Advertencias: tanto los personajes como las situaciones son propiedad intelectual de George R.R. Martin. Este relato participa en el reto #29 "Viñetas" del foro [Alas negras, Palabras negras].

Soberbia: Revenge.

- ¡Elia! ¡Di su nombre! - la voz retronaba, poderosa, llena de rabia, rasgando el cielo. La lanza doblaba el aire, veloz, feroz, mientras él danzaba a su alrededor, combinando estocadas y pasos, escenificando el baile de la muerte. Era mortífero, letal, la serpiente oculta en la arena, presta a atacar. El sol rescataba destellos de su coraza de bronce, su emblema sobre el corazón.

Llevaba años esperando aquél momento, oír su confesión, poder tomar venganza por todo el daño que le habían hecho, por todas las traiciones que quedaban por confesar. Y haría que todos lo oyeran, que sus crímenes se grabasen a fuego, que pagara por ellos. Y después la lenta agonía para llevarle a suplicar, como lo había hecho su hermana querida. Le haría recitar su nombre, que lo gritase frente a toda la corte. Después le mataría, poniendo fin a su sufrimiento, aunque no lo merecía.

Sabía que ganaría; era el mejor, nadie le igualaba con el manejo de la alabarda, era mortal, peligroso, certero. La punta iba a donde él quería, sin fallar. El orgullo se filtraba en sus ojos, brillantes de deseo, ansiosos. Sus pasos le acercaban al enemigo, mordía su piel y retrocedía, bailando, con agilidad felina. Y la sonrisa acudía a su rostro al penar en el final, cuando la Montaña durmiese a sus pies, exhalando con un último suspiro sus propios pecados, recitando el nombre de Elia, a quien había matado y violado, y de su pequeño hijo, a quien había agarrado con aquellas manos inhumanas para darle muerte con toda crueldad. Y, después, iría a por el resto. Sí, no podía perder; el honor de su familia estaba en juego.

Rió con presunción, con la arrogancia de quien se sabe vencedor, mientras domaba a la bestia contra quien luchaba. El acero había lamido su piel, el veneno ya fluía por sus venas, adormeciendo sus sentidos, mermando sus fuerzas; ya estaba cerca, unos movimientos más y todo terminaría.

- La violaste. La asesinaste. Mataste a sus hijos – siseó bajo la mirada furiosa de su oponente. Bajo sus pies el suelo temblaba con su peso.

- ¿Has venido a charlar? - recriminó, y sus palabras restallaron en su cabeza.

- No, he venido a hacer que confieses – y de nuevo aquella sonrisa fanfarrona que no podía ocultar, porque estaba seguro de su victoria.

El tiempo pasaba entre estocadas y giros; el entrechocar del acero componía canciones que luego los bardos cantarían. El príncipe se deslizaba, silencioso, mortífero, la Montaña respondía con su mandoble, girando pesadamente a un lado, descargando su peso, haciendo estremecer el estrado. Y el baile proseguía, lento, ominoso, espectáculo dantesco del rechinar de las armas, del sudor de sus frentes.

Su enemigo estaba cubierto de sangre, grotesco y cruel, pero no le importaba, él era el sol de Dorne, ninguna montaña lograría aplastarle. Con habilidad e ingenio logró que trastabillase. Y su emblema brilló tanto que cegó a su contrario, momento en que clavó su lanza, profunda, penetrando la piel, hasta resquebrajar el hueso. Y siguió atacando, asestando golpes fieros, girando con su alabarda en alto, gritando el nombre de su hermana, instándole a la confesión.

- ¡Di su nombre! - exigió, con el mandoble entre sus manos, alzado sobre su pecho caído. Y sus brazos se enroscaron en su torso, fuertes, arrastrándolo hacia él.

- Elia de Dorne. - replicó en un susurro quedo.- Yo maté a esa mocosa llorosa. - y sus dedos se clavaron en los ojos negros brillantes de miedo. -. Fue después que la violé. - su puño destrozó los dientes del príncipe, llenando el suelo de sangre y dolor -. Y al final le reventé la puta cabeza. Así.

Y el grito desgarrador de Ellaria Arena fue lo último que oyó.