Encanto

Trozos de cristal quebrado pierden su forma y se hunden en un charco rojo.

Integra recuerda.

Cree con desesperación que si recuerda con la fuerza suficiente, el ruido de esos recuerdos aflorando a su mente engullirá este momento , tragándose al fin las dudas y llevándola a articular una respuesta.

Al fin logra ver de nuevo la frente de su padre arrugándose, pálida y sudorosa. Rojiza, cercana al infame a tan pocos centímetros.

-Escucha, Integra...-Le había pedido en un soplo afiebrado.

No, no iba a pedir que se sentara derecha, como hacían las damas. Ni que observara con dureza al sobrino de Sir Island, un candidato tan poco digno. Ni siquiera que fuera más comprensiva con Walter al recibir sus consejos.

-A mi muerte, Hellsing será tuyo.

Él nunca se había enfermado antes. Era un anciano, pero seguía siendo fuerte de cuerpo y carácter.

Le flaquearon las rodillas y cayó en coma. Sin embargo, despertó para hablarle. Si dice que está muriendo, debe ser así. Integra sabe que es así. La Integra de veinticuatro años que mira en su recuerdo a su padre moribundo pronunciando su más cálida despedida, a su manera. También la joven Integra, a los trece y sin brasier, lo presentía.

Los dos días se mezclan.

La miran de soslayo, humanos de ojos negros y almas lívidas. Custodian la puerta siempre.

El doctor de frente sudorosa y esperanza inexistente. Los guardias rígidos.

Las manos regordetas, de una niña que se retuerce en la silla, de una mujer pequeña, encerrada por tantos meses en un espacio muy reducido. Manos entrelazadas, las de una mujer esbelta, inmóvil en una cama sólida como el hierro. Igualmente , el mismo gesto en un rezo disimulado, que a penas sabía qué pedir en circunstancias como esa. Es el único padre que tiene y nunca antes hizo eso. Es la primera vez que la encierran y nunca antes le hicieron eso tampoco.

No quiere pensar más en esa visión macabra, en su reflejo saludando desde la piel sangrante de su sirviente.

Integra tiene los ojos húmedos a los trece años. A los veintitrés están secos pero rebosan melancolía. Se mueven de derecha a izquierda hasta posarse en su padre, en el recuerdo de su padre, en la puerta con los guardias esperando dentro, custodiando afuera. La luz artificial está demasiado baja, por haber un enfermo terminal, por ser una celda de alta seguridad a media noche. Los ojos se ven a sí mismos en un vaso con agua tibia, en sangre de monstruo sobre la piedra fría.

Las gafas se bajan en un río de sudor , desde la frente y deslizándose entre las mejillas y el puente de la nariz.

Fiebre que hierve en sus pómulos y quiebra sus labios.

Se revuelven los despojos de la copa en un lago sin coagular. Se mezclan las aristas y pronto los reflejos del sol lejano duelen en las blandas pupilas azuladas. Puede imaginar, incluso con los ojos apartados y fijos en puntos muertos e indefinidos a la distancia, que una figura…

Integra está soñando.

Lady Macbeth tiene trece años, embotada en un vestido engrasado que solía ser lavanda o blanco o rosa o lo que sea más claro que el rojo, sólo puro rojo que la hace ciega a los otros colores. Hay hielo en sus venas pero tiemblan sus rodillas. Está bañada en sangre, aunque sean gotas pocas, enormes la cubren y siente que están plasmadas más que en la tela del vestido: en su piel y en su alma.