Nada de esto me pertenece, los personajes son de la Sra. Meyer y la historia es de LadyEscalibur2010, lo que si me pertenece es un par de entradas para Pearl Jam wiii.
¡Hola a todos/as! Acá vengo con una nueva traducción, pueden encontrar el nombre de la autora en mi perfil. Como siempre, cualquier duda o consulta, mándenme un MP o una review como ustedes deseen. Sin más, el primer capítulo.
~ El amor o el miedo. Todo lo que un padre de familia diga, debe inspirar uno u otro.
Joseph Joubert.
Edward Cullen era un hombre al que le gustaba el orden. De hecho lo apreciaba. Él arreglaba su vida en pequeños y ordenados segmentos, ejercitando un rígido control en todas las áreas de su existencia. Pero él no quería tener control sobre alguien más. No, el único control que deseaba desesperadamente, era sobre sí mismo. Su mundo giraba en torno a esa verdad.
Así su vida estaba dispuesta en cajas ordenadas, en las cuales colocaba sus días y sus noches, sus horas y minutos precisamente planeados y anticipados.
Los lunes llegaría al gimnasio precisamente a las 6:15 de la mañana. Ejercitaría durante 45 minutos, luego de los cuales se ducharía y cambiaria para ir a su trabajo. Como llegaba unos cuantos minutos después de su hora usual de entrada, a las 7:07; Janice ya se encontraba detrás de su escritorio. Ellos intercambiarían un par de sonrisas y una impresión general de como habían pasado el fin de semana. Luego de hablar con ella no menos de dos minutos pero no más de tres, él se dirigiría a su escritorio y prendería su computadora.
Los martes almorzaría en el restaurant que se encontraba a dos cuadras y media de la oficina, permitiéndose comer una hamburguesa con papas fritas, una extravagancia por la cual correría dos millas más el miércoles. Siempre ordenaba lo mismo, se sentaba en la misma mesa (la que tenía una silla con una costura rota precisamente a tres centímetros del borde). Su moza siempre era Midge, quien siempre preguntaba por qué un hombre tan apuesto como él comía solo. Edward siempre respondía con una divertida e insinuante sonrisa. El hecho de que esa sonrisa era falsa, no le importaba a ninguno de los dos. Las sutilezas debían ser respetadas.
Los miércoles a la mañana iría al gimnasio, saliendo temprano de su casa para completar su rutina. Se ejercitaba por una hora y media y llegaba a la oficina justo a tiempo, siguiendo su itinerario entre 7:05 y 7:07, teniendo en cuenta inconvenientes en el tráfico o las inclemencias del clima. En la noche, correría cinco millas en lugar de las tres que normalmente corría los sábados. Si el clima lo permitía, lo hacía al aire libre. Eso le daba tiempo para pensar y apreciar los regalos de la naturaleza. Si el clima era pésimo, correría en la cinta eléctrica. Siempre encontró eso un poco desconcertante.
Los jueves recogería su ropa limpia de la tintorería. Siempre salía de su casa diez minutos más temprano de lo habitual, para sincronizar su llegada con la apertura del local. La dueña se llamaba Sharon. Él siempre la saludaba y le preguntaba acerca de sus hijos. Ella siempre comentaba sobre lo educado que era. Con ese comentario él se sonrojaba, maldiciendo interiormente su tez clara.
Los viernes lo encontrarían en el bar. Había unos seis bares que solía frecuentar. Sus visitas tenían un ordenado y preciso programa. Luego de una hora o dos allí, posaría sus ojos en alguna mujer. Usaría todo su encanto, persuadiéndola para que lo acompañe a un hotel. Esto usualmente funcionaba. La mujer que elegía siempre estaba allí con amigos, y él se presentaría dando su nombre. – Hola, soy Edward Cullen. Encantado de conocerlos. – Las palabras eran siempre las mismas. Su sonrisa siempre encantadora. Sus acciones eran una precaución, una red de seguridad que las mujeres no sabían que necesitaban. Luego él llevaría a dicha mujer al hotel, donde pagaría una habitación, siempre con la misma tarjeta de crédito. Ellos cogerían, dos veces. Siempre dos veces. Ni una. Ni tres. Dos. A él no le gustaba ninguna cosa perversa. No necesitaba dolor para llegar al clímax, ni tampoco le gustaba infligirlo. En todo caso, sus compañeras dirían que era un amante amable y considerado. Él nunca dormía en la habitación, pero le diría a la mujer que debía levantarse temprano al día siguiente. Siempre la despedía con un prolongado beso, dejando la sensación de que nunca usaría el número de teléfono que le habían ofrecido. Luego se iría a su casa, a dormir en su cama después de ducharse durante 15 minutos. A él no le gustaba mentir, así que se levantaría temprano para empezar con su rutina.
Todos los sábados a la mañana saldría a correr de nuevo, solo tres millas, nunca una milla más o menos. Nunca se desviaba de su ruta, al norte pasando la casa de los Miller, luego al este hacia la huerta y de regreso a su casa. Al llegar se ducharía y cambiaria su ropa, para pasar el resto del día limpiando su casa. Él era ordenado, prefiriendo la pulcritud a su alrededor como así también en sus transacciones con el mundo exterior. No era sumamente obsesionado, como para pasar sus sábados con una botella de lejía y un cepillo de dientes limpiando el piso de la cocina, pero era organizado y metódico. Cepillaba su cabello cincuenta veces cada mañana y cada noche. Pasaba exactamente seis minutos cepillando sus dientes y ocho minutos lavando su cabello. Le tomaba cinco minutos afeitarse. En todas las cosas debía existir un orden. Ese era su mantra, el principio rector de su vida.
Su tía lo llamaría cada tarde de los sábados, alrededor de las cinco y seis. Ellos hablarían durante media hora. Cada semana ella le expresaba su amor y su preocupación. Y cada semana él trataría de calmarla con palabras vacías. Después de todo, ella había hecho su mejor esfuerzo. Y él también trataba de hacerlo. Le diría que la amaba, por que en verdad lo hacía. Ella había sido la salvadora del niño y la línea de vida del hombre. Luego cortarían y él lucharía con las ganas de llorar. Siempre tendría la victoria, porque las lágrimas representaban debilidad y exceso de emociones. Esas cosas no eran para él.
Los domingos, si era temporada de football, invitaría a algunos compañeros del trabajo para mirar el partido. Si les preguntaban a ellos, dirían que eran buenos amigos. Si le preguntaba a Edward, diría que eran solo conocidos con los que era amigable. Si bien le gustaban los deportes, él no se dejaba llevar por la emoción mirando los partidos. Control. Era todo acerca del control. Demasiada emoción era peligrosa e innecesaria, por lo que en todas las cosas él prefería la moderación y el control. Si no era temporada de football, brindaría una parrillada para algunos compañeros de la oficina. Nadie lo llamaría solitario, aunque en realidad se sentía solo.
Durante años su vida se sucedió de esta manera. Él no era feliz, pero tampoco era infeliz. Estaba satisfecho y era lo único que pedía. Tenía una sensación de satisfacción al saber que se había podido superar. La bestia que seguramente se encontraba en su interior, había sido domada y eso era todo lo que importaba. Si bien no se cumplió todo lo que quería, tampoco se encontraba en peligro, ni ponía en peligro los demás, y con eso bastaba.
Se sentía cómodo en el camino que había elegido, sabiendo que al trascurrir cada día, podía predecir todas las conversaciones que mantenía, las comidas que comería, los lugares en los que se encontraría a diversas horas del día. Su rutina era su bálsamo de curación y le ayudaba a olvidar, en su mayor parte.
Luego llegó el día (era un miércoles, y a veces él pensaba que si todo hubiera pasado un martes, tal vez no la hubiera encontrado y ella habría abandonado su búsqueda) en el cual su mundo cuidadosamente ordenado, fue convertido en un caos.
El golpe en la puerta fue inesperado y no bienvenido. A Edward Cullen no le gustaban las sorpresas, y nada en sus experiencias pasadas le indicaban que algo bueno podía salir de una sorpresa.
Así que ya estaba con el ceño fruncido cuando abrió la puerta.
Nunca estuvo seguro de que esperar al abrir, pero definitivamente no fue lo que encontró.
Ella era pequeña, no muy bien vestida y probablemente de su edad. Sus ojos eran grandes, oscuros e inteligentes detrás de sus lentes, los que le daban un aire a bibliotecaria. Su pelo castaño estaba atado en una coleta y tenía un lápiz apoyado en su oreja. En su mano tenía una libreta y de su muñeca colgaba una de esas pequeñas grabadoras que él había aprendido a odiar hace un tiempo. Ella pestañeo en su dirección, como si se sorprendiera de encontrarlo en casa.
Si hubiera sido un miércoles, él ya hubiera escapado con seguridad, siguiendo su rutina.
Una pequeña línea apareció entre sus cejas. -¿Sr. Cullen?- preguntó. Su voz era ligeramente ronca, como si se encontrara enferma. Lamió sus labios.
-Sí, soy el Sr. Cullen,- respondió. Su piel le picaba, la sentía muy chica para su cuerpo. Era martes, y se tendría que ir pronto a la tintorería.
-¿EdwardCullen?- insistió.
-Sí,- respondió con el ceño fruncido, mirando su reloj. Si esto seguía así iba a llegar tarde. No podía soportar la tardanza.
Una sonrisa de alivio ocupó su rostro, mientras dejaba salir el aire en un suspiro. Él notó como la sonrisa cambiaba su rostro. Ella era...bueno, era linda. Bastante linda de hecho, en una forma como la linda chica de al lado, pero no era viernes no estaban en el bar y ella no había venido con amigos a los cuales presentarse. Así que él ignoro su belleza. -Oh gracias a Dios, tenía miedo de haberme equivocado -.
-¿En qué puedo ayudarla?- Dijo mientras miraba deliberadamente su reloj, para que ella entendiera la indirecta.
- Uh si, digo, sí, eso espero.- Ella parecía nerviosa. Y como él se sentía igual, se permitió una pequeña punzada de satisfacción.
Él arqueó una pestaña en su dirección, urgiendo silenciosamente para que llegue a su punto de una vez.
Ella comenzó a buscar algo en su bolso, y saco luego triunfalmente un pedazo de papel. - ¿Eres el mismo Edward Cullen que se graduó en la Universidad de Jacksonville?-
Él frunció el ceño. - Si.- ¿A que podía llevar esto? ¿Y por qué? Si ella no llegaba a su punto de una vez, él llegaría tarde a la tintorería y esa posibilidad lo molestaba.
Otra sonrisa más se formo en su rostro, está un poco más incierta. Su voz, cuando hablo, sonaba un poco temblorosa. -¿Eres Edward Cullen, quién fue alguna vez Edward Masen II, el hijo del asesino en serie Edward Masen primero?-
Él le cerró la puerta en la cara, inclinándose sobre ésta mientras trataba de respirar.
Control Edward, se recordó. Sobre todas las cosas, control. No puedes tener el capricho del exceso en absolutamente nada. Cerró sus ojos, respirando profundamente. No importaba. Él no diría nada. No confirmaría nada. La ignoraría. Eventualmente ella se cansaría y se iría. Tenía que hacerlo.
Luego de un largo momento, escuchó pasos alejándose en su porche, y se atrevió a mirar por un pequeño espacio que se encontraba entre las cortinas de la ventana. Mientras ella se alejaba de su casa, él sintió su puño contraerse y antes de que pudiera evitarlo, había hecho un hueco en el panel de yeso al lado de la puerta.
Miro fijamente el agujero, avergonzado y lleno de culpa. Esto no era tener el control. Esto no era tener moderación. Esto no era tener tolerancia. Esto era... esto era el primer paso en el camino de la destrucción. Esto era la primera ruptura de las barras de la cárcel que sostenían al monstruo. Cerró sus ojos y sacudió su cabeza. –Lo siento mamá. Lo haré mejor. Lo haré mejor.-
Sintió algo húmedo y caliente recorrer su mejilla, y lo limpió con una deliberada emoción.
Edward Cullen no lloraba.
A Edward Cullen no le gustaban las sorpresas.
Era martes y se suponía que él tendría que estar en la tintorería. Estaba retrasado.
