Esclava del amor
Esta historia NO me pertenece, todos los derechos son de la gran Virginia Henley yo solo tomo su historia y los personajes de Rumiko Takahashi con fin de entretenimiento, sin más preámbulos comencemos.
Su deseo de amar la llevaría a vivir la más extraña de las aventuras.
Capítulo 1
Lady Kagome comenzaba a excitarse poco a poco. Aunque era en extremo temprano, una vez más la habían atraído las sábanas para entregarse a su pasatiempo favorito. En los últimos tiempos su comportamiento había sufrido un cambio drástico, y empezaba a rebelarse.
Se le escapó un delicioso jadeo al quedar clara la intención sexual del hombre. Él no aceptaría un no por respuesta; un estremecimiento sensual recorrió a Kagome. Era moreno, dominante y peligroso, exactamente como debía ser un hombre, y sus avances atrevidos la hacían derretirse hasta la médula.
Los pezones se le endurecieron y comenzaron a dolerle. Su centro femenino empezó a hormiguear de placer. La mano se escurrió bajo el camisón y tomó uno de los pechos jóvenes, acelerándole la respiración. Aunque en ese momento se sentía perversa, Kagome no hizo caso de la mínima punzada de culpa, y arqueó el pubis a causa del cosquilleo que él le provocaba.
Una maldición escapó de sus labios cuando de pronto se apagó la vela. Se hallaba justo en la mejor parte del capítulo. Retiró la mano del pecho dolorido y cerró con brusquedad el libro que estaba leyendo, acerca de la vida sexual del rey Carlos II.
Encendió de nuevo la vela, terminó el capítulo y suspiró de deseo. Habría preferido vivir en cualquier otro período histórico antes que en el georgiano. En esa época todos los hombres eran unos petimetres, afectos a las ridículas pelucas cubiertas de talco, los abanicos y el lápiz de labios.
¿Por qué no habría nacido ella en la Edad Media, cuando musculosos caballeros tomaban por asalto los castillos y raptaban a las mujeres que los habitaban? ¿O en el período isabelino, cuando los intrépidos marineros de la reina se llevaban a las mujeres junto con los tesoros que pirateaban? Durante la Restauración, los galanes fanfarrones emulaban la forma perversa en que el rey Carlos trataba a las mujeres, de modo que para una joven de diecisiete años la vida era estimulante, excitante ¡y sumamente digna de ser vivida!.
Ahora los dandis emulaban al príncipe Jorge, el Principito, como lo apodaban. En realidad, el sobrenombre lo decía todo: ¡El sujeto era blando, tonto y estúpido!
Al inclinarse hacia adelante para soplar la vela, Kagome se vio reflejada en el espejo de cuerpo entero. Era hermosa como una rosa inglesa a punto de florecer. El cabello castaño claro le caía hasta las caderas en rizos de seda, los ojos chocolate brillaban de expectación, el cuerpo era esbelto, de piernas largas y pechos firmes y prominentes; sin embargo, lo único que ella veía en el espejo era el voluminoso camisón que llevaba puesto. Hizo una mueca, no porque el camisón fuera espantoso, sino porque era demasiado "respetable".
¡Por Dios, cuánto había comenzado a detestar cualquier cosa que fuera respetable! La respetabilidad era la fuerza que regía a la tía Kikyo y el rasero que ésta utilizaba para medir todo lo concerniente a la vida de Kagome.
Dos años antes de morir, sir Souta Davenport había dejado a su hija, Kagome, su fortuna, la magnífica biblioteca y la casa, que se encontraba en Grosvenor Square. Desde luego, todo se hallaba en fideicomiso hasta que ella cumpliera dieciocho años, y sus tutores eran el hermano menor del padre, Kouga, y su esposa, Kikyo, que de inmediato se mudaron a Grosvenor Square para cuidar de ella. A los quince años, Kagome era una niña obediente que nunca levantaba la nariz de los libros.
Pero después de cumplir los diecisiete desarrolló una obstinación que a todas luces alarmaba a su mojigata tutora.
Kagome suspiró, apagó la vela y se acurrucó debajo de las sábanas, deseando que el sueño la transportara a los tiempos más lujuriosos del rey George.
La tía Kikyo se disponía a acostarse y martirizar los oídos del marido. Llevaba el camisón abotonado hasta la papada y se había calado la cofia de dormir almidonada hasta las cejas. Y menos mal que así era, pensó Kouga, que se estremeció sólo de pensar en la posibilidad de que alguna vez se le ocurriera mostrar toda su opulenta carne al mismo tiempo.
–Sabes que yo sería incapaz de criticar a nuestra pupila, Kouga, pero una vez más Kagome ha rechazado una invitación de lady Sefton, solo para llevarse a la cama uno de esos libros infernales. Tanta lectura no puede hacer bien a una jovencita. Sólo el cielo sabe lo que podrían contener algunos de esos libracos. Leerlos podría despertar en ella ideas... ofensivas.
Kouga decidió que no estaba mal que Kikyo no fuese afecta a la intimidad y que los pecados carnales figuraran al final de su lista de tabúes. Al mirar el océano de algodón blanco que envolvía a su esposa, pensó con ironía: "¡Es un milagro que no se ponga guantes blancos para meterse en la cama, por si tiene que tocarme la bestia abominable!". Su mente volvió al tema en cuestión.
–La colección de mi hermano vale una fortuna. Coincido en que los libros son una mala influencia, y estoy tratando de encontrar un comprador para la biblioteca completa.
Sir Souta Davenport había sido juez presidente de la corte y barón del tribunal de hacienda, un erudito a quien el rey había otorgado el título de caballero. Kouga sabía que Kagome había sido bien instruida en los clásicos y que el padre le había enseñado francés, italiano y latín.
–¡Qué brillante, mi querido Kouga! Los libros no la ayudarán a conseguir el esposo apropiado. Si corre el rumor de que es una literata, se quedará para vestir santos. Intentaré inculcarle la idea de que debe ocultar su inteligencia a cualquier precio. No entiendo qué se proponía tu hermano al educar a una niña más allá de lo debido.
¡No es respetable!
Al oír mencionar a su hermano, la boca de Kouga se tensó. La vida era muy injusta. ¿Cómo era que Souta había llegado tan alto, mientras que él seguía siendo un mediocre abogado? ¿ y por qué le había dejado todo a Kagome y nada a su único hermano? ¡Ni un miserable centavo! Él había concebido cien planes para separar a Kagome de una parte de su dinero, pero la muchacha era tan astuta que debería idear un ardid lo bastante sutil para evitar despertar en ella sospechas.
Kikyo se acercó a la cama para retirar el cobertor. Kouga se desató la corbata. Ella lo miró alarmada.
–No irás a acostarte, ¿verdad?
–No, no, querida. Sólo estoy cambiándome la corbata. Esta noche tengo que recibir a una clienta.
Kikyo exhaló un suspiro de alivio. Kouga sabía que su esposa estaba perfectamente al tanto de quién sería la clienta y de qué tipo de recepción se trataría; también sabía que a Kikyo le causaba profunda gratitud que él saciara sus deseos en otra parte. Por supuesto, debía estar agradecida a que él fuera un esposo tan considerado.
Dos horas después, Kouga descendía las escaleras que comunicaban la Academia de Salto con la casa de juegos conocida como Las Mesas del Faraón. Había disfrutado plenamente de los servicios de la muñequita a quien le encantaba llamar No-Kikyo.
Un joven adinerado bajaba también en aquel momento, de modo que Kouga entabló conversación.
–Esta noche hubo un buen alboroto en una de las habitaciones. Casi me desconcentró.
El joven le dirigió una sonrisa fugaz.
–Escandaloso, ¿verdad?
–Gritaba como si la estuvieran torturando en el potro. El joven noble negó con un movimiento de la cabeza.
–La azotaban con un rebenque.
Kouga lo miró con expresión calculadora. Aunque no era un jugador
compulsivo, y en absoluto adicto a las mesas de juego, había comenzado a frecuentar los garitos más caros, donde las apuestas eran altas y se jugaba fuerte. Andaba en busca de un noble que se hallara endeudado hasta las orejas.
Al ver que ambos se dirigían a la mesa de faraón, Kouga tendió una mano.
–Kouga Davenport, abogado.
–Onigumo Hardwick, un paso más allá de la ley –bromeó el joven.
Kouga buscó en su memoria. Estaba seguro de que el apellido Hardwick pertenecía al rango de los pares del Reino. Kikyo lo sabría. Era una esnob consumada y una autoridad ambulante en lo que concernía a la nobleza inglesa.
Mientras observaba a Hardwick a la mesa de juego, Kouga comenzó a pensar que estaba perdiendo el tiempo. Sin duda, alguien que se hallara en graves aprietos no arriesgaría dinero con tal abandono, ni ganaría y perdería con tamaña actitud irresponsable. Para Kouga resultaba obvio que aquel joven pícaro era capaz de hundir las manos en la fortuna de alguien, sino en la propia. Sin embargo, intuía que había dado en el blanco.
Hardwick era justo el tipo que podía atraer a Kagome. Pese a su ropa cara, no era un esclavo de la moda, y el perfil de su mandíbula firme mostraba que no era ningún petimetre. Tenía un aspecto impecable y una sonrisa fácil capaz de desarmar a la persona más desconfiada. Era un joven apuesto y bien proporcionado, que cumpliría a la perfección los requisitos si resultaba a la vez ser noble y estar en bancarrota. Kouga presentó su tarjeta y aclaró en tono casual:
–Me especializo en temas monetarios. Administro la fortuna de mi sobrina, lady Kagome Davenport, entre otras. No dude en llamar a Grosvenor Square siempre que lo desee.
Poco después Hardwick se marchó con dos amigos. Kouga reconoció de inmediato a Kouga Barry, conde de Barrymore, a quien apodaban el Demonio. La familia Barry tenía muy mala reputación; todos los hermanos poseían más dinero que cerebro. Pues bien, Kouga lanzaría la carnada y, si Hardwick picaba, le haría tragar el anzuelo entero siempre que, desde luego, Kikyo lo aceptara como un candidato respetable.
Kagome casi no podía respirar. Sabía que si la apretaban más perdería la conciencia.
–Por favor, afloja un poco. No puedo respirar –suplicó. Sus ruegos no fueron atendidos. "Si esto es lo que tengo que soportar para figurar en el mercado matrimonial, prefiero quedarme soltera", pensó. Le estaban aplastando los pechos y temía que fueran a quebrársele las costillas. La furia acudió en su rescate:
–¡Basta! –gritó, y se apartó con firmeza de su torturadora.
La modista soltó las cintas del corsé y buscó apoyo en Kikyo:
–Kagome, querida, es absolutamente necesario que uses un corsé firme con sostén. Todas las jóvenes crecidas deben sufrir estas cosas.
–Pero yo prefiero el primero que me probé. No me ceñía tanto la cintura ni me dejaba los pechos aplastados como panqueques.
Kikyo se ruborizó.
–Las damas no dicen esa palabra. No es respetable.
–¿Panqueques? –replicó Kagome, incapaz de resistirse. Sus ojos chispearon con picardía al ver cómo su tía se esforzaba por mantener la compostura.
–El primero era absolutamente inadecuado –insistió Kikyo.
–¿Por qué? –preguntó Kagome, indignada.
–Veo que me obligas a ser poco delicada... Pues bien, te complaceré. Tienes un busto abundante, y cuando bailes se... bamboleará. Y eso no es lo peor. Algunos bailes, en estos tiempos, son tan escandalosos que hasta se permite que un hombre apoye una mano en tu persona. Si no estás bien encorsetada, ¡pensarán que no llevas nada bajo el vestido! "Qué idea encantadora", pensó Kagome con irreverencia, y casi preguntó: " ¿Es un argumento a favor o en contra?". Pero decidió morderse la lengua.
–Nos llevaremos una docena –dijo Kikyo.
"Una docena durará toda una vida", pensó Kagome con desaliento.
–Puedes elegir algunos de los más flojos –concedió Kikyo. Kagome se sintió algo más esperanzada.
–Para ponértelos para dormir, debajo del camisón –agregó Kikyo.
Las esperanzas de Kagome se esfumaron. Tiró con desgana de las cintas del corsé, hasta que una ballena se le clavó en una costilla.
–No pierdas tiempo, niña. La dama Lightfoot llegará en cualquier momento para comenzar con tus clases de baile.
Kagome ya sabía bailar; su cuerpo se balanceaba con sensualidad siempre que oía música. Una vez, cuando estaba de vacaciones con su padre, había observado a los gitanos, y aquellos rápidos y exóticos movimientos se habían grabado de forma indeleble en su memoria joven e impresionable. Sin embargo, no conocía los pasos intrincados del baile de salón, que constituían una obligación absoluta para una joven de su clase. Esperaba que la dama Lightfoot tuviera música en el corazón y pasión en el alma. Sin duda, alguien que se ganaba la vida impartiendo clases de baile no podía ser del todo puritana.
Las esperanzas de Kagome se extinguieron en el instante en que posó los ojos en la dama Lightfoot. Era semejante a la diosa Juno, bien dotada en la parte superior del cuerpo, pero rígidamente embutida en ballenas.
La peluca de color gris acero era tan severa como su expresión. Llevaba un bastón largo con mango de ébano, que hacía sonar contra el suelo cuando quería enfatizar algo.
Obviamente, la instructora de baile contaba con la plena aprobación de
Kikyo, ya que ésta la miraba con expresión radiante.
–Aquí tiene a su alumna, dama Lightfoot. Con toda confianza dejo a lady Kagome en sus hábiles manos. No estaría de más que le diera unas lecciones de comportamiento y etiqueta, junto con los pasos de baile. Temo que mi adorada sobrina sienta un exceso de afición por los libros, así que necesita que le inculquen lo que se debe y lo que no se debe hacer para alcanzar el éxito en sociedad.
La sargentona golpeó el suelo con el bastón mientras examinaba a Kagome de pies a cabeza. Sus ojos penetrantes no se perdían ningún detalle.
–Las dejaré solas para que se conozcan –dijo Kikyo al tiempo que cerraba las puertas de la sala de música.
–¿Cómo estás, jovencita? –inquirió la dama Lightfoot con altivez.
–Harta –respondió Kagome con sinceridad.
La dama lanzó una sonora carcajada que hizo pensar a Kagome que quizá no estuviera todo perdido.
Luego la matrona hizo sonar el bastón con decisión.
–Comenzaremos con el lenguaje del abanico.
Kagome no entendía qué diablos tendría que ver aquello con el baile. Cuando osó preguntarle a su maestra, la mujer adoptó la actitud de un militar y respondió en tono cortante como dardos con punta de acero.
–El abanico es más importante que los pies. De hecho, todo es más importante que los pies: el cabello, los ojos, la boca, la figura, los modales, la conversación, el deseo, el vestido.
–Yo pienso que la moda para las jóvenes es detestable –se atrevió a opinar Kagome.
–¿De veras? –respondió la dama, cuyas arrugas de la cara parecían estar congeladas.
Kagome casi se mordió la lengua, pero había comenzado y debía terminar.
–Las faldas son tan voluminosas que cubren por completo el asiento de un carruaje, siempre y cuando una logre pasar por la puerta. Las pelucas salpicadas de talco son tan altas que es un milagro que los pájaros no aniden en ellas. Pero lo peor es el corsé: las ballenas son tan rígidas que se clavan en el vientre cada vez que una se inclina hacia adelante.
La dama levantó tanto las cejas que casi desaparecieron bajo la peluca:
–"Vientre" es una palabra que una dama no debe pronunciar jamás. Veo que has recibido una educación muy liberal y poco ortodoxa.
–La sargento se estiró todo lo que le permitía su estatura, dio dos golpecitos en el suelo y proclamó:
–A pesar de todo, haré de ti una debutante exitosa.
–Eso es lo que temo –murmuró Kagome entre dientes. Sin embargo, comenzaba a divertirse, de modo que decidió escandalizar por completo a la dama Lightfoot–. ¡En la época medieval las damas dormían completamente desnudas! La iglesia condenó los camisones por escandalosos y obscenos, porque tentaban a los hombres a cometer actos lascivos y lujuriosos. Por supuesto, aquellos primeros camisones no podían compararse en lo más mínimo con las prendas "respetables" que uso yo para dormir... ¡por desgracia!
La dama Lightfoot hundió una mano en su pequeño bolso, destapó una botellita e inhaló una generosa dosis de sales. Luego, para así dar fin a tan inquietante conversación, tomó de pronto un abanico, lo abrió con fuerza considerable y lo tendió a su alumna.
Antes de que concluyera la lección, Kagome aprendió que los mejores abanicos tenían varas de marfil recubiertas de gasa, encaje o seda pintada. Aprendió, además, lo que significaba espiar con timidez por detrás del abanico, mirar por encima del borde superior o echar un vistazo por un costado. Fue todo lo que pudo hacer para evitar reírse en la cara de la profesora.
Al cabo de una hora, la dama Lightfoot se mostró satisfecha de que Kagome hubiese aprendido el arte del flirteo.
Imágenes cómicas de jóvenes atractivos pasaron fugaces por la imaginación de Kagome.
–Ahora que domino el arte del flirteo, ¿con quién lo practico? La sargento clavó la mirada en la joven.
–Permitiré que seas tú misma quien responda.
–Me gustaría flirtear con el peligro.
Se prolongó el silencio entre ambas. Al fin la matrona observó:
–Tienes un alma inquieta, así que te confiaré un pequeño secreto que la sociedad oculta a las damas inexpertas. Una vez que ha logrado un matrimonio respetable y procreado un heredero, una joven puede llevar una intensa vida social, libre de las trabas que limitan a una mujer soltera.
–Es el primer comentario atrayente que oigo acerca del matrimonio – contestó Kagome, que absorbió con avidez la información.
Kikyo regresó a la sala de música, ansiosa por saber qué bailes había aprendido Kagome.
–Usted se apresura demasiado, señora Davenport. Lady Kagome es un diamante en bruto. Para convertirla en un diamante pulido es necesario un poco de relación social. Yo enseño los pasos de baile en mi estudio de Mayfair, donde disponemos de espacio para hacer justicia al minué, la contradanza y el reel escocés. Aquí tiene mi tarjeta. –Golpeó el suelo con el bastón–. La espero allá el lunes a las dos de la tarde.
Después de que la dama Lightfoot se retirara, Kagome protestó:
–Tía Kikyo, lo único que aprendí fue a abanicarme. Esto es una pérdida total de tiempo y dinero. La mujer es una sargentona con cara de dragón... y figura de abanico. –Las palabras de Kagome se entrecortaron al ver la expresión ofendida que mostraba la tía Kikyo.
–Yo, a tu edad, habría dado cualquier cosa por tener una instructora de baile, pero mis problemas físicos no me permitieron darme ese lujo. Toda mi vida he sido una mártir del dolor. –Se frotó con una mano la cadera artrítica–. Me duele muchísimo cuando te rebelas, Kagome. Me complacería si aceptaras tomar clases de baile con la dama Lightfoot. Kagome sintió vergüenza de sí misma.
–Por supuesto que iré la cita, tía Kikyo. No me di cuenta de cuán egoísta fui al quejarme.
–¡Oh, querida!, Es algo que aprenderás cuando madures: a sufrir en silencio, como yo.
Kagome sospechaba que Kikyo era hipocondríaca, lo cual no hizo más que duplicar su sensación de culpa. "¿Y si sufre de verdad?"
–Estamos invitadas a tomar el té en casa de Emily Castlereagh –Dijo a su tía–. ¿Tienes ganas de ir?
En realidad no, querida. Temo que esta tarde me veré obligada aguardar cama.
–Enviaré una nota con nuestras disculpas. Kikyo se horrorizó.
–¡No harás semejante cosa! Lady Castlereagh es la patrocinadora de Almack's. Las jóvenes invitadas al té de hoy recibirán sus entradas. Te acompañará Bridget.
Kagome intuía que Kikyo no se sentía a gusto entre ciertas anfitrionas aristocráticas que se distinguían en sociedad, porque ella no poseía título. A Kagome la habían invitado sólo porque Emily Castlereagh había sido íntima amiga de su padre. Emily estaba casada con el marqués de Londonderry y su padre era el conde de Buckinghamshire. A pesar de que ocupaba un lugar en la cúspide de la escala social, a Kagome no la intimidaba lo más mínimo. De hecho, se trataba de una excéntrica atractiva que exhibía ciertas rarezas en la vestimenta.
–Puedes ponerte el vestido de bombasí color chocolate; sería perfecto para el té de lady Castlereagh –Sugirió la tía.
"De qué chocolate habla –Pensó Kagome–. Es el color más parecido a caca de gato que he visto en mi vida."
–Y sé que no necesito recordarte que nunca vayas por la calle St. James, donde los caballeros tienen sus clubes.
–Por supuesto que no –contestó Kagome al mismo tiempo que decidía que era exactamente allí adonde iría.
Kagome eligió el sombrero más extravagante que tenía, para compensar el respetable vestido marrón, que combinó con botas cortas de cuero. El sombrero ostentaba la cola completa de algún gallo desafortunado que había caído en desgracia.
Bridget, la criada que la acompañaba, preguntó:
–¿No vamos en la dirección equivocada, señorita Kagome?
–Sí, Biddy, así es. Iremos por el camino más largo, así podemos pasear por la calle St. James.
Bridget McCartney tenía la cara atiborrada de pecas y una nariz respingona. Kikyo habría despedido a la criada irlandesa hacía mucho, de no haber intercedido Kagome. Los ojos de Biddy brillaron con picardía.
–Oh, si usted juega, yo también.
Al ver que Biddy reía divertida, Kagome pensó cuán agradable era que alguien compartiera su sentido del humor.
Del número sesenta de la calle St. James, donde se erigía el club Brooks, salieron dos hombres que miraron a las dos damas con ojos aprobadores. Alguna que otra prostituta podía tener suficiente descaro como para caminar por aquella calle, pero para una dama y su criada aquello constituía algo escandaloso. Uno comentó:
–Ahí va un artículo de primera.
–Y lleva un gracioso y pequeño equipaje –observó el otro.
Kagome entornó los ojos y cruzó la calle. No era para evitar a los hombres, sino para mirar de cerca Boodle's and White's, que estaba situado enfrente.
Los dandis que holgazaneaban en la puerta de los clubes levantaron sus copas y soltaron comentarios chistosos. Un joven atrevido, que vestía pantalones a rayas blancas y negras, dio un paso al frente.
–Si andan en busca de un cher ami, permítanme ofrecerles mis servicios.
La mirada helada de Kagome recorrió al joven de arriba abajo. Luego dijo a Biddy:
–Sin darnos cuenta nos hemos metido en el zoológico.
Los compañeros de la cebra rieron a carcajadas del ridículo que había hecho. Kagome estaba de muy buen humor. Se había puesto el sombrero de plumas para llamar la atención, y comprendió que el petimetre de White's utilizaba las rayas de cebra por la misma razón.
Onigumo Hardwick subió las escaleras del número 21 de Grosvenor Square, presentó su tarjeta de visita y el mayordomo lo condujo a la biblioteca.
Kouga Davenport estaba esperándolo, así que no perdió tiempo en ir a su encuentro y ofrecerle el vino y los dulces acostumbrados.
Kikyo, apostada detrás de las cortinas de encaje del salón, echó un vistazo al joven, que le causó una impresión favorable. En el momento en que Kouga había pronunciado el apellido Hardwick, ella lo puso al tanto del linaje, el título del que era heredero y la ubicación de la casa ancestral. Sonrió satisfecha. El joven tenía una fina estampa, a la que ni siquiera Kagome sería inmune.
Kikyo se aseguró que su sobrina se ausentara todas las tardes, a la espera de que se presentase Onigumo Hardwick. Ahora que lo había hecho, Kouga cerraría el trato secreto tras las puertas de la biblioteca, y sólo entonces presentaría la presa a Kikyo. Ella esperaba con grandes expectativas.
El lunes por la tarde Kagome dio permiso a Biddy para que saliera a divertirse mientras ella asistía a la clase de baile.
–No hay razón para que las dos lo pasemos mal. Nos encontramos a las cinco en la esquina de Grosvenory Brook.
Camino a Shepherd's Market, donde la dama Lightfoot tenía su estudio,
Kagome vio que la imponente figura de la mujer se aproximaba por el otro lado de la calle.
–Buenas tardes, lady Davenport. Aprecio sinceramente la puntualidad.
–Buenas tardes, dama Lightfoot –respondió Kagome mientras pensaba qué bueno había sido no llegar más temprano.
La dama entró en un gran estudio con paredes cubiertas de espejos. Se quitó el sombrero, con unos golpecitos se acomodó la peluca gris acero y anunció:
–Ponte cómoda. Enseguida vuelvo.
Kagome miró con deleite a su alrededor. Su imagen se le devolvía reflejada desde todos los ángulos. El salón había sido diseñado para que las mujeres se vieran mientras bailaban. ¡Qué fascinante! Se quitó el sombrero y enseguida, obedeciendo un impulso, se sacó la peluca y sacudió sus bucles dorados. Sabía que su cabello era lindo, y odiaba ocultarlo debajo de una peluca. De repente sintió ganas de bailar. La luz entraba a raudales por las ventanas, de manera que se reflejaban pequeños arcos iris en las paredes de espejo, convirtiendo el salón en un lugar cálido y acogedor. Por un momento Kagome se sintió embargada de magia. Se quitó los zapatos, los dejó junto al sombrero y comenzó a girar. Su falda ondulante dejaba las piernas al descubierto, y el cabello le caía en cascada sobre los hombros en alocado desaliño.
La dama Lightfoot, que se disponía a entrar en el estudio, se detuvo rígida en el umbral. Miró fijo a Kagome durante un minuto; luego posó su figura encorsetada sobre la banqueta del piano y se puso a tocar. Kagome sentía la música, más que escucharla; remolineaba con desenfreno, acompañando la melodía con sus movimientos, cada vez más rápido. Experimentaba el ritmo en la sangre mientras giraba con sensualidad, disfrutándolo profundamente, hasta sentir los latidos del corazón en la garganta y las plantas de los pies. Con un crescendo cayó de rodillas y barrió el suelo con su gloriosa cabellera. Luego abrió los ojos y se rió en la cara del dragón.
El dragón dijo con lentitud:
–Ere un espíritu libre que ha estado mucho tiempo enjaulado. Tu cuerpo tiene una fluidez que no había visto en años.
–¡Si no tuviese puesto este corsé restrictivo, bailaría de verdad!– exclamó Kagome sin aliento.
La dama Lightfoot guardó silencio un momento y contestó:
–¿Por qué no nos quitamos las dos el corsé? ¡El mío me está matando! Puedes usar aquel vestidor.
Kagome, sorprendida, no demoró en satisfacer el pedido. Cuando entró en el vestidor se le agrandaron los ojos. Allí había docenas de trajes colgados de varios percheros, de todos los colores y materiales que la mente fuera capaz de imaginar, algunos con lentejuelas, otros con plumas. Tendió una mano para acariciar las irresistibles creaciones, pensando que eran trajes de baile o atuendos para alguna obra de teatro. Quizá la dama Lightfoot no fuera la sargentona que ella había creído.
Se quitó el corsé y volvió a ponerse el vestido. Siempre había deseado confeccionarse un disfraz; tal vez la dama Lightfoot pudiera ayudarla. Ahora le tocó a ella detenerse en el umbral. El dragón ya no semejaba un dragón. Se había quitado la peluca gris acero y dejaba ver sus bucles de color negro azabache; ya sin corsé, se notaba que tenía unos pechos voluminosos. En realidad, ya no parecía vieja. Kagome decidió que tampoco era joven, sino de edad indefinida.
–Dama Lightfoot...
–Por favor, llámame Allegra.
Kagome parpadeó. Incluso la voz había adquirido un tono provocativo y ronco:
–Allegra es un hermoso nombre, adaptado con ingenio a partir de un término musical.
–De hecho, todos mis amigos íntimos me llaman Allegra.
–¡Quedé fascinada con los trajes que hay en el vestidor!
–Pruébate uno –la alentó Allegra.
–Ah, gracias. Me los probaré todos, si es posible. Aunque estuve pensando en crear uno yo misma. ¿Me ayudarías?
–Será un placer. ¿Cuál te atrae más?
–Atena, la diosa de la caza.
–¡Por supuesto! ¡Y qué perfecta Atena serás!
–Imagino una túnica blanca con un hombro al aire –describió Kagome, audaz, a pesar de que probablemente la diosa habría llevado un pecho al descubierto.
–Corta, por supuesto –convino Allegra–, para mostrar tus hermosas piernas largas.
–También un arco y una flecha dorados –agregó la joven con entusiasmo.
–Y sandalias con tiras doradas para cruzar hasta las pantorrillas, y tu glorioso cabello castaño, al natural, cayéndote en cascada por la espalda.
–Amuletos de oro en los brazos –agregó Kagome, transportada por la imagen que estaban creando.
Allegra, con la cabeza ladeada para observar a la hermosa muchacha, que aparecía radiante de entusiasmo, dijo pensativa:
–El nuevo Panteón de la calle Oxford se inaugurará con un baile de disfraces. ¿Te gustaría asistir?
–Me encantaría, pero por supuesto es imposible. Kikyo lo juzgará demasiado mundano para una dama soltera.
–Mmm... –murmuró Allegra.
–Pero aun así quisiera el traje –insistió Kagome.
–Bien, esta tarde te enseñaré los pasos de todos los bailes, así mañana, cuando vengas, podremos dedicar la tarde a crear la imagen de la diosa cazadora.
Al día siguiente, Kagome lo pasó tan bien con Allegra que lamentaba no poder ir también los miércoles. Pero a partir de aquella semana debía dedicar los miércoles al templo sagrado de la moda llamado Almack's. Kikyo eligió un vestido de un color en boga que se denominaba "pomona", un tafetán verde manzana que subrayaba su corpulencia.
Se mostró tan radiante ante la apariencia de la sobrina, que Kagome dudó de su propio atractivo. Era la primera vez que iba aun baile de gala, y el corsé y las tres enaguas la hacían sentirse aún más limitada. Kikyo le había permitido elegir el color. "Gran elección, cuando los otros tonos eran un rosa desabrido y celeste bebé", pensó Kagome. El vestido tenía cuello alto con hileras de volantitos que cubrían todo el canesú. Qué irónico que el corsé le aplastara el busto hasta el punto de tornar necesarios los volantes para realzarlo. Mientras tomaba el chal de cachemira y seguía a Kikyo hacia el carruaje, Kagome admitió sentir cierto entusiasmo por su debut en sociedad. Sin embargo, el entusiasmo se esfumó pronto cuando la tía aprovechó el trayecto para recitar el catálogo de rígidas reglas y concluir:
–En ninguna circunstancia debes atraer a un hombre indebido.
Tienes que protegerte a cualquier precio tanto de los caza fortunas como de los libertinos.
Cualquiera que la escuchara habría pensado que Kikyo sólo deseaba proteger a Kagome, pero si hubiera podido leerle la mente pronto se habría desengañado. "Ella es tan encantadora que atraerá a un candidato noble de primera, y entonces ni Kouga ni yo tendremos el menor acceso a su dinero. Deberé vigilarla como un halcón y desalentar a cualquier pretendiente acaudalado y con título de nobleza. ¡Qué bien que estén de moda las pelucas, porque su hermoso cabello castaño es suficiente para dejar sin aliento a cualquier hombre!"
El cochero sabía que no debía ni acercarse a St. James cuando llevaba a las damas en el carruaje, de modo que tomó la calle Duke hacia King. En Almack's había tal multitud que hasta se había formado cola ante la entrada. Kikyo se sintió muy halagada cuando lady Melbourne la saludó. La seguían la hija, Emily, y el hijo, William Lamb, que de inmediato se acercó a Kagome.
–¿Me concedería el primer baile, lady Davenport?
–Por supuesto, señor. –Resultaba tan ridículo no llamarlo William cuando conocía de toda la vida a ese muchachito sin mentón.
Apuntó el nombre en la tarjeta y entraron en el salón. Kagome sintió gran alivio al oír que Kikyo decía:
–Vayan a divertirse, jóvenes. Mi cadera no me permite el placer de bailar.
La joven se unió aun grupo de amigas que también debutaban aquella noche: Hary–O Devonshire, la hermana menor de Georgiana, Penélope Crewe y Fanny Damer; las habían llevado sus madres con la esperanza de lanzarlas al matrimonio con algún hombre adinerado y poseedor de un título de nobleza. Habían recibido muy buena instrucción en el uso de artificios y astucia para embaucar al sexo opuesto, pues todas las mujeres sabían que debían desplegar sus armas aunque sus padres estuviesen dispuestos apagar grandes sumas de dinero por casarlas.
La libreta de baile de Kagome se llenaba con rapidez. El joven conde Cowper, rico como Creso y dueño de un castillo de estilo gótico en Hertford, no hizo el menor intento de ocultar su atracción por Kagome, pero el sentido común le indicaba que sus padres aspiraban a que se casara con la hija de un duque. "Alabado sea el cielo", pensó ella agradecida.
Cuando se les acercó Caro Ponsonby, Kagome concluyó que aquella muchacha se hallaba siempre al borde de la histeria. Reía demasiado fuerte y mostraba un apasionamiento poco natural.
–¿Quién es ese sujeto elegante, que viste uniforme del cuerpo de infantería? –preguntó a Kagome.
–Apuesto a que es un cachorro de pedigrí. Hay trescientos infantes, pero sólo honraron con la invitación a media docena. –Kagome no se molestó en darse la vuelta mientras hacía ese comentario despectivo, de modo que se perdió el par de impresionantes ojos oscuros que escrutaban el salón y se agrandaban un poco al mirarla.
Onigumo Hardwick trataba de adivinar cuál de las jovencitas del grupo era lady Kagome Davenport. Su experiencia le indicaba que cuanto mayor era la fortuna, más fea era la heredera. Así que obviamente no debía de ser aquella preciosa criatura de figura sensual. Su mirada recorrió el lugar hasta detenerse en una muchacha de rostro informe y figura acorde. Apostó diez a uno a que ésa era su objetivo. Por poco lo abandonó el coraje. No era de sorprender que su hermano mayor, el conde, siempre bromeara diciendo que tendría que ser Onigumo el que se casara y engendrara un heredero. Desde luego, el hermano podía permitirse el lujo de mostrarse cínico respecto a las mujeres y el matrimonio, ¡pero Onigumo Hardwick no! .
Con resolución se abrió paso hacia aquel budín de sebo, hizo una ligera reverencia y preguntó:
–¿Lady Kagome?
– ¿Sí? –respondió una voz femenina a sus espaldas.
Onigumo se dio la vuelta y contempló unos ojos violetas. Contuvo la respiración para que no se desvaneciera la hermosa visión. Para Onigumo Hardwick, la imperturbabilidad era un arte.
– ¿Me concede esta pieza? –Preguntó con suavidad.
–Me temo que no podrá ser, señor. Ya tengo compañero –informó Kagome.
–Entonces la próxima –insistió Onigumo.
–Lo lamento, pero mi libreta de baile está completa. –Los ojos de Kagome chispeaban de diversión y un poco de pena.
–No le creo. Déjeme ver –insistió él.
Kagome no se ofendió. Lanzó una carcajada y le mostró la libreta. Él escribió de inmediato su nombre encima de dos de los aspirantes, y se la devolvió.
Kagome frunció los labios al leer "Hardwick" escrito con letra vigorosa.
–Su apellido quiere decir "mecha dura" –comentó.
–Como más le guste, querida. Pero me llamo Onigumo Hardwick–murmuró él mientras entornaba los ojos para apreciarla mejor.
–¡También podría ser "cara dura" –contestó Kagome, reprochándole la evaluación.
–Entre otras cosas –murmuró Onigumo con descaro. Al ver que la muchacha no comprendía lo que él había querido decir, se percató de algo que debía haber sabido desde el primer momento: lady Kagome Davenport era virgen. Se le espesó la sangre de solo pensarlo. ¡Qué inesperado placer!
Kagome vio que William Lamb se acercaba a buscarla:
–Aquí está mi compañero.
Onigumo esbozó una sonrisa cruel.
–¡No puedes preferir a esa maravilla sin mentón antes que a mí! Kagome lo examinó abiertamente un momento.
–En verdad, sí lo prefiero. –Tomó del brazo a William y dejó solo a Onigumo Hardwick. "Mentira", protestó una voz dentro de su cabeza.
A la mañana siguiente, mientras bebían chocolate, Kikyo interrogó sin cesar a su sobrina acerca de todos los detalles de la velada.
–Déjame ver tu libreta de baile.
–Eh... no la guardé –mintió Kagome.
–¿No guardaste el recuerdo de tu debut en Almack's? –se escandalizó
Kikyo.
–Estaba llena. Bailé con William Lamb, lord Ashley, lord Granville... Ah, sí, y con Onigumo.
–¿Onigumo Hardwick? –preguntó Kikyo con avidez.
–No. Onigumo Cowper.
Kikyo estaba alarmada. ¡Ni un solo baile con Hardwick! Y después de que ella y Kouga lo habían hecho comer de sus manos... Debía hacer algún comentario despectivo para desmerecer a Cowper ante Kagome.
–Un joven bastante robusto. "El muerto se asusta del degollado", pensó Kagome.
–Mencionaste a Onigumo Hardwick. ¿Lo conoces? –preguntó a la tía en tono casual.
–Eh... Kouga maneja algunos de sus negocios.
–Ah, comprendo –contestó Kagome.
–¿Bailaste con él?
–No.
–¿Te lo pidió? –sondeó Kikyo.
–Sí –admitió Kagome.
–¿Entonces por qué motivo no bailaste con él? Es un joven muy
respetable.
–¿De veras? –Kagome frunció los labios al recordar.
–¡No puedo creer que lo hayas rechazado!
–En realidad, no estaba muy segura de saber bailar bien. Con William o los otros no me importaba, porque son muy jóvenes, pero Onigumo Hardwick era distinto.
Kikyo dejó escapar un suspiro de alivio. Sin la menor duda, Kagome se sentía atraída por Onigumo.
–Lo que necesitas es pasar más tiempo con la dama Lightfoot.
–Sí, estoy de acuerdo, Kikyo. Esta tarde tengo una clase. ¿Puedes prescindir de Bridget?
Kagome estaba como hipnotizada en el salón de espejos. La túnica blanca era liviana como una pluma. La falda, hecha de pañuelo de gasa, le caía en puntas hasta los muslos, y dejaba un hombro audazmente desnudo, compensando a la perfección el adorno de los brazaletes dorados. Sujeto a la espalda llevaba un pequeño carcaj dorado, cuyos cordones de oro cruzaban por debajo de los pechos realzando su redondeada plenitud. Las tiras de las sandalias le cruzaban las pantorrillas, de modo que las piernas lucían increíblemente largas. En lo alto de la cabeza una diadema ceñía la gloriosa cabellera, que caía en cascada por toda la espalda hasta las nalgas. No sólo parecía una reina; se sentía como tal.
–El baile de máscaras es el viernes por la noche –la tentó Allegra.
–Oh, no podré ir –rehusó Kagome.
La dama le alcanzó un antifaz confeccionado con plumas de paloma. Al ponérselo se dio cuenta de que nadie la reconocería. La semilla sembrada por Allegra brotó de pronto.
–¿Vendrías conmigo? ¿Cómo haré para deshacerme de Kikyo el viernes por la noche?
–Yo me encargaré de eso. –Allegra agitó una mano como si fuera una varita mágica.
Cuando Kagome llegó a Grosvenor Square, sobre la mesa del vestíbulo había media docena de tarjetas de visita. Las hojeó con rapidez en busca de cierto nombre. Sus mejillas adquirieron un delicado rubor al encontrarlo. Y cuando Kikyo le alcanzó un ramillete de capullos de rosas y arvejillas, el color se acentuó aún más.
–Onigumo Hardwick, qué encantador –comentó en tono casual, para disimular su placer.
–Un poco presuntuoso ––observó la tía con astucia, a la espera de que la joven saltara a defenderlo.
–Sí, lo es. –Hundió la nariz en las flores para inhalar una fragancia celestial.
A la mañana siguiente la dama Lightfoot fue a visitar a Kikyo. El corsé la hacía parecer tan rígida como su bastón de mango de ébano, y le daba un aire de duquesa matronil y respetable. Kagome se mantuvo muy seria mientras escuchaba temerosa.
–Tanto lady Melbourne como lady Bessborough me solicitaron que diera clases extra a sus hijas, en la esperanza de que se luzcan más que mis otras alumnas que están por debutar. Sin embargo, mis principios me obligan a ser escrupulosamente justa con todas mis jóvenes. Con ese fin le solicito que permita a Kagome acudir a mi estudio el viernes por la noche.
–Su ética es elogiable, dama Lightfoot.
Kagome carraspeó para evitar no atragantarse de risa.
–Te acompañaré, Kagome. No debes estar fuera de casa sin mí una vez que ha anochecido.
–Me llevaré el carruaje –se apresuró a proponer la sobrina–, y me acompañará Bridget.
Jamás se me ocurriría permitir que estuvieras sentada durante horas, esperándome.
Kikyo echó una mirada insegura a la dama Lightfoot. Sus códigos eran lo bastante estrictos como para establecer qué era respetable y qué no.
–Mis otras jóvenes llegarán en carruaje. Con una criada basta como dama de compañía –sentenció el dragón.
Al ver que Kikyo capitulaba, la dama Lightfoot se puso de pie para marcharse. Con un movimiento rígido inclinó la cabeza hacia su alumna y saludó:
–Hasta mañana.
–Hasta mañana –repitió Kagome con voz grave, aunque en su interior el regocijo burbujeaba como champaña.
Al llegar al estudio de Shepherd Market, Kagome dejó a Biddy con James, el cochero. Sabía que ambos sentían una atracción mutua a pesar de que debían aparentar lo contrario ante la mirada vigilante de Kikyo. Allegra estaba radiante con su vestido de un tono violáceo denominado amaranto. A Kagome le alegró descubrir que por aquella noche la dama Lightfoot había sido desterrada, junto con su peluca gris acero y su corsé.
–Entra, querida –invitó Allegra–. Estaba terminando de maquillarme. Cuando Kagome salió del vestidor con el traje puesto, contemplo fascinada a Allegra, que se delineaba los ojos con kohl.
–¿Puedo probarme un poco de maquillaje para labios?
–Por supuesto. También ponte un poco en las mejillas. Ya sé que el antifaz te cubrirá casi toda la cara, salvo los labios, pero creo que con un poco de maquillaje una mujer siente más confianza en sus encantos.
A Kagome le complació el resultado de su obra; como toque final se pintó los párpados con un tono violeta plateado.
–¡Voila! Una diosa hasta las yemas de los dedos–exclamó Allegra mientras ponía una larga capa sobre los hombros de su protegida–. Si tus sirvientes son discretos, podemos llevar tu carruaje.
–Tenemos un entendimiento mutuo –aseguró la muchacha al tiempo que tomaba un abanico de plumas de avestruz de color violeta oscuro.
Aunque estaban de moda los abanicos pequeños, Kagome debía admitir que el de Allegra resultaba espectacular. Hablaba un lenguaje propio.
–A la calle Oxford –ordenó la joven a James mientras Biddy corría a abrir la puerta del carruaje, sin dejar de mirar a Allegra.
En la calle Oxford el tránsito se hallaba entorpecido hasta la calle Bond. Los carruajes que trataban de aproximarse al Panteón habían colapsado todas las arterias principales.
–A partir de aquí continuaremos a pie –decidió Kagome, y dio un golpecito en el techo del coche–. Tú quédate con el carruaje, Biddy. Regresa a Shepherd Market a las diez y media. –Se acomodó la máscara antes de apearse del carruaje, y junto con Allegra se unió a la multitud.
Todos los que eran alguien en Londres se dirigían al Panteón aquella noche. Kagome y Allegra se abrieron paso entre el gentío hasta llegar ante un gran grupo de caballeros que escoltaban una silla de manos y sostenían en alto antorchas encendidas. Allegra tocó el brazo de uno de los caballeros vestidos de gala. Él le dirigió una sonrisa familiar.
–Hola Allegra. ¿Viniste a ver los fuegos artificiales?
–¿Qué está tramando, sir Charles? –preguntó Allegra.
–Oímos un rumor de que no admitirían actrices, de modo que decidimos ofrecer nuestra escolta personal a la señora Baddeley; una guardia de honor, por así decirlo.
–Todo sea por la diversión, ¿eh, Charly? –Al ver la cara de desconcierto de Kagome, le explicó:
–Sofía Baddeley, que canta en Ranelagh, es la actual amante del vizconde de Melbourne. Sus amigos se aseguran que reciba una bienvenida triunfal.
Kagome quedó boquiabierta. ¿El padre de Emily y William tenía una amante?
–Lady Melbourne es tan mojigata como Kikyo –susurró Kagome. Allegra guiñó un ojo a la joven.
–Ahí tienes la respuesta, pequeña. A una mujer le conviene ser flexible y dúctil... no del todo fácil, pero sí al menos complaciente. Los pensamientos de Kagome pasaron de Kikyo a Kouga. ¿Era posible que él fuese infiel? Tras contemplar un momento esa posibilidad, se le escapó una risita. "¡Sería un tremendo tonto sino lo fuera!"
Mientras avanzaban por la calle Oxford, notó que todos los caballeros conocían a Allegra. Reconoció a lord Bute y a lord March, a quienes siempre había considerado pilares respetables de la sociedad. En apariencia, había un doble juego de reglas de conducta.
Allegra dio un codazo en las costillas a William Hangar, amigo íntimo del príncipe de Gales.
–Sofía entra en sociedad... ¿o es al revés?
Los hombres que las rodeaban lanzaron fuertes carcajadas ante el chiste obsceno de la dama, y Kagome pensó que quizá sólo la vida de las debutantes era formal y sofocante.
Había porteros de librea parados en la entrada del Panteón, con largos bastones listos para impedir la entrada de cualquier persona indeseable.
Cuando los hombres que escoltaban a Sofía Baddeley desenfundaron sus espadas al unísono, los porteros se esfumaron. Luego, para deleite de todos los allí reunidos, la actriz hizo una entrada triunfal bajo el arco que formaban las espadas de sus galanes.
Adentro había tanta gente como afuera. Cuando un criado la ayudó a quitarse la capa, Kagome se sintió muy perversa. Era una sensación absolutamente deliciosa. Le dedicaban más miradas que a la excéntrica condesa de Cork, que llegó vestida de sultana, con la cara pintada de oscuro y adornada con un tocado de diamantes.
Cumberland, el malvado tío del príncipe de Gales, se había disfrazado de Enrique VIII, y sir Richard Phillips lucía resplandeciente en negro y blanco: mitad molinero, mitad deshollinador. Al observar y ser observada, Kagome advirtió que todo el mundo buscaba llamar la atención, y ella no era la excepción a la regla. Los asistentes se habían esmerado con sus trajes, que representaban todas las épocas históricas, desde la Restauración hasta el período isabelino y la antigua Grecia. Cupido acompañaba a una dama que parecía recién salida de la corte de Camelot, del rey Arturo. El salón entero era un despliegue de colores y luces brillantes. Kagome pensó, feliz, que jamás se había divertido tanto.
En aquel momento, el conde de Bath, que estaba en la ciudad en viaje de negocios, se hallaba en un lapso de transición entre una amante y otra.
No alimentaba ilusiones acerca de sí y era el primero en admitir su saciedad y su cinismo. Pensó un instante en su hermano menor, Onigumo; gracias a Dios, podía confiar en que él mantendría el buen nombre de los Hardwick. El conde no tenía ninguna intención de permitir que la sociedad lo atrapara en la obligación de casarse y fundar una familia. Sabía que era desenfrenado y que tenía reputación de libertino, pero a las mujeres les atraía sólo su título de nobleza; y, si a ello se sumaba su riqueza, el sexo débil lo seguía jadeante como una jauría de perras en celo.
El conde tenía unos ojos de color negro azabache y cabello del mismo color, que se resistía a cubrir de talco u ocultar bajo una peluca; la nariz aristocrática, ligeramente aguileña, le proporcionaba un perfil de ave de rapiña. Procurando diversión, examinó el salón en busca de alguna presa que mereciera la pena. Su mirada oscura no se demoraba en ninguna dama que lo invitara; era un hombre que elegía por su propia cuenta, para bien o para mal.
Bath no había formado parte de la escolta de Sofía Baddeley; había llegado solo desde su casa, que estaba situada en la calle Jermyn. No sentía más que desprecio por los hombres de su misma clase social que eran esclavos del juego, la bebida o las mujeres pervertidas. Se enorgullecía de mantener siempre el control. Sin embargo, estuvo muy cerca de sufrir un desliz cuando divisó a la gloriosa criatura que sin duda vestía como Atenea, la diosa de la caza. Aquella mujer desconocida, acompañada por la notoria Allegra, captó toda su atención. La contempló en silencio mientras la joven belleza echaba hacia atrás la cabeza en una carcajada. Poseía una naturalidad que lo llevó a acercarse, pese a la evidente juventud de la muchacha.
Sin percatarse de los ojos que la exploraban, Kagome reía los maliciosos pero divertidos comentarios que lanzaba Allegra. En ese momento hablaban de una de las más peculiares invitadas al baile. Al ver que unas personas se apartaban de la condesa de Cork, que vestía un traje de sultana árabe, Kagome dijo con inocencia:
–Podrá ser excéntrica, pero sin duda es inofensiva, ¿verdad?
–En realidad es mortal –contestó Allegra–. Puntúa sus palabras con flatulencias. Su repertorio rectal es sorprendente. Hazte aun lado y así podrás escucharla.
Kagome aguzó el oído en dirección a la sultana y oyó que ésta comentaba a Cumberland:
–Es hora de que aprueben la ley de Regencia. ¡El rey está más loco que el maldito sombrerero! –Y por cierto que la duquesa puntuó sus palabras con una sonora retahíla de signos de exclamación.
Mientras Kagome se apresuraba a retroceder, Allegra revoleó los ojos y agitó el abanico de plumas de avestruz de manera lánguida pero eficaz. Riendo con aire desvalido, preguntó:
–¿Qué consejo daría la dama Lightfoot a sus alumnas acerca de las flatulencias? –El rostro de Allegra adoptó la expresión tiesa de la dama Lightfoot.
–Esos ruidos no se mencionan; no los reconoce ni el que los produce ni la víctima.
Kagome tuvo que quitarse el antifaz para enjugarse las lágrimas producto de la risa.
Cuando así lo hizo, el conde de Bath llegó a ver unos ojos Chocolate que casi lo dejaron sin aliento. Había estado acechando a su presa con la confianza de un felino selvático. Cuando la tuvo a la distancia apropiada, le rodeó con manos fuertes la cintura y la subió a una plataforma baja que estaba situada detrás de Kagome.
–Una diosa merece estar en un pedestal–dijo en voz baja.
Ella quedó boquiabierta cuando aquel extraño moreno y alto le puso las manos encima. Lo miró a los ojos negros, que evaluaban con descaro sus encantos apenas cubiertos por el disfraz de diosa cazadora.
–Preséntanos, Allegra –ordenó el conde.
–Ni lo sueñes, diablo audaz. Ella no es un bocado para tu apetito insaciable.
–Prometo saborearla. Como si fuese un vino fino, la beberé a sorbos, la demoraré en mi lengua y la paladearé una y otra vez. Invertiré toda la noche en saciar mi sed.
Allegra quedó sin habla. No podía exponer al conde de Bath la identidad de lady Kagome Davenport.
Kagome, sin embargo, estaba lejos de haber perdido el habla. Se encendió su furia, que le soltó la lengua.
–¡Cerdo lujurioso! ¡Vaya a saciar su sed en otra parte! –Dio un puntapié al noble en la pantorrilla. Por desgracia, las sandalias doradas no le protegieron los dedos al chocar con una sólida masa de huesos y músculos–. ¡Ay! –gritó.
El conde le tomó con destreza el pie, divertido al ver que ella había sufrido el dolor que se proponía infligirle. Mientras sostenía con firmeza el pie entre sus manos, sus ojos recorrieron despacio el contorno de la larga pierna de Kagome.
Indignada, ella sacó una flecha del carcaj dorado y la clavó en la mano que le aferraba el pie. Cuando vio que él no la soltaba, lo pinchó de nuevo, ahora con más violencia. Esta vez él aflojó el apretón, pero deslizó la mano hasta el muslo antes de soltarla.
Kagome enrojeció bajo el antifaz. De pronto sintió miedo del hombre poderoso que le manipulaba el cuerpo como si ella estuviera expuesta allí para su placer personal.
Desesperada, buscó a Allegra, pero no la vio por ninguna parte. La plataforma estaba rodeada de mujeres que lucían diversos disfraces.
Kagome vio un mar de rostros masculinos; todos ellos reían, echaban miradas lascivas y gritaban al individuo que iba vestido de Cupido.
De pronto no se sintió tan segura de que debiera encontrarse allí, con aquel traje tan provocativo. Un rato antes le había parecido una salida osada, pero ahora se cuestionaba la conveniencia de haber acudido al Panteón, disfrazada o no. Tal vez aquel lugar fuera demasiado mundano para una dama soltera de su tierna edad.
El conde de Bath no conseguía apartar la mirada de la muchacha de cabello castaño. Resultaba obvio que se trataba de una aventurera, pero era muy joven, de modo que aún debía de ser novata. En general, a él le atraían las mujeres mayores, con experiencia, pero esa visión maravillosa poseía una belleza natural cuyas frescura y vitalidad constituían una potente tentación aquella noche. En ese instante decidió poseerla.
Luego levantó varias veces la mano en dirección a Cupido, lo mismo que los otros hombres que lo rodeaban.
El ángel que se hallaba junto a Kagome tendió una mano y le quitó el antifaz.
–Éste va perfecto con mi disfraz. ¿Te importa...?
–¡Por supuesto que me importa! –replicó Kagome, horrorizada ante la idea de que alguien la reconociera–. ¡Ve a tocar tu estúpida arpa en otra nube! –agregó al tiempo que arrebataba la máscara para cubrir su identidad. Entonces vio los ojos negros mientras sentía que la levantaban de la plataforma.
–¿Qué diablos hace? –preguntó cuando sus pies tocaron el suelo. Él le sonrió. .
–Acabo de comprarte.
–¿De qué habla? –inquirió la joven.
–De la subasta... Cupido está subastando a todas las jóvenes ninfas que se ubican en la plataforma, y yo acabo de pagar la suma más alta por ti.
–¡Imposible! –protestó ella, horrorizada.
–Se trata de un acto benéfico, dulzura. Es por una buena causa, te lo aseguro. –Suave como la seda, el conde de Bath tomó dos copas de champaña de la bandeja de plata que ofrecía un criado de librea, y depositó una en la mano de Kagome–. Saciemos ambos nuestra sed.
Su voz profunda era tan peligrosamente seductora que la afectó de
manera extraña. Las cosas sugerentes que decía aquel hombre, sumadas al tono cavernoso, le hicieron hormiguear el cuerpo en las partes más íntimas. Cercana al pánico, Kagome arrojó el champaña a la cara del hombre y huyó.
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Att. Hika-chan :3
