Género— AU (Universo altero) Yaoi (Mix de Parejas.) Dark fic, Aventura, Drama, Romance, Gore, Fantasía.

Disclaimers— Los personajes de Inazuma Eleven/ Inazuma Eleven Go. No me pertenecen; Son propiedad de Level-5 ®. La música usada en esta historia es propiedad de sus autores y compositores. El diseño y adaptación de los caracteres me pertenece. No me hago responsable de futuros traumas ya sea musicales ó socioculturales.

Música del capítulo"The last song" de Persephone.

Nota— Allo, Heme aquí comenzando este fic con una pequeña introducción. Me he tomado el tiempo de corregirla y debo de agradecer a Little-Blue-Tiger por betarme en esta ocasión. Sin más que agrear: Buena lectura~


Sacro culto

0.- Introducción en 7 partes: Lullaby


I

—¡Kinako, no te alejes mucho! — Exclamó Yuuki con cierto dejo de precaución en su voz.

La bella joven de larga cabellera castaña dio media vuelta en su carrera y le hizo un ademán al joven que la llamaba desde la orilla. Levantó su mano en señal de aprobación, sus ojos brillaron con excitación y corrió hacia el lado contrario de la playa en la que se encontraban, dando grandes saltos con sus piernas torneadas, su cabello ondeó contra el viento salado y esquivó uno que otro pequeño cangrejo que se atravesaba en su camino; su vestido corto color acuoso revoloteó libremente a cada salto.

El atardecer estaba en su mejor punto. Cuando el sol parecía morir en el final del infernal horizonte. Los rayos naranjas golpeaban el rostro del joven de cabellos cortos y castaños a la orilla del océano, quien miraba alejarse a la doncella en busca de algunas conchas para su pasatiempo favorito: Hacer collares preciosos. Para su mala fortuna, los días en los que vivan no eran los mejores para los de su raza, las nereidas, desde hace varios siglos, poco a poco fueron desapareciendo del mapa como si de un macabro juego se tratase.

Yuuki, no tenía mucho que preocupase. Contempló por un momento el anillo que llevaba en el dedo anular de su mano izquierda, plateado con una diminuta perla rosada en ella. Se sonrió y confió en que ellos estarían a salvo bajo la protección del amo de los mares y padre de la joven que corría como desquiciada en busca de conchas. Kinako Tsunami, era una encantadora Nereida, hija mayor –de una larga línea- y princesa de los mares, a pesar de toda la larga vida, su apariencia era la de una chiquilla de diecisiete años. En teoría ellos eran hermanos, y Yuuki, apenas un insípido tritón, de cabellera castaña clara, corta y revuelta, grandes ojos azules y un pequeño y delgado cuerpo que en cualquier momento arrastraría la corriente más simple, había conocido –sin querer la cosa- al amor de su vida en Tsunami, uno de los Dioses. El Rey de los mares.

La cosa entre ellos había sido muy rápida y hasta extraña y cuando menos se lo había esperado el "Si, acepto" había escapado de sus labios como una canción de amor, muy cursi. La chiquilla le había aceptado bien, a pesar de que todos en sus terrenos venían esto como una blasfemia. El Rey de los mares debía de tener una reina, no un guerrero de baja categoría como él. Pero a pesar de todo, Yuuki había hecho temblar las aguas de ese Rey, volcó su mundo como un pequeño barco a merced de un tifón.

— ¡Padre, padre mira!— Gritó la castaña a la distancia, acercándose a él— ¡Los cangrejos me siguen! —Y pese a lo absurdo de la frase, tras de ella, un pequeño grupo de crustáceos se movían de ladito, a su paso—¡Qué bellos!
—Qué bien— le sonrió tratando de sonar animado.

Tras un par de vueltas, volvió a perderse en la playa. Siguiendo su labor. Un par de minutos más para que el sol descansara. Trató de alejar los pensamientos negativos de su mente y la mala suerte pareció posarse a su lado, tornó sus ojos en la arena para ayudarle a su hijastra en la tarea. Nada en particular. Rascó la arena con sus pies desnudos tratando de sacar lo que se le figuro a una concha azul. Se agachó y la tomó entre sus dedos. Era bonita. De súbito escuchó un sonido a la distancia, como un gruñido. Dejó caer la concha y giró a la costa. Entrecerró sus ojos azules enfocando una sombra que se colaba entre las rocas.

Se puso de pie y la sombra que producía su cuerpo se veía alargada debido a la luz de ocaso. De ella varias manos comenzaron a emanar, marcando la arena como garras a su paso. Sus facciones se oscurecieron y su aura cambió súbitamente. Lo que fuera que se estaba llevando a las Nereidas, estaba allí. Y no permitiría que le hiciera daño a Kinako. Flexionó sus piernas, para darse impulso dispuesto a atacar.

— ¡Padre!— volvió a escuchar— ¡La encontré, la encontré!

Y como vino la sombra, se fue. Y esa sensación de presión es su pecho desapareció. Trató de sonreírle, con un "No pasa nada"; pero lo cierto era que, la Tierra ya representaba un peligro para ellos. "La carne de sirena te hace inmortal"; Falso, ellas lo eran, Yuuki no era un Dios, pero si el ideal de uno de ellos. Una idea en la mente de Tsunami que se materializó de la nada, como en famoso mito de la creación, el Lullaby. Si, él y su hijastra eran las creaciones –más bellas, en sus palabras- de un pensamiento caprichoso y errático de un joven Dios. Por ende, su lealtad estaba con su señor, y en su mundo en los océanos. Realmente la Tierra, los humanos o ángeles no eran de su interés. Su mundo giraba en torno a Tsunami. Y era lo único que le importaba.

—Vamos, Jousuke no debe saber que subimos a la costa— hizo un pequeño ademán con las manos para que se apresurara.

Un par de segundos para que sol se ocultara.

—Ya voy. ¡Mira!— Le mostró la pequeña concha roja—, es justo la que buscaba.

—Me alegra — sonrió—. Anda, vamos—. Le tomó de la mano para arrastrarla a las aguas. Caminaron en silencio. Ella no era tonta sabía que algo le preocupada. No preguntó ni dijo nada, pero su semblante mostró un rayo de desconcierto por como el castaño miraba por sobre el hombro la costa que dejaban atrás con cada paso que se sumergían en las aguas.

Yuuki dio otro vistazo y volvió su vista al mar lo más rápido que pudo. Cruzó sólo por dos segundos sus ojos con la bestia a lo lejos. Sus sospechas eran ciertas, él estaba allí, eso estaba allí, con tres cabezas y alas de águila. La quimera devoradora de sirenas.

La oscuridad se expandió a lo largo de la costa y solo se pudo escuchar el rugido de la bestia.

II

Para ser un Dios –El Dios- Mamoru Endou sentía que su vida era más monótona que la de un ser humano promedió. Todos los días se levantaba temprano, entrenaba un poco y releía los mismos libros de siempre, comía una manzana dorada del huerto de su esposa, y eso le mantenía lleno de energía en todo el día. Pero su vida era terriblemente aburrida. Deseaba que los viejos tiempos volvieran, salir a correr junto con Kazemaru o reñir por estupideces con Goenji. Sus hermanos.

En esos momentos se preguntaba "¿Qué había pasado?" En qué punto su relación con sus hermanos y hermanas se había vuelto una reverenda porquería, porque todos le habían dejado de hablar, incluso de ver, hace varios siglos que no les veía, a ninguno, excepto su hermana y esposa Natsumi, misma que entraba a la gran biblioteca a paso delicado y gracioso, ondeando su hermoso vestido de gaza rojiza en sus manos tenía una pequeña charola con su sagrado alimento de todos los días. Una manzana dorada.

—Buenos días, cariño— saludó la mujer con una hermosa sonrisa en su rostro. Dejó a un lado del sillón la bandeja y le dio un beso en la mejilla ejerciendo presión, haciendo que el castaño perdiera la posición y el equilibrio. Ambos rieron.

—Buenos días, hermana— rió sabiendo la reacción que esto producía en la pelirroja.

—¡Mamoru!— chilló— ¡No me digas así! Llevamos toda una vida de matrimonio y no puedes dejar de llamarme así.

—Lo siento— se carcajeó dejando a un lado del libro—. Adoro hacerte rabiar.

—No es gracioso— le miró son recelo acercándole la pequeña bandeja—. Anda, come.

Sin vacilar, Endou tomó el frutó dorado y comenzó a comerle en grandes mordidas. Su esposa le sonrió complacida, no por nada había pasado toda su eternidad cultivando una huerta entera de árboles de ese manjar.

—¡Vaya!— Dijo con la boca llena—. Esta está más sabrosa que las de la semana pasada. ¿Has hecho algo nuevo?

—No— rió bajito encantada por el comentario—, ha sido una buena cosecha. Me complace saber que te ha gustado.

Acabó el fruto y deposito la basura en la misma charola. Con esto, Natsumi abandonó la sala en silencio, dejando a su marido con la lectura de todos los días. Recorrió los largos pasillos del castillo, dirigiéndose a la cocina, pero el sonido del piano detuvo sus pasos de golpe. Volvió sus pasos al pasillo que había ignorado y vio la puerta entreabierta del salón de música. Asomó sus orbes rojizos, curiosos y se sonrió al ver al jovencito de cabellos grises tocando tranquilamente en un enorme piano de cola.

Entró al salón sin hacer sonido alguno y contempló a su hijo interpretar una de tantas bellas melodías en el hermoso piano, símbolo de su poder. Inevitablemente una sonrisa escapaba de sus carnosos labios rojos, estaba orgullosa de su retoño, Takuto. Su primer heredero, de grandes dotes para la música y las artes. Al acabar deseo no tener en sus manos la charola para poder dedicarle un aplauso.

—¡Hermoso! —Dijo al borde del éxtasis. Se acercó a él, y el joven, sorprendió se puso de pie e hizo una pequeña reverencia.

—Buenos días, Madre— respondió con su gesto serio—. Me alegra que le gustara.

—No esperaba más de ti, querido— dejó la charola en una pequeña mesa cerca del gran ventanal que daba a los jardines y le dio un pequeño beso en la frente.

Takuto, no respondió ante ese gesto. Se limitó el regresar a su piano y comenzar una nueva melodía. Miró de reojo la charola.

—¿Cuándo crees que las manzanas lo retengan?— preguntó secamente.

—El tiempo que sea necesario—frunció el ceño, posó sus delicadas manos sobre los hombros de su hijo—, seguiré esta farsa hasta el final.

—Te prometo que…— pausó para tocar algunas notas graves que tornaron densa la atmósfera de la habitación— encontraré la solución. Y seremos libres.

—No tienes por qué cargar con nuestros errores. Tú eres libre de irte, tú y Ranmaru. — dio un pequeño masaje, haciendo presión.

—No te dejare sola— sonrió de lado, gesto que ella no logro ver—. No te dejaré sola madre, no con esa bestia.

—Tu padre no es una bestia— acotó en un pequeño hilo de voz.

—Un día de esto, tus manzanas no tendrán efecto alguno en él. Y te hará daño—la miró de reojo—, Saldrás más herida que Kazemaru. Más que todos mis hermanos. Y esos bastardos, Tsunami y Goenji dejaron en tus manos una misión suicida. Te prometo que— dejó de tocar las teclas. Produciendo un silencio que le heló los huesos—. Acabaré con esta cadena y me convertiré en el Dios supremo.

—Takuto…— susurró bajando la mirada—, amo a tu padre, y haré todo lo posible por tenerlo a mi lado…— le abrazó por la espada—. No me importa cuanta gente salga herida, lo único que me importa, son ustedes, mis amados hijos y él. El hombre que más amo— se escondió entre su cuello y su hombro—. Soy un asco.

—No madre—corrigió volviendo a tocar—. Eres una mujer.

Natsumi Endou. Diosa suprema entre sus hermanas y hermanos. No tenía la mejor relación de mundo con su hijo mayor. El primer fruto de su relación con Endou. El chiquillo de cabellera risada, y penetrantes ojos rojos, tan rojos que incluso le aterraban. Había hecho lo mejor posible, por ser una buena madre, pero esos hermosos pensamientos se iban al carajo cuando Mamoru estaba de por medio. Takuto era un Dios que creció con resentimiento en su ser. Con un pensamiento digno de un estratega en pleno campo de batalla. Quería a su madre, pero no al hombre que le dio la vida. Porque a pesar de saber la verdad –la pura verdad- no podía perdonar sus actos, no tenían justificación. No culpaba a su madre por su decisión, él sabía lo que era estar enamorado. Terriblemente obsesionado con una persona, persona que, ocupó el lugar que le hacía falta, su complemento. Miró a través del ventanal con dejos de un particular brillo en sus ojos. Allí en la laguna estaba su hermano menor, jugando con sus dos perros husky siberianos.

Ranmaru.

—Por mí no te preocupes—entonó la mujer contemplando de igual forma la delgada figura que ahora daba vueltas en el paso—, hazlo por él. Si algo pasa, tómalo y huyan. En las ciudades muertas, nadie los podrá encontrar.

—No soy un cobarde— apretó sus dedos, interrumpiendo por fracción de segundo la melodía que interpretaba, empero el piano siguió presionando cada una de las notas, a su voluntad, y con ello, Takuto no perdió el ritmo y siguió tocando con fluidez.

—Sé egoísta y salva su existencia— le sonrió tomando la charola y saliendo de la habitación.

A pesar de que la idea le encantaba. No podía hacerlo. Amaba a Ranmaru con una pasión de rayaba en la obscenidad. El pensamiento de hacerlo suyo una y mil veces lo torturaba todos los días, fantaseaba con él, todo eso a escondidas de su padre, pero lo necesitaba para respirar, para vivir y para razonar, porque, esa delgada figura de cabellos rosados que ahora estaba siendo atacado por un par de perros se había convertido en el motor que le hacía carburar con coherencia y sentido común para no enloquecer en esa pequeña jaula de oro en la que estaba condenado.

Dejó de presionar las teclas, pero ellas siguieron entonando la melodía con gracia y rapidez, la canción se tornó aguda y desorbitada hasta que paro de golpe, cuando todas las teclas se presionaron, rompiendo todo ensimismamiento en el joven Dios.

—Puedo ser libre— entonó—, y libre seré—. Susurró ocultando su rostro entre sus manos y las teclas de su piano. Otra vez estaba esa opresión en su pecho y la necesidad desmedida de llorar. Se maldijo por ser tan cobarde. Odiaba a su padre por ser un ignorante de sus acciones, odiaba a su madre por ser una egoísta, odiaba a Ranmaru por no poder ser suyo, odiaba a todos sus hermanos por ser libres, odiaba a Kazemaru por ser el culpable de toda esa red de dolor y se odiaba a si mismo por ser débil. Sus manos temblaron con un ritmo frenético y su cuerpo tirito de golpe—. Los mataré a todos—sonrió.

III

—Sólo una mordida.

El cuento decía, que Cenicienta tenía hasta las doce de la noche para que la magia acabara. La obra describe que Julieta fingió su muerte para huir de su familia. La leyenda cuenta que, Blanca nieves mordió la manzana envenenada llevada de la mano de la tentación. Se narra que la Bella durmiente yace en la última habitación de la torre del castillo esperando a ser despertada por un beso de amor verdadero. Si todo esto lo hubiera sabido Shirou, probablemente no hubiera caído en la trampa del señor del jardín infernal.

—Duerme bien— fue lo último que escuchó dejando caer su cuerpo y la manzana dorada rodara por la habitación.

Sus ojos grises se apagaron poco a poco y lo solo distinguió las orbes rojas a través del manto de la noche. Había tomado la decisión para protegerlo. A veces las personas deben de tomar caminos distintos para poder salvar a los seres que aman. A veces se equivocan y las jugadas que se hacen no son las mejores -ni las más inteligentes- pero los criterios de dividen, porque el fin justifica los medios. Ojala algún día Shuuya sea capaz de perdonarlo.

—Como te lo prometí— dijo tomando la manzana del piso con su esquelética mano—Aquí tienes al último príncipe lycan que existe. Ahora todo está en tus manos. Futuro señor de los infiernos, Ryuugo.

El mencionado entró a la habitación, sacudiendo su capa y haciendo una reverencia ante la figura encapuchada. Le ofreció sus respetos como el Dios que era. Y bajó la cabeza en señal de sumisión al ser que había respondido a sus gritos de auxilio, porque lo cierto era que aquel gran hombre de cabello rosado y corto, de facciones bruscas y tez morena era el heredero de uno de los siete reinos del infierno, pero no podría ser Rey. No aún.

—Se lo agradezco infinitamente, mi señor Kazemaru— se puso de pie y recogió el cuerpo inerte del piso. Aquel que le daría el poder y la corona, un joven lycan de piel blanquecina y cabellos plateados como la misma luna que solo se podía apreciar desde el mundo de los humanos. Admiró sus finas facciones y su gesto placido al dormir. Entonces le dirigió la última mirada al Dios de los muertos.

—Cumple tu parte de trato— ordenó.

—Lo haré mi señor, y usted será el invitado de honor.

—Esperaré ansioso por la invitación— expresó, haciendo una mueca de fastidio, restándole importancia a todos esos halagos que él consideraba vacíos—. Ahora vete. No quiero que mi hermano nos vea.

Ryuugo dio un pequeño asentimiento y despareció de la habitación a través de una puerta negra en medio de la habitación la cual había usado para entrar en aquel entorno, tras su salida, ésta desapareció. El Dios se disponía hacer lo mismo cuando decidió dar un último recorrido por la pequeña habitación que su hermano, Shuuya y el lycan compartían.

Le pareció muy poca cosa para el estatus divino al que ambos estaban ligados. Aquello solo era una sencilla habitación de pocos mechos de ancho y alto, color blanco. Con un gran ventanal que daba a un pequeño e incipido jardín, contempló el exterior con expresión vacua y soló una pequeña mofa, "poca cosa, poca cosa" se repetía para sus adentros. Se volteó rápidamente y vio algunas fotografías pegadas en la pared con algunas tachuelas, justo arriba de la cama de colchas color vino, las miró y arrancó la primera que vio. Sus ojos se ensombrecieron aún más, denotado una chispa de odio. Tomó la pequeña hoja por ambos lados y la rompió en dos. Pensó por dos segundos: si Mamoru no podía ser de él y Shuuya tampoco era de él, destruiría lo que ellos más amaban. Ya había robado la felicidad de su hermana Aki, ahora seguía su amado hermano mayor, y así, seguiría destruyendo las vidas de los seres que le condenaron al reino de los muertos. Porque lo cierto era que ser el Señor del jardín infernal no era fácil. Estar rodeado de odio y dolor, te consumía como un cigarrillo que nadie quería tomar, de poco en poco su vida se estaba tornando en cenizas que caían al piso, y eso a nadie le importaba. Debía de seguir con su cara indiferente, pretendiendo que no le dolía y que sus sentimientos no eran importantes. Porque nadie amaba a la muerte. Nunca antes ninguna persona podría ser capaz de amar a una bestia. La vida de Kazemaru era miserable, su día a día se resumía a tomar la felicidad de la gente. Y eso lo odiaba, se odiaba a sí mismo y a todo lo que lo rodeaba. Porque se había convertido en todo lo que nunca deseó.

—Nadie tiene derecho a ser feliz— dijo haciendo un movimiento poco común, incluso en el mundo de los muertos, capeó la tormenta, abandonando la casa de un rápido movimiento a los ojos de cualquier ser humano.

Shuuya debía de encontrar al lycan antes que las doce campanadas del templo llegaran a su fin o lo perdería para siempre. Darle su último beso de amor verdadero antes que el Demonio se lo robara. Salvarlo de cometer el peor error de su vida, que no solo lo condenarían al abismo, sino a una guerra inevitable entre los reinos del infierno. Porque Ryuugo necesitaba de un príncipe de sangre pura para poder ser Rey.

El rubio cenizo entró a la habitación con ese mal presentimiento y no encontró a Shirou. Su cuerpo tembló en un espasmo, al contemplar la manzana dorada mordida en la mesa de noche de su habitación. Él sabía de dónde venían las manzanas, y él sabía perfectamente el propósito con que fueron creadas. No pudo ser su hermana, ella no podía salir del castillo. Los únicos seres con acceso a las manzanas eran los Dioses y sólo uno podía estar detrás de esto.

—Ichirouta…— dijo entre colmillos el de largos cabellos rubios. No podía ser nadie, más que su hermano menor. Padre de uno de sus hijos y él único con hielo en sus venas como para expandir la peste a diestra y siniestra— ¿Qué es lo peor que haces con cada corazón que corrompes?— tomó la manzana en sus manos y la hizo cenizas de una llamarada rápida que se formó en sus manos.

IV

Se dice; que los Dioses son incapaces de sangrar. Son eternos.

Pero ellos pueden sufrir, sentir dolor, pesar y llorar. El hecho de ser un Dios, no te exime de sufrimiento, porque no son inmunes a las emociones, a los sentimientos. Resistió en su lugar, la tercera bofetada que le propinaba su Madre. Aquella bella mujer que en esos momentos lloraba un rio, aturdida por sus sentimientos, le golpeó una y otra vez, poseída por su odio. Ambos; víctima y agresor sufrían por sus propios seres amados. Gritó hasta sus palabras no fueron más que hilos de voz perdidos en el espacio.

Llevó su locura hasta el espejo de pared que ahora se rompía produciendo un estruendoso sonido que lo descolocó. Se cubrió por inercia, ocultando con sus manos su rostro lleno de agua salada. Quería gritarle también, pero no se atrevía, era su Madre y la adoraba, la amaba a pesar de su locura, a pesar de los golpes. Gritó, una vez más, tomándole por los hombros, zarandeándolo como un juguete que se negaba a obedecer sus órdenes.

Sus miradas húmedas chocaron. Café contra azul. Habían pasado por ese momento cientos de veces, y cada una de ellos era más desquiciante que el anterior. Amaba a su madre, pero amaba más a su esposo. Y debía de cumplir con su promesa, como cada año, como cada final del verano, como cada inicio del otoño, debía de volver a los brazos de su amado en el mundo de los muertos. Y eso, su Madre, no lo soportaba.

—¡No me puedes hacer esto…!— gritó la mujer de largos cabellos verdosos, oscuros como el musgo en el roble —¡Tenma, no me hagas esto!

El castaño de cabellos cortos y revueltos en dos pequeñas espirales arriba de su cabeza tembló en su lugar, aquel que respondía al nombre de Temna, mordió su labio inferior, desviando la mirada a la pequeña maleta que hacia cada año, guardando sus posesiones. Miles de años en el mundo de los muertos no eran suficientes como para destrozar sus sentimientos. Todos en ese lugar estaban locos, más aniquilados mentalmente que su madre o su padre. Pero él seguía guardando en su pecho todas aquellas emociones que le hacía moverse con gracia y dulzura el día entero. Debía mantenerse cuerdo para ayudar a la mujer que ahora lloraba a sus pies, suplicando que no la dejara y para ser el sentido común de su amado.

La idea le dio fuerzas porque en esos momentos estaba dispuesto a acabar con el sufrimiento de la hermosa mujer, con sus bellos ojos cafés aguados e hinchados de tanto llorar, su vestido oscuro yacía húmedo por tantas lágrimas derramadas esa noche de fin de verano.

—Suéltame. Debo de irme — retrocedió un par de pasos, soltándose de las garras de su Madre, tomando la maleta.

Tenma estaba loco también, pero se negaba a aceptar la idea. Porque un loco es una persona que no distingue la realidad de la ficción, él sabía cómo usar todas esas mascaras con nombres, que le susurraban por las noches: "Mátalos a todos," debía ser fuerte y no caer en su propia demencia.

Salió de la habitación, y posteriormente de la pequeña casa en medio de las montañas que compartía con Aki, su Madre. Se colocó una túnica negra y se cubrió con ella. Dejando a tras todo rastro del sencillo conjunto azul claro que le gustaba tanto portar. Tratando –inútilmente- de ocultar sus lágrimas y su sonrisa. Tras de él, un rastro de gritos fue dejado poco a poco, pudo escuchar lo vidrios quebrarse y los objetos siendo lanzados por todas partes. No miró atrás porque no se arrepentía de nada. Como cada año tenía que ser fuerte y soportar las agresiones. Poco le importó cuando, tras varias horas de caminata, la noche cayó sobre su cuerpo, era libre, otra vez. Limpió un poco su rostro de algunos dejos de sangre seca y lágrimas saladas muertas en sus mejillas.

Se adentró entre la maleza hasta llegar a lo que parecía ser un templo en ruinas, abandonado por el ser humano y por el tiempo. En medió de todas las columnas caídas, una figura se encontraba apoyada en lo que alguna vez fue una pared. Detuvo su andar y le admiró en silenció, contemplo su cabello azul oscuro como el cielo que les cubría y sus ojos naranjas que brillaban graciosamente entre todas las tinieblas. Como lo solía recordaba, llevaba atado su cabello en una pequeña coleta alta que se perdía ente todo su alborotado cabello. Le sonrió y dejó caer su maleta, llamando su atención de inmediato. El castaño corrió hacia él, y se aferró a su cuello como si su vida dependiera de ello. Su risa hizo un eco en medio de la oscuridad.

—¡Te extrañe, Kyousuke! — exclamó, produciendo una sensación de maremoto en el de cabellos azules. Se abrazaron en medio de la noche.

Pasó poco tiempo y no se dieron el lujo de disfrutar ese primer encuentro, ya tendrían momento para ellos. Le tomó por los hombros y parecía que el alto sujeto le dedicaría algunas palabras de bienvenida, pero aquellas nunca llegaron, se limitó a apretar su boca, formando una línea recta y le miró con severidad. Contempló sus heridas y una leve hinchazón en su ojo izquierdo, nuevamente la despedida había sido dura para él, pero no dijo más que una sencilla instrucción.

—Vamos— ordenó, encaminándose entre las ruinas. Tomó su maleta y el chiquillo lo siguió. Notando su gesto serio y fruncido.

—¿Sucede algo?— cuestionó entrelazando sus manos. Bajaron de la montaña y llegaron hasta un rio de se conectaba a una cueva.

—Ichirouta está de mal humor— mintió en voz baja. El castaño se estremeció, eso sólo significaba problemas. Muy grabes problemas, especialmente para él—. Así que, hacemos acto de presencia. Le muestras tus respetos y nos vamos.

Tenma dio un pequeño asentimiento, tratando de no hacer notar su miedo. Llegaron a la entrada de la cueva y tras caminar por algunos minutos Kyousuke le entrego una moneda de oro. Sabía qué hacer con ella, la puso dentro de su boca, al igual que su pareja y se acercaron a un pequeño grupo de encapuchados con túnicas blancas –haciendo énfasis a los suyas que eran negras- vieron a lo lejos el río dentro de la caverna y la pequeña barca que se acercaba. Justo a tiempo, Shadow, en mensajero del jardín infernal, venía por otra tanda de almas con el privilegio de pasar por el río Estigia.

Recogió cada una de las monedas de las bocas de las almas, y algo similar a una mueca se torció en su rostro al ver al par de jóvenes esperando su turno. No les dijo nada, sólo hizo un ademán con la cabeza mostrando respeto y dejo pasar al dúo a su barca. Y así, emprendieron camino al mundo de los muertos.

El trayecto fue, como siempre, tedioso, lleno de lamentos que salían de entre el agua, las manos aferrándose inútilmente a la barca, las caras descompuestas y los gemidos que le estresaban, y allí estaba, aferrado a la mano de su amado como tal fuerza que su brazo le temblaba como una pequeña olla de presión a punto de explotar. Así era cada vez que llegaban, y así era cada vez que emprendía su camino de vuelta. A lo lejos, en la niebla que se había formado entre ellos, las luces de cientos de pequeños barcos de papel brillaban como luciérnagas de fuego, destellando a un gracioso ritmo. Tenma amaba ese espectáculo macabro, porque cada luz, era un alma que llegaba al mundo de los muertos. Daba igual como murieron, todos tenían el mismo destino. Todos se enfrentarían al juicio final, en dónde su último camino se abriría. El infierno o el paraíso. Sus ojos azules bailaron con cada una de las luces, sonrió al verles, ahora, andando al mismo paso que su barca, navegando a su lado, con el mismo fin: La necrópolis. La ciudad se divisó al horizonte, saliendo de entre las nieblas con el esplendor digno de una pesadilla. Las luces parecían como hielos colgados de los cielos, tintineando como una canción de bienvenida, la canción de los príncipes del jardín infernal. Las sombras eran alejadas de las calles que estaban alumbradas por farolas que desprendían una luz azulosa casi metálica. Los edificios ante ellos, monumentales y de roca labrada, de ornamentas de acero y huesos deformados.

Llegaron hasta uno de los muelles y bajaron en silencio, se despidieron el barquero de cabellos blancos con un gesto de sus manos y este les correspondió con una reverencia.

Kyousuke tomó la mano de su pequeño y le sonrió. Como nunca lo hace, con nadie, ni su hermano, ni su Padre.

—Bienvenido a casa.

Se besaron al borde del muelle, con los gemidos y lamentos a su alrededor, porque el mundo de los muertos es un lugar asqueroso, con la niebla y las ratas corriendo entre las calles de la ciudad derrumbada, la muerte era dueña de toda esa inmundicia. Y no había nada mejor que hacer que contemplar el dolor de las almas que recién llegaban y aún no entendían dónde ni que sería de su destino.

Kyousuke era el príncipe, hijo del señor de los muertos: Kazemaru. Tenma era hijo de Aki Kino y de Mamoru Endou. Ambos hijos de Dioses, ambos condenados por los errores de sus padres, pero al menos se tenían el uno al otro para poder cargar todo ese peso que no les correspondía.

Caminaron entre las calles, en silencio. Teniendo en mente, llegar al gran edificio en medio de la ciudad para darse encuentro con su hermano mayor Yuuichi; el Juez. Señor de la corte infernal y heredero de Kazemaru –y su gran orgullo-. Todos los caminos llegaban justamente a la Corte, y las almas rondaban alrededor, porque no sólo bastaba con llegar al mundo de los muertos, también debían de llevar sus papeles en orden. Porque la muerte era la peor tortura de todas: La burocracia. La ley que reinaba sobre la razón. Tenma odiaba en cierto sentido ese largo camino, porque, la ciudad era un caos, llena de almas que por una razón u otra no llevaban con ellos sus papeles, ni nada que les ayudara. Ese era el papel que cumplía todo el complejo sistema que Yuuichi había creado. Ayudar a todas las almas perdidas a encontrar su camino y de no poder resolver su problema, darles una existencia digna en la ciudad de los muertos. Aunque muchas aún esperaban poder llegar al paraíso con sus seres queridos y otras se negaban a cumplir su sentencia en el infierno. El viejo juego de gato y el ratón. Porque todo sistema tiene sus fallas.

La anomia.

Subieron de poco en poco las escaleras para llegar al edificio.

—¿Traes tus papeles?—cuestionó el de ojos naranjas. A lo que el castaño asintió emitiendo una sonrisa. Eso le basto y llegando a la cima, abrió la puerta de cristal para que pudiera pasar, y como acto reflejo, se separó de él para que pudiera hacer su papeleo en calma y entró por una de las puertas a los extremos. Se adentró a una habitación con un cerco de seguridad estúpidamente grande, pero todos los oficiales a cargo bajaron sus armas al verle, le dejaron pasar de salón en salón y al fin, llegando a su destino, entró a la oficina, que en esos momentos estaba vacía. Dejó la maleta en uno de los sillones y la abrió sacando una bosa negra que conocía perfectamente. La abrió y sacó tres manzanas rojas del interior. Cerró todo y salió de la oficina. Recorriendo un amplio pasillo alumbrada por la misma luz metálica de la ciudad. Y ante él la mayor puerta del edificio con la leyenda "Todo aquel que pase por estas puertas estará condenado al abismo" bufó y entro como si no le importara. Mordió una de las manzanas produciendo pequeños sonidos de mal gusto.

—Siguiente— escuchó como una grabación vieja y monótona—. Paraíso—. Ordenó al son del mazo de acero que pegaba contra su base—. Siguiente.

Se colocó detrás de la silla de cuero negro y una cabeza de cabellera azul sobresalió de ella. Siempre con su trabajo, siempre con su ocupado trabajo. En frente de ellos estaba un largo escritorio negro con una balanza de oro y cristal cortado que a decir verdad tenía siglos que no se ocupaba de forma regular, pero era un hermoso adorno junto con un juego de copas de acero y una jarra con vino –el favorito de su hermano- también había un adornó florar de claveles negros y violetas junto con un portarretratos con la fotografía de un par de niños jugando con unos ositos de felpa cafés. –Ellos de niños- El alma encapuchada se posó al frente del escritorio y le dio su hoja, con mano temblorosa y Yuuichi la contemplo por fracción de segundos. Y dio un golpe con su mazo—. Paraíso—ordenó cuando un brillo ilumino el papel y un sello azul apareció dándole aprobación para la vida en el paraíso—. Siguiente.

Lado derecho cielo, lado izquierdo infierno.

Y así eran los días en la corte.

—Infierno— sentenció en silencio sin mirar el alma, que por sus facciones caía en la impresión de morir por segunda vez.

—Debe de haber un error— dijo con voz aguda.

—Siguiente.

—¡Esto no es posible!

—Infierno—levantó la vista, con sus voraces orbes naranjas destellando con la furia del fuego que le aguardaba—, dije.

El alma se encogió en su lugar, temeroso. Se alejó del escritorio con dirección a la izquierda.

Aunque de vez en cuando alguna alma se rebelaba a su decisión.

—Relájate, hermano— Le sonrió Kyousuke colocando su mano en el hombro y dejando la manzana en medio del escritorio.

Yuuichi contemplo la fruta brillante en medio de su lugar de trabajo como una pequeña alma esperando a ser juzgada. Sus ojos brillaron con un aire de excitación. La tomó y le dio la primera mordida, como si fuera el objeto más valioso de sus posesiones. La saboreó y se dejó caer en su sillón mullido.

—¿Ya es otoño?

—Tenma está en la fila— dijo encantado ante la debilidad de su hermano por aquel fruto— ¿Hace cuánto que no te levantas de esta silla?

—Varios meses— volvió a comer—, no sé en qué día vivo.

—Date un respiro.

—No puedo dejar el trabajado botado— mordió dos veces más.

—Este no es tu trabajo— dijo entrecerrando los ojos.

—Si por mi Padre fuera, todas las almas irían al abismo— sonrió de lado—. Todos merecen una oportunidad de ser juzgados.

—No es tu trabajo — repitió.

—Amo mi trabajo— trató de sonar razonable—. Si yo no lo hago, nadie lo hará—acabó el fruto y de una mordida se tragó el corazón entero. Recupero su posición dispuesto a seguir su labor.

Pasaron un par de horas, hasta que por fin lograron distinguir la cabecita revuelta. Pasó al frente de ellos y extendió un pequeño carnet abierto en una página en blanco. Yuuichi sacó de entre os cajones de tu escritorio un viejo sello de goma con su porta tintas. Aun fresco. Lo apoyó y selló la hoja.

—Bienvenido, Tenma— sonrió—. Gracias por la manzana.

—Por nada— le sonrió haciendo una reverencia.

—Nos vemos hermano— dijo el menor, poniéndose la lado de Tenma.

—Hasta pronto— les hizo un ademán con la mano. Y regreso a su Tarea.

Sí, así era todo los inicios de otoño. No veía a su hermano muy seguido, no desde que se posicionó como Juez. Y era un verdadero placer verle de vez en cuando. Sus días se resumían a su trabajo, trabajo y más trabajo. Fue un peso que le quito a su Padre, desde hace mucho, era lo único que podía hacer para verlo más relajado. Kazemaru estaba desquiciado. Porque para él, la vida valía su peso en oro, si podías pagar tu libertad irías al cielo; de lo contrario el infierno te abriría las puertas. Yuuichi sabía la historia completa porque la había vivido en carne propia, conocía del dolor de sus hermanos y de sus padres, y no los justificaba, más bien, ese trabajo que hacía era de alguna forma una penitencia que hacía en silencio para perdonar los crímenes de todos. La humanidad no tenía que cargar con un peso que no le correspondía.

Kazemaru le había robado lo más valioso a Aki –su hijo-. Por Celos. Le había arrebatado la vida a Aphrodi. Por celos. Y no contento con ello, ahora tenía planes para Goenji. Por celos.

Celos porque no tenía Mamoru a su lado, porque se lo habían "quitado"; aunque lo cierto era que la causa de todos los males de la familia eran su culpa. No la de Natsumi, no la de Goenji, no la de Aphrodi, ni Tsunami, ni Aki mucho menos de Mamoru. Todos habían sido víctimas de las malas decisiones de Ichirouta. Y ahora toda la familia pagaba del precio de la locura que se había heredado en la sangre. De hermano a hermano, de hijo a hijo. Incluso de las almas que no tenía nada que ver con la línea de sangre.

Porque todos estaban desquiciados en el mundo de los muertos y en la familia también.

V

Cada paso que daba era una nota que no volvería a tocar. Cada paso que daba estaba más cerca del ser que más amo en su vida, y rodeado de oro y luz, a lo lejos pendía del cielo, por cadenas de cristal el cuerpo de una mujer. Su rostro estaba cubierto por sus cabellos dorados, sus pies colgaban con la gracia de un animal recién casado y mostrado como objeto, un trofeo. Aquella mujer había sido la manzana de la discordia entre todos los hermanos, la manzana dorada que nadie pudo probar. La contempló en silencio, como quien admira algo a través de la vitrina, algo que no podrá ser suyo. Trató de alcanzarle pero estaba demasiado lejos, incluso para ser el Dios supremo de todos. Endou no podía hacer nada más que lamentarse.

— Aphrodi…— murmuró— ¿Cuántos fragmentos de tu ser deben ser recuperados para volver a ver tu sonrisa?

No recordaba nada de lo que había pasado milenios atrás. Estaba solo en su jaula de oro, con su esposa e hijos condenados a su lado. Si tan sólo supiera cual fue su crimen, probablemente eso le ayudaría dormir por las noches. Le ayudaría a no enloquecer día a día.

VI

El reloj marcaba las nueve en punto y su cita aun no llegaba. Un mensaje lo trastornó como nunca antes: "Quieres saber la ubicación de KIRA?, Nos vemos a las 9:00pm en el hotel Hilton"

"Kira", era el sagrado sable del líder de su extinto clan, Seijirou Kira, su padre adoptivo. Tras la exterminación del clan y el robo de las Katanas. Grand había buscado el paradero de todas estas armas, eran 15 en total, de las cuales, tenía 14 en su poder. Sólo le faltaba la más importante –y poderosa de ellas- la de su amado Padre. Y ahora de la nada, le había llegado ese extraño mensaje a su Iphone.

Grand, un vampiro de finas facciones y cabellos rojos como la sangre misma decididó cambiar su nombre a Kira Hiroto –La unión de las dos personas que más amo- al momento de fundar la compañía Kira y comenzar a hacer negocios y mover los hilos de su nueva vida. Juntó, con el paso del tiempo, un clan de hombres y mujeres, dignos del honor de su familia, algunos llevaban en su sangre la herencia samurái, otros la había adquirido en el momento en que les dio el abrazo, porque él había convertido a todo su clan, cada uno de ellos fue elegido con una precisión a prueba de fallos. La compañía creció y se expandió como la peste, así como su nombre y su leyenda. "Un demonio ganó su libertad del infierno en una mano de póker contra el Diablo y que había sido abrazado por el más poderoso clan Vampírico de oriente" Arrasó a cada clan que se le oponía, adoptó a todo aquel que le jurara lealtad. Con todo aquel acumulado se extendió a Corea y China.

"Hiroto Kira"; era el nombre más oído en las tinieblas de las ciudades. El amo y señor, el príncipe de oriente, el Alpha Noir y el Omega White.

"Sakuma Jirou"; era el remitente del mensaje. Un demonio de largos cabellos plateados y un parche en el ojo. Se sentó al frente de él y le sonrió ofreciéndole una copa de vino, pero él prefería el Whisky. Cenaron, y charlaron como dos viejos conocidos. Pero al chico de cabellos rojos y ojos tremendamente verdes sólo me importaba una cosa: Kira.

—Me hospedo en este hotel— habló el demonio, rozando sus dedos con el de ojos verdes—. Podemos hablar de lo que nos interesa, en privado.

Tras 3 botellas de Whisky Japonés y dos de Vino. Grand ya estaba ahogado en alcohol. Pagó la cuenta –hablado un extraño japonés-alemán- y subieron a la suite entre besos y jadeos en el elevador de cristal que daba una vista hermosa a la ciudad de Frankfurt. Al llegar a su destino, corrió con Sakuma a cuesta a la habitación, y entraron de golpe para dirigirse a la cama y caer en esta de prisa. Se arrancaron la ropa como podían, entre gemidos y gruñidos. Y al estar Sakuma, semidesnudo arriba de Grand, emitió una risa ahogada, y revolvió sus cabellos plateados con demasiado ánimo.

—Esto es muy sencillo— se revolcó en un espasmo—. Estúpidamente sencillo.

Grand le miró con curiosidad, entre sombras y la luz de la cama, sólo podía distinguir el olor en su sangre dulce y el rechinido de los engranes de su parche.

—Dulces sueños, querido Grand.

Silencio.

Oscuridad, perdió la noción del tiempo hasta que el frío le invadió, le dolía la cabeza, y se sentía mareado. ¿Cuándo tiempo había estado inconsciente?

Era un molesto hedor, a humedad, tierra y una penetrante esencia a cereza, tardó un par de segundos en poder ubicar aquellos aromas, no muy lejos de dónde él se encontraba. Su cuerpo, pesado, sometido por la gravedad. Distinguió dos respiraciones más, la primera agitada y jadeante, molesta. A su vez, la segunda era más liviana, tranquila. Con ellas llegó el choque de lo que parecían ser cadenas; Cadenas de acero, grandes. Abrió los ojos con lentitud, descubrió sus orbes verdes, y acostumbro su vista a la oscuridad que lo rodeaba. Observó una figura no muy lejos de él, recostada sobre el piso, dándole la espalda, su cabello era plateado, largo, muy revuelvo, no parecía respirar, su cuerpo no se movía en lo más mínimo, le miró con más cuidado y pudo ver las cadenas atadas a sus pies y brazos.

Gruñó ligeramente ¿Dónde se encontraba? Y más importante. ¿Cómo había llegado allí? Frunció ligeramente el ceño; Paró por un par de segundos a pensar: Aquella noche, su última noche de lucidez, la cena, el baile, ese sujeto con el parche en el ojo. Sí, paso su noche con ese hombre. De las pocas cosas que realmente recordaba, era su olor, fuerte, como ámbar, algo seco, y aquel plateado cabello, largo hasta la cintura. Pero sin duda, lo más exótico que llamo su atención, aquel hedor de su sangre, se llamaría a sí mismo loco, pero no siempre te topas con demonios con un hedor tan dulce en sus venas. Sonrió para sí.

Y fue así. Como su historia comenzó.

VII

—Estaré a tu lado para consumir las penas. Todo sea por salvarle de la locura, mi amado rey. Con mi vida, protegeré ese sentimiento que guarda, nuestro mundo y nuestro secreto.

Yukki.

—Por todo lo que mi orgullo soporta, por las canciones que sólo a usted le dedico, juro serle fiel hasta el último día de mi existencia. Deme lo que perdí y de mí sólo recibirá la más pura verdad. Mi señor de trueno. Interprete del Lullaby.

Fidio.

—Le prometo, mi amada Señora, que estaré a su lado hasta que el tiempo consuma mi carne y la tierra corroa mis huesos. La amo tanto que prefiero una vida de silencio a no tenerla a mí lado.

Rococo.

—Confía en mí. Si hago esto, es porque te amo, más que a nada en este mundo. Confía en esta decisión que hoy tomo. Sí me amas déjame ir, cierra los ojos y permite que todo tome su curso. Soy fuerte y sé luchar.

Shirou

—Muerte es, como muerte debe ser. Nuestros caminos jamás se volverán a cruzar. Pisaré de nuevo tu jardín cuando el infierno este teñido de blanco. El mundo de los muertos no está hecho para mí. Yo aspiró a un verdadero edén, no cenizas.

Hiroto.

—Recuperaré tu sonrisa y te salvaré de tu agonía. No importa cómo, no importa cuánto tiempo me lleve. Siempre hay una forma de burlar a la locura, esa, que no te deja dormir por las noches.

Kazuya.

Yo deseo:

"Encontrar la última espada y a los responsables de la masacre de mi familia."

"Restaurar el clan y un nuevo cuerpo para mí."

"Saber el paradero de las Sirenas, de mi madre y mi padre."

"Recuperar mi alma y con ello, todo lo que me fue arrebatado; mi vida, mi esposa y mi hijo."

"Destruir todo lo que me ata."

Con esta firma, mi sangre y mi palabra.

Sello este contrato.

The game begins.


Nota— Hasta aquí~ Bien. Aclararé que la trama se centra en los Vampiros que han sellado el contrato. La introducción de los Dioses solo es la pauta de las diferentes tramas que se irán dando con el tiempo. No en un orden espefico, pero podremos ver como se entrelazan poco a poco.

Agradezco que llegaran hasta aquí. Cualquier comnetario es bien recibido. Me ayuda y me anima en mis épocas de strees universitario. Me tomé a libertad de tomar la frase de una autora conocida de la sección de Naturo. Dice así:

"Los autores de Fan fictions escriben de forma gratuita y leer sus fics no cuesta nada.
Por lo mismo, intenten pagar ese esfuerzo dejando un comentario, mandando un mensaje privado, dando un "favorito" o un "follow".
Autores felices = Más actualizaciones."

Gia'hara!

Lexington Rabdos H.

Editado: 14 de Julio del 2013, 1:28 AM