¡Bienvenidos a mi segundo fic, espero que os guste!

Disclaimer: Los personajes de esta historia no pertenecen, supongo que son propiedad de Jim Henson, de George Lucas y de ellos mismos (David Bowie y Jeniffer Conelly, jajajajajaja!!!). Es un homenaje a una película que ví cuando era peque y me apasionó, ahora con 23 años la sigo viendo (debo haberla visto unas 60 veces, sin exagerar) y me sigue gustando cada vez más. No saco con este ningún beneficio económico, solo el placer de soñar con David / Jareth.

I. UNA OFICINISTA ESTRESADA

Y UN REY ABURRIDO

Janice entró en el despacho de Sarah con un humeante vaso de plástico en cada mano, descubriendo a su compañera de pie frente al gran ventanal, con la mirada ausente entre el tumultuoso tráfico de aquella gris mañana de enero.

- ¿Café? – preguntó en tono despreocupado -.

Un breve parpadeo fue el único signo visible de que Sarah había abandonado su trance. Janice ocultó su curiosidad tras una encantadora sonrisa. Se llevaban muy bien, pero apenas llevaban un par de meses trabajando juntas y todavía no se sentía con la suficiente confianza como para preguntar abiertamente a su compañera que le preocupaba. Es cierto que la empresa no vivía su momento más boyante, pero eso nunca había interferido en el carácter de Sarah. Era enérgica y trabajadora, pero también una de esas personas que se toman el trabajo como un medio de subsistencia y no permiten que los altibajos les afecten demasiado. Además, los beneficios flojeaban desde hacía meses, mientras que el comportamiento taciturno y distraído de Sarah era fruto de la última semana.

- Muchísimas gracias – Sarah había respondido a la invitación de Janice con una sonrisa cómplice que devolvió a su rostro su habitual jovialidad -.

- De nada. Me quedaría a tomarlo contigo pero… ya sabes – y diciendo esto, señaló con la cabeza la pared del despacho contiguo, que ocupaba Tom, el Director Gerente -.

Ambas rieron por lo bajo. Sabían que si comenzaban a charlar mientras tomaban el café, este aparecería en la puerta con aire inocente para pedir algo urgentísimo a alguna de las dos, obligándolas a posponer para más tarde su conversación sobre la película de la noche anterior, sobre lo baratos que estaban los zapatos en tal sitio o sobre cualquier otra estupidez que las distrajese un rato. Con un gesto de muda resignación, Janice abandonó teatralmente el despacho, dejando a Sarah con la sonrisa pintada en los labios, pero de nuevo, sola. Se sentó con un suspiro en la horrible silla de diseño que trataba de dar un aire post - moderno y futurista a la oficina, pero que era incómoda a más no poder y bebió un largo trago de café.

- Dosis de realidad – pensó mientras lo saboreaba – Justo lo que necesito.

Y tomando un bolígrafo que hacía juego con el bote que lo contenía, con la silla y con el resto del mobiliario, trató de concentrarse en como reducir los gastos de ese mes y de donde sacar nuevos y poderosos clientes en un mercado saturado por una brutal competencia.

Puede decirse que lo consiguió durante casi una hora, pero tras ese breve espacio de tiempo, regresó a su mente la imagen del hombre que el sábado de madrugada había visto solitariamente sentado en la pequeña mesa de un encantador localito, uno de sus preferidos, en la zona bohemia de la ciudad. Si él la había visto a ella, era algo difícil de saber, pues a pesar de ser de noche y de estar en un lugar cubierto, escondía sus ojos tras unas elegantes gafas de sol, que tenían todo el aspecto de ser carísimas y exclusivas.

En ese momento, Hugo había posado su alocada mano sobre el hombro de su amiga Sarah para que esta contemplara la exuberante belleza del joven camarero mulato que repartía mojitos entre las mesas. Eso solo distrajo a Sarah unos segundos; cuando dirigió de nuevo la vista hacia la mesa ocupada por el hombre de las gafas, un grupo de cuatro o cinco señoras de ostentosos abrigos le impedían la visibilidad y cuando estas se apartaron para acomodarse en un sofá cercano… ya no estaba. La mirada de Sarah quedó fijamente posada en la silla vacía, preguntándose si realmente había estado ocupada hasta ese instante, y lo que era más importante, si su ocupante era quien ella había pensado…

Sarah agitó nerviosamente la cabeza, volviendo a la realidad del despacho que ocupaba en el momento presente. Él no existía. No había existido nunca. Lo ocurrido hacía doce años no había sido más que la grandiosa fantasía de una preadolescente a quien su desbordante imaginación impedía madurar. Eso era lo que se repetía una y otra vez cuando el recuerdo de la aventura que había vivido entonces regresaba a su mente, cosa que ocurría cada cierto tiempo: cuando ojeaba un libro infantil con ilustraciones de hadas y duendes, cuando iba a casa de sus padres y entraba en su vieja habitación… pero desde hacía una semana era algo que no podía apartar de su mente. Llevaba todos esos años convenciéndose a sí misma de que lo único emocionante que había ocurrido en su vida no había sido más que un sueño, una quimera, un desvarío… Y de pronto, ahí estaba Él, sentado en aquella silla con sus perfectos rasgos rectilíneos, con el pelo corto pero igual de rubio que cuando bailó con ella en el interior de una burbuja…. ¡No! No era Él, por una sencilla razón: Él no existía.

El sonido del teléfono le hizo dar un respingo en su asiento. Cuando descolgó el auricular, escuchó la voz de Janice hablándole desde el despacho de enfrente:

- Hora de la reunión con los peces gordos.

Sarah suspiró con la angustia propia del condenado a muerte que sabe que ya ni un milagro puede librarle de su desdichada suerte. Recogió sus papeles y los metió ordenadamente en una sobria carpeta de cuero negro. La presencia era importantísima para aquellos señores tan serios. Así que, del mismo modo, se colocó el cuello de su inmaculada camisa blanca y atusó los cortos mechones de su cabello endurecido por la gomina. "Demasiado corto", diría su madre cuando la viera, pero ella se sentía cómoda y segura con ese look, le daba un aire duro muy conveniente en su trabajo.

Con aire aparentemente tranquilo, salió de su despacho, con la negra carpeta entre las manos, dispuesta a aguantar con estoicismo la reunión que solo se vería interrumpida por la comida dos horas más tarde. En ella tendría la oportunidad de escuchar la cantinela de siempre: el previsible hundimiento de la compañía en un indeterminado espacio de tiempo era algo tantas veces escuchado, que ya no le afectaba en absoluto… Es más, algunas veces, durante escasos momentos, deseaba que se precipitara la hecatombe. Entonces recordaba que el alquiler no se pagaba solo y rectificaba sus oscuros deseos. Así que, armándose de valor, se dirigió a la sala de reuniones como un torero, llevando por capote la carpeta repleta de posibles soluciones.

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Jareth se aburría. Y si había algo que el Rey de los Duendes no podía tolerar, era el aburrimiento. Se encontraba solo en el gigantesco salón de su castillo, semitumbado de lado en el majestuoso trono de plata y terciopelo negro, mientras sostenía en la mano derecha un cristal esférico con el que jugueteaba distraídamente. Con la mano izquierda sostenía su regio mentón. Su hechizante mirada bicolor vagaba sin rumbo por la sala. El tic – tac del hermoso reloj de pared le resultaba más agobiante cada vez. Él, que siempre había considerado al tiempo su aliado, que había jugado con él y lo había vuelto del revés según su antojo y necesidades, veía como se convertía ahora en su más pérfido enemigo, acechándole de forma inexorable con su lento transcurrir.

Se puso de pie con un elegante movimiento, comenzó a atravesar salas y habitaciones y a subir y bajar interminables escalinatas como alma que lleva el diablo, como si tuviera algo tan importante que hacer que no pudiera ser demorado un segundo más. Tras atravesar un largo corredor de piedra, pobremente iluminado por la titilante luz de las antorchas, salió al balcón más alto y espacioso de su castillo, desde el cual podía contemplar la enorme vastedad de su Reino. Sus dominios se extendían más allá de lo que la vista podía abarcar. Contempló con enorme melancolía el infranqueable Laberinto que rodeaba el castillo y la Ciudad Duende por los cuatro costados. ¡Ay¿Cuánto tiempo hacía que nadie se perdía en su más lograda creación? Apretó el puño y contrajo la boca en una mueca de disgusto. ¡Demasiado bien lo sabía! Hacía la friolera de doce años que nadie se dignaba a distraerle con sus desesperados intentos de atravesar el Laberinto en pos de un ser querido (o no) del que había deseado librarse sin haberlo pensado antes fríamente.

Y doce años antes, Ella. Aquella cría insolente aparentemente igual a tantas otras que lo habían intentado con anterioridad. No solo había osado desafiarle internándose en el Laberinto dispuesta a franquear la Ciudad Duende y el Castillo, algo que ya exigía una considerable dosis de valor y que pocos se habían atrevido a intentar, sino que además lo había conseguido. Le había derrotado. La única que lo había hecho en todo el reinado del Temido y Poderoso Jareth. "No tienes poder sobre mi". Cinco sencillas palabras y toda la magia del encantamiento de Jareth, desvanecida por completo. La chica se largó con su hermanito y no se supo más de ella.

Y desde aquel momento, el hastío; el continuo transcurrir de los días cada uno exactamente igual al anterior. Jareth, Rey de los Duendes, se sentía condenado al olvido, más aún, al ostracismo, al destierro en su propio castillo. Era, como solía decirse, un canario en una jaula de oro.

Y ya no podía más. Tenía que hacer algo, pero ¿el qué? La única manera de abrir la puerta del mundo de los humanos era que uno de ellos pronunciará en voz alta el conjuro que hacía manifestarse a la imponente figura de Jareth. Y estaba más claro que el agua, que o bien desde hacia tiempo los humanos se las apañaban muy bien solitos para deshacerse de molestas compañías, o bien la acción de la chica había sellado la entrada al mundo del Rey de los Duendes. ¿No habría ninguna otra forma de abrir la puerta? Eso era lo que Jareth se preguntaba mientras enrollaba entre sus enguantados dedos un largo mechón de su hermosa y rubia melena. Si había algún otro camino hacia el lado de los humanos, él lo desconocía, pero sí sabía quien podía ser conocedora de tamaño secreto: Moixa, la vieja bruja que vivía en la más profunda cueva de la más alta montaña en las heladas Tierras del Norte.

Jareth ya había tomado su decisión. Hacia allí partiría sin demora, solo, a pie y de incógnito, dispuesto a perecer en el intento, con el único objetivo de salir de la espiral de tedioso vacío en la que se hallaba inmerso desde hacía una docena de años y poder, por fin, ejecutar la venganza que su frío corazón había ido fraguando durante todo ese tiempo, hacia la única causante de aquella situación.

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Agotadora. Ni más ni menos que el resto de las reuniones de los últimos meses, sencillamente, agotadora. Por varios motivos: por lo aburrida, por lo repetitiva y, ante todo y sobre todo, por lo infructuosa.

Sarah iba en el metro con el estómago emitiendo ensordecedores rugidos. A aquella hora del mediodía el vagón iba atestado de estudiantes y demás afortunados que podían comer en sus casas. Ella no tenía tanta suerte. Simplemente se desplazaba un par de paradas para encontrarse con Enrick en un punto intermedio entre las oficinas de ambos y poder comer juntos. Hacían esto un par de veces por semana, puesto que entre diario era el único momento en el que podían verse. Ambos tenían unos trabajos bastante absorbentes. Bajó en la parada de siempre y ascendió ligera los escalones del metro. Cuanto antes llegara más tiempo tendría para comer y, claro… para estar con Enrick.

El restaurante era un lugar aséptico y bastante "aparente" teniendo en cuenta lo asequible de sus precios. Enrick nunca habría ido a uno de esos sitios que apestan a fritanga. Acostumbraban a comer allí, aunque esa zona, medianamente céntrica tenía otro buen número de locales. Allí ya les conocían, eran clientes habituales, les trataban bien y les invitaban al café.

Enrick ya estaba sentado en la mesita del rincón, la que más le gustaba, con el maletín del portátil y el periódico en la silla de al lado. Consultaba su reloj a través de los cristales de sus anticuadas gafas de montura dorada. No era feo, pero el corte de pelo recto y sin gracia y el traje barato, le daban aspecto de profesor de internado. Cuando la vio sonrió brevemente y se puso en pie para el protocolario beso de saludo.

- No digas nada – comenzó él – Se prolongó la reunión.

- Como lo sabes – afirmó más que preguntó Sarah mientras colocaba su chaqueta en el respaldo de la silla y se acomodaba frente a Enrick -.

- ¿Alguna novedad?

- Negativo.

- Deberías abandonar el barco antes de que se hunda.

- Como las ratas.

Ante la dura respuesta de Sarah, Enrick optó por cambiar de tema y dejar que la comida transcurriera tranquila y sin sobresaltos. En poco más de una hora, ambos abandonaban el restaurante y se paraban uno frente al otro antes de separarse en direcciones opuestas.

- Solo digo que allí desaprovechas tu talento, por no decir que las probabilidades de ascenso son nulas.

Sarah sonrió melancólicamente. "Ascenso" era una de las palabras favoritas de su novio, junto a "previsible", "largo plazo", "realista" y otras tantas parecidas. Él llevaba dos ascensos en menos de tres años y aunque no lo hacía intencionadamente, se lo recordaba a Sarah a menudo.

Tras un beso de despedida tan protocolario como el de saludo, Sarah se dirigió de nuevo a la estación de metro, de vuelta a la oficina, con una sensación de amargura y pesadez mayor aún que la del trayecto de ida. Esta vez el vagón iba más despejado y pudo dejarse caer con desgana en un asiento vacío. Sin saber porque, Él ocupó de nuevo sus pensamientos, dejándola tan absorta, que a punto estuvo de pasarse de parada.

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Moixa escuchó un ruido tras ella, pero no se molestó en girarse, sino que se limitó a esbozar una sonrisa cruel y dirigiéndose al gato blanco que dormitaba en un sillón, le espetó en tono irónico:

- Vaya, Belcebú, mira quien se digna a visitarnos, nada más y nada menos, que Su Majestad, el Rey de los Duendes.

- Déjate de sarcasmos, Bruja – respondió Jareth arrojando a una silla su raída capa; lo que había sido una lujosa prenda de armiño había quedado reducida a jirones por el largo viaje, por la nieve y por los vientos huracanados de aquella región de los hielos -.

También su piel y sus labios estaban cortados por el frío. Su ropa estaba sucia de polvo y barro. Más parecía un mendigo que un rey, pero había merecido la pena, porque allí estaba por fin, ante Moixa, la vieja bruja. Cualquiera que escuchara esa expresión, pensaría en una de esas viejas jorobadas con una verruga en la punta de la nariz, gorro puntiagudo, y largo y estropajoso cabello blanco, removiendo cosas repugnantes en un gran caldero humeante. Cualquiera que pensará eso se equivocaría en todo, menos en lo del caldero. Cuando Moixa al fin se dignó a apartar la vista del recipiente sobre el que trabajaba y se dio la vuelta para encarar a Jareth de frente, este tuvo que esforzarse para que la hermosura de Moixa no le hiciera perder la poca dignidad que su mísero aspecto le permitía conservar.

Moixa tenía los ojos de un color violeta intenso, como ópalos resplandecientes, piel blanca como la nieve y una espesa y larga melena ondulada de color rojo fuego. Rasgos gatunos y figura escultural. Ostentosas sortijas adornaban cada uno de sus dedos, enormes zarcillos pendían de sus orejas, del mismo modo que collares y pulseras de su cuello y muñecas. Más sencillo era su atuendo de seda verde que dejaba al descubierto una larga y estilizada pierna y unos delicados pies descalzos. Lo único que afeaba aquella prodigiosa visión era la cicatriz que le cruzaba el lado derecho de la cara, desde la primorosa ceja hasta la barbilla. Ella sí parecía una Reina.

- ¿A qué debemos tu agradable visita, Jareth? – preguntó la dama poniendo los brazos en jarras mientras alzaba una ceja -.

- Si sabías que era yo, también sabes a que vengo; déjate de juegos. Necesito respuestas.

Jareth atravesó la estancia, apartó al gato del sillón con un manotazo y se sentó. Sentía dolorido cada centímetro de su cuerpo. Moixa tomó una jarra dorada que descansaba sobre la mesa y llenó dos copas de un líquido purpúreo. Acercando una silla al sillón que ocupaba Jareth, se sentó mientras le ofrecía a este una de las copas. Él la tomó delicadamente, aunque sin dar las gracias, y la apuró de un trago. El cálido líquido descendiendo por su seca e irritada garganta, renovó poco a poco las energías de cada miembro de su cuerpo.

Los largos minutos de silencio fueron rotos por Moixa:

- Sinceramente, no creí que tuvieras tanta paciencia. Nada menos que doce años, sentadito en tu trono como un niño bueno. Me defraudabas.

Jareth hubiera querido abalanzarse sobre Moixa y abofetearla, o mejor aún, estrechar entre sus dedos aquel cuello de cisne hasta que dejara de respirar… pero no convenía. Necesitaba su ayuda y era mejor tomar actitud de penitente.

- Quiero cruzar al otro lado.

- ¿Para qué? – fue la sencilla respuesta de la bruja.

- Porque allí habrá sin duda más cosas que hacer que en este agujero olvidado. Quiero divertirme. Hacer cosas nuevas y… - Jareth se quedó callado es ente punto -.

- Y encontrarla – continuó Moixa con la más pérfida de sus sonrisas, diciendo lo que Jareth había callado – Para vengarte, claro.

- ¡Por supuesto! – exclamó ofendido el Rey de los Duendes - ¿Para qué si no?

El silencio volvió a hacerse patente entre ambos, pero esta vez fue Jareth el encargado de romperlo, intentando en vano que su tono de voz no sonará ansioso o suplicante:

- ¿Hay alguna forma de hacerlo sin necesidad de contar con un humano?

- El conjuro que te invoca a aparecerte ante ellos – explicó Moixa en tono neutral mientras se ponía en pie y vagaba como distraída por la estancia – es, por así decirlo, la llave de entrada de los humanos a nuestro lado de la realidad. Abre a ellos nuestro mundo… pero existe también una llave de salida, de nuestro lado al de ellos.

Una mueca triunfal se dibujó en los labios de Jareth y una ola de felicidad recorrió su cuerpo.

- ¿Dónde está la llave de salida? – preguntó él con avidez, sin importarle que la respuesta supusiera otro agotador viaje en busca de esa dichosa llave -.

Moixa sonrió y se sentó de nuevo ante él con una enigmática sonrisa.

- La has tenido encima todo este tiempo. La llevas colgada del cuello, estúpido.

Jareth bajó la cabeza con gesto confuso y tomó entre sus manos el amuleto que colgaba de su cuello. A diferencia de Moixa, era la única joya que le adornaba. Se trataba de una especie de media luna con los cuernos hacia abajo y acabada también en punta por la parte superior. Era de una plata bellísima y delicada y llevaba engarzada en el centro una hermosa piedra negra.

- ¿Cómo se usa? – preguntó Jareth marcando amenazadoramente cada una de sus palabras y tratando de obviar el insulto de Moixa-.

- Gira la piedra hacia arriba y la puerta se abrirá ante ti. Crúzala rápido porque durará tan solo unos segundos. Para volver, devuélvela a su posición original y repite el mismo proceso.

Algo tan fácil, tan sencillo… parecía mentira, doce años perdidos. Pero ya no valía la pena lamentarse. Jareth se puso en pie, atravesó la estancia, volvió a colocarse la raída capa sobre los hombros y salió al exterior sin cruzar ni una sola palabra más con Moixa. Ya fuera, con el ensordecedor ruido del viendo azotando sus oídos y con la nieve haciendo ondear los restos de su capa, Jareth no pudo oír la carcajada de Moixa en el interior de la cueva:

- Disfruta de tu viaje, Jareth, que nosotros disfrutaremos de tu ausencia¿verdad Belcebú?

El gato, sin prestar atención a las palabras de su Ama, volvió a ocupar su lugar en el cómodo sillón y se quedó dormido al instante.

Por su parte, Jareth se alejó unos metros de la entrada y allí donde dos rocas proporcionaban un abrigo perfecto contra el temible temporal, arrojó al vacío la capa destrozada. Tomó el preciado amuleto con la mano derecha, giró la piedra noventa grados con la izquierda y… ante sus ojos apareció la tranquila calle de uno de esos residenciales barrios humanos, con casitas unifamiliares rodeadas de pulcros jardines. Enseguida reconoció la casa de la esquina, era la última que había visitado. La puerta al otro lado se había abierto en el mismo sitio en el que se cerró la última vez. Contempló aquella visión unos instantes con gesto imperturbable y cruzó el umbral. La brecha entre los dos mundos se cerró un segundo después de que él la atravesará.

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Jareth probó con cautela el mojito que un camarero mulato le acababa de servir, sin poder reprimir un gesto de satisfacción; estaba buenísimo. Allí todo sabía bien, como el café con pastas que la madre de Sarah le había ofrecido el día anterior mientras parloteaba como una descosida:

- No, Sarah ya no vive aquí, sabe, se trasladó a un piso del centro hace meses, ya sabe, para estar más cerca del trabajo… ¿Y dice usted que la conoció en un viaje?... pues está muy contenta, sabe, trabaja por la zona financiera y los fines de semana viene a vernos, bueno, también aprovecha para salir con sus amigos, por esa zona tan bohemia de la ciudad, sí, hombre donde los músicos tocan por la calle y esas cosas tan artísticas… ella es muy de eso, sabe, de pequeña se pasaba las horas muertas dibujando sirenas y hadas, pero ahora con el trabajo… creo que va mucho a un sitio famoso por los mojitos, fíjese usted que cosas, pero los jóvenes, ya se sabe, bueno y no lo digo por usted, que es joven aún… .

El pequeño Toby, que ya era un hombrecito de casi trece años, había mirado con reproche a su madre por toda la información que le estaba dando sobre su hermana a aquel desconocido. Su madre pensaba que las personas peligrosas eran esas que tenían muchos pendientes por la cara, tenían tatuajes y llevaban rajados los vaqueros, y aquel hombre con su inmaculado y sobrio aspecto, no correspondía ni de lejos con aquel perfil, pero a Toby sí le parecía peligroso.

Jareth se preguntó si el chico se acordaría de él… lo más probable es que tuviera un vago recuerdo, como un sueño lejano, de ahí las constantes miradas de desconfianza que le dirigía desde la mesa en la que fingía hacer los deberes.

Una mujer encantadora, sin duda; era una pena haber tenido que dejarla a ella y al pequeño dormidos en un profundo sueño, del que no recordarían nada cuando despertasen.

Llevaba allí un buen rato y tenía casi mediado el mojito, cuando la puerta se abrió con un tintineo de campanitas y un grupo de tres chicas y un chico de veintitantos años todos ellos, cruzaron el umbral y se internaron en el local.

Dos de las chicas avanzaron delante, mientras el chico se quedaba un poco rezagado con la tercera. Jareth la reconoció al instante a pesar del corto cabello. No había duda, era ella. Habían transcurrido doce años, pero no había cambiado apenas. Sus rasgos habían madurado, se habían perfeccionado, pero seguía teniendo aquellos enormes ojos verde oliva rebosantes de inteligencia, de vida, de imaginación…

Y entonces ella, sabiéndose observada, había girado instintivamente su cabeza hacia donde él estaba y la expresión de su cara se transfiguró en un gesto difícil de interpretar. También él sintió una extraña e indefinible sensación recorriendo su cuerpo… rabia… miedo… felicidad… deseo… todo un torrente de contradictorios sentimientos embargaron al Rey de los Duendes en aquel cruce de miradas…

En aquel instante, el chico que la acompañaba, un joven con una estrafalaria camiseta de colores chillones le señaló algo y ella se distrajo apenas un segundo. Sabiéndose protegido por la cortina de señoras que acaban de entrar colocándose frente a su mesa, arrojó un billete sobre la mesita, y escapó por el pequeño ventanuco abierto en la parte superior de la pared, convertido en lechuza. Nadie se dio cuenta.

Ya en la calle volvió a tomar su forma humana, pero al hacerlo, notó como la cabeza se le iba de repente y como su vista se nublaba. Tuvo que apoyar la espalda en una pared cubierta de graffiti y respirar hondo varios instantes hasta que se recuperó del todo. Imaginaba a que se debía aquello: este lado de la realidad era un lugar descreído, donde la gente carecía de imaginación y nadie (o casi nadie) creía en la magia. Por ello, sus poderes no funcionaban correctamente, duraban menos de lo habitual. Tenía que intentar prescindir de ellos en la medida de lo posible.

Jareth recorrió las calles atestadas de jóvenes más o menos sobrios, dirigiéndose a su hotel con paso tranquilo. Llevaba las manos metidas en los bolsillos e iba silbando de pura felicidad. Sarah había cruzado la mirada con él pero habían sido apenas dos segundos, dudaba que hubiera conseguido reconocerle, aunque si había sido así, tampoco tenía demasiada importancia. El juego había empezado y tenía la sensación de que el marcador se había estrenado a su favor.

A un lado de la calle una chica negra entonaba un sentido blues acompañada de un joven de larga melena rubia que tocaba el saxofón.

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¿Os ha gustado o quereis matarme por destrozar un clásico?

Viuda Negra