Descargo de responsabilidad: Nakamura sensei es la mente malvada creadora de Skip Beat y sus maravillosos personajes. Pero este fic es mío.
NOTA: Este fic lleva más de un año dándome vueltas por la cabeza. Será breve, cuatro o cinco capítulos, pero yo ya no prometo nada XD
Inspirada muy vagamente en las estupendas Poldark y Outlander, que tampoco me pertenecen. Se mantienen los nombres originales, a pesar de todo.
EL BREZO EN LOS PÁRAMOS
Se subió el embozo de la capa, hasta taparse la nariz, para protegerse de las cuchillas del viento frío. En las tierras altas aún era invierno y la primavera tardaría unas semanas más en llegar al norte.
Le dio una palmada vigorosa a su caballo para animarlo a seguir adelante, lo que le valió un relincho de protesta, pero a pesar de ello, el animal avivó el paso. Pronto anochecería y no quería que la noche los atrapara al descubierto en el páramo.
Mientras cabalgaba, los ollares de su montura creando nubecillas de vaho, se dejó llenar por el intenso olor a salvia y brezal, mezclados con su propia respiración a través de las prendas. Confiando en su caballo, su vista se apartaba del camino perdiéndose en el mar de púrpura que se extendía ante él, resistiéndose al invierno, meciéndose en olas de colores que el viento azotaba sin piedad, porque el brezo, como los Hizuri, resistía siempre el invierno más frío.
Si le preguntaran —y Ren lo hará— por qué regresa ahora, no sabrá qué decir. Quizás sean los años lejos de casa, o puede que la nostalgia, pero lo más probable es que sea su recuerdo… Una punzada de remordimiento, ya conocida pero no aceptada, le atravesó el pecho. Nunca debió irse así.
Era joven y estúpido, sí.
Fue una noche, muy parecida a tantas otras, al salir de la taberna. Unas risas de borrachos, unas bromas que fueron a más, y el acero de las navajas brilló en la noche. Porque él jamás rehuía un desafío.
Rick murió y él huyó.
No supo manejar la culpa ni los gritos de su novia. No pudo con los llantos de la madre de Rick, mientras la tierra lo cubría para siempre, ni con las miradas preñadas de odio de la muchacha que nunca llegó a ser su viuda. Hasta eso le negó…
Abandonó su hogar, su casa, todo lo que amaba, renunció a todas las obligaciones de su nombre, huyendo hacia adelante, dejando atrás a sus padres, a Ren, y a ella…
De eso hace ya siete años.
Luego vino la epidemia de tifus que diezmó el norte y ya no pudo volver. Cuando la noticia de la muerte de sus padres le alcanzó, se emborrachó hasta perder el sentido. A la mañana siguiente, cuando despertó, con el sol ya alto, huyó más al sur, bien lejos, donde no pudiera llegarle el recuerdo de la última sonrisa que su madre le dedicó ni el último paseo a caballo que dio con su padre por los campos de trigo. Huyó de nuevo, porque ellos ya no estaban, no volverían… Tampoco él.
Pero sin embargo, aquí estaba.
Desde la colina, ve alzarse los viejos muros de la casa señorial en la que se crió. Muros de piedra gris, de cortes toscos pero eficaces, que ofrecían refugio a sus gentes en tiempos de necesidad. El humo de varias chimeneas dibujaba columnas en el cielo bajo la menguante luz del atardecer y pequeñas hormiguitas laboriosas entraban y salían del recinto. Azuzó una vez más a su noble bestia y se lanzó al camino, conteniendo una inquietud que le brotaba en el pecho. ¿Cómo le recibiría su hermano? Después de tanto tiempo, ¿qué iba a decirle? Con el corazón a la carrera, refrenó el trote de su caballo cuando quedó frente a las puertas de la mansión. Alzó la vista a las murallas y cabeceó un saludo a los guardias apostados allí. Y entró por fin en el patio de su infancia.
Le asaltaron los familiares sonidos de la fragua del herrero, golpeando y moldeando el metal, el crujido de las carretas, los mozos trasladando heno a los establos, las gallinas paseándose sin miedo por entre los cascos de su caballo, las gentes que pasaban a su lado atendiendo a sus labores, casi sin dedicarle una mirada… Las voces, el bullicio… Todo olía a vida, a fuego, a calor. Olía a hogar.
Le abrió la puerta principal una doncella que no conocía y que le hizo pasar a un pequeño vestíbulo. Sabía que después de la epidemia la casa estaría llena de gente nueva y que varios de los rostros de su infancia se habrían ido para siempre. ¿Y ella? ¿Qué habrá sido de ella?
Una discreta tosecilla le sacó de su abstracción y giró el rostro para encontrarse con el viejo mayordomo, Sawara, que le recibió con el semblante adusto, porque los extraños siempre le provocan recelo y desconfianza. Así que se bajó el embozo y se quitó el sombrero, mostrándole el rostro, mostrándole sus ojos verdes y el cabello rubio.
—¡Joven Kuon! —exclamó Sawara con la voz llena de alegría. El hombre extendió los brazos, pero pareció arrepentirse en el último momento de su inapropiada conducta. Kuon tan solo sonrió y le abrió los brazos. Sawara esta vez no dudó y abrazó al joven Hizuri. Su voz vacilaba un poco, quebrada por la emoción del reencuentro, cuando, carraspeando y aclarándose la garganta para recomponerse un tanto, añadió—. Joven Kuon, no sabíamos que venía. ¿Lo sabe el señor?
—No, Sawara, pero quisiera ver a mi hermano.
—El amo Ren está en el prado norte —le dijo—. Le recibirá la señora.
Le hizo pasar al salón principal y cerró la puerta tras de sí. La mujer le daba la espalda, la esposa de su hermano, la nueva señora Hizuri —no debía olvidarlo—, y alimentaba el fuego del hogar, una chimenea enorme que proporcionaba luz y calor en las largas noches de invierno. Había dos grandes butacas dispuestas a cada lado, sobre una gruesa alfombra trenzada, y una labor de costura yacía abandonada en el suelo, mientras la señora avivaba las brasas. Él cerró los ojos un momento y se permitió recordar la estancia tal como era cuando sus padres vivían. Los bailes, llenos de risas felices, las historias contadas al calor de la lumbre, el rostro serio de su hermano, el brillo emocionado en los ojos de ella…
—Señora… —dice él, para llamar su atención con cortesía.
Pero la mujer se envara al oír su voz. La mano que sujeta el atizador se aprieta hasta dejarle los nudillos blancos. Ella cierra los ojos —él no puede verlo— y se alza del hogar, lentamente, buscando el apoyo de la piedra para ponerse en pie. Muy despacio, coloca el atizador en su sitio y luego suspira. Se limpia con cuidado las manos de negro hollín en el delantal que lleva a la cintura y solo entonces se voltea para hacer frente a su visitante.
Y el nombre que por siete años Kuon no se había atrevido siquiera a susurrar sale de sus labios:
—Kyoko…
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NOTA:
¡Hala, ahí lo dejo! Espero que les guste :)
Las actualizaciones serán cuando el trabajo y la vida me lo permitan, pero en teoría deberían ser semanales o cada dos semanas como mucho.
