Debo decir que este fic lo escribí hace mucho tiempo ya que estaba destinado al programa de LJ llamado Amigo invisible sin Fronteras, en el que me he divertido muchísimo y os invito a participar el próximo año. Mi víctima ha sido, por suerte, una de mis mejores amigas, Yaikaya a la que adoro. Este fic está dedicado a ella y como tal, he añadido varios detalles que sólo ella puede entender, así que no me mandéis al manicomio, que no estoy loca XD En principio este fic era un one-shot pero he decidido dividirlo en tres capítulos porque diez mil palabras no se lo lee nadie de una vez, a excepción de Hessefan pero ella es una superwoman así que nada.

Aprovechando ya que estoy aquí, también debo hacer un anuncio: este será mi último fic en mucho tiempo. Os comento, esto escribiendo unos originales para mis amigas, dos al año y me están ocupando mucho más tiempo de lo que pensaba así que creo que no voy a tocar . A lo mejor me animo a hacer algún one-shot pequeñito, pero creo que eso sería todo. Bueno, tampoco se pierde mucho, además he subido tres fics en menos de un mes, tenéis A-chan para dar tomar y regalar.

Y ahora toca las tonterías estas diciendo que no soy Amano, que quien lo crea debería ir al psiquiatra, y que yo no gano nada con esto excepto una sonrisa de mi AI que me llegó al corazón.

También debo decir que este fic no sería nada sin la ayuda de M-chan, Omore y InkAlchemist quienes me ayudaron muchísimo al ocuparse de mis errores estúpidos.

Dicho esto, os dejo, que lo disfrutéis.

Un beso.


Gokudera arrastró los pies por el suelo y apenas atinó en hacerse una coleta antes de entrar en la cocina. Tenía los ojos entrecerrados pero consiguió coger la cajetilla de cigarrillos del sitio de siempre y encenderse uno con las manos temblorosas. El humo le devolvió poco a poco a la vida. Estaba muy cansado, al borde del agotamiento, no había dormido ni seis horas en esos días por culpa de la última misión de los Vongola. Desde hacía un par de años, los grandes capos estaban desesperados por deshacerse de las antiguas armas, inútiles en el nuevo mundo, y conseguir dinero fácil para comprar las escasas Box Weapons que se estaban traficando en el mercado negro.

Durante esos últimos meses, los Vongola habían estado combatiendo contra Eros, una antigua mafia italiana que estaba empeñada en acaparar el mercado con productos más baratos. Y esos productos eran armas. Armas de gran calibre al alcance de cualquiera, el triple de peligrosas si acabaran en manos inexpertas. El Décimo se dispuso a poner cartas en el asunto en cuanto se enteró, hacía cuatro meses.

Primero, le pidió a Giannini que buscara información sobre ellos, después los puso en vigilancia las veinticuatro horas del día. Por lo que se veía, eran muy peligrosos, pero sus medidas de seguridad eran pésimas así que Bianchi no tardó en colarse en sus filas. La única dificultad que se pudieron encontrar era que Eros no permitía que sus subordinados tuvieran contacto alguno con el exterior. Bianchi tuvo que quedar con Shamal cada dos o tres semanas para revelarle lo que se cocía dentro de la organización y posteriormente él debería reunirse con los Vongola para planear la forma más efectiva de atacar su base.

No hubo muchos problemas, incluso Gokudera (y a pesar de que el Décimo se negó rotundamente) consiguió infiltrarse. Gracias a él pudieron conseguir información muy valiosa como el lugar de venta, las contraseñas que utilizaban para identificarse, cuántas armas podían vender sin ser detectados o quiénes eran los hombres más peligrosos.

Finalmente, consiguieron atacar la base desde dentro gracias a un grave fallo de seguridad que el Décimo aprovechó para entrar sin ser visto. Eso, unido al hecho de que Bianchi, que había conseguido entrar en las cocinas y presentó a los altos mandos una deliciosa y letal compota de manzana, les presentó la oportunidad perfecta para atacar.

Lo demás, fue fácil.

Gokudera había echado de menos su casa, su cama, sus libros. La tranquilidad que se respiraba no se podía comparar a la sucia habitación compartida con tres subordinados de Eros donde había estado encerrado ese tiempo. Dos meses y medio. Podía sentir el peso de cada día en el pecho.

Suspiró. Sabía perfectamente lo que tenía que hacer, era lo que había estado temiendo durante todo ese tiempo. Fue a la cocina y se plantó frente a la nevera con la mirada ausente y dos bolígrafos en la mano. Frente a él había un par de folios sujetados con imán, inmaculados los cuales en teoría servían para apuntar la compra de la semana.

Aunque, en realidad, estaban destinadas para algo completamente distinto.

Quitó las primeras hojas y se quedó mirando la última, llena de marcas azules y verdes que sólo él comprendía. En cuanto empezó a escribir, sintió cómo la rabia que había estando acumulando empezaba a disiparse y se convertía en una sana resignación con un toque de orgullo.

Lo malo era que en eso se quedaba todo: en una estúpida resignación.

oooooooo

Tenía dieciséis años cuando empezó el Contador en una fría mañana a finales de octubre. No se encontró a Yamamoto en todo el camino, estaría ayudando a su padre a descargar la nueva mercancía o simplemente se habría quedado dormido. En cualquier caso, estuvo caminando al lado del Décimo, charlando animadamente y sin interrupciones de ningún tipo hasta llegar al colegio de Namimori.

Lo bueno de todo esto fue que disfrutó al máximo de sus últimos momentos de tranquilidad con él.

La noche anterior había llovido y Gokudera estaba tan enfrascado en la conversación que metió los zapatos en varios charcos (aunque mejor él que el Décimo), por lo que lo primero que hicieron fue cambiarse de calzado.

En cuanto abrió la taquilla, un sobre de color rojo cayó a sus pies.

—¿Qué es eso? —preguntó el Décimo recogiéndolo.

—Nada, no se preocupe por eso. —Ni se molestó en mirar, era un fastidio que todos los días le dejaran una nueva carta de amor que ya ni leía. Todas eran iguales: «Eres muy guapo», «Has sido muy amable por dejarme los apuntes», «No puedo dejar de pensar en ti», «¿Me tendrías en cuenta?»

Se agachó para quitarse los zapatos con rapidez y ocultar el rictus de irritación que se estaba formando en su boca. ¿Es que nunca lo iban a dejar en paz?

—Vaya, Gokudera, sí que eres popular. —Le sonrió desde arriba y le tendió la carta— ¿No vas a leerla?

—No —gruñó fastidiado. Poco después, se dio cuenta que no debía hablarle así al Décimo y suavizó el tono—. Las chicas son muy pesadas, no me dejan en paz por mucho que las rechace, así que intento no hacerles caso. Espero que entiendan la indirecta.

Sin motivo aparente, empezó a ponerse nervioso. No quería saber a dónde llevaría toda la conversación, se movía en terreno resbaladizo. Quizá por eso le había estado ocultando al Décimo la existencia de esas cartas diarias.

—Así no vas a conocer a ninguna chica que te guste. —Tsuna usó ese tono que utilizaba para regañar a Lambo y se cruzó de brazos.

—No me interesa.

Suspiró y espero a que se levantara para tenderle la carta de nuevo.

—Léela al menos.

—¿Es una orden?

—¡No! Claro que no es una orden Gokudera, pero yo… quiero verte feliz.

Y yo sólo soy feliz a su lado.

Aquella idea acudió a su mente si previo aviso. Al principio, con el simple hecho de pensarlo, le cortó la respiración y le aturdió durante un segundo. Intentó recordarse que era completamente normal ser feliz al lado del Décimo. Velar por su seguridad. Seguirle con la mirada a todas partes. Estar intranquilo al no verle cerca. Escuchar y guardar cada palabra de sus labios como si fuera un tesoro. Y también era normal tener esos sueños en los que el Décimo era el protagonista…

Sí, claro, por supuesto.

Con un suspiro de resignación, se quitó la venda que se había forzado a llevar. Era muy duro ver la realidad tal y como era, pero no podía vivir mintiéndose a sí mismo, dándole la espalda lo que sentía y a lo que importaba de verdad.

El Décimo. Eso era lo único que le daba sentido a su vida. Con el simple hecho de ver su sonrisa cada mañana le daban fuerzas para seguir viviendo.

Pero jamás podría decírselo. No. No sería una buena mano derecha si incomodaba a su jefe de alguna forma y sabía que no podría vivir en un mundo en el que él lo mirara con lástima o desprecio. Debía callar, sonreír, estar a su lado y fingir que esos sentimientos no existían. Sólo tenía que esperar a encerrarse en su habitación y gritarle a la almohada toda esa frustración que se acumulaba día tras día.

Pero se enfrentaba a un grave problema: Gokudera era humano, y como tal no podría aguantar eternamente sus sentimientos, no podría soportar siempre esa agonía que lo consumía muy despacio como un cigarro en el cenicero. Sabía que algún día explotaría y le diría al Décimo que le amaba tanto que daría su vida por verle esbozar una sonrisa, que no podía conformarse viendo en la distancia cómo hablaba con Kyoko y la hacía reír, que necesitaba estar a su lado cada maldito segundo.

Y sabía que, cuando llegara ese día, su vida llegaría a su final.

oooooooo

Gokudera terminó de dibujar las marcas y las miró detenidamente. Las azules representaban los días; las verdes, los meses. Había decidido no empezar a contar los años, no podría soportarlo. El Contador le servía para conocer los días que llevaba amando al Décimo en silencio. No para autocompadecerse, ni para martirizarse, sino para darse fuerzas. «Si he podido soportar dos semanas, puedo con otras dos». Y así, un día y otro, y otro más, una semana, un mes, dos, diez…

Por eso, para Hayato aquel día no era diecisiete de octubre, sino era el día veintisiete del mes cincuenta y nueve de su tortura personal.

Con una sonrisa de suficiencia se dio cuenta que faltaban pocos días para cumplir los sesenta meses. Cinco años, pensó con amargura. Aquello se merecía una fiesta. Seguramente iría a la tienda más cercana, compraría tres botellas de sake y vería el amanecer borracho como una cuba.

Será un gran día.

Colocó los papeles en su sitio, guardó los bolígrafos y encendió un nuevo cigarrillo. Se preguntó si podría aguantar sesenta meses más. Por supuesto, era una pregunta tonta. Sabía perfectamente que no iba a tener tanta suerte, hasta él tenía su límite. Los primeros meses había tenido la esperanza de que todo aquello fuera uno de esos amores irracionales de adolescente, estos que suelen ser muy intensos al principio pero van apagándose conforme pasan los años y terminaban en el olvido.

Pero no había sido así con el Décimo. ¿Cómo era posible que a cada momento lo necesitara un poco más? Cuando sentía que ya había llegado a su cénit, que ya no podía amar más a una persona, una palabra, una sonrisa o una simple mirada le hacía cambiar completamente de opinión. Con el tiempo había aprendido que el amor podía ser infinito, pero no era así el soportar el peso de sus propios sentimientos. Sabía que, poco a poco, estos iban cogiendo terreno y llegaría un día que serían mucho más fuertes que él.

Gokudera aspiró el humo, lo retuvo un momento en los pulmones y exhaló por la nariz. Aquel bendito humo grisáceo era el único alivio que tenía. Cogió el mando a distancia y encendió el reproductor de música. Los primeros acordes para piano de Chopin inundaron el lugar. Gokudera abandonó cualquier otro pensamiento y se refugió en la música. Echaba de menos ese sonido, la sensación de que estaba creando algo maravilloso con el danzar de sus dedos sobre las teclas, llevaba sin tocar más de dos meses para hacerlo de nuevo pero eso tenía esperar. Lo más urgente que debía hacer era reabastecer la cocina ya que Bianchi no se había molestado en hacerlo por él (por otro lado, habían estado juntos en la base de Eros así que poco podía hacer ella).

Saboreó el pitillo entre sus dedos antes apagarlo y empezó a escribir la lista de la compra. No era del todo cierto que el tabaco era su única vía de escape. Chopin también le serenaba en gran medida. Era la única manera que tenía de olvidar el sufrimiento, el dolor, la sensación de quemazón en el pecho que lo agobiaba. La suave armonía chopiniana le hacía recordar los sentimientos cálidos que conllevaban el estar enamorado. Esa sensación de vértigo en el estómago al mirarle, ese escalofrío que sentía cuando por algún casual sus manos se rozaban, esa alegría al verle sano y salvo, ese cariño que le invadía el cuerpo entero cuando tropezaba, caía y se levantaba avergonzado de su propia torpeza.

No existía una sensación mejor que esa.

Finalmente, se levantó y cogió una chaqueta. La noche anterior había acabado muy cansado así que había dormido hasta tarde. Suponía que las tiendas estaban a punto de cerrar, debía darse prisa en comprarlo todo, hacer limpieza y pedir las tres botellas de sake…

Pero no esperaba, que al abrir la puerta, ver al Décimo plantado frente a él.

—Gokudera, menos mal que estás bien. —Tsuna bajó la mano con la que había estado a punto de llamar a la puerta y suspiró aliviado. El día anterior había sido toda una carnicería dentro de la organización de Eros y no pudo reencontrarse adecuadamente con su Guardián. Nada más verle, él pidió permiso para ir a su casa a descansar—. Estaba preocupado por ti.

—No tiene por qué preocuparse, Décimo —dijo con la voz más impersonal que pudo poner. Siempre, antes de verle, se preparaba un par de minutos antes para guardar sus sentimientos y no dejar que le traicionasen. En ese momento, estaba tan nervioso que apenas pensaba lo que decía. Incluso había dejado de tutearle, cosa que sólo hacía cuando estaban a solas—. Voy a la tienda a comprar.

—¿No puedes dejarlo para mañana?

—¿Me necesita para algo? —preguntó aún paralizado en la puerta. La parte racional de su cerebro le gritaba que fuera educado y que le dejara pasar, pero estaba demasiado ocupado controlando sus fuertes impulsos de recorrer el paso que les separaban y abrazarle con fuerza. «No sabes lo feliz que estoy de que estés bien. Tenía tanto miedo de que esos cabrones te hubieran hecho algún daño, me habría vuelto loco. ¿Sabes? Ayer me largué nada más verte porque te había echado tanto de menos estos dos meses que no me hubiera podido contener como estoy haciendo ahora. Porque… Décimo… porque yo…»

Gokudera se mordió la lengua tan fuerte que sintió el metálico sabor de la sangre en la boca.

—Escucha, como hemos estado con todo este lío de Eros no hemos podido pasar el día en la playa como todos los años.

—¿A… la playa? —Se preguntó si lo había escuchado bien—. Pero si estamos en otoño.

—No para bañarnos, el agua estará muy fría. Pero este verano no hemos tenido ni un segundo de tranquilidad. Queríamos seguir la tradición, ya sabes, para relajarnos un poco —Sonrió—. ¿Vienes?

Gokudera salió de casa y se ajustó la cazadora con lentitud.

—Por supuesto, Décimo. Con usted iría a cualquier lugar del mundo.


Si no he revisado esta historia treinta veces, no lo he revisado ninguna y aún así seguro que hay algún fallo u.u