23 de Abril, 2018 Si alguien me preguntara frente a frente la razón de este escrito, no sabría qué decirle. Quizá es sólo un producto necesario de mi vida o tal vez se deba a un potente deseo de perpetuidad. Normalmente lo escribo por las noches, cuando todos mis compañeros duermen, cuando el ruido de las calles aterroriza a la luna y cuando el miedo de no saber si habrá otro día se cuela por mis venas. Cualquiera pensaría que esta pesadilla en la que me encuentro fue una pesadilla desde el principio, pero no fue así. De hecho, todo esto inició con un aire de esperanza inmenso. Nadie sabía lo que vendría después. Comenzó cierta tarde de invierno, el reloj, según recuerdo, marcaba las cuatro y cuarto. Yo salía de una clase en la universidad como cualquier otra tarde de martes. Por los pasillos la misma gente de siempre platicaba los mismos temas de siempre: exnovios molestos, citas quebrantadas, planes de viernes, modelos de zapatos, galanes de telenovela y un centenar más de temas efímeros con un aire empresarial de país tercermundista. Cuatro y veinte de la tarde, el jardín central de mi universidad se parecía a una capilla posmoderna: una zona del silencio sin silencio, un césped que cuidadosamente descuidaban en ferias de empleo y un montón de trajeados jugando a las leyes. La religión de la eficiencia y el dinero, ya ni siquiera del poder. Cuatro con cuarenta de la tarde, el panorama no cambiaba en nada. Cinco de la tarde, todo se quedó quieto. No sabría explicar lo que pasó, pero era muy parecido a una pausa que duró cinco horas. Por alguna extraña razón nadie podía moverse, el jardín central se parecía al palacio de Medusa. Yo me quedé como estatua mientras caminaba, mis extremidades no respondían y mi boca no emitía sonido alguno. Todos a mi alrededor estaban igual que yo, éramos estatuas de piedra esculpidas por no sé qué cosa. Después, algo cambió en la mente de todos. Era como si alguien le hubiera puesto pausa a un videojuego para introducir una clave tramposa, un fallo en el sistema, un instante de inmovilidad absoluta. Cinco horas estuvimos petrificados para luego regresar a la normalidad. La pausa había terminado. Nadie supo dar razón de lo qué pasó. Maduro le echaba la culpa a Obama, Obama, con su retórica, pedía calma mundial, el Papa creaba un puente entre la fe y lo acontecido y los amantes de la conspiración se decidían por los extraterrestres. Yo, en cambio, hice un cuento. Poco importa relatar las disputas sobre el suceso, lo relevante es el suceso mismo, pues desde aquel día los seres humanos cambiaron: todos estaban conscientes de su mortalidad, lo que provocó un cierto aire de esperanza. La gente aprovechaba cada día como si fuera el último, no dejaba nada para mañana, no hablaba sobre dinero y comercio, sino de trascendencia y salvación. Las personas comenzaron a ser más amables, a ser más empáticas, a perdonar a sus transgresores. El mejor mundo de los posibles, la ciudad de Dios en la Tierra. Inclusive yo me sentí más aliviado, mi melancolía desapareció y mi pesimismo se transformó en esperanza. "Todo irá mejor" decían todos los diarios, y tenían razón: durante un año la humanidad no conoció la diferencia entre "ser" y "deber ser", todo era como debía ser, todo se sentía en su lugar, sin guerras, sin pleitos burocráticos ni retóricas vacías. El último aire de esperanza antes del inicio de la extinción. La muestra de un Dios cruel que alimentó nuestras esperanzas para quitárnoslas después. Yo era feliz. Daniel U. Rocha
