Prefacio
Estela estaba recostada sobre la cama, con un libro entre las manos. La luz de las velas temblaba, recortada contra la penumbra del cuarto, y el humo le empañaba los ojos. Sin embargo, la historia estaba interesante y no deseaba acostarse tan pronto. Además, era el único momento del día en el que podía olvidarse de sus problemas…de las heridas de su espalda, de las humillaciones sufridas… de la guerra. Se arrebujó entre las mantas con un escalofrío y trató de concentrarse. Sus amos estaban durmiendo y no quería despertar tampoco a los demás criados. Solo quería sentirse normal por un rato.
Hacía cuatro años que no hablaba con sus amigos —ni si quiera sabía si seguían con vida—, ni utilizaba Internet. Había tenido que renunciar a su móvil, al agua caliente y a las demás comodidades que antes le parecían básicas.
Hacía tiempo que se habían cortado las comunicaciones, las centrales eléctricas habían cerrado, los satélites se habían apagado, las fábricas habían dejado de producir y los medios de transporte habían dejado de utilizarse.
La mitad del mundo había muerto de una enfermedad incurable —una gripe mágica— y habían fallecido antes de saber si quiera lo que ocurría. Su madre había muerto, su hermano pequeño… y también varios de sus primos. Su padre y su hermana habían sobrevivido a la gripe, pero la mayoría de sus conocidos no habían tenido tanta suerte.
En todos los países había ocurrido lo mismo. Primero, la gente empezó a morir de aquel brote misterioso y letal, y después comenzaron las desapariciones.
Nadie sabia qué estaba pasando, pero una serie de rumores, a cada cual más extraño, empezaron a circular entre la población.
La magia había resultado ser real, pero ningún cuento los había preparado para eso. No era algo hermoso, ni placentero, sino algo terrible de lo que se servían unos hombres y mujeres despiadados, a los que llamaban Mortífagos. Personas que los odiaban, aunque nunca habían tenido trato con ellos.
Cuando los magos empezaron a mostrarse abiertamente, la gente abandonó las ciudades y se refugió en el campo. No obstante, los secuestros continuaron.
Algunos, los más optimistas, todavía creían que el ejército solucionaría la situación, pero se habían equivocado. Necesitaban más gente, y más medios, pero los jóvenes no habían recibido instrucción militar y no querían luchar. Y ¿Quién podía culparles? No los habían criado como a guerreros, nunca habían tenido que luchar para conseguir nada porque ya lo tenían todo.
Y entonces, cuando dejaron de recibir noticias, todo explotó. La gente tenía hambre, pero no podían acceder a la comida que necesitaban. Todos los supermercados y las grandes superficies estaban vigiladas. El suministro de agua potable pronto también pasó a manos del bando enemigo. Desesperados, los nomagos empezaron a matarse unos a otros para arrebatarse lo poco que les quedaba. Comenzaron las cacerías —algunas perpetradas por hombres lobo o vampiros, que también se habían unido a los magos— y muchos nomagos se habían vuelto caníbales.
Ningún lugar era seguro para dos chicas de dieciocho y quince años.
Su padre había decidido llevárselas a una cabaña de cazadores, en los pirineos. El lugar más alejado al que podían huir sin llamar la atención. Creía que allí nadie iría a buscarlos, y que podrían apañárselas para conseguir comida y agua. La cabaña estaba bien equipada, contaba con un pozo, escopetas, cuchillos de caza, comida enlatada, ropa de abrigo y una chimenea.
Solo había un problema.
Su hermana Celia era diabética, y cuando les fue imposible conseguir más insulina, cayó enferma.
No sobrevivió al primer invierno fuera de casa.
Después de aquello, su padre había empezado a comportarse de forma extraña. La pérdida de sus seres queridos y las dificultades para conseguir comida, habían agriado su carácter. Los recuerdos de su vida anterior eran demasiado dolorosos.
Estala todavía recordaba los acontecimientos que habían seguido a la muerte de Celia con un dolor indescriptible. Sus amos no le habían borrado la memoria, y le avergonzaba admitir que, en ocasiones, deseaba que lo hubieran hecho.
Un día, cuando creía que ella dormía, su padre había cargado la escopeta y se había aproximado a su cama.
—Papá ¿qué haces?
—No te muevas, solo me lo pondrás más difícil. —Tenía los ojos enrojecidos, anegados en lágrimas—. No podemos seguir así. La comida está a punto de acabarse. Nos encontrarán tarde o temprano. Sabes que te quiero, ¿verdad? Esto es por tu bien.
Una oleada de terror la sacudió y saltó de la cama. Corrió hacia la puerta y trató de abrirla, pero estaba cerrada.
—¿Te has vuelto loco? ¡Déjame salir!
—Solo será un momento. Después me suicidaré y todo habrá terminado.
—No quiero morir —dijo ella, con la voz quebrada. Un sollozo ascendió por su garganta y se abrazó a los pies de su padre—. Podemos conseguirlo. Sobreviviremos.
Su réplica ablandó el corazón de su padre y él dejó caer el arma. Se arrodilló a su lado y la abrazó con fuerza.
—Sabes lo que les hacen a los más jóvenes, ¿verdad? Los convierten en sus esclavos…no puedo permitirlo.
—No me cogerán. Nos las apañaremos. Enséñame a cazar. Estoy segura de que podemos aguantar un poco más…seguro que todo se arreglará.
Pero los días habían pasado, las estaciones se habían sucedido, y las cosas no se habían arreglado.
Un día, poco después de que ella cumpliera diecisiete años, su padre salió de caza y ya no regresó.
Estala se había quedado sola y para cuando reunió el valor suficiente para ir en busca de su padre, ya era tarde.
Algunos licántropos se habían dedicado a peinar la zona en busca de supervivientes. Habían asesinado a su padre y después, había rastreado el camino que conducía hasta la cabaña.
Fue entonces cuando, en lugar de matarla, decidieron vendérsela a unos tratantes de esclavos.
La encerraron en una jaula con otros treinta jóvenes de entre doce y treinta años—todos en edad de trabajar— y la arrastraron de subasta pública en subasta pública, como a un perro. Los esclavos más hermosos eran las más fáciles de vender, después, los más fuertes, para trabajos pesados, y aquellos que tenían estudios o conocimientos que los magos consideraban interesantes, también encontraron pronto compradores.
Estela sabía que la dejarían para el final. Había nacido con una marca de nacimiento que le surcaba el lado derecho de la cara casi como un zarpazo. No era terriblemente antiestética, pero ocultaba bastante bien sus rasgos, y nadie se molestaba en dirigirle una segunda mirada. Daban por hecho que se trataba de alguna enfermedad de la piel, y por eso nadie se había decidido a comprarla.
Y así habían transcurrido los días, hasta que una tarde, el hijo pequeño de un mago de buena familia, pasó junto a la jaula donde se encontraba y se la quedó mirando, con curiosidad.
—¿Tienes pupa? —preguntó. No debía tener más de tres años. Tenía el cabello rubio pajizo y unos profundos ojos verdes.
Estela no supo muy bien cómo reaccionar ante aquel comentario. Era la primera vez que se le acercaba un niño mago y no sabía qué hacer. ¿Le harían daño si la pillaban hablando con él?
El niño le acarició la marca de la mejilla con un dedo.
Eso había sido muy atrevido, pero no lo había hecho con maldad y se quedó quieta mientras él rodeaba el contorno con los dedos.
—No es nada. Es solo una mancha.
—¿Cómo te llamas? Yo soy Daniel. Hoy es mi cumple.
—Vaya, pues felicidades, Daniel ¿Cuántos cumples? —le dijo, y trató de sonreír. ¿Qué otra cosa iba a hacer? Los demás esclavos la miraron con desconcierto y se alejaron un poco. Seguramente temían que los padres del niño la tomaran con ellos.
El niño levantó la mano y le enseñó tres dedos.
—Ya eres un niño mayor. Seguro que eres muy listo. ¿Te gustan las adivinanzas? —le preguntó, de pronto. El niño asintió, emocionado y dio un par de saltitos hacia ella. Los barrotes de hierro lo mantenían alejado, pero él pegó la carita contra ellos.
—Sí. ¿A qué estáis jugando ahí dentro?
Bendita inocencia.
Estela sabía que debía salir de aquella jaula, y supuso que la familia de ese niño era tan buena como cualquier otra. Tendría que probar suerte, o de lo contrario acabarían entregándosela a cualquier desalmado. Todavía se le erizaba el vello de la nuca cuando se acordaba de los licántropos.
—Mira, si quieres saber cómo me llamo, tendrás que resolver una adivinanza. ¿Quieres intentarlo? «A este lado del rio hay una chica. No conozco el nombre de sus hermanos, pero el suyo, ya te lo he dicho» Esa chica soy yo.
El rostro del niño adquirió un matiz azulado mientras pensaba.
—Vamos, es muy sencillo. A este lado del río…—le repitió, un poco más despacio.
—¡Estela! —gritó, de pronto, llevado por el entusiasmo.
Ella asintió, pero se retiró un poco cuando vio llegar a un hombre adulto, con una túnica de buena tela. Tenía una especie de chorreras de color violeta que, por increíble que pueda parecer, no desentonaban en absoluto con su atuendo. Tenía el cabello del mismo color que su hijo, pero era mucho más serio.
Estela tragó saliva.
—¡Daniel, apártate de esa esclava tiñosa! Esos son los que nadie quiere.
—Pero papá… estábamos jugando a las adivinanzas.
Cuando el hombre se aproximó un poco más, Estela se sujetó a los barrotes. Sus nudillos amarillearon y sintió como la tensión le atenazaba la columna.
Algo en su mirada pareció intrigar al padre de Daniel, que se la quedó mirando durante un rato.
—¡Esclava! contesta: ¿Qué es eso que tienes en la cara?
—Es solo una marca de nacimiento, señor —dijo. Los tratantes les lanzaban maldiciones si no hablaban con educación y a ninguno le apetecía pasar por aquello otra vez—. Sáqueme de aquí, señor. Puedo trabajar. Estoy sana. Por favor…
—Vámonos, Daniel. Te encontraré una niñera mucho más guapa con la que podrás jugar todo lo que quieras.
—¡Pero yo quiero a Estela! —empezó. No había que ser un lince para darse cuenta de que el niño estaba a punto de romper a llorar.
—¿Estela?
—¡Cómpramela! ¡Es mi cumple!
—He dicho que no —insistió. Sin embargo, el niño explotó en una rabieta incontrolada y al final el padre suspiró con resignación.
—¡Yo quiero a esta! ¡Yo quiero a esta!
Hasta Estela se sintió culpable por haber causado semejante espectáculo. Aunque no sabía por qué, la verdad.
—Vamos, Dani ¿No quieres mirar otras que también puedan gustarle a papá? —le preguntó en un desesperado intento por convencerlo.
No funcionó.
Al final, el hombre se dirigió hacia el tratante y le preguntó por su precio y su procedencia.
—Seis galeones. Es hispana y tiene diecisiete años, no es tan mayor —dijo. Los tratantes se referían a ellos con términos arcaicos, tomados de las luchas de gladiadores, que se habían vuelto a poner de moda. Hispanos, germanos, latinos, galos, bretones…como si aún vivieran en la época romana. Otra de esas «fantásticas» noticias de las que se habían enterado cuando los habían llevado al mercado por primera vez. Las luchas de gladiadores nomagos habían regresado con fuerza para convertirse en un entretenimiento novedoso.
Esos magos eran unos salvajes.
—Vamos, hombre. ¿Le has visto la cara? Parece que lleva un ojo a la funerala.
Estela no supo si reír o llorar ante aquel comentario. Al menos no tenía que preocuparse de que quisiera meterle mano.
—Mira, es educada y muy dócil. Te la dejo en cinco, por ser tú, pero no puedo bajar más.
El hombre resopló, pero aceptó la oferta.
—Dadle un baño, ponedle algo por encima y enviádmela a esta dirección —le dijo, al tiempo que le entregaba un trozo de pergamino.
Su hijo dejó de llorar y abrazó a su padre.
Después regresó junto a Estela y volvió a asomar la cabecita entre los barrotes.
—Me caes bien. Te dejaré jugar con mis juguetes.
Estela volvió a dirigirle una sonrisa forzada. Su padre ni si quiera se dignó a mirarla por segunda vez, cogió al niño de la mano, y lo arrastró por el mercado, que estaba repleto de animales extraños, gente con ropa colorida y banderas de la Alianza Antimuggle.
—Zorra colaboracionista…—le espetó uno de los esclavos que se sentaba a su lado, antes de escupir en su dirección.
Ella lo ignoró. Había hecho lo indecible para mantenerse con vida, y no podía luchar, ni huir ni hacer nada, si seguía allí metida.
Y así había sido como había acabado en casa de los Cayado, una de las familias mágicas con más prestigio del país.
No obstante, si creía que lo peor había pasado, estaba muy equivocada.
