Hacía siete años que Marian Wallace había terminado la escuela y aún ese lugar le parecía tan familiar como antaño. Sus pasillos, sus jardines, sus secretos… en general, ese encanto que envolvía el colegio , hacía que Marian reviviese sus años allí. Aquellos años no volverían a pasar por su vida… aquellos años… cuando ella era una chica normal, cuando todo era normal…
Marian miró a su alrededor. Se encontraba en los pasillos del segundo piso, en los que tantas veces había estado junto con sus amigos. Recordaba cada cuadro, cada baldosa del suelo, cada grieta de la pared, cada ventana… El lugar era justo como lo recordaba, no había cambiado lo más mínimo, pero ya nada era igual, los tiempos sí habían cambiado.
Eran tiempos oscuros para todos. El Señor Tenebroso había vuelto, y esta vez con más fuerza que nunca. Había conseguido infiltrarse en el Ministerio y ahora tenía casi el dominio total del mundo mágico, y dentro de poco, también tendría el dominio del mundo muggle.
Tras la muerte de Dumbledore, Voldemort había puesto a sus mejores mortífagos a cargo del colegio. A la dirección se encontraba Severus Snape, el que había sido profesor de pociones de Marian cinco años atrás, y como jefes de estudios se encontraban Alecto y Amycus Carrow, a los que Marian conocía muy bien.
El papel de Marian en el colegio sería el de "Procurar que la disciplina se lleve a cabo en todo momento" según le dijo personalmente el Señor Tenebroso. Para la joven de 25 años aquello era una auténtica tortura. Su trabajo consistía en castigar y torturar a los alumnos más revolucionarios que se opusiesen al régimen establecido en el colegio.
Marian odiaba su "trabajo", muchas se preguntaba por qué se había hecho mortífaga, porqué tuvo que hacer caso a Dumbledore. Si no hubiera accedido a ser espía personal de Dumbledore ahora no se vería obligada a torturar a esos pobres alumnos, en especial al joven Neville Longbottom que últimamente estaba dando muchos problemas a los Carrow.
La única persona con la que Marian podía contar era con su ex-profesor de Pociones, Severus Snape, y eso para la joven exSlytherin no era para nada agradable. La relación con Snape siempre había sido fría y hostil, como la que dicho profesor mantenía con todo aquel que lo rodeaba. Marian no podía entender cómo Dumbledore había podido confiar en él. Aquel hombre de mirada inexpresiva, túnica negra y pelo grasiento no parecía de fiar, pero era la única persona con la que podía hablar de su "verdadero trabajo": Proteger Hogwarts y a sus alumnos.
Muchas veces la joven sentía impulsos de ir corriendo y contarle todo a McGonagall. De contarle que ella no era en realidad una mortífaga, de contarle que en realidad era espía de Dumbledore, que ella solo pretendía proteger Hogwarts… Pero sabía que no podía… Tenía que cumplir con su deber, con su cometido, y tan solo podía confiar en aquel hombre desagradable que tanto la incomodaba.
Marian suspiró un momento y volvió a emprender su camino por los pasillos del segundo piso. Se dirigía a la clase de transformaciones. Se acercó a la puerta aún abierta, al parecer McGonagall aún no había llegado. Los alumnos esperaban dentro del aula, hablando y riendo. Al ver a la joven mortífaga todos callaron y fueron corriendo a sentarse a sus pupitres. Los alumnos eran nuevos, de primero, y todos parecían muy asustados ante la presencia de la chica.
Marian entró en la clase y se situó en el sitio de siempre, en una esquina al final de la clase desde la cual podía ver a todos los alumnos. Se sentó en una silla que estaba sitiada en aquel lugar y se cruzó de brazos mientras miraba de forma desafiante a los jóvenes alumnos que intentaban apartar la vista de ella.
A ella no le gustaba hacer eso, pero en fin, era su trabajo, y tenía que disimular lo mejor posible su verdadera identidad.
Poco después llegó McGonagall y se dirigió rápidamente a la mesa del profesor. Se sentó en la silla y echó una mirada a la clase en general. Cuando su mirada llegó al lugar en el que se encontraba la joven mortífaga su mirada se volvió más sería de lo habitual. A Marian le pareció que incluyo había desprecio en aquella mirada, lo cual no la extraño en absoluto.
Cuando Marian estaba en el colegio siempre había sido muy querida por McGonagall. La joven siempre había sido una chica agradable y bastante trabajadora, y a pesar de ser de Slytherin siempre había sido amable con todos, cosa que McGonagall admiraba mucho de su alumna. El hecho de ver a aquella buena alumna convertida en mortífaga era un duro golpe para la profesora de transformaciones.
-Bien, veo que estamos todos – dijo la profesora mientras miraba a sus alumnos. –Podemos comenzar la clase.
Los alumnos empezaron a sacar sus pergaminos y plumas y comenzaron a tomar apuntes mientras la profesora dictaba. Marian, mientras, se dedicaba a contar las baldosas del suelo, a mirar como jugaba el reflejo del sol en los cabellos de una joven Hufflepuff que se sentaba en primera fila y a dar vueltas a su varita sobre su mano una y otra vez.
El tiempo pasaba lentamente para la joven ex – Slytherin, las agujas del reloj que se encontaba en la pared de enfrente parecían no moverse. Marian se aburría muchísimo, pero en el fondo se alegraba de aquella tranquilidad en la clase, ya que así no tendría que castigar a ningún alumno.
Quedaban escasamente diez minutos para que la clase finalizara, cuando de pronto alguien llamó a la puerta del aula. La puerta se abrió y entró Alecto Carrow. Los alumnos bajaron sus cabezas rápidamente, dirigiendo sus miradas hacia sus pergaminos, intentando no tener ningún tipo de contacto visual con Alecto y así poder pasar desapercibidos.
Alecto Carrow se dirigió hacia la profesora de transformaciones y la dijo en voz baja algo inaudible para el resto de los presentes en aquella aula. La profesora McGonagall asintió, muy a su pesar, con la cabeza y en ese momento Alecto Carrow se dirigió al resto de la clase.
-¿Quién de ustedes es Adrian Kings?
Un murmullo se susurros empezó a escucharse, y un montón de miradas se dirigieron hacia un muchacho rubio que se sentaba en penúltima fila. En chico se puso de pie temblando, y con un hilo de voz contestó a la pregunta.
-Soy yo Señora Carrow.
Alecto Carrow le dirigió al chico una mirada de odio y asco y se acercó a él con decisión.
-Acompáñeme fuera.
Carrow cogió al joven del brazo bruscamente y tiró de él hacia la puerta del aula. Antes de salir del aula Alecto paró un instante y dirigío su mirada hacia la esquina donde se sitiaba Marian.
-Acompáñanos tú también Marian, posiblemente te necesitaré.- dijo mientras hacía un gesto que indicaba a la joven mortífaga que los siguiera.
Alecto Carrow continuó su camino con el joven Adrian del brazo y Marian salió tras ellos. Marian sabía perfectamente para que la necesitaría aquella arpía. Tendría que torturar a aquel pobre alumno por alguna razón insignificante, y eso producía en Marian un profundo deseo de salir corriendo. Aquel muchacho solo era un niño ¿qué habría hecho?.
Marian siguió a Alecto y al joven hasta el despacho de la jefa de estudios. Una vez en la puerta, Alecto hizo un gesto con su varita y esta se abrió de pronto. Los tres entraron en el despacho y la puerta se cerró de golpe.
-Adrian Kings –dijo Alecto al muchacho de cabellos rubios que temblaba delante de ella. –Tengo entendido que usted puso en las paredes del baños de chicos del tercer piso una frase que decía exactamente…
Alecto Carrow sacó un trozo de pergamino que tenía en un bolsillo y leyó en voz alta lo que éste tenía escrito.
-… "Todos somos iguales. Vivan los muggles"
Alecto dejó el pergamino en su escritorio y preguntó al chico con tono de acusación.
-¿Fue usted quien escribió esas palabas, Kings?
El muchacho empezó a temblar más que antes y con un hilo de voz ahogada consiguió articular una respuesta.
-No… Se, Señora Carrow.
-¡No mientas Kings! –Grito Alecto acusando al chico.
El muchacho bajó la vista al suelo y sus ojos se llenaron de lágrimas.
-Lo siento… yo... lo siento mucho –dijo el muchacho entre sollozos a modo de súplica.
-No hay "lo sientos" que que valgan. –Contestó Carrow con dureza. –Marian – dijo dirigiéndose a la joven mortífaga. –Ya sabes lo que hacer.
Marian asintió con la cabeza y sacó su varita de túnica. Apuntó con ella al muchacho, que ahora estaba arrodillado a los pies de la joven mientras lloraba desconsoladamente y suplicaba a la joven que no lo torturara.
-¿Se puede saber a qué esperas? –Le dijo Alecto Carrow a Marian con impaciencia.
La joven mortífaga dejó de mirar al pobre muchacho, lo volvió a apuntar con la varita y, mientras fingía indiferencia, se armó de valor y echó una maldición al joven.
-¡Crucio!
