Prólogo

El tren se mecía bamboleante mientras atravesaba los bosques de Magnolia. El estruendoso traqueteo de las ruedas se repetía como en un eco en los truenos que rasgaban el cielo del ocaso.

Jude Heartfilia hojeó el expediente Hardy, que había sacado del maletín que tenía a sus pies. Había sido un día muy largo, y el suave balanceo del tren lo adormilaba. Era tarde, más de las ocho, pero el Expreso Eclíptico estaba casi lleno, como solía pasar a la hora de la cena. Era un tren de la compañía y, desde la renovación —Tartaros había gastado mucho dinero para dar un aire retro al vagón restaurante, desde los asientos de terciopelo hasta las lámparas de lágrimas—, muchos de los empleados llevaban allí a su familia o amigos para que disfrutaran del ambiente. Normalmente había unas cuantas personas de fuera de la ciudad que hacían trasbordo en Latham, pero Jude habría apostado a que nueve de cada diez pasajeros trabajaban para Tartaros. Sin el apoyo del gigante farmacéutico, Magnolia ni siquiera sería un área de descanso en la carretera.

Uno de los camareros pasó a su lado y lo saludó con un leve movimiento de cabeza al ver la pequeña insignia de Tartaros en la solapa de su chaqueta, lo que identificaba a Jude como un pasajero habitual. Jude le devolvió el saludo. En el exterior, el resplandor de un relámpago fue seguido rápidamente por el estruendo de otro trueno. Al parecer se avecinaba una tormenta de verano. Incluso en el agradable frescor del tren, el aire parecía cargado con la tensión de la lluvia inminente.

—Y mi gabardina está… ¿en el maletero? Fantástico.

Tenía el coche al final del parking de la estación. Antes de llegar a la mitad del camino ya estaría calado.

Suspirando, volvió a centrar la atención en el expediente mientras se arrellanaba en el asiento. Ya había revisado el material varias veces, pero quería estar seguro de cada uno de los detalles. Una niña de diez años llamada Teresa Hardy había participado en la prueba clínica de un nuevo medicamento pediátrico para el corazón: Valifin. Resultó que la droga hacía exactamente lo que se esperaba de ella, pero también causaba fallos renales, y en el caso de Teresa Hardy el daño había sido muy severo. Sobreviviría, pero probablemente tendría que someterse a diálisis el resto de su vida. El abogado de la familia pedía una fuerte indemnización. El caso tenía que resolverse con rapidez, porque la familia Hardy pretendía mantenerse a la espera hasta poder arrastrar a su doliente querubín de rosadas mejillas ante un tribunal en una sala atestada de periodistas. Y ahí era donde Jude y su equipo entraban en acción. El truco consistía en ofrecer lo justo para satisfacer a la familia, pero no lo suficiente como para que su abogado, uno de esos leguleyos del tres al cuarto de «nosotros no cobramos a no ser que usted cobre», viera el cielo abierto. Jude sabía cómo tratar a esos cuervos que se presentaban en la cama del paciente incluso antes que el médico; lo tendría todo solucionado antes de que Teresa regresara de su primer tratamiento. Para eso le pagaba Tartaros.

La lluvia salpicó ruidosamente la ventana, como si alguien hubiera lanzado un cubo de agua contra el cristal. Sorprendido, Jude miró hacia el exterior. Justo entonces varios golpes secos resonaron sobre el techo del tren. Perfecto. Iban a tener hasta granizo.

El destello de un rayo rasgó la creciente oscuridad e iluminó la pequeña colina empinada que se hallaba en la parte más profunda del bosque. Jude alzó la mirada y vio una alta figura recortada contra los árboles en la cima de la colina, alguien con un abrigo largo o una túnica oscura sacudida por el viento. La figura alzó los brazos hacia el furioso cielo… y el resplandor del rayo se desvaneció, sumergiendo de nuevo en sombras la extraña escena.

—¿Qué demonios…? —comenzó a decir Jude, y más agua golpeó el cristal.

Pero no era agua, porque el agua no se quedaba enganchada formando gruesas masas oscuras, porque el agua no babeaba ni se abría para mostrar docenas de brillantes dientes afilados como agujas. Jude parpadeó sin saber qué era lo que estaba viendo. Alguien comenzó a gritar en la otra punta del vagón, un alarido largo y estridente, mientras más de las oscuras criaturas parecidas a babosas del tamaño del puño de un hombre se lanzaban contra las ventanas. El sonido del granizo al caer sobre el techo pasó de repiqueteo a torrente, y su estruendo ahogó los muchos nuevos gritos.

¡No es granizo, eso no puede ser granizo!

Un pánico ardiente recorrió el cuerpo de Jude, y se alzó de golpe. Llegó hasta el pasillo antes de que el vidrio a su espalda saltara hecho añicos, antes de que todos los vidrios del tren volaran en pedazos con un sonido agudo y seco que se mezcló con los gritos de terror, todo ello casi ahogado por el continuo estruendo del ataque. Las luces se apagaron, y Jude notó que algo frío, húmedo y cargado de vida le caía sobre la nuca y empezaba a morder.