天国
(Paraíso)
1
Desafiando la lógica
Hikari sintió cómo el sudor de sus palmas hacía resbalar la mano del chico entre las suyas. Ahogó un grito de desesperación intentando tirar inútilmente de él hacia arriba, pero su peso se hacía cada vez más insoportable, colgado desde aquella distancia abismal.
―No… –negó Hikari, con los ojos húmedos por el terror–. Por favor… aguanta… aguanta…
Él podía notar el estremecimiento de los brazos de la chica, causados por el brusco sobreesfuerzo. No podía sostenerle, iban a caerse los dos.
―Suéltame…
―¡NO! –gritó ella, intentando tirar del chico hacia arriba, pero era demasiado tarde. Sus brazos no podían soportar mucho más.
―Kari –murmuró, haciendo que lo mirase. Reflejada en sus ojos azules, pudo ver en ellos la determinación, el miedo, el dolor. Él seguía apretando su mano, necesitaba que ella lo soltara, no era capaz de hacerlo solo.
―No… no… no… –negó, pero sus dedos la traicionaron. Sintió deslizarse su mano de entre las suyas y sólo lo vio caer, perdiéndose en la oscuridad.
…
Hikari se despertó sobresaltada, bañada en sudor, con el corazón latiéndole con fuerza. Al reconocer su habitación en la oscuridad comprendió que sólo había sido un sueño, pero eso no llegó a consolarla. Aquella imagen le había dejado sumida en la angustia, y se abrazó las rodillas sintiendo un extraño temblor en todo el cuerpo.
―Era una pesadilla… una pesadilla… –se susurró, intentando calmarse.
Pero todavía sentía el frío contacto de las manos del chico, la sensación de las lágrimas resbalando por sus mejillas… A pesar de su empeño no lograba recordar la cara del muchacho, sólo la intensa sensación de vacío que había sentido al soltarse su mano.
―Hikari, ¿estás escuchando? –le preguntó Juri, dándose cuenta de que su amiga tenía la vista perdida en algún punto tras la ventanilla del bus.
―¿Ah?
―Ya veo que no… –se respondió ella misma, frunciendo el ceño.
―Perdona, Juri –se disculpó la chica con una sonrisa culpable–. Ayer estudié demasiado, casi no dormí nada –mintió, diciendo lo primero que se le vino a la cabeza.
Juri la miró con sus grandes ojos marrones. Era su mejor amiga desde que tenía uso de razón, siempre habían estado juntas. Tenían esa clase de confianza con la que se podían contarse cualquier cosa sin miedo a la respuesta, como si supieran exactamente del modo en que la otra reaccionaría. Por eso, a pesar de que hubiese seguido hablando como si nada, Hikari intuyó que en el fondo no la había creído.
Minutos después de dejar atrás el bus, la Escuela Elemental de Odaiba, donde cursaban su tercer y último año de Secundaria Básica, apareció ante ellas al doblar una de las calles. Allí se unieron al ajetreo de los estudiantes, que inundaban las aceras y los cruces vestidos con el reglamentario uniforme verde. Unos pasos por delante de ellas vieron a un chico moreno y menudo que caminaba distraídamente entre el gentío.
―¡Takato! –saludó alegremente Juri, haciendo que el muchacho se girase hacia atrás. Al verlas, se paró frente a la entrada del colegio para esperarlas.
―¿Qué tal van tus dibujos? –le preguntó Hikari, reparando en la carpeta que sobresalía de su mochila, mientras cruzaban el amplio patio de recreo.
―Ya he terminado algunos de mis diseños, pero la verdad es que me queda mucho por hacer… –respondió animadamente, subiendo con ellas las escaleras que llevaban a la clase. Matsuda Takato era un chico afable, tranquilo y entusiasta, un fiel amigo, pero increíblemente distraído. A veces podía pasarse horas dibujando sin tener la menor noción del tiempo.
―Con ese empeño terminarán publicándotelos –sonrió Juri mientras entraban en el aula, guiñándole un ojo.
Takato se sonrojó alarmadamente y alzó su carpeta en un vano intento por ocultarlo. Hikari rió divertida mientras se sentaba junto a su amiga en uno de los pupitres al lado de la ventana, quien al parecer no se había dado cuenta de nada.
―¡Hola, chicos! –saludó alegremente Juri a los dos muchachos sentados detrás ellas. Shiota Hirokazu le contestó con apenas un breve gesto, demasiado concentrado discutiendo con otro de gafas, Kitagawa Kenta.
―¡Te digo que es verdad! –insistió–. Tengo la carta de Blackwargreymon, se la cambié a una panda de críos que no sabían lo que era.
Todos se sentaron en su sitio nada más ver entrar el profesor de Japonés, Iwamoto Taro, al que la mayoría temía por ser uno de los profesores más estrictos del instituto. Serio y reservado, era como los viejos senseis que vivían por y para las tradiciones. Sus clases siempre se impartían en absoluto silencio, pero aquel día se vio interrumpido cuando la puerta se abrió precipitadamente, dando paso a un chico moreno, de pelo desordenado, que respiraba de forma entrecortada.
―Lo… siento… –se excusó, apoyándose en las rodillas para recuperar el aliento.
No era nada nuevo en él.
Motomiya aguantó las represalias con la mayor indiferencia que le fue posible, y se dirigió en silencio hasta un asiento libre al lado de Kazu y Kenta, que se partían de la risa por lo bajo.
―¿Otra vez llegando tarde, Daisuke? –le susurró burlonamente Kazu cuando Iwamoto-sensei no estaba mirando.
―Cállate –masculló amenazante, apartándolo de un manotazo. Quizá avergonzado, desvió la vista hacia Hikari, que seguía escribiendo en sus apuntes como si en realidad nada hubiera pasado.
―Juri, ¿no vienes? –preguntó Hikari extrañada desde la puerta.
El aula estaba ya casi vacía desde que el timbre había sonado hacía unos minutos, y sobre la superficie de las mesas se reflejaba la luz tenue de la tarde. Había estado esperando a su amiga en el pasillo, pero había tenido que volver atrás al ver que se retrasaba demasiado en salir.
―No, no puedo –se quejó Juri mientras se acercaba a ella–. Tendrás que ir sin mí, me toca quedarme a hacer las tareas de mantenimiento.
―¡Katou! ¿Qué haces ahí parada? –preguntó fastidiado Hirokazu pasando por su lado con varias escobas–. Esta es para ti –dijo, tendiéndole una de ellas–. ¡Venga, no te entretengas!
Juri puso los ojos en blanco.
―Hasta luego… –se despidió desganada, entrando a la clase.
Hikari sonrió divertida. Mientras bajaba sola las escaleras hacia el patio exterior admitió que, en realidad, su amiga tenía razón. Todos la tenían. Puede que últimamente estuviese demasiado ensimismada, sin que pudiera evitar inquietarse con pensamientos que no tenían razón de ser. Sabía que debía olvidarlo, pero no era capaz de hacerlo.
―¡Hikari! –la llamó una voz mientras cruzaba el patio hacia la salida. Daisuke se acercaba corriendo hacia ella, vestido con el uniforme rojiblanco del equipo del instituto.
―¿Qué pasa? –preguntó, volviéndose hacia él.
―¿Por qué no vienes a ver el entrenamiento? Este año estamos entrenando más que nunca y hemos mejorado mucho. Además, quiero presentarles a mi novia a mis amigos –explicó el muchacho esbozando una sonrisa.
―¡Daisuke, no soy tu novia! –exclamó exasperada, temiendo que fuese propagando ese rumor.
―¿Pero por qué no? –insistió, sin perder la sonrisa–. Haríamos una bonita pareja.
Esta vez fue Hikari la que sonrió. La verdad es que siempre conseguía hacerla reír.
―Seguro que sí –concedió–. Pero no puedo quedarme, tengo que ir hasta Shibuya a hacer unas compras.
―¿Vas a ir tú sola? –inquirió el muchacho frunciendo el ceño–. No creo que eso sea una buena idea…
―¡No va a pasarme nada! –se defendió ella–. Tengo quince años, sé cuidarme sola.
―Está bien, no importa… ¡Ya te convenceré para el siguiente! –atajó el chico, despidiéndose amistosamente con la mano y empezando a correr hacia el campo de fútbol.
Daisuke era el capitán del equipo y un jugador brillante, en lo que siempre había puesto todo su empeño. Hikari lo conocía bien, tenía carácter de líder, y era extrovertido, de los que caían bien a todo el mundo. Nunca desaprovechaba la oportunidad de pedirle para salir, pero por alguna razón ella nunca aceptaba, a pesar de que todos, incluso Juri, coincidían en que serían una buena pareja.
Odaiba se trataba de una isla artificial en la bahía de Tokio, una zona de ocio formada por playas y apartamentos, y unida al resto de la ciudad por el largo puente Rainbow. Hikari tomó el tren hasta el barrio de Shibuya, la mayor zona comercial de la ciudad, donde las calles estaban abarrotadas a pesar de ser un día de entre semana. No pensaba comprar nada ni tampoco ir a casa de Juri, como les había dicho a sus padres. En los últimos años había seguido la pista de su hermano a través de las investigaciones policiales o artículos del periódico relacionados con el caso. Había desaparecido siete años atrás, sin dejar rastro.
Hikari no podía encontrar una razón. Ella siempre había creído que eran felices.
El día anterior había visto en la televisión aquella misma plaza con motivo de la nevada que había acaecido hace cinco años en el distrito y que había destrozado parte de la figura de bronce del perro Hachikō. Durante unos segundos sus ojos se habían abierto al distinguir encogido a los pies de la estatua a un niño muy parecido a su hermano.
No, estaba segura. Era él.
Aquella imagen había sonado como una alarma en la mente de Hikari. Pero como otras veces había pasado, no encontró nada, a pesar de pasarse media tarde por sus alrededores preguntando a quien pudiese, en tiendas o puestos que pudiesen tener una ligera idea sobre el paradero de Yagami Taichi. Desilusionada y deprimida, decidió que era el momento de marcharse si no quería que sus padres empezaran a preocuparse. Se dio la vuelta y empezó a desandar la gran calle Sentagai, donde pasó entre un grupo de kogals, unas ruidosas colegialas muy llamativas y maquilladas.
Hikari llegó al Scramble Kousaten, un famoso cruce próximo a la estación de Shibuya, considerado el más abarrotado del mundo, con un stop en las cuatro direcciones para permitir a los peatones inundar todos los pasos de cebra. En los edificios de la calle estaban situadas tres grandes pantallas de televisión LSD, emitiendo constantemente anuncios publicitarios.
Esperando entre la gente para poder cruzar, sus ojos se fijaron en un lugar familiar. Al otro lado de la carretera reconoció el gran Starbucks que ocupaba casi un piso entero del edificio de la tienda Tsutaya. Se trataba casi de un mirador, desde cuyas cristaleras podía admirarse toda la plaza. Parecía un lugar corriente, un sitio al que apenas dirigían la mirada los indiferentes transeúntes, pero para ella era mucho más…
Hikari estaba ante la cafetería, pero apenas tenía altura para mirar por la cristalera. La copa de un impresionante árbol de navidad se asomaba al otro lado, junto a las luces y los adornos de colores. A su lado, un muchacho moreno más alto miraba a través del cristal con la cara pegada graciosamente al vidrio y los ojos muy abiertos. La niña quería verlo también y comenzó a saltar para poder llegar, pero era inútil, era demasiado pequeña. El chico pareció darse cuenta y la cogió por debajo de los hombros, con cuidado, elevándola del suelo…
―Tai… –suspiró Hikari, sintiéndose de pronto terriblemente apesadumbrada. Imaginó que, reflejado en el cristal, la imagen de su hermano tal como lo recordaba le devolvía la mirada.
Pero él no estaba allí.
Repentinamente, notó la incómoda sensación de sentirse observada y giró la cabeza hacia todos lados. Pero sólo se encontró con los ajetreados transeúntes que se movían a lo largo del paso de peatones. Empujada por el movimiento de su alrededor, se dejó llevar como una autómata hacia delante.
Así, sumida en sus pensamientos, no se dio cuenta de que a mitad del cruce el semáforo ya se había puesto en rojo. El sonido de un desesperado frenazo y el pitido del claxon la hicieron volver a la realidad abruptamente. Se vio en mitad de la plaza de Shibuya ante un coche que había estado a punto de arrollarla y, confundida, intentó retroceder hasta la acera. Pero un segundo coche se le echó encima, demasiado tarde para que éste pudiera frenar. Hikari chilló instintivamente, cubriéndose el rostro con las manos.
Oyó el ruido del vehículo al chocar, pero el golpe que esperaba nunca llegó. Y abrió los ojos. El coche se había parado a apenas unos centímetros de su cuerpo, con el motor echando humo y el morro totalmente arrugado como si hubiese chocado contra algo en realidad. Pero ella estaba intacta.
Hikari permaneció inmóvil, sin poder reaccionar. Percibió torpemente como el confundido conductor bajaba de su vehículo destrozado y a los impresionados transeúntes que se agolpaban en la escena. Entonces sus piernas tomaron el control y salió disparada del tumulto que ella misma había creado, con la única idea en mente de huir de todo aquello.
―Disculpe –irrumpió una educada voz, haciendo que la secretaria levantase la vista de donde estaba escribiendo. Tras la ventanilla abierta, observó las facciones de un chico joven, rubio, de ojos azules.
―¿Sí?
―Me mandan de la compañía de Fukuoka para el señor… –Miró la hoja que tenía sobre el pequeño paquete que sujetaba–. Iwamoto Taro.
La secretaria reparó en su traje gris con el logotipo de la oficina de correos, pero eso no disipó su desconfianza.
―Está bien, deja aquí el paquete, yo misma se lo entregaré cuando salga –repuso.
―Lo siento –contestó el muchacho, negando con la cabeza–. Necesito una firma del destinatario, sino no puedo entregarlo. ¿No podría entrar…?
―No puede ser –interrumpió la mujer. Nunca dejaba que pasara gente desconocida al interior del instituto fuera de las horas de clase, y mucho menos jóvenes–. Pero… –añadió, encontrando una solución–, ¿por qué no esperas aquí? Iré a entregárselo ahora mismo y te traeré la firma.
El chico pareció meditar unos instantes.
―De acuerdo.
La secretaria salió de detrás del mostrador y cogió el paquete, con la hoja de envío sobre él, y se perdió por el pasillo. Nada más doblar la esquina, el muchacho sonrió y se dirigió tras el mostrador.
Hikari se dejó caer en una de las destartaladas sillas del metro, suspirando con pesadez. De repente se había sentido muy cansada, como si apenas pudiese sostenerse sobre sus piernas. El suceso en pleno centro de Shibuya no dejaba de martillearle en la cabeza, junto a la imagen del coche con el morro bruscamente arrugado. Todavía no podía explicarse como podía haber sobrevivido a aquello.
―Próxima parada, estación de Shinjuku –informó la voz neutra de una mujer desde los altavoces del metro.
Todavía quedaban varias paradas antes de la suya. Sin darse apenas cuenta, sus ojos fueron cerrándose poco a poco, hasta quedar profundamente dormida.
―Yagami… Yagami… –musitó el muchacho rubio inclinado sobre una libreta, con los ojos recorriendo con rapidez las líneas del texto–. ¡Aquí está!
Sonrió ante su descubrimiento. Había pasado mucho tiempo buscándola… pero al fin la había encontrado.
Oyó unos pasos resonando por el pasillo contiguo y se apresuró a separarse del mostrador. Justo en ese momento la secretaria apareció doblando el corredor, todavía con el pequeño paquete entre las manos.
―El señor Iwamoto no pertenece a la compañía de Fukuoka y jamás ha oído hablar de ella –le dijo la mujer al llegar hasta él, con una renovada mirada de desconfianza.
―Vaya, entonces ha debido ser un error –respondió, sonriendo con cortesía–. Lo llevaré de nuevo a la compañía. Siento las molestias.
―No ha sido nada… –contestó la secretaria en un tono que parecía decir lo contrario.
―Sólo una cosa más –añadió el chico deteniendo a la mujer de camino al mostrador–. ¿Podría darme una matrícula?
Hikari se vio saliendo del metro cuando ya anochecía. Se había despertado dos paradas lejos de la suya y había tenido que coger otro tren de vuelta que la llevara hasta Odaiba. Eran las ocho de la noche según el reloj de una farmacia que había pasado. Se imaginó la cara de sus padres, quienes no estaban acostumbrados a no tener noticias sobre ella. Desde la desaparición de su hermano su madre estaba realmente obsesionada con saber donde estaba las veinticuatro horas del día.
Al poco tiempo de empezar a andar, Hikari volvió a percibir otra vez aquella molesta sensación de sentirse observada. A pesar de convencerse de que debían ser imaginaciones suyas, no podía evitar sentirse preocupada, teniendo en cuenta que estaba ya oscuro y a penas había gente por la calle.
Hikari sintió como aquella mirada se clavaba más y más en ella, y se dio la vuelta, asustada. Pero no encontró a nadie. Comenzó a apresurar más su paso, teniendo la certeza por primera vez de que sí la estaban observando. Y que la perseguían.
Con el corazón latiéndole con fuerza, se aventuró por las distintas calles cambiando de dirección constantemente, sin importar a donde le llevaran y sin darse cuenta de que cada vez se adentraba más en zonas más vacías y oscuras. Lo único que tenía en mente era librarse de su perseguidor.
Pero parecía que cada vez se acercaba más a ella. Sin importarle ya que no fuese la mejor opción, echó a correr. Notaba tras de sí el acompasado movimiento de sus libros en la mochila, y la desagradable sensación de una fuerte respiración, casi a su lado.
Pero seguía sin ver a nadie.
Con la respiración desbocada, apresuró todavía más su carrera, torciendo en una de las desviaciones de la calle y encontrándose de frente con un callejón. Sin salida. La chica gimió asustada, golpeando el muro con desesperación. No oyó ningún paso, sólo aquella acompasada respiración carente de emoción, profunda y ronca, como un silencioso gruñido.
Con los ojos húmedos por el terror, Hikari comenzó a darse la vuelta lentamente, encontrándose con algo que la dejo sin habla. Al principio sólo distinguió una sombra desmesurada, recortada entre la luz artificial de la calle, que entraba en el callejón. A medida que se acercaba lentamente distinguió unos extraños y largos brazos que le arrastraban por el suelo. Una cabeza de hocico alargado, con dos pares de brillantes ojos rojos a ambos lados de la cara, se asomó de entre las sombras clavándole su mirada. Una mirada vacía.
Provocándole un sobresalto, desplegó amenazadoramente unas grandes alas de murciélago, que abarcaron todo el callejón, envolviéndola en su oscuridad. Sin poder soportar lo que veía, Hikari sintió que la cabeza se le nublaba y se desplomó sin fuerzas sobre el suelo.
―Se ha escapado, maldita sea… –oyó que decía una voz, desde muy lejos.
―Olvídalo Miyako, ese insecto no llegará muy lejos… –respondió una segunda voz con suficiencia.
―¡Pero Mimi, no tardará en contar lo que ha visto! ¿Sabes lo que eso significa?
Hikari abrió lentamente los ojos y se encontró recostada en medio de un oscuro callejón. Parpadeó con desconcierto, sin poder reconocer el sitio en el que acaba de despertar. Entonces recordó los acontecimientos y se irguió sobresaltada, fijándose en las dos muchachas que habían comenzado a discutir.
―¡Yo no tengo la culpa de que se haya escapado! –se defendió una de ellas, de pelo castaño liso y abundante, que respondía al nombre de Mimi–. ¿De verdad esperabas que tocase "eso"?
Antes de que pudiese replicar, Miyako se detuvo en seco al reparar en la niña que las observaba con confusión.
―¡Ha despertado! –exclamó, haciendo que la otra también reparase en ella.
―¿Q-qué me ha pasado? –preguntó Hikari, inquieta, mirando alternativamente a las dos desconocidas.
Miyako la miró con vacilación tras los cristales de sus gafas redondas. Tenía el pelo largo y liso de un color morado que Hikari pudo reconocer. La había visto muchas veces por su instituto, era una de las alumnas de cuarto grado. La otra chica parecía un poco más mayor y tenía un aire sofisticado, a juzgar por su ropa y su cabello. Las dos se dirigieron una mirada cautelosa, sin saber qué decir.
―Te han atacado –respondió una voz, haciendo que las tres se girasen instintivamente hacia la entrada del callejón. Una chica pelirroja, de grandes ojos cobrizos, se acercó con tranquilidad hasta donde ellas se encontraban.
N/A: Hasta aquí el primer capítulo, seguramente un tostón para leer pero era necesario para situar la historia. Aunque la introducción está hecha desde el punto de vista de Hikari, ella no es la protagonista absoluta –en realidad todos lo son, pero especialmente las cuatro chicas. Como secundarios pueden aparecer algunos de los personajes de la tercera y cuarta temporada.
La historia se desarrolla en la ciudad de Tokio, por lo que muchos de los lugares descritos son reales, como en este caso las calles de Shibuya y la isla de Odaiba. El casi atropello de Hikari está inspirado en un fragmento del libro de Laura Gallego, Memorias de Idhúm.
Gracias por leer!
