Odio amarte.
Los dientes se clavaron en la carne de una cremosa palidez, sacándole un jadeo que se debatía entre el dolor y el placer a la persona que estaba bajo él.
No tendría que estar ahí, él no podía darle lo que el joven de ojos azules le daba. No podía entregarse completamente, su corazón estaba vendido a una mujer con la cual podría continuar el legado familiar. Pero ella nunca sería su verdadera dueña.
Las uñas rasgaron la piel de su espalda, pero no le importó, quería ser marcado por esas manos, quería que cuando la tuviera que llevar a la cama, viera los rasguños de esas uñas, quería que entendiera que ser su esposo no significaba que la amaba.
Pero tampoco debía amarlo. No a él. No a Hummel. A su Kurt.
Dientes filosos casi cortando la piel sueva de su cuello, saliva que se esparcía por su pecho, una lengua húmeda y caliente que torturaba sus pezones, haciéndolo querer más.
Sintió como las manos de pianista se le enredaban en los rizos y tironeaban de ellos, mientras sus cuerpos se frotaban uno contra otro, como si fueran animales. Y lo eran, ese chico que tanto lo volvía loco era un lobo disfrazado de cordero, y a Blaine le gustaba desatar a la bestia. Sabía cómo hacerlo, dónde y cómo tocar, sabía que parte era la que tenía que lamer, y cuando sus ojos pedían a gritos una liberación.
El morocho empotró al joven contra una pared, y lo besó con furia, con enojo. Él lo hacía enojar. Le enojaba no poder amarlo, no poder acariciar esas mejillas sonrosadas con tranquilidad, lo cabreaba no poder perderse en esos ojos color cielo.
Las manos del castaño arrancaron los botones de su camisa, y Blaine se estremeció al sentir su tacto sobre el pecho desnudo.
Sus propias manos bajaron por sus abdominales, acariciando sus costados, metiendo las manos en el pantalón, tomando ese trasero tan perfecto entre las manos. Tan perfecto y todo suyo.
Mordió. Mordió con fuerza, clavándole los dientes casi de forma dolorosa. Debería odiarlo. Lo habían criado para ello, para odiarlo.
Y lo hacía, lo odiaba.
Odiaba como cada sonrisa lo hacía temblar. Odiaba que cada suspiro lo tentara a la locura. Odiaba como sus labios lo llamaban a gritos, diciendo que los muerda, que los saboree. Odiaba la manera en que cada gemido se le calvaba en la piel, que cada roce entre sus cuerpos lo hicieran querer olvidarse de su nombre y hacerlo suyo.
Odiaba la manera que tenía el joven de enamorarlo. Odiaba todo eso, y esa era la razón por la que estaba allí, porque lo odiaba.
El placer le recorrió el cuerpo, acompañado de un gruñido pronunciado por el otro. Con un movimiento brusco lo tumbó sobre la cama con doseles. Kurt gimió al sentir la seda bajo su piel desnuda, y el morocho empotró sus labios contra su boca.
Sus lenguas batallaban ferozmente, de forma salvaje, dejándolos sin aire, los dos demasiado orgullosos como para rendirse ante el otro.
Las ropas desaparecieron de sus cuerpos y volaron por la habitación en penumbras. Sus pieles se encontraron con desenfreno, moviéndose, frotándose una contra la otra. Dos dedos encontraron el camino de la perdición hasta la entrada del ojiazul, y se movieron dentro de él, mientras su dueño admiraba los gestos de placer del joven.
Sus bocas se unieron, más lentamente esta vez. Ambos recordando que esa podía ser la última vez que se pudieran tocar. Internamente Blaine sabía que jamás podría renunciar a él, que sus besos dados nunca serian suficientes, y que siempre volvería a por más. Sabía que ni siquiera el hecho innoble de engañar a su futura esposa iba a detener las ansias de sentir a Kurt contra su piel.
Los gemidos aumentaban de intensidad, el castaño se retorcía anhelante a un toque más brusco. Blaine podía quedarse allí por el resto de su vida, solo observando como esa cara angelical se derretía de placer, como esos dientes mordían la carne roja del labio en un intento de acallar los gemidos, en como su nariz adoptaba un ligero rubor rosado, o en como el sudor perlaba su frente y su pecho, incitándolo a que lo limpiara con la lengua.
No podía tener eso, no podía quedarse allí. Y todo por un heredero, alguien que siguiera con su línea de sangre, con la herencia de la familia. No quería nada de eso. No con ella. No con alguien que jamás podría amarlo como sabía que Kurt lo hacía. Pero lo había prometido. Mantener su palabra con su padre no le interesaba en lo más mínimo, pero Kurt lo había hecho prometerlo.
Cuando ambos sabían que el tiempo se les estaba agotando, el menor lo había obligado a jurar que se entregaría a su hijo con devoción, que lo amaría, y lo respetaría, que lo malcriaría y lo convertiría en una persona capaz de defenderse en el mundo. No importaba si no amaba a esa chica. Daría todo por su hijo. Y Blaine lo había jurado. Lo había jurado porque ambos sabían que tarde o temprano su pequeña fantasía se les iba a venir abajo, y tal vez el único recuerdo que le quedara de él sea esa promesa.
Daría lo que fuera por la vida de su hijo. Estaría casado con una mujer, la que su padre eligiese, y solo viviría por las noches, cuando en sus sueños, su cuerpo y el de Kurt se volvieran a encontrar en esa misma cama con doseles. Donde todo había empezado, y donde todo estaba a punto de acabar.
El morocho se introdujo en el joven con movimientos lentos. Kurt gimió y se aferró a su cabello con fuerza. Blaine no quería admitirlo. Decir sus sentimientos en voz alta, solo haría que la separación sea más dolorosa. Que haya más lágrimas, más heridas en sus corazones ya rotos.
El vaivén de sus cuerpos los hacía estremecer. Ese era su cielo, donde estaban los dos. Juntos. Sus cuerpos encajando como la pieza faltante de un rompecabezas. Felices, plenos, completos. Silenciosamente amados.
Sus ojos se encontraron llenos de lágrimas. Era demasiado, el placer era tan doloroso. El vaivén de las embestidas aumentó. Sus gemidos se elevaron, haciéndose cada vez más incoherentes. Se susurraban promesas, que no se cumplirían, y frases de amor eterno completamente vacías.
Los cuerpos rogaban por una liberación. Dos, tres, cuatro embestidas más cerca del borde. Sus frentes se encontraron, los ojos dorados como el sol encontraron el mar en donde reflejarse.
- Kurt… - esa simple palabra, apenas perceptible sobre sus labios, escondía todos los sentimientos reprimidos.
El éxtasis los golpeo como un balde de agua fría. Las descargas de placer, fueron como navajas cortando el hilo de su relación. Ambos sentían como esos dos gemidos guturales marcaban la separación dolorosa de sus pieles.
El morocho colapsó contra el pecho de Kurt, quien no tardo en abrazarlo con posesión. Blaine quería eso, quería pertenecerle. Pero el no debería estar ahí.
Salió del chico con lentitud, atrasando el momento en el que sus cuerpos ya no estuviesen juntos.
El morocho le dio la espalda, sentándose al borde de la cama con la respiración agitada y reprimiendo las lágrimas.
No tendría que haber vuelto. Debería estar preparándose para su boda, debería estar recorriendo la mirada por las hileras e hileras de sillas blancas, debería estar feliz por convertirse en el esposo de una joven hermosa. Pero no lo estaba. Sentía como se desgarraba algo dentro de él.
Se calzó sus pantalones con un gesto brusco. Desde la cama el castaño lo miraba en silencio, así era como terminaban sus encuentros, con Blaine yéndose con más odio del que había llegado.
Sabía perfectamente que el morocho solo podía entregarle su cuerpo, y él siempre le hacía la misma pregunta, obteniendo siempre la misma respuesta: un portazo, y un "te odio" murmurado por lo bajo. Pero no podía evitarlo, necesitaba escuchar esas palabras de sus labios para mitigar la esperanza que había sobre su pecho.
-¿Por qué no puedes amarme como yo te amo?
Esta vez fue diferente, vio como Blaine dudaba en el filo de la puerta, y se volteaba ligeramente para verlo a los ojos.
- Me han enseñado a odiarte.
- ¿Entonces por qué estás aquí?
- Porque adoro lo prohibido.
