Había tomado muy malas decisiones en su vida. La mayoría de ellas, malas tirando a desastrosas.
Pero si había una decisión que había sido catastrófica en la vida de Rachel Berry, fue la de irse a vivir a Nueva York por su propia cuenta.
Con veintidós años, Rachel quien siempre se presentaba como Rach, era una chica que poco conocía del mundo. Por ello tal vez, cuando el imbécil de su ex novio les grabó haciendo el amor sin que ella lo supiera y luego lo colgó en Internet, su primera reacción, una vez consiguió dejar de llorar, fue la de alejarse lo más posible de todo y todos los que la rodeaban.
Su corazón estaba partido, su cuerpo mancillado, y lo peor de todo, acababa de descubrir que las palabras «te quiero», raras veces tenían sentido, y que menos, significaban algo real.
Sus padres nunca se enteraron de su «película», pero aún así, no era capaz de mirarlos a la cara sin imaginarse qué pensarían papá y mamá si la viesen en aquella situación.
Además de los sentimientos destrozados, su autoestima se había ido por el desagüe con todo aquello. Verse a sí misma a cuatro patas mientras el muy cabrón incluso guiñaba y saludaba a la cámara a sus espaldas, había hecho que se avergonzara incluso de su ver su propio cuerpo en el espejo.
Finn había sido su novio durante dos años, su primer hombre, y el único hasta entonces. Por ello, para ella, lo normal era lo que tenían: sesiones de sexo cuándo y dónde él quería, siempre con ella debajo o de espaldas, hasta que se corría como un loco y le daba un beso en la frente. Poco más y le daba las gracias.
Cada vez que pensaba en ello, Rachel no sabía si llorar o vomitar.
En ocasiones, hacía las dos cosas a la vez.
Se mudó entonces a Nueva York. Había sido como cambiar una caja de cerillas por una fábrica de fuegos artificiales, pero al menos allí, con tantos rostros desconocidos, personas que no se saludaban por las mañana por su nombre de pila o preguntaban qué tal estaba su madre, se sentía cómoda. La seguridad de no ver en sus ojos su trasero en una pantalla de veinte pulgadas la hacía sentirse menos sucia. Al Menos en parte.
Pero sí, había sido una decisión, y al igual que la mayoría de las decisiones de su vida, desastrosa. No había conseguido trabajo de becaria, y a los cinco meses tuvo que cerrar su matrícula en la universidad en la que cursaba derecho y buscarse un trabajo que pagara el alquiler.
Llevaba cuatro meses trabajando en el bar de Quinn. La había conocido en la fila del supermercado mientras su futura jefa discutía con el cajero sobre el precio de los condones.
La situación era irrisoria, puesto que Quinn discutía a gritos con el chico sobre que el precio que marcaba eran cuatro dólares, mientras él, que sería un crío, se sonrojaba tras la capa de granos de su cara adolescente, intentando explicar que los de la talla XXL, eran dos dólares más caros.
Rachel era la única que no se reía o la miraba con la palabra «zorra » escrita en la cara. Aunque lo que le había ocurrido con su ex era muy distinto, ver a una mujer en una situación como aquella, con la palabra «sexo» de por medio, le hacía sentirse identificada.
Así que cuando puso la mano sobre el mostrador, entregando las monedas que juntas sumaban los dos dólares que reclamaba el cajero, su intención nunca había sido la de hacer una amiga, pero era exactamente lo que había conseguido.
Salieron de allí juntas, y en seis meses era la primera vez que Rachel sonreía de verdad.
Quinn se pasó las tres horas durante las cuales estuvieron tomando café, hablando sin parar sobre situaciones similares, puesto que, al parecer, le encantaban ese tipo de cosas. Lo hacía como un hobby, y por supuesto que tenía los dos pavos que le faltaban para comprar los condones, «pero, ¿qué mejor para subir la autoestima que el saber que un chaval de diecisiete años no podrá pensar en nada más que en ti con un paquete de condones talla XXL en la mano durante meses?», le había dicho Quinn antes de ponerse a discutir con el camarero porque, según ella, su café sabía a lubricante.
Se intercambiaron los teléfonos, y al día siguiente volvieron a quedar. Rachel venía de hablar con su casero, por quinta vez en la semana, y aunque no le gustara compartir su vida con nadie —ya sabían demasiadas cosas sobre ella sin su consentimiento—, no pudo evitar hablar de ello.
Quinn le ofreció entonces trabajo en su garito. Le dijo que no era nada del otro mundo, pero que además de trescientos dólares a la semana, las propinas solían doblar este importe.
El primer día de trabajo Rachel no sabía si salir corriendo o irse al hospital a que le pusiesen de vuelta su mandíbula, que seguro estaría desencajado.
Miraba con ojos de niña de pueblo, el lugar plagado de hombres vestidos de cuero, con calaveras y palabras como «Jódete o Chúpamela» impresos en sus chalecos de flecos.
El local era un festival de testosterona, olor a hombre y alcohol. Sin lugar a dudas, el último lugar del mundo en el que se imaginaba Rachel en su vida. Y todo empeoró cuando una vez tras la barra, el mundo empezó a dar vueltas sobre su cabeza, y colapsó.
Quinn la sacó de allí y se metió con ella en el pequeño baño de los vestuarios. Le dijo que sólo era un trabajo más, y que se imaginara que era una actriz. Tan sólo tenía que desempeñar un papel durante cinco horas, y luego, de puertas a fuera, volver a ser ella misma, pero con quinientos pavos de más en el bolsillo.
Le prestó una camiseta negra ceñida que apenas cubría su busto, un cinturón negro con una enorme hebilla de meta, y un par de botas de cuero negro al estilo militar.
Las dos primeras semana Rachel vomitaba antes de empezar a trabajar, su estómago daba vueltas durante horas, y salía de allí llorando. Pero con el paso de las semana , se fue acostumbrando a ello. Los tipos que iban allí rara vez le decían más de tres palabras, y solían ser siempre las mismas: «Otra cerveza, nena».
A los cuatro meses ya no echaba hasta la última papilla, ni tampoco sentía su cuerpo ajeno a ella.
Empezó entonces a disfrutar de la sensación de tener el alquiler pagado, las facturas al día, e incluso se había podido comprar un portátil. Eso sí, Internet no lo pondría nunca. «Youtube» era su monstruo personal.
Llegaba siempre a las nueve menos cuarto de la noche. Se ponía el vaquero ajustado de cintura baja, el corto top, se ataba su melena oscura en una coleta alta, y tras un poco de máscara de pestañas negra y el pintalabios rojo, vivía su vida sin que nadie supiera quién era ella en realidad.
Y la verdad, era que disfrutaba del hecho de que nadie la conociera. No sólo porque los tipos que iban al lugar siempre estaban de paso sobre sus motos y camiones, también por la seguridad de que aunque alguno de los paletos de su ciudad natal la viera, apenas la reconocería.
El pensamiento de mirar a los rostros conocidos de su infancia, sin ver en ellos su sonrisa al imaginarse el color de su vello púbico, le hacía sentirse segura.
Aquella noche el lugar estaba a rebosar.
Había una convención motera en la ciudad, y Quinn había tenido que llamar a Rachel a su casa, que en lugar de a las nueve, tuvo que irse a las cuatro de la tarde a empezar su jornada. Además había contratado a un camarero por horas para que les echara una mano.
Cuero, sudor, tacos, risas, puñetazos, gritos, tabaco, cerveza y sexo en los baños del local. El paraíso de los «Ángeles del Infierno», como le dijo Quinn al verla llegar.
—Sólo es un día más, Rachel —dijo su jefa mientras ella se vestía —. Estarán algo más alterados, y puede que los que son de fuera o sean de algún grupo estén un poco... «excitados», por decirlo de algún modo. Pero lo importante es que contraté a un camarero que además tengo entendido que suele trabajar de «gorila» —siguió Quinn mientras repasaba su pintalabios—. Si alguno se sobrepasa, sólo tienes que gritar.
—Bien —dijo al fin Rachel mirándose al espejo. Se lo decía a sí misma mientras intentaba dejar de temblar.
—Tranquila, Rachel. Eres mi mejor camarera, de hecho, eres la única que ha durado más de dos semana. Si ves que no puedes, o que estás a punto de derrumbarte, sólo sal y libérate. Respira hondo, piensa en las propinas, y luego saca tu culo respingón y tus ojos verdes ahí fuera, y ponles tiesos hasta que se beban hasta la última gota de alcohol del lugar.
Rachel miró con los ojos como platos hacia Quinn, y las dos empezaron a reírse a carcajadas. Respiró hondo y abrió la puerta del pequeño baño del personal.
El aroma a colonia y sudor le llegó con potencia, quedando luego oculto tras las voces gruesas y roncas que reclamaban alcohol en la barra, sacándola de su estado de shock.
—Nos reclaman nuestros niños —dijo Quinn sujetando su brazo—. Mueve el culo, Morena —le dio una palmada y se echó a reír.
Seis horas tras la barra, y Rachel no era capaz de pensar siquiera; sus muñecas dolían de tanto destapar cervezas y su garganta le escocía por tener que gritar una y otra vez el precio de las birras intentando hacerse oír entre tanto escándalo.
Se detuvo un segundo y se apoyó contra la repisa de mármol, quedando de espaldas a la barra. Necesitaba aire limpio, necesitaba sentarse.
Cerró los ojos un segundo, intentando apartar todo el tumulto que tenía a su alrededor y que no le permitía oír siquiera sus propios pensamientos, y respiró tan hondo que creyó que se marearía.
—¿A quién hay que follarse para conseguir una cerveza fría? — escuchó a sus espaldas. El timbre de voz grueso y ronco hizo temblar su pecho y se envaró.
—Son cinco Dolares —Rachel agarró la cerveza que estaba en el baúl y la puso sobre la barra. La abrió y se quedó con el botellín helado en la mano mientras se giraba para hacerse con la bayeta.
—Hum... caliente, como a mi gusta —a la voz potente le acompañó la mano que rodeó la suya, como si sus dedos fuesen parte de la botella.
—Son...
—Sí, cinco Dolares. Lo he oído. Alto y claro —dijo el tipo al ver que Rachel se quedaba sin aliento.
—Sí... cinco...
—Para ti, nena, los que sean —dijo soltando su mano y enseñando la sonrisa más perversa y masculina que Rachel había visto en su vida.
—Mucho sin verte por aquí, Perro —Quinn se metió tras la barra y le echó una mirada fiera al tipo.
— ¿Qué pasa, Rubia? ¿Me echabas de menos? —la risotada gruesa hizo eco en el bar.
—Ya sabes que prefiero las cosas menos «contundentes». Lo mío es más interno, no sé si me explico —Quinn abrió una cerveza y saltó la barra, sentándose al lado del hombre que exudaba sexo.
—Bueno, sabes que por ti me haría Mujer si con eso me aseguraras el estar metido entre tus muslos toda la noche —Rachel se tensó y les dio la espalda—. ¿No me presentas a la nueva? —preguntó entonces y sonrió tras la barba de un par de días.
—Ésa está fuera de tu alcance, Perro. Ya le he echado el ojo — contestó Quinn. Rachel la miró con los ojos sorprendidos y con el aliento estancado en la garganta. La conversación de su jefa y amiga con el hombre vestido de cuero estaba llena de tacos y blasfemias, y podía notar cómo se pinchaban mutuamente. Pero por alguna razón, la última frase, «ya le he echado el ojo», la dijo mirándole a los ojos, y Rachel sintió como su cuerpo se estremecía.
No podía ser. Vale, se conocían desde hacía cinco meses y se veían fuera del bar para tomar un café o hacer tiempo en tiendas y centros comerciales. Y si bien era verdad que nunca habían hablado de Hombres o relaciones amorosas, Rachel lo achacaba a que Quinn sólo estaba siendo discreta sobre su vida, y como a ella lo último que le apetecía era que nadie supiera nada de la única relación que había tenido, no se había preocupado por ello.
Quinn y el tipo tras la barba, que se no se llamaba «Perro», sino Puck, eran viejos conocidos, y al juzgar por las miradas de éste, si dependiera de él serían mucho más que eso.
Ya pasaban de las tres de la madrugada y el bar seguía medio lleno. Rachel hacía mucho había dejado de notar sus pies, sus tobillos se sentían el doble de gruesos, y la espalda le estaba matando.
—Rachel, ven un momento por favor —llamó Quinn desde la cocina.
— ¿Qué pasa?
—El tipo de la barra, Puck, ten cuidado con él, ¿quieres? —dijo sin mirarla mientras sacaba una caja de licor que se había atascado.
—Ni tan siquiera le he mirado —contestó Rachel rápidamente—. Yo...
—Lo que intento decir es que... Puck es un «Perro», literalmente hablando. Basta una mirada, y cuando quieras darte cuenta, te estarás despertando sola en un motel de mala muerte —soltó mientras terminaba por blasfemar al pillarse la mano entre la caja y la balda de metal de la estantería.
—Espera, deja que te vea eso —Rachel se acercó rápidamente y agarró una servilleta, poniéndola sobre el dedo de Quinn que estaba sangrando.
Sobreviviré —dijo Quinn con la cabeza gacha.
—Sólo es un corte pequeño —confirmó mirando la pequeña herida que se había hecho cerca de la cutícula del dedo índice—. Sí, creo que sobrevivirás.
Rachel sonrió y Quinn entonces la miró a los ojos. Dentro de sus ojos. A través de ellos. Clavándose en ella con aquella mirada verdosa y brillante, hasta que Rachel rompió el contacto visual al sentir como sus piernas se volvían blandas.
—Es que no quiero verte sufrir —dijo de improvisto—. Es un tipejo, como la mayoría de los que vienen por aquí. Si llegara a hacerte daño, tendría que cortarle las pelotas, y eso no le vendría demasiado bien a mis negocios.
Quinn se alejó, haciéndose con la caja cargada sin decir nada más.
—Gracias —Rachel se abrazaba a sí misma. Estaba nerviosa, y no sabía ponerle palabras a lo que estaba pasando—. Gracias por preocuparte por mí. Eres una buena amiga.
—Sí... «La mejor amiga del mundo» —entonó Quinn con sarcasmo y salió cargando las botellas de vodka mientras abría la puerta de la cocina de una patada.
Rachel sintió algo que desde hacía mucho no le pasaba; de pronto su corazón se había disparado, y sus manos temblaban mientras que su estómago se revolvía. Y no, no se estaba mareando...
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