Corriendo por una calle transitada bajo la lluvia torrencial de una noche de septiembre ¿cómo pudo ser tan despistado como para olvidar su paraguas nuevo? Entró corriendo por la puerta principal del nuevo restaurante italiano al que fue hace unos instantes, sin siquiera pedir permiso o disculparse se dirigió hacia la mesa del fondo y buscó vagamente en los asientos y por debajo de la mesa sin encontrar nada. ¡Diablos!, pensó. Tomó asiento un tanto resignado pero sin perder las esperanzas en encontrarlo. La luz mortecina del restaurante mezclada con la música de acordeón lo llevaban a otro lugar.
— ¿Estás cómodo? –preguntó una voz a su lado.
— Ah… perdón he estado tan inmerso en mis pensamientos que no te he oído –dijo poniéndose de pie.
— Vale, no te preocupes, mi padre está en el auto y mi madre en el tocador, me han dejado aquí esperando y con hambre –sonrió- pero ¿por qué tienes esa cara? y ¿por qué estás todo empapado?
Esa sonrisa le asombró, era cálida y sincera no como la de muchos de sus conocidos, enrojeció.
— Es que olvidé algo y…
— Ah entonces es tuyo este paraguas –dijo sacando el objeto del bolso que llevaba consigo-. Lo iba a dejar en la comisaría, se ve que es nuevo y de buena marca así que pensé que su dueño lo iba a estar buscando, no vayas a pensar mal de mí.
— Gracias –el reloj que se ubicaba en la pared encima de ellos sonó marcando las nueve en punto-. Lo siento, tengo que irme, gracias de nuevo.
Dio vuelta atrás y salió sin siquiera oír las palabras del jovencito extraño, sin escuchar su nombre y con el rostro aún caliente corrió nuevamente por la acera, sonriendo, abrazando el paraguas sin darse cuenta que seguía lloviendo.
— ¡Mycroft Holmes! –gritó una mujer corriendo tras de él-. ¿Qué haces corriendo así bajo la lluvia? Para algo te compré ese paraguas y no precisamente para que lo abraces como si fuese osito de peluche.
— Lo siento mucho madre –dijo avergonzado cuando ésta le alcanzó.
— Mi vida –sonrió tomándolo entre sus brazos- me tenías muy preocupada, vamos, entremos al auto que podrías pillar un resfriado.
— Si.
Entró al automóvil negro estacionado en la calle, en silencio y sin la intención de contar a su madre lo ocurrido en el restaurante. Observó el interior de la limosina con cierto desdén y sus ojos se posaron en la dama frente a él, sabía por el color rojizo de sus ojos que ella había estado llorando, probablemente desde hace horas por lo hinchado de sus párpados, intentó no tocar el tema y no hacer preguntas.
— No es seguro que un niño de once años vague por las calles londinenses a altas horas de la noche y menos con una tormenta así –explicó Mrs. Holmes mientras veía las gotas de agua que se acumulaban en el vidrio de la ventana de su asiento.
— Entiendo, no volverá a pasar.
— La próxima vez invitas a Anthea a la casa a cenar, Myc, los restaurantes, aunque sean de su familia son para gente adulta.
El camino a la casa de la familia Holmes era largo y silencioso, vivir a las afueras de Londres tenía sus ventajas: aire freso, lugares espaciosos para recorrer, una vista espléndida pero para Mycroft estas eran sólo trivialidades, prefería leer en sus ratos libres o ayudarle a su padre en asuntos de la oficina.
Bajó del auto junto con su madre, las oscuras nubes se esfumaron dejando ver una reluciente luna y las estrellas pronto aparecieron. La casa parecía estar más silenciosa que de costumbre. El único sonido que solía replicar en los semi-vacíos cuartos de la casa era creado por su hermano menor Sherlock y sus "pequeños" experimentos; sólo eran ellos dos pues el verano pasado Sherrynford, su hermana mayor fue admitida en el pre-curso de la Real Academia de Sandhurst y no vivía con la familia. Entraron y tomaron asiento en uno de los sillones blanco coral de la sala, Mycroft esperaba ya el discurso bien merecido que su padre le recitaría.
— ¿Y el pequeño, cariño? –preguntó Rose a su esposo, quien los esperaba sentado en su sillón de piel color vino.
— Dormido, sinceramente aún no sé cómo le haces para hacer que se acueste –le contestó y volteó a ver a Mycroft-. ¿Y tú? A tu cuarto, ya es hora de dormir.
— Si –contestó, asombrado de no haber sido regañado ni haber escuchado la frase de "Lo hablaremos mañana por la mañana".
Subió las escaleras que conducían al segundo piso y caminó directo a su habitación arrastrando los pies, estaba cansado y somnoliento. Mucho ejercicio por el día de hoy, se dijo al girar la perilla de la puerta de su recámara. Secó su regordete cuerpo con una toalla y se colocó el pijama. Sin nada más en la cabeza que lo sucedido el día de hoy se acosó y durmió plácidamente.
