfadas?

—Hoy me apetece desayunar té.

Ah.

Antonio sonrió.

—Por supuesto.

Se miraron en silencio durante algo más de un minuto, las manos entrelazas, Arthur encima. Sus rostros a escasos centímetros el uno del otro, sin tocarse, compartiendo el oxigeno viciado por sus respiraciones. Finalmente, Antonio rompió el silencio.

—Vas a llegar tarde al trabajo.

—Sí —acarició su rostro. Antonio cerró los ojos—. ¿En qué piensas?

—En nada en particular. Ya preparo yo el desayuno —hizo el amago de incorporarse, pero Arthur no se movió ni un milímetro.

—¿Vas a vestirte?

—¿Qué clase de pregunta es esa, Arturo? —el inglés escondió el rostro en el hueco del cuello de Antonio, aspirando su aroma.

—Dime en qué estabas pensando. Te conozco, Antonio. Tienes la misma cara que siempre pones cuando le das demasiadas vueltas a una idea estúpida —su respiración le hizo cosquillas en el cuello mientras hablaba. Antonio se preguntó si realmente le conocería tanto como creía.

—No lo entenderías.

—No, supongo que no —Arthur se levantó con gesto brusco y se sentó en el borde de la cama—. Después de todo, nunca soy capaz de entenderte —porque tú no te molestas en explicármelo, pensó, no sin un deje de rencor. Alargó la mano hacia la mesita de noche y luchó por encender el segundo cigarro del día.

—Tú nunca pides explicaciones —Arthur se volvió, sorprendido. ¿Tan fácil era de leer? —, pero así funciona esto, ¿no? Yo no me meto en tus asuntos ni tú en los míos— envolvió los brazos entornó a su cuello, pegando sus pechos desnudos.

—Es más fácil así —dejó la colilla a un lado y le besó. Antonio sintió el desagradable sabor de la nicotina expandirse por su paladar.

¿Qué te asusta del compromiso, Arthur? Quiso preguntar. No lo hizo por el simple motivo de que él también sentía pavor ante esa palabra.

Arthur dejó caer su peso contra Antonio y, lentamente, lo tumbó de nuevo en el colchón, sin dejar de besarle. Los jadeos de placer fueron reemplazados por respiraciones pesadas y un silencio expectante.

—Tengo que irme —sonrió felinamente—. Cuando vuelva, quiero encontrarte en la misma posición —maulló, explorando el cuerpo de Antonio con la mano, surcando el mapa de unas curvas reservadas para sus caricias, para sus besos, para sus deseos.

—¿No vas a desayunar?

—No me da tiempo. Ya tomaré lo que sea en la oficina.

—lo que sea. Ya.

—Cállate —ordenó, sonrojado—. No siempre tomo té, ¿Sabes?

—Mmmm

Kirkland liberó a su prisionero y maldijo en voz alta a los "duendecillos" (él) que habían robado (perdido) de nuevo su blusa. Mientras el inglés buscaba debajo de la cama entre improperios ininteligibles, Antonio tiró el café que sobró del día de ayer en el fregadero. Si no es recién hecho, no es un café como Dios manda. En ese sentido, era tan tiquismiquis cómo el propio Arthur.

El inglés había recuperado la prenda en el mismo instante en que Antonio puso a calentar la cafetera. Al levantar la vista, Kirkland sonrió ante la estampa que le recibió.

—Cocina al natural, ¿Eh? —bromeó.

—Petición de Arthur Kirkland —realizó una florida reverencia.

Arthur se puso la camisa sin apartar la vista del cuerpo desvestido de Antonio. El chico se apoyó en la encimera con los brazos cruzados y una sonrisa socarrona curvando sus apetecibles labios.

—Cariñín, te has puesto la blusa al revés.

—Ya lo sé —remedó con voz petulante. Por si acaso, lo comprobó—. ¡Mentiroso! —reprochó, abochornado—. ¡Y no vuelvas a llamarme así! Es ridículo —masculló con los dientes apretados, evitando el contacto visual.

—Como mandes, cielito —canturreó, divertido—. Si es que no estás en lo que tienes que estar —rio, viendo como intentaba meterse el zapato izquierdo en el pie derecho.

—¡Olvídame! —le enseñó la lengua. La cafetera silbó. Antonio apagó el hornillo. El silencio reino en la casa mientras Arthur se anudaba ante un espejo la corbata.

El olor a café le recordó a Antonio que la rutina había vuelto a tomar las riendas de sus vidas, enterrando aquel pequeño oasis de descanso bajo capas de arenas demasiado pesadas para levantarlas. Demasiado profundas para penetrarlas.

Kirkland le dio una última calada al cigarro olvidado antes de apagarlo definitivamente. Se puso la chaqueta y le concedió el habitual beso de despedida a su compañero de piso.

Arthur se marchó, dejando el regusto amargo del tabaco en su boca

My World

Antonio contempló el cuadro a medio terminar, pincel en mano.

¿Y ahora qué? No sabía terminarlo. Bueno, para ser exactos, sí sabía terminarlo, pero no cómo. ¿Debería usar colores cálidos o fríos? ¿Tonos claros u oscuros? ¿Monocromático? ¿Sombras? ¿Efectos de luz? ¿Trazos finos o gruesos?

Ese cuadro era el análogo perfecto de su vida. Ambos habían llegado a un punto muerto.

Dejó el pincel en la balda del caballete y se desató el delantal, moteado de pintura seca y manchas de arrebatos pasados de inspiración. Lo tiró sobre el sillón y salió a la ciudad, esperando encontrar respuestas a unas preguntas que desconocía en los adoquines sucios del Guardián del Big Beng.

My world

Arthur Kirkland se masajeó las mejillas, adoloridas de sonreír forzadamente. Qué asco le tenía a su jefe. Ojalá le atropellase un autobús. Uno de dos pisos. Y se incendiara. Y explotara. Y cayera un meteorito sobre las cenizas, por si acaso.

Hasta la fecha de tan fortuito accidente, se conformaría con repantigarse en el sillón —revestido en cuero, ojito— de su despacho privado y saborear la soledad a tiempo que disfrutaba oyendo su voz insultar en voz alta al toca-cojones.

Como se aburría, se dedicó a juguetear con el bolígrafo (pulsando repetidamente el botoncito para abrirlo y cerrarlo) a fin de matar el tiempo de forma noble. A lo tonto, estaba echando músculo en el pulgar y todo. Antonio caería desfallecido a sus pies.

El estridente sonido del teléfono fijo le hizo sonreír (ésta vez de verdad). Ahora venía la parte que más le gustaba de su trabajo.

Carraspeó, se arregló la chaqueta, apretó la corbata, se deshizo de una pelusilla imaginaria en la hombrera y contestó.

—¿Sí? —dijo profesionalmente, en un tono más que practicado.

—Mmm ¿Señor Kirkland? Siento molestarle... —la voz de la secretaría al otro lado del auricular sonó vacilante—, ya sé que está muy ocupado. Pero un cliente insiste en que...

—Efectivamente, estoy tremendamente ocupado. Arréglatelas como puedas, que para eso te pagamos —colgó sin mayores ceremonias.

¿Qué estaba haciendo? Ah, el bolí. A seguir con su fructífero trabajo.

Arthur Kirkland era fiel feligrés de la lógica teoría que rezaba que un ciudadano de provecho debe forjarse a sí mismo. Enfrentar y superar los obstáculos que el mundo laboral te iba interponiendo en el duro camino hacia el ascenso. Por eso pateaba (metafóricamente, se entiende) a sus subordinados y era temido en toda la oficina. Un jefe ejemplar, querido por la Reina como funcionario de provecho que pagaba sus impuestos y repudiado por las personas de a pie, en su condición de ser Superior y con la debida suficiencia arraigada a un puesto de tal pedigrí. Como debe ser.

Ya se estaba cansando del bolígrafo. Además, el muelle comenzaba a dar signos de dar de sí en cualquier momento.

Vagó la mirada por su despacho, desganado. El único cuadró colgado en el habitáculo atrajo su atención. Ya se había olvidado por completo de él. Antonio se lo regaló en su último cumpleaños, esbozado por su puño y pintura. En el borde inferior derecho, se leía una pequeña dedicatoria en español, escrita con letras angulosas que parecían tan propias de los artistas: Para Arthur Kirkland. Con cariño, de Antonio F. C. Felicidades.

Bastante neutro y hasta algo frío, ¿Verdad? Antonio mostraba más emoción redactando las cartas de hacienda. Aunque no es como si tuviera derecho a quejarse de las reglas que el mismo impuso en el tablero de juego.

Sobre el lienzo, en vivos y brillantes colores, la figura del Principito sosteniendo el mundo entre sus manos destacaba en contraste con el triste gris de las paredes. Muchos, medio en broma, medio en serio, le insinuaron si era él el retratado. Sonaba perfectamente factible, ya que ambos compartían rasgos físicos tales como el color de pelo y los ojos claros.

Cuando se lo comentó a Antonio, en calidad de dato anecdótico, el susodicho estalló en carcajadas. "Por muy rubio que seas te sobran ceja y media" consiguió articular entre risotadas. Arthur ladró que cerrara el hocico y le dedicó palabras no muy amables especulando sobre la profesión de su madre.

Antonio Fernández Carriedo. Un completo misterio para él. Si era sincero consigo mismo, le resultaba difícil reconocer que vivía con un total desconocido. Antonio daba la sensación de poder predecir sus pensamientos como si fuera un diario abierto, pero él, por más que contemplase esos ojos verdes que le quitaban la respiración, intentando escudriñar un trocito de su alma, no era capaz de ver más allá de su propio reflejo en aquellas pupilas que siempre parecían estar perdidas en ensoñaciones lejanas.

No tardó en descubrir que Antonio era bastante denso a la hora de leer el ambiente en situaciones comprometidas y la mayoría de las veces mostraba dificultades para captar el sarcasmo; aún con todo, cuando se trataba de Arthur, era un experto en la materia. Pero Kirkland no podía comprenderlo. No podía comprender a Antonio por más que se esforzara.

La mayor parte del tiempo tenía la impresión de que vivían en mundos paralelos, condenados a mirarse pero no tocarse. Convivir cerca el uno del otro, pero a la vez, separados por una distancia de años luz. Para Arthur, acostumbrado a controlar todo lo que pasase por sus manos, el hecho de que Antonio escapara a su dominio le inquietaba. Se sentía impotente a su vera, vulnerable. Y eso le molestaba.

En ese momento, por muy ridículo que sonase, le invadió el irracional temor a que Antonio se esfumara sin avisar, al igual que ocurrió con el dulce protagonista del retrato. Pero eso no tenía ningún sentido. Ni Antonio era el Principito, ni él un piloto naufragado en el desierto.

El timbre del teléfono lo sacó de golpe de su ensimismamiento. Dejó pasar unos segundos, para evitar dar la errónea sensación de estar ansioso por contestar y, ya de paso, desatar el desasosiego en el desconocido interlocutor.

—Arthur Kirkland, dígame.

—Señor Kirkland, verá, quería preguntarle si...

—¿Es un asunto de vital importancia para el futuro de la empresa?

—¿Eh...? bueno...no realmente..., pero...

—Entonces siga con su labor y no me moleste con minucias —en otra habitación del piso inferior, un empleado miró con cara de circunstancias el teléfono en mano, parpadeando al compás de cada pitidito que indicaba que la línea había sido cortada.

Arthur Kirkland se recostó en su mullido sillón giratorio, con los brazos cruzados tras la cabeza. Suspiró satisfecho.

Adoraba su trabajo.

My world

La tarde era agradable. El cielo estaba despejado (pero no era tan azul como el de su tierra, eso sí. Aunque quizás sólo fuera producto de su imaginación) y soplaba una agradable brisa otoñal. Los árboles caducifolios comenzaban a perder prematuramente parte de su follaje y las hojas se teñían de tonos ocres y amarillos pardos. Le gustaba esa época del año porque guardaba el significado de un nuevo comienzo. Un puente transitorio entre la belleza primaveral y veraniega al desolador invierno.

Las parejas jóvenes paseaban cogidos de la mano por el largo camino empedrado, arrullados por el susurro de las altas copas que se mecían en el concurrido parque. Se sintió como un bicho raro, caminando sólo entre tantos muchachuelos enamorados.

Un chico y una chica se besaban acaramelados en un banco. Apartó la vista con cierto deje de envidia. Arthur no permitiría que lo besara en público ni de coña. Claro, que tampoco tenía derecho a hacerlo. No estaban saliendo.

¿Qué sabía del pasado de Arthur? Prácticamente nada. No mucho más que lo que descubrió en su primer encuentro.

Hará cosa de un año, un extranjero con el que su hermano mayor había hecho migas durante su seminario en Londres vino a pasar unos días a su pueblecito, en Córdoba. No hablaba castellano, y al principio resultó divertido gastarle bromas y bombardearle con palabras que no entendía a una velocidad súper rápida, para que no pudiera cazar nada en el caso de que supiera el significado de alguna. Después, sintió pena y chapurreó lo que sabía de inglés, que no era poco, si se permite su humilde opinión (de algo había servido que Andre le diera clases, indeseadas pero gratis, mira tú por dónde). Con el tiempo, la lástima fue sustituida por la curiosidad y, en algún momento bizarro, paso a ser fascinación inocente. Ese chico rubio, pálido y flacucho le atraía. Era extraño. Diferente. Y quiso saber más de él. Más que un capricho, sentía que era una necesidad.

En un primer momento, Arthur rechazaba su compañía pero, sin saber porqué, posteriormente comenzó a buscarla. Y se acostaron. Antonio no tenía ni idea de que era gay hasta ese momento, y tampoco podía asegurarlo. Que le gustase Arthur no significaba que tuviera que gustarle todos los hombres. Y seguía disfrutando del espectáculo que ofrecían chicas lindas ligeritas de ropa, una delicia en este podrido mundo.

A final de verano, Arthur regresó a su casa, a Londres. Y le ofreció a que se marchará consigo, con la mano extendida. ¿Qué sabía de Arthur? Su nombre, su edad y que era inglés. Ya está. Pero le proporcionaba la posibilidad de salir de su tan amado y diminuto pueblo, que le cortaba las alas y cercaba su universo. La posibilidad de escapar al mundo exterior. Antonio, persona de acción y con la mente más tiempo en las nubes que en la tierra, aceptó. Ni más, ni menos.

Para Antonio Fernández Carriedo, que nunca había salido de su pueblo en las montañas, y mucho menos de España, Inglaterra (precisando, Londres) era una tierra maravillosa, prohibida. Un Shangri-la personal. Por un tiempo, al menos. Luego el hábito siguió su pista y volvió a alcanzarle.

Ahora, la isla de considerable tamaño se le antojaba estrecha, agobiante. No podría decir si era él el que se cansaba rápidamente de los sitios o los sitios los que se cansaban de él; sólo podía decir que necesitaba un respiro del respiro inicial. Pero Arthur no podía verlo aunque se lo encasquetara delante de las narices. Antonio sospechaba que entreveía algo, aunque se negaba a asimilarlo. Igual que ambos se negaban a darle nombre a su —porque ellos se empeñaban en hacerlo así— complicada relación.

El pasado, pasado es y a lo hecho, pecho. Acarrearía con las consecuencias de sus acciones, como su padre siempre le había recalcado hasta la saciedad.

—¿Una flor, señor?

—¿Eh? —sus pies le habían llevado hasta un puestecito ambulante de flores, un delicioso carrito rosado en medio del parque. La vendedora le tendía un precioso clavel de color rojo que le recordó a la romería de su pueblo. Antonio sonrió y halagó la belleza de la flor y de la chica.

—Que tonterías dice —comentó entre risitas nerviosas.

—Decir la verdad es gratis —insistió con aire zalamero.

—Pero los halagos se pagan con flores —guiñó un ojo. Antonio sonrió. Los claveles estarían bien para recibir a Arthur ésta tarde. Vagamente, se cuestionó quién alcanzaría un tono escarlata más vivo: si las flores o las mejillas de Arthur.

—Tú ganas. Prepárame un ramo de claveles, preciosa.

—Estas flores no sobreviven mucho en este tipo de clima, y aún menos cortadas —advirtió.

—Lo sé. De todas formas, me quedo con los claveles.

Mientras la vendedora preparaba su pedido, el español curioseó las flores de la improvisada floristería. Tuvo que reconocer que el carro-tienda no estaba nada mal. Docenas de plantas florecían en macetas colgadas del toldo y rebosaban de la carreta, ordenadas por colores. Leyó los cartelitos que indicaban el nombre científico y común, además del país de procedencia, de los respectivos brotes. El juvenil colorido de las flores en contraste con el inminente ambiente otoñal que impregnaba los árboles resultaba maravillosamente hermoso.

Como por arte de magia, el viento le susurró a su mente cómo debía terminar el cuadro.

My world

Arthur cerró la puerta de su apartamento. Su jefe (alias el toca-cojones) le había obligado a hacer horas extras. Temporada alta, alegó. Pero él muy bien que se iba a jugar al golf y a vaciar copas por ahí. Menudo abuso de poder, de verdad. Que lo disfrute mientras pueda. Arthur ya le había echado el ojo a su puesto (y a su despacho). Y los Kirkland siempre obtienen lo que se proponen. Quién la sigue, la consigue, solía decirle Antonio para animarle en las temporadas de altibajos y rachas bajas, cuando su vena de emo potencial salía a flote.

Las luces estaban apagadas. El reloj vintage del salón (con la torre del Parlamento alzándose tras los números romanos) marcaba algo más de media noche. Antonio estaría durmiendo.

Mientras se desabrochaba la chaqueta y tiraba descuidadamente la corbata al suelo (mañana se arrepentiría de haberla tratado como un trapo viejo y arrugado, pero en este momento le traía sin cuidado) advirtió que el nuevo proyecto de Antonio, ese cuadro que le traía de cabeza desde hacía una semana y le causaba ataques de irascibilidad tan repentinos que rozaban la bipolaridad, se hallaba tapado por una sábana. Supuso que sería una buena señal.

Con cuidado, abrió la puerta de su habitación intentando hacer el menor ruido posible. El trozo de madera no chirrió sobre sus goznes, como era ya costumbre, lo que significaba que el español había cumplido su palabra y la había engrasado. A tientas, palpó la pared hasta encontrar la percha en la que tenía colgado la ropa de noche.

Se desnudó y, sin prender la luz, se enfundó el pijama. Ahogó un grito de dolor cuando golpeó la cómoda con el dedo meñique del pie. Se masajeó el adolorido apéndice entre improperios pronunciados en susurros y dientes apretados. Suspiró hastiado.

Fuera, las densas nubes que se habían ido acumulando a lo largo de la tarde y parte de la noche comenzaron a disiparse, permitiendo que la inmensa luna emergiera entre los algodones de vapor condensado.

Se acercó al bulto que sobresalía bajo las sábanas, en la cama de matrimonio, y se inclinó para besar a Antonio —Arthur era un hombre de costumbres— en los labios. Se dirigió a su lado del colchón. Frunció el ceño al notar algo extrañó sobre su trocito del lecho. Lo examinó bajo los plateados haces de luz que se filtraban por la ventana entreabierta: una corona de flores, alternando claveles rojos y blancos, hecha a mano. Sonrió. La noche guardó en secreto sus mejillas graciosamente coloradas.

Estúpido Antonio.

My world

A la mañana siguiente, cuando Antonio despertó, Arthur ya se estaba vistiendo. Se quedó en silencio, contemplando el techo con la mirada perdida.

Ese día, Arthur no gruñó por no encontrar su blusa ni tampoco hubo café para desayunar. Un seco "adiós" fueron las únicas palabras que intercambiaron a lo largo de la mañana. La corona de flores estaba sobre la mesita de noche. Antonio la vio, pero no le prestó la suficiente atención para notar que los claveles comenzaban a marchitarse.

Una vez que Arthur cruzó la puerta rumbo al trabajo, Antonio rebuscó en el armario compartido y se puso una blusa "vieja" —al El Cejotas le gustaba renovar el armario por completo cada año (cof, estirado, cof). Siempre de colores apagados y todas las blusas parecidas, el muy soso— de Arthur por si se manchaba de pintura —que se joda— mientras estuviera manos a la obra. La tarde la pasó trabajando y casi se olvida de comer.

A eso de las seis recordó que había una exposición de arte a lo largo de la calle principal y se precipitó escaleras abajo con la blusa blanca pareciendo un traje de gitana, olvidando el móvil y la cartera dentro. Y, como descubriría más tarde, las llaves.

Arthur Kirkland salió más pronto de lo usual de la oficina y planeaba darle una agradable sorpresa al cabeza hueca de su compañero, invitándole a salir y de paso tomar algo en alguna cafetería. Pero, ésta vez, era el español el que no se encontraba en casa. Frustrados sus planes, se dedicó a bordar un cojín para paliar su tiempo libre (no había ningún bolígrafo cerca). Se fue a la cama a las once.

No le hizo ni puta gracia que el estridente timbre de la puerta lo despertara una hora después. Se levantó malhumorado, con la firme intención de mandar a paseo al gilipollas que llamaba a las casas de los ciudadanos de bien a las doce de la noche.

My world

En la soledad de la casa, releyó su obra favorita, "El Principito". Se la sabía prácticamente de memoria, pero la corta y fantástica historia seguía siendo capaz de sorprenderle y maravillarle. El final siempre le hacía llorar.

Aquel libro —considerado infantil por muchos— encerraba una complejidad sorprendente, significados ocultos que sólo el autor sabría descifrar. Dudaba que el Todopoderoso fuera capaz de comprender el anhelo de los mortales por conocer un mundo que, a pesar de ser su hogar, está repleto de lugares que ni tan sólo permiten la osadía de atreverse a imaginar. Hay cosas que no bastan con leerlas y aprenderse la teoría al pie de la letra; es necesario sufrirlas en las carnes de uno. Sin importar lo buen pedagogo que sea alguien al pretender explicar el dolor que se siente al romperse un hueso, una persona que ha pasado sus días encerrada en una burbuja, sin un rasguño, lo consideraría un loco exagerado. Posiblemente, ni si quiera entendería el término dolor.

Un pájaro que tiene por mundo las rejas de su jaula no añora el exterior, no piensa en la libertad que injustamente le arrebataron mucho antes de nacer. Pero Arthur lo tentó abriendo el calabozo, y Antonio pecó de buena gana. Una vez probada la fruta prohibida, nadie podía negarle a Antonio el deseo obsesivo de saber más. Mucho más. Ver todas las postales que vendían en el quiosco de la esquina en cuatro D, recorrer cada trazo de cualquier mapa, dibujar sus propias rutas.

Antonio tenía la asfixiante sensación de que cada mañana se despertaba en la jaula más grande del mundo. Y su carcelero poseía los ojos más verdes y más profundos que había visto en su vida. Pero ya no causaban el efecto cautivador de antaño. A cada minuto, las cadenas que lo aprisionaban se hacían menos y menos pesadas. Pero él (inconsciente de él) se retorcía, intentando escapar, y cada vez que tiraba el metal alrededor de su cuello le dificultaba la respiración y cortaba su circulación, dejándolo helado, petrificado. Cavaba su propia tumba poco a poco, lentamente. Matando su existencia.

¿Qué estaba haciendo con su vida?

Los ojos azules del Principito, desde la portada del libro, le confesaron que esa situación tenía que acabar. Debía coger al toro por los cuernos.

En el silenció de la habitación y la soledad de la casa, su corazón se sinceró. Susurró palabras que únicamente Antonio estaba destinado a escuchar. Y decidió que no podía seguir mintiendo.

Mañana hablaría con Arthur, sin falta. Y tenía poco que contar.

My world

—Quiero viajar.

Era domingo. La hora del té. Kirkland no levantó la vista del periódico al hablar.

—¿A dónde?

—Cualquier sitió estaría bien para empezar.

—¿Para empezar? —pasó una página—. ¿Quieres hacer un crucero o algo así? Sabes que no me gustan los barcos.

—Lo que a ti te pasa es que no sabes nadar. Pero bueno, no estamos hablando de sacar tus vergüenzas a relucir. Estoy hablando de recorrer mundo.

—¿Qué? —ésta vez dejó de leer para regalarle a Antonio su mejor ceño fruncido—. Creo que no te entiendo.

—Vagabundear. Ir de un lado para otro y no quedarse en ninguno, sólo tú, la mochila y la carretera. Peregrinar, ya sabes.

—Sigo sin entenderte —dobló el periódico y lo dejó a un lado—. ¿Me estás diciendo que deje mi trabajo, mi casa y todo para irme a...deambular por ahí? ¿Contigo? ¿A deambular? —el tono de su voz fue tornándose más y más incrédulo—, ¿Qué? Es una broma, ¿no?

—No.

—¿Te has vuelto loco? —se levantó de un saltó. Su ojo derecho se convulsionaba con un tic nervioso—. No puedes hablar en serio. No pienso dejar Londres por carreteras sucias y camioneros mugrientos. Ni harto de vino —escupió con rabia, copiando las palabras que Antonio usó una vez, cuando le preguntó si quería que fuera él el que se encargase de la cocina. También juró que abandonaría la casa si se acercaba un sólo paso al fogón.

—En ningún momento he dicho que tuvieras que venir conmigo —sondeó tranquilamente, haciendo gestos con la mano para que el rubio volviera a sentarse y tranquilizarse. O que intentara que no le diera una crisis nerviosa, al menos—. Es la decisión que he tomado. Sólo pensé que debías saberlo. Por supuesto, no voy a pedir que dejes tu vida para irte conmigo. Eres libre de decidir lo que quieras.

—¿Insinúas que vas a abandonarme?

Antonio se levantó, calmadamente.

—No hay nada que abandonar —un escalofrío surcó la columna vertebral del inglés al oír lo gélida que sonaba su voz, por lo general cándida y arrulladora.

—¿Ves por qué te digo que no te pongas a pensar? ¡A tu cerebro sólo se le ocurren sandeces!

Antonio no se inmutó. Arthur, irritado, paseó por la sala en vaivén. Se apartó el pelo de la cara con ademán nervioso.

—¿Y cuándo planeas irte? ¿Mañana? ¿Con que dinero piensas vivir, eh? ¡Con tus ridículos cuadros acabaras mendigando en la calle!

—Hay algo que tengo que hacer antes de irme —se encaminó hacia la puerta.

—¡Antonio!

Se detuvo bajo el umbral y, con una mano en el marco de la puerta, se volvió hacia Arthur

—Ah, creía que era más fácil si no nos interesábamos por los asuntos del otro. Nos vemos. —Salió, dando por zanjada la conversación.

Arthur se dejó caer pesadamente en el sillón-mecedora. Inspiró y espiró, enfrió los ánimos. Decidió no darle demasiada importancia a la excéntrica ocurrencia. Consideró que no sería más que un capricho y pronto lo olvidaría. Era bien sabido que los artistas eran gentes de almas volubles y caprichosas con los más absurdos despropósitos.

Tarde o temprano entraría en razón. ¿Quién sería tan necio de abandonar Inglaterra, su patria, y al mismísimo Arthur? Esa ciudad le había visto nacer y crecer. Su única excursión al extranjero fue una vez, a España. No conocía más mundo ni quería hacerlo. Había vivido en esa ciudad toda su vida y era más que suficiente. No tenía la mínima intención de emigrar fuera de ese trocito de cielo gobernado por la Gloriosa Isabel II.

Sí, sólo un loco lo haría.

My world

Dos semanas después de la inquietante y chocante charla, nada había cambiado. Antonio no volvió a tocar el tema y Arthur fingió que nunca había sucedido.

El cielo estaba encapotado y una fina llovizna se mezclaba con el aire húmedo de Londres. El otoño abrazó con suavidad la ciudad y fue recibido mansamente por los ciudadanos, algunos con blusas de cuello alto y chaquetas. Arthur caminaba rápidamente bajo cientos de diminutas y centelleantes gotas, resguardándose en el cobijo de su gabardina color crema.

Últimamente su vínculo con Antonio se había enfriado peligrosamente. Apenas habían cruzado palabras y, si descontamos las ofensivas o simplemente no amables, la cifra se reducía a menos cero. El ambiente era tenso, cortante, desagradable. Pero Arthur, de personalidad práctica y naturaleza resuelta, cambiaría el rumbo de tesitura a su favor. 23 de septiembre, equinoccio de otoño. El aniversario de su…convivencia con Antonio. Exactamente hace un año le pidió a un forastero que conociera hace dos días, como suele decirse, que se mudara con él. A otro país. A habitar en su casa. Fue un acto completamente impulsivo impropio de él y mentira si negara haberse arrepentido nada más oír las palabras salir de su boca. Para sorpresa suya, Antonio aceptó la descabellada proposición. No iba a retractarse de sus palabras, faltaría más. Un auténtico caballero no huye de las responsabilidades. Y así empezó todo.

En un primer momento le resultaba fastidioso no, lo siguiente, que ese pueblerino ibérico manoseara sus cosas y deambulara por ahí como Pedro por su casa, cambiando los objetos de estante y poniendo la casa y su vida patas arriba. Pero cocinaba bien y no le importaba reconocer que era un artista con gran futuro. Arthur no era ningún crítico de arte (lo máximo que era capaz de esbozar era un monigote humanoide deforme descomunalmente cabezón y perros que parecían ovejas y ovejas que se asemejaban a peces mutantes) pero las pinturas de Antonio parecían meticulosas fotografías. Un copia y pega de la realidad al lienzo.

Claro, que también un motivo de peso era que le había cogido algo de cariño. La insistencia que mostró para acercarse a él a pesar de las barricadas que levantaba a su alrededor era…adorable. Antonio era emocional, apasionado, impetuoso, sincero, enérgico, soñador y básicamente todo lo que él no era. No se atrevería a denominar sus sentimientos como amor. Pero se sentía tranquilo a su lado y quería conservarlo a toda costa, a pesar de los roces que sus personalidades opuestas (y volcánicas) causaban al chocar de frente, al igual que maremotos de puro fuego.

Si bien no lograba comprender del todo al español, si que podía apostar por una cosa: Antonio era una persona sencilla y susceptible a los más pequeños e insignificantes gestos. Una caja de bombones bajo el brazo, un ramo de flores y una cenita romántica en un restaurante francés, con mesa reservada y música en directo. Éxito asegurado. Diana plena en el corazoncito de Antoñito.

—Antonio, estoy en casa —dejó las llaves en el cenicero de diseño y se frotó las manos para estimular la circulación. Los bombones y las flores los puso en la mesa—. ¿Antonio?

La casa se encontraba sumida en tinieblas. Las densas nubes no dejaban pasar la luz solar y tuvo que recurrir a la energía eléctrica.

—¿Antonio? ¿Estás por ahí? ¡Si has salido no digas nada! —silencio—. Me lo tomaré como un sí —se quitó la corbata y la dejó sobre el sillón. Tomó asiento y encendió la tele, lanzando miradas nerviosas al reloj de tanto en tanto. Ojalá Antonio no tardara mucho en llegar.

Pero Antonio no volvió.

Ligeramente preocupado, intentó llamarle al teléfono móvil pero le saltaba directamente el buzón de voz. ¿Dónde se habría metido este chico? No le sorprendería que no hubiera prestado atención a la fecha especial (lo más probable es que ni siquiera supiera en que día vivía) pero no tenía por costumbre salir los sábados por la tarde sin avisar. Calma. Arthur, no te alteres. ¿Había comprobado las habitaciones? No sería descabellado suponer que Antonio se echó un rato y se quedó dormido en la cama. Tenía un sueño muy pesado.

Ansioso, se dirigió a su habitación sin apagar el televisor. En el corto trayecto entre el salón y la alcoba pasó junto al cuadro en el que Antonio había volcado todos sus esfuerzos las últimas semanas. La sábana que lo ocultaba resbaló y cayó a los pies del caballete, revelando la misteriosa pintura. Arthur se permitió un segundo para examinarla: un globo terráqueo de colores sepia flotaba en la oscuridad de la nada. Los océanos y mares ambarinos se prolongaban hacia arriba y, en el punto donde convergían, un ángel emergía de perfil como extensión del propio mundo. Su largos cabellos áureos enmarcaban un bello y triste rostro alzado hacia el invisible cielo (¿Rogando piedad? ¿Rezando por un milagro?) y las inmensas alas, ónices, se extendían hasta los confines del cuadro. Daba la impresión de que echaría a volar en cualquier momento. Una sola lágrima descendía de la pálida mejilla y, al caer del mentón, se transformaba en más de un centenar de pequeñas burbujas. Cada pompa revelaba en su interior la bandera de un país distinto. Los fogosos colores de los estandartes destacaban sobre los lívidos tintes del fondo.

La visión de la intensa y palpable nostalgia que trasmitía la pintura le hizo sentir mal. Con un desagradable peso en el estómago se encaminó al cuarto a paso enérgico.

No encontró ningún Antonio allí dentro.

Sobre la inmaculada colcha reposaba un libro y lo que parecía una flor. Al acercarse advirtió que encima del libro había un sobre con el epitafio: Arthur Kirkland. Apartó la rosa y abrió la carta. Apreció dos marcas de pequeñas goteras en la esquina superior del folio, como si alguien hubiera sostenido un pincel mojado en agua sobre el papel.

En la mesita de noche, las hojas secas de los claveles ofrecían un aspecto frágil y quebradizo. Desmenuzados pétalos cubrían la madera. Era difícil creer que apenas dos semanas antes fue una hermosa corona de flores.

Era la letra de Antonio. Pero no la caligrafía rebuscada y rubricante de artista, sino trazos apresurados escritos a boli:

No se debe confundir el amor con el deseo: No todo lo que se ama se desea y no todo lo que se desea se ama.

¿Qué somos nosotros, querido Arthur?

Hoy me iré. No me esperes despierto. Quizás no nos volvamos a ver. Quizás sí. Rezaré para que todo te vaya bien. Ha sido un placer coincidir en ésta vida.

Un saludo,

Antonio Fernández Carriedo. En busca de mi mundo.

Hoy me iré

Te dejaré

Un trozo de mi mundo

Escrito en un papel


Hetalia no me pertenece. Al final de la historia pondré el nombre de la canción que me inspiró a intentar escribir esto así como el grupo al que le pertenece. Gracias por leer :)