Este fic participa en el reto «Long Story 5.0» del foro «La noble y ancestral casa de los Black».
Capítulo I: Las cuatro brujas
«Respirar un futuro esplendor cobra más sentido si lo creamos los dos
liberarse de todo el pudor tomar de las riendas no rendirse al opresor
caminar erguido sin temor respirar y sacar la voz»
Sacar la Voz, Ana Tijoux
Ministerio de Magia, Londres a 12 de diciembre de 2009
Le deberían estar dando una condecoración, no debería estar entregando su placa. Había detenido al traficante de unicornios, ese idiota se iba a pudrir en Azkaban porque ella lo había detenido mientras intentaba huir a Brasil, a internarse en la selva Amazónica para buscar más bichos con los que traficar. Pero en vez de darle un premio, una condecoración o unas palabras de aliento, Potter le estaba pidiendo la insignia del departamento mientras le explicaba que estaría suspendida con sueldo porque sabía Merlín que departamento interno la estaba investigando.
―Sabes que es injusto, Potter ―se quejó ella.
―Rose, no puedo hacer nada…
Si Potter no fuera tan apegado a las reglas y a los procedimientos, podría hacer mil cosas. Pero no. Era Potter. Lo estaban sepultando en vida en aquella división y ni siquiera se daba cuenta; estaba demasiado enterrado en pergaminos, informes, juntas, peticiones y memorándums.
―Hice lo que tenía qué hacer.
―Metiste a alguien externo a un caso confidencial, Zeller ―explicó Harry. Parecía apenado, de verdad que sí―. Este caso era confidencial.
―De otro modo no habríamos atrapado a Stewart y lo sabes, Potter ―insistió Zeller―; era mi única oportunidad y la tomé. Ya está. ―Se pasó la mano por el cabello rizado en una especie de tic nervioso―. No es justo que ahora me investiguen por ello.
―Era un caso confidencial, Zeller ―repitió Potter y extendió la mano―. Tu insignia, por favor.
Era injusto. Punto. Había sido la mejor desde que había entrado a la División cuatro años atrás. Se había graduado con honores de la Academia ―y tres Extraordinarios en los EXTASIS en Hogwarts―, había conseguido atrapar a más magos oscuros que nadie en cuatro años y nunca habían tenido problemas con sus métodos. Nunca habían tenido problemas con que ella trabajara como quisiera, siempre y cuando entregara resultados. Hasta ese momento.
Dirigió su mano hasta su cintura, donde descansaba la insignia de la División de Aurores. La jaló para quitársela de la túnica y la puso sobre el escritorio.
―Sabes que esto es injusto, Potter ―repitió.
Su jefe la miró con algo que le pareció lástima ―y le dio náuseas porque ella odiaba que la gente la mirara así― y recogió la insignia.
―Sé que hiciste tú trabajo ―dijo Potter, finalmente, esquivándole la mirada―. Lo siento.
Zeller asintió, como dándole las gracias por esas palabras. No tenía nada más que decir, nunca había sido una mujer de muchas palabras. Ya no quedaba nada más que decir entre ellos así que se levantó, acomodó la silla y salió. Cuando cerró la puerta a sus espaldas y se dirigió a su escritorio, algunas personas voltearon a verla. Rose Zeller, la auror más joven y más prometedora de toda la división. Cuestionaban sus métodos, pero nunca sus resultados.
De que le servía eso, estaba suspendida. En su escritorio, sólo recogió algunas cosas, lo importante. Quitó la fotografía que tenía con su madre, justo a un lado de todos los expedientes apilados, buscó en los cajones para asegurarse de que no dejaba monedas abandonadas, tomó sus llaves y, dándole un último vistazo, se dirigió a la salida. Todos le esquivaron la mirada. Sentía que le tenían miedo. Rose siempre tenía la voz demasiado fuerte, siempre estaba dispuesta a discutir, siempre estaba dispuesta a lo que fuera necesario para conseguir su objetivo. No había entrado a la División para quedarse entre pergaminos de informes, había entrado para dar resultados.
Era un poco irónico que justo la estuvieran suspendiendo después de que había entregado a un traficante de unicornios. Había sido un escándalo que el Ministerio había intentado tapar de todas las maneras posibles: «Trafican unicornios fuera de Reino Unido, los están llevando a Sudámerica». Y ella había entregado al responsable y ahora estaba suspendida.
«Pero le enseñaste a Dennis los papeles confidenciales, Rose», se dijo, recordándose a sí misma que había sido él quien había desentrañado el misterio. Sin Dennis, ella no habría encontrado al traficante. Pero al Ministerio no le había gustado que hubiera revelado secretos confidenciales por ahí, por supuesto.
Tenía que ir a verlo. Tenía que decirle lo que había pasado, porque probablemente iba a recibir un citatorio del Ministerio. Se paró detrás de los que estaban esperando el ascensor y levantó la muñeca y miró el reloj. Eran casi las cinco. Dennis seguramente ya estaría en casa. Pensó en ir primero a su casa, avisarle a su padre lo que había pasado, pero eso sólo iba a significar un rodeo estúpido. Rose vivía en Bristol. Dennis, en cambio, vivía en Londres. Si iba primero con Dennis, podía tomar primero el metro y luego el autobús hasta Powell State para no usar la aparición.
El ascensor la interrumpió. Subió hasta el atrio ignorando lo que pasaba a su alrededor hasta las puertas al exterior. Antes de salir se ajustó la túnica amarillo ocre y sacó una vieja bufanda de Hufflepuff de su bolsa, que se ajustó alrededor del cuello.
Las calles estaban medio vacías. Eran las primeras nevadas de aquel invierno, así que todo el mundo se había refugiado en sus casas. Rose se dirigió hasta el metro. No pensaba mucho. Suspendida con sueldo, ya era oficial. No podía pensar en qué pasaría si la cesaban o si la suspendían efectivamente sin ningún privilegio. No tenía cabeza para ello. Su precario sueldo de auror era lo único que tenía.
Salió del metro ya cerca de Powell State y tomó un autobús hasta la casa de Dennis. Eran las cinco y ya estaba todo oscuro, como si fuera media noche, después de todo, ya era Londres en invierno. El aire estaba frío. Rose se subió la bufanda hasta la nariz al bajar del autobús dándole las gracias al conductor, dejando sólo los ojos y el cabello rizado y oscuro a la vista. Dennis vivía en el último piso de un gran complejo de departamentos viejos y medio abandonados. No era la zona más segura de Londres a aquellas horas.
―Anda, rápido, ¡tu cartera! ―Rose entornó los ojos. La voz había salido de uno de los callejones―. ¡Rápido!
―Dave,¡no hagas ruido!
―¡Cállate!
Y después, un sollozo.
―¡La cartera, joder! ―Rose volvió a oír la primera voz.
Se ajustó la bufanda, tapando la mitad de su cara. Metió la mano izquierda en el bolso de la túnica y agarró su varita. Se quedó parada un momento, para descubrir desde que callejón venían los ruidos. No le costó demasiado porque volvió a oírse un sollozo asustado. Corrió hacia el origen del ruido.
―¡Ey! ―gritó.
La escena era justo la que esperaba: dos ladrones y una chica. Uno le estaba apuntando con una pistola. Cuando ella apareció en escena, uno de los ladrones volteó a verla.
―Joder ―oyó. Era el de la pistola―. ¡Dave!
―¡No te muevas! ―dijo el otro, sacando un cuchillo―, ¡quédate allí!
Rose no se movió. Sacó la varita mientras alzaba las manos. La chica a la que estaban robando, indefensa, aún con el cañón de la pistola apuntándole, sollozo de nuevo. ¿Cómo era que nadie más había oído o que a nadie más le importaba lo que estaba pasando allí?, se dijo Rose. «Carajo», pensó.
―¿Una pistola? ―preguntó, dirigiéndose al otro―. No es fácil de conseguir…
Eso era Reino Unido, carajo. No eran los Estados Unidos, ni otro país. Ahí la policía muggle de a pie no llevaba armas, tampoco los detectives inspectores, era un país donde conseguir una licencia para tener un arma era increíblemente difícil y por alguna razón, aquel ladrón del tres al cuatro tenía una.
―¿No estás un poco lejos de Peckham? ―respondió el tipo de la pistola a su vez.
Peckham. ¿En serio? La mitad del tiempo asumían que Rose era originaria de Peckham, uno de los barrios predominantemente nigerianos de Londres. Pero ella ni siquiera había nacido en Londres, ni había vivido allí ni un segundo de su vida.
―No soy nigeriana ―respondió a su vez. Analizó la escena. ¿Podría hacer lo que estaba pensando? Pasara lo que pasara, la pobre chica a la que le estaban robando no podía salir lastimada―. Lárguense de aquí.
―Nosotros tenemos una pistola y tú no tienes nada ―le dijo el del cuchillo―. Saca la cartera.
―¡Accio Pistola! ―gritó Rose. El arma aterrizó en su mano un momento después. Los dos ladrones tenían caras de estupefacción y Rose apenas les dirigió una mirada―. Ahora yo tengo una pistola ―dijo, apuntándoles― y ustedes no. ¡Largo!
Uno pretendió amenazarla con el cuchillo.
»―¡Accio cuchillo! ―gritó―. Lo siento, había olvidado eso. Ahora yo tengo una pistola y un cuchillo y ustedes no tienen nada. ¡Largo!
Uno de ellos la miró con los ojos bien abiertos.
―¿Qué eres?
―Una pesadilla, ¡largo! ―No necesitó volverlo a decir porque ambos salieron corriendo.
Rose se aproximó hasta la chica. Estaba demasiado asustada como para moverse.
―¿Estás bien? ―pregunto―. ¿Estás bien? ―La chica la miró asustada, como si fuera el demonio. Sí, bueno, acababa de hacer magia frente a tres muggles y probablemente se había cagado en el Estatuto del Secreto, pero la había salvado―. Responde, no te voy a hacer nada, ¿estás bien?
―S-sí… ―dijo la chica.
―Bien, bien ―dijo Rose y le apuntó con la varita antes de que la chica pudiera reaccionar―. Obliviate.
Quizá los dos ladrones iban a contar la historia, quizá no. De todos modos, habían sido ladrones. Si la contaban, se arriesgaban a ver morir su honor de ladrones ―si es que tenían alguno― y a que se burlaran de ellos porque una sola mujer negra sin ninguna clase de arma los había derrotado. Si no la contaban, no pasaba nada. Pero la chica, contando que la habían salvado de un robo, que habían hecho magia frente a ella… Sólo eso podría significar otra enorme crisis con la que Rose no quería lidiar.
No podía creer que hubieran creído que era nigeriana. ¿Por qué siempre creían que era nigeriana? No, claro que no. Era inglesa, y a mucha honra. Padres ―ambos― de Sierra Leona. Pero inglesa, al fin y al cabo, inglesa completamente, pero también de sangre africana. Se alisó la túnica color amarillo ocre y se volvió a ajustar la bufanda, tapándose la nariz. Hacía un frío de mierda.
―¿Pero qué pasó aquí? ―oyó una voz detrás de ella.
―¿Dennis? ―preguntó Rose al ver la figura que acababa de aparecer la boca del callejón. Un hombre rubio, con el cabello medio largo, cuyo flequillo le llegaba hasta los ojos y todavía le daba cierta aura de adolescente.
―Se te olvida que tengo un aparato que detecta magia en mi departamento ―respondió él―. ¿Qué carajos hiciste?
―Nada, nada ―le respondió Rose, intentando usar su mejor tono conciliador―, evitar un robo, hacer magia, cagarme en el Estatuto.
―¿Qué?
―Vamos adentro ―dijo Rose, caminando hacia él―, tenemos que hablar.
―¿Hiciste magia? ¿Casi te cagas en el Estatuto? ―repitió Dennis, abriendo mucho los ojos. La sorpresa en su expresión era evidente―. ¿Estás bien?
―Estoy bien ―dijo Rose―, pero tenemos que hablar.
―¿Rompiste el Estatuto del secreto y me estás diciendo que tenemos que hablar con total tranquilidad? ―insistió Dennis―. ¿Estás bien, Rose?
―Sí, algo así ―dijo ella, usando un tono conciliador para que Dennis se calmara un poco―. También estoy suspendida, no puedo seguir sacando información de la División de Aurores. Tenemos que hablar, Dennis.
Lo vio suspirar. Ella también lo hizo. Había sido un día muy largo.
Dorset a 13 de diciembre de 2009
Flora estaba leyendo el periódico y Hestia podía ver el titular a ocho columnas: «ESCÁNDALO EN EL MINISTERIO DE MAGIA». Todo en mayúsculas, para que no hubiera ninguna clase de duda. En el subtítulo se leía que una joven aurora, al parecer, habría revelado información confidencial a alguien externo al gobierno. Siempre había un escándalo que atender o sobre que el escribir. A Hestia todo eso no le interesaba. Flora era la que trabajaba en el ministerio, la que se dejaba la vida en una oficina de mierda con un suelo de mierda. Entraba a las nueve y salía a las seis, a veces más tarde, dependiendo de que tanto papeleo hubiera que hacer.
Hestia se había quedado sin trabajo dos meses atrás. En el ministerio a nadie le interesaba una experta en Runas Antiguas e Historia de la Magia, no había ningún puesto en ninguna parte para alguien con sus habilidades. Pero necesitaba encontrar algo rápido. De verdad necesitaba encontrar algo rápido, el dinero estaba desapareciendo con rapidez y ya no eran muy jóvenes. Iban a cumplir treinta.
―Neil va a venir ―avisó Hestia―, dijo que traería la cena.
―¿Van a salir hoy? ―preguntó Flora, apenas levantando la vista de su periódico.
―Sí, probablemente.
―No regresen muy tarde. Mañana tenemos un compromiso, me habló Astoria ―dijo Flora―. Quiere que vayamos a verla y no podemos faltar. También irá Tracey al parecer.
―Espero que Parkinson no se aparezca ―comentó Hestia―. Es insufrible desde el divorcio. Nunca entendí exactamente quien dejó a quien, creí que ella y Blaise se creían.
―Parkinson siempre ha sido insufrible ―corrigió Flora― y probablemente Astoria también la invitó. Sólo procura no hablar mucho con ella mañana y ya. Porque si tú y Parkinson cruzan más de tres frases, la reunión acabará en homicidio.
―Ella es insufrible.
―Y tú una de las mejores amigas de su ex marido, tenle paciencia, es Parkinson y no va a cambiar de un día para otro ―le recordó Flora. Iba a ir por ella, claro, eran más sus amigas que de Hestia, ella se perdería todas esas pequeñas formalidades sociales, pero Flora no salía sin ella. Hestia se la pasaba con Neil y con Harper y se iba de copas con Zabini. El círculo de amigas de Astoria no la llenaba, aunque admitía que le faltaba cierto toque femenino en su vida. Al menos, alguien con quien quejarse de que se desangraba una vez al mes que no fuera Neil.
Flora, por otro lado, era la de las amigas. Astoria y ella siempre se habían llevado bien y Tracey había aparecido después. Así que Hestia siempre había sido parte de ellas, de una extraña manera, porque Flora no iba a ningún lado sin ella.
Se levantó, porque no planeaba seguir la conversación y fue a la cocina. El té estaba listo. La mitad de su torrente sanguíneo debía de ser té, más o menos. Sirvió dos tazas y las puso en una bandeja. Una era para Flora, así que le puso dos terrones de azúcar, la otra era para ella, así que no le puso nada. Las llevó de nuevo a la sala y le puso la taza enfrente a su hermana. Antes, en los viejos tiempos, habían tenido un elfo doméstico que acudía cuando su madre hacía sonar una campanilla o su padre tronaba los dedos.
―¿Quién fue la auror que reveló información confidencial? ―preguntó Hestia, al volverse a sentar. No estaba realmente interesada en las noticas, pero tampoco quería seguir mirando a Flora mientras leía el periódico sin decir absolutamente nadie
―Una desconocida, un poco Don Nadie ―respondió Flora―. No me acuerdo de su nombre porque sólo la mencionan de pasada en el artítulo, algo con R o yo que sé. No aparece su foto. ¿Te suena alguien de Hogwarts que haya acabado en la División de Aurores? Podríamos preguntar por allí ―preguntó.
Hestia negó con la cabeza.
―Para nada ―respondió―. Aunque la verdad es que me esforzado en olvidar la mitad de los nombres.
Flora no contestó, siguió en su periódico. Hestia le dio un trago al té mientras taconeaba en el piso. Quería que llegara Neil, tenía hambre. Desde que había perdido el trabajo estaba sola todo el día y Flora demasiado cansada porque doblaba turnos con mucha más frecuencia. Así era como conseguían llegar a fin de mes. Necesitaba un trabajo, pronto. Y no podía contarle a su hermana lo que hacía cuando salía con Neil, eso no les iba a dejar dinero.
Además, hablaban menos. Flora siempre estaba cansada, Hestia no quería molestarla. Tampoco tenían demasiados temas de conversación, siempre sabían lo que la otra pensaba. Parecían conectadas telepáticamente, siempre sabían cuando la otra estaba en peligro. Para algo eran gemelas. Nunca habían necesitado hablar demasiado, con miradas bastaba. Pero desde que Hestia había perdido su trabajo, sentía que los silencios se habían vuelto más frecuentes y mucho más incómodos.
Entonces llamaron a la puerta y Hestia fue la que se puso en pie más rápido.
―Voy a abrir ―informó al aire, porque Flora no le prestó atención.
Se dirigió a la puerta y, al abrirla, se encontró con Neil, guitarra al hombro y bolsa de comida en una mano. Hestia sonrió al ver la comida. Por fin tendrían algo que sí tenía sabor para comer. Ella cocinaba, pero tenía menos sazón que nadie, así que sus comidas solían ser insípidas y siempre les faltaba algo ―sal, especialmente―. La cocina no era lo suyo.
―¡Neil! ―sonrió―. ¿Qué hay de cenar?
―Comida tailandesa ―respondió el―. La compré de camino acá. ―Él tampoco sabía cocinar―. Y es Vaisey, Hestia, Vaisey.
―Te conozco desde hace una eternidad, Neil.
―Di Vaisey, por favor, por lo que más quieras ―suplicó él, dando un paso dentro de la casa. Dejó la guitarra a un lado de la puerta, como siempre―. Pedí soya extra para ti ―le dijo―, aunque sigo insistiendo en que deberías moderar tu consumo de sal, no puede ser sano comer como tú.
―¿Quieres cenar ya? ―preguntó Hestia.
―Muero de hambre, vamos al comedor ―dijo Vaisey.
―¡Flora, ya llegó la cena! ―gritó Hestia.
―¡Iré más tarde! ―oyó Hestia la respuesta―. ¡No tengo hambre!
Hestia suspiró, su hermana llevaba unos días con ese humor. Quería preguntarle que le pasaba exactamente, pero sabía que, cuando se trataba de su hermana, lo mejor era dejarla en paz unos días.
―Sólo hay que dejar su parte separada ―le dijo a Neil―. Vamos. Espero que esa cena esté buena. ¿Qué me compraste?
Cenaron sin hablar mucho. Se veían casi diario y no sentían necesidad de llenar cada momento con plática. Pero no hablar con Neil era diferente que no hablar con Flora. Cuando estaba con Neil, pero no estaban hablando, seguía sintiéndose acompañada, de alguna manera, pero con Flora era todo más incómodo. De todos modos, Hestia sentía que estaba dándole mil vueltas a todo y más valdría dejarlo estar.
―Quieres ir a Londres hoy, ¿no? ―preguntó Neil mientras daba los últimos bocados a su cena.
Hestia asintió.
―O a cualquier lugar, en realidad. ―Se sentía atrapada en donde estaba, pero eso no era algo que le iba a decir a Neil en ese momento. Esperaría a estar bien borracha para que Neil nunca supiera si lo decía en serio o no―. Pero Londres está bien.
―Flora no aprobaría lo que hacemos ―le recordó él.
―¡Shh! Que está en la sala, joder ―dijo ella, bajando la voz hasta que fue sólo un murmullo―. Claro que Flora no lo apoyaría, lo sabes, incluye violar el estatuto del secreto y ayudar muggles y dudo que Flora considere que ayudar muggles es algo productivo. ―En realidad, no estaba muy segura de qué pensaba su hermana sobre ese tema. Sabía que no estaba a favor de matar muggles, condenarlos al exterminio o de tratar mal a los magos hijos de muggles, pero que aprobara ayudarlos era otra cosa. Probablemente sólo se le ocurriría que era una pérdida de tiempo―. Así que ni una palabra, sólo vamos a tomar algo y volvemos, ¿claro?
―Clarísimo ―asintió Vaisey―. Vámonos.
―Voy a agarrar mis cosas.
―No me vas a decir que vas a traer la túnica verde horrible…
―No es horrible, joder, sólo tiene con que cubrirme la cabeza ―le dijo Hestia―. Quiero evitar que se vea mi cara.
―Y con una capucha lo lograrás, claro… ―Hestia sabía que Neil estaba siendo sarcástico y que en realidad no creía que Hestia pudiera esconder muy bien su identidad sólo escondiéndose tras una capucha.
―Ha funcionado hasta ahora.
Además, a ella le gustaba esa túnica verde. Había sido un regalo de su madre, era verde oliva, combinaba con el pelirrojo de su cabello y era muy sencilla. Justo su estilo. Quizá un poco larga, pero a Hestia no le molestaba. Solía usar pantalones blancos debajo de ella y le quedaba perfecta. Fue a recoger la túnica a la recamara que aun compartía con Flora ―siempre habían compartido, no importaba que hubiera más habitaciones libres― y, cuando bajó, Neil estaba esperándola en el recibidor y su hermana un estaba leyendo el periódico en el sillón.
―Flora ―llamó y su hermana levantó la cabeza momentáneamente―, Neil y yo ya nos vamos. No volveremos muy tarde.
―No te olvides de Astoria mañana ―le recordó Flora.
―No, iré contigo.
Flora le sonrió.
―Gracias.
Hestia asintió y se esperó un momento, sólo con la esperanza de que Flora dijera cualquier cosa más, pero eso no pasó, así que salió con Vaisey que le tendió el brazo.
―Sería más fácil si dominaras la aparición, Hestia ―se quejó él.
―Volveré a tener mi licencia pronto, Neil, lo juro. La última vez sólo fue un accidente ―le recordó―. Sólo que ahora no puedo aparecerme sola en casi ningún lado.
―Y te da miedo ―se quejó Vaisey de nuevo, apareciéndose con ella. Aterrizaron en Londres, una zona que Hestia no reconoció a simple vista―. Eres una calamidad, pelirroja ―le dijo. Pero sonreía, así que Hestia supuso que no estaba molesto.
Ella se subió la capucha de la túnica verde, cubriendo su cara. Si acaso, se alcanzaba a ver que tenía un flequillo rojo, pero nada más. Se inclinó y tocó el asfalto, necesitaba sentir una señal, necesitaba saber que algo iba a pasar. Se arrepentía, muchos años después, de no haber estudiado Adivinación mientras estaba en Hogwarts, cuando tenía el don tan claro, tan marcado. Pero se había negado y lo había rechazado. Ahora, cuando lo buscaba, le costaba encontrarlo.
―No siento nada hoy… ―se quejó―. Carajo, por Merlín, necesito algo…
Entonces tuvo la visión. Un robo a mano armada. Estaban bajando a un hombre de un carro. Cinco cuadras de allí. Se puso en pie demasiado rápido y jaló a Neil del brazo.
―¡Vámonos, es a tres cuadras! ―corrió hasta un callejón y sacó la varita―. ¡Ascendo! ―exclamó, impulsándose hacia arriba y jalando a Neil. En un momento estaba en la azotea de uno de los edificios. Podría llegar más rápido de esa manera.
No sabía explicar de qué modo había empezado a proteger muggles de aquella manera, porque siempre había ignorado las visiones, fingido que no existían y que no estaban allí. Hasta que un día no había podido. Si ella tenía magia y ellos no, ¿por qué no ayudarlos? Vaisey corrió detrás de ella.
Londres a 14 de diciembre de 2009
―¡Pad! ¡Se apagó el letrero de nuevo! ―Quizá iba siendo hora de aceptar que no funcionaba y ahorrar para comprar otro. Pero había salido tan caro… Y quizá sólo era un problema con la conexión. Bruno se asomó a la puerta del local―. Ven a ver, anda, esto no tiene arreglo.
Primero se aseguró de dejar la caja registradora bien cerrado y luego cruzó del otro lado del mostrador. Sólo tenían dos mesas ocupadas, pero aun así no quería arriesgarse. No vivía en una zona bonita de Londres, precisamente. Afuera estaba Bruno analizando los daños. El letrero con el nombre del restaurante, «Pyaar», estaba completamente apagado. En el de abajo, «Comida india», había algunas letras que aun funcionaban. Padma se llevó las manos a las sienes, no tenía dinero para sustituir los dos letreros de neón y, además, dudaba tener dinero para sustituir aunque fuera uno.
»¿Qué dices? ―preguntó Bruno.
―Joder.
―Pues sí, joder.
―No tenemos dinero, Bruno ―le dijo Padma―. Ni una puta libra, joder, para pagar un nuevo letrero. No sé qué vamos a hacer. Ya despedí a un mesero este mes. No tenía caso que vinieran a ver las mesas vacías.
―Cada vez somos menos…
No siempre había sido así. Padma había abierto el Pyaar, restaurante de comida india casi desde cero, con los ahorros de otra vida y otro tiempo. Bruno había llegado tiempo después. Su primer mesero. Habían llegado a ser, en un local minúsculo, dos más y Bruno, que había acabado siendo capitán. Pero desde hacía dos años nada era igual. Las ventas habían empezado a bajar, la gente ya no iba a comer comida India, ni a comprar jalebis que Padma hacía especialmente todos los fines de semana, ni se llevaban los mantras que estaban detrás del mostrador. La gente simplemente había dejado de ir al Pyaar.
―Ya sé, vámonos ―le dijo Padma. No quería pensar en qué iba a hacer si el Pyaar cerraba―. Yo cierro. No tiene caso seguir aquí si no va a venir nadie hoy. ―Se dirigió a la puerta del local de nuevo―. Pensaré que hacer sobre el letrero, lo juro.
―Pad… ―la alcanzó Bruno, tomándola del brazo―. Yo no puedo quedarme sin trabajo.
Se le quedó mirando a los ojos. Por supuesto que sabía que Bruno no podía quedarse sin trabajo. ¿Dónde lo iban a volver a contratar y a pagarle un sueldo en negro tan justo como el que ella le daba? En ningún lado. Por Morgana, si ni siquiera se sabía su apellido. No sabía de donde había aparecido Bruno, pero siempre había estado dispuesta a correr mil y un riesgos con tal de que el siguiera trabajando allí. Lo único que Padma sabía del pasado de Bruno era que había llegado un día de Italia. Y ya. No más. No podía dejarlo sin trabajo, pero no estaba segura de que ella tuviera trabajo el mes siguiente.
―Lo sé, lo sé ―le dijo―. Veré que puedo hacer, tiene que haber una solución.
Se le ocurrían algunas, pero no quería recurrir a ninguna, así que volvió a su posición detrás del mostrador mientras Bruno recogía sus cosas. Abrió uno de los cajones, el de hasta abajo, y sacó el libro de cuentas. Sabía exactamente cuánto dinero tenía disponible, pero no era eso lo que buscaba. Había guardado la última carta que había enviado Parvati entre las páginas de ese libro y Parvati ―por mucho que no quisiera recurrir a ella― era la única solución que se le ocurría.
―Pad, nos vemos mañana ―le dijo Bruno, ya con el abrigo puesto.
―Hasta mañana ―respondió ella, sin levantar la mirada. Estaba pasando las páginas del libro de cuentas una a una, buscando el sobre con la carta de su hermana.
De eso hacía tres años. Ya era mucho. Desde que había terminado la guerra, Padma y su hermana habían hablado relativamente poco. Habían tomado caminos diferentes. Parvati se había inclinado a hacer labor social en la sociedad mágica, ayudando a los afectados de la guerra y Padma había huido a donde nadie conociera su pasado. A donde pudiera esconder la varita y no volver a usarla nunca. A Parvati aquella decisión siempre le había parecido exagerada, pero ella no había sufrido lo que Padma en la guerra. Así que habían dejado de hablar, poco a poco.
Se habían visto por última vez el día que Parvati se casó con Dean Thomas.
Se habían escrito por última vez tres años atrás. El contenido de la carta no importaba, pero Parvati había escrito allí su dirección, por si Padma la necesitaba algún día.
Esa era la única solución que veía. Pedirle dinero a su hermana.
―Joder, por Merlín ―musitó para sí misma―, lo que necesito es un milagro.
No sabía que diría Parvati si aparecía sólo para pedirle dinero, especialmente porque nunca le había contestado la carta, ni se había preocupado por enterarse si Parvati tenía hijos, necesitaba algo, si quería algo, ni le había preguntado cómo estaba en todos esos años. ¿Sería capaz de negarle el dinero sólo por ser una pésima hermana? Porque era una pésima hermana y lo sabía y tampoco le importaba.
No se le ocurría ninguna otra solución.
Si tan sólo el Pyaar fuera bien… Si al menos la gente aún fuera a comer comida india. Sospechaba que no importaba cuántos préstamos pidiera, si las ventas no mejoraban, el restaurante estaba condenado. Joder. Siguió pasando las páginas del libro de cuentas hasta que encontró el sobre de pergamino. Por fin. Y también encontró otra cosa. Había olvidado que la había dejado allí, entre las páginas del libro de cuentas, escondida a plena vista. Su varita.
Esa también podía ser una solución. Al menos para arreglar el letrero. Podría arreglarlo y no pagar nada por eso. Sólo que no estaba muy segura de lograrlo. Llevaba casi diez años sin hacer magia. No la había usado ni para emergencias. Padma agarró la varita y la pasó entre sus dedos. Todavía se acordaba de cuando Parvati y ella habían ido a comprarlas con Ollivander. Un pelo de la cola de un unicornio para Parvati, para ella el nervio del corazón de un dragón. Las dos habían sido de la madera de un sauce llorón ―«perfecta para encantamientos», había dicho Ollivander― de treinta y dos centímetros y medio ―«poco flexibles, pero poderosas», había continuado Ollivander―. Habían sido buenas varitas. No las habían traicionado nunca.
Pero Padma sí que había traicionado a su varita. La había dejado después de la guerra. Había huido a un mundo donde nadie la conocía y donde no tenía el estigma de la guerra.
Volvió a dejarla entre las páginas del libro de cuentas. Le hablaría a su hermana primero. Si no le quedaba otro remedio intentaría usarla. Pero le hablaría a su hermana primero. No estaba segura de que todos los encantamientos que había aprendido de memoria en el colegio aun le respondieran.
Sí, primero le hablaría a Parvati. Era una solución mucho más sensata.
«Espero que no estés muy enojada conmigo, hermana». Pero para qué se mentía: estaría furiosa. Había estado furiosa cuando Padma le había dicho que prefería no ir a su boda para no encontrarse con caras conocidas y no se había calmado hasta que Parvati había aceptado ir.
Sí, primero Parvati. Si no funcionaba, entonces… quizá, agarraría esa varita y pronunciaría las palabras mágicas.
Cerró el libro de cuentas, dejando la varita adentro y la carta afuera y lo levantó para guardarlo en el cajón en donde siempre estaba guardado. Se agachó para ponerlo en su lugar y entonces oyó a alguien que rompía la vitrina.
―¡Arriba las manos! ―oyó un grito.
―Jo-der ―musitó Padma. Se le aceleró el corazón. Si siquiera tuvo tiempo de asustarse cuando vio a los tres ladrones entrar y cuando uno le apuntó con una pistola. Dejó el cajón abierto. El libro de cuentas en su lugar, la varita guardada. Alzó las manos. Sentía como su corazón latía, asustado.
―¡No grites! ―le dijo otro, acercándose―. ¡Abre la caja, ahora! ―El de la pistola se acercó hasta el mostrador. Padma buscó la llave de la caja en el cuello mientras los ladrones se hacían señas―. ¡Tú, vigila la puerta! ―Bueno, el tercero ya tenía que hacer. Después, el que parecía ser el jefe volteó de nuevo hacia Padma―. ¡La caja, rápido!
Padma se descolgó la llave y la insertó en la cerradura. Le temblaban las manos. Era la primera vez en casi ocho años que asaltaban el local. Se tardó más de lo necesario, pero la caja registradora finalmente abrió. El chico de la pistola se acercó y, al ver el contenido, emitió un sonido de decepción.
―Atrás ―le apuntó a Padma con la pistola y ella no se atrevió a hacer ni un solo ruido. Se acercó a sacar todos los billetes―. Joder, esto no es nada.
―¿Qué? ―preguntó el otro.
―Una mierda, una mierda ―se quejó―. Este lugar apesta a bancarrota… ―Volteó hacia Padma―. ¿Hay más? ¿Una caja chica? ¿Algo?
Ella asintió. Que se llevaran todo el dinero y se largaran. Separaba parte del dinero en una caja que guardaba en el mostrador.
―Abajo ―dijo―, en los cajones. ―Les enseñó la otra llave que llevaba colgada a su cuello―. Allí abajo.
―Bueno, ¿qué esperas? ―le dijo el de la pistola, acercándola aún más a ella―. Anda.
Padma se sacó la otra llave del cuello, respiró hondo y se agachó. Estaba en el cajón de arriba al que estaba aún abierto, con el libro de cuentas encima. Metió la llave en la cerradura. Y entonces tuvo una idea. Era una muy mala idea. Giró la llave una vez. Su idea seguía siendo una pésima idea, pero siguió sus instintos. Cambió la mano que estaba moviendo la llave, dejando a la derecha libre. Bajó la mano hasta el cajón donde estaba el libro de cuentas y le dio la segunda vuelta a la llave con la izquierda. Se atoró un poco. Era bueno que nunca tuviera dinero que guardar porque ese cajón no se abría casi nunca y la cerradura se notaba un poco atascada. Padma jaló el libro de cuentas al mismo tiempo que abría el cajón donde estaba la caja chica con el dinero que tenía guardado en caso de emergencia y que era, también una miseria.
―Aquí está. ―Al incorporarse abrió el libro y sacó la varita. Levantó el brazo, rogando que funcionara y le apuntó al de la pistola―. ¡Petrificus Totalus!
Era la primera vez en años que hacia magia y funcionó. Más o menos. No exactamente como lo esperado, porque cuando el hombre cayó de espaldas, Padma pudo ver como su pierda derecha se movía levemente con desesperación.
―¡¿Qué?! ―gritó el otro. El de la puerta volteo―. ¿Qué le hiciste?
Parecía listo para lanzarse hacia ella en un segundo y Padma alzó la varita y cerró los ojos, rogando reaccionar por instinto y lanzarle cualquier hechizo o maldición. Pero no pudo. Tan pronto como cerró los ojos volvió a acordarse de los mortífagos, de todos sus amigos muertos, se acordó de los Carrow, de la batalla. Se acordó de cómo en medio de la batalla había alzado su varita y había peleado. Y no pudo pronunciar nada, ni medio hechizo.
Sólo tuvo la suerte de que alguien más lo hiciera por ella.
―¡Depulso!
Oyó como el ladrón se estrellaba contra el mostrador y abrió los ojos. Una figura esperaba parada frente a ella y le apuntaba al tercero, al que se había quedado en la puerta. Podía ver que era una mujer, chaparrita, pero no le veía la cara. Llevaba una túnica verde con una capucha que escondía casi todo su rostro y, si acaso, dejaba al descubierto su barbilla y sus labios.
»Lárgate ―le dijo al tercero―. Si le cuentas de esto a alguien, creerán que estás loco.
No tuvo que repetírselo de nuevo. Salió corriendo.
Entonces se acercó al del mostrador y se inclinó a su altura.
―Obliviate ―pronunció, apuntándole directo a la cabeza, desmemorizándolo―. Joder, espero que no haya olvidado como se llama ―musitó para sí y luego se fijó en el otro, el petrificado. También le apuntó a la cabeza―. Obliviate. ―Se incorporó y le apuntó a Padma, pero antes de pronuciar nada, se fijó en la varita que estaba en su mano―. Joder… eres una bruja. ―La mujer alzó un brazo y se bajó la capucha, dejando su rostro al descubierto. Tenía la piel medio blanquizca, pálida, el cabello pelirrojo recogido y un fleco que le cubría la frente. Extendió la mano―. Hestia Carrow.
Padma extendió la mano, medio temblando. Necesitaba una explicación de lo que estaba pasando.
―Padma Patil.
Locación desconocida a 15 de diciembre de 2009
No podía ver, le habían tapado los ojos. Podría gritar, no tenía nada en la boca, pero había descubierto que era mala idea. A veces la dejaban gritar, suponía que era cuando nadie a quien le importara pudiera oírla. A veces no y eso siempre dolía. Además estaba encadenada. Lo habían hecho para que no pudiera defenderse ni con los brazos, ni con las piernas. Ya había perdido el paso del tiempo. ¿Cuándo había sido el último día que se había aparecido rumbo al Ministerio por el callejón y había entrado en los retretes y luego en la oficina y luego había salido para no volver nunca más a casa? Hacía cinco o seis días, si contaba las veces que la habían alimentado.
Además, no eran magos.
Sabía que no eran magos. Usaban papel normal, tenían armas ―armas largas, pistolas―, usaban bolígrafos ―a veces los oía escribir―. Pero sabía que sabían que ella era… «algo». Le habían quitado la varita. Los había oído hablar. ¿Dónde estaba joder?
Sólo sabía que estaba caminando, que la tenían bien agarrada de los brazos para indicarle a donde ir y que estaba encadenada. No veía nada. Nunca veía nada. La tenían encerrada en la más completa oscuridad. Un cuartito, dos metros por dos metros, quizá menos de un lado. A veces la sacaban. Hablaban pero nunca le preguntaban nada. A veces la llevaban con un doctor. Al menos ella suponía que era una clase de doctor, porque tenía jeringas y bisturís y una bata blanca. Él tampoco le hablaba, sólo le hablaba a su enfermera, le decía como atarla a la camilla para que no se moviera demasiado. Así era como había conseguido el brazalete.
Al menos sentía que era un brazalete, porque sentía el metal, pegado a su piel. Literalmente pegado, no se movía. Se lo habían adherido de alguna manera. Pero le habían puesto anestecia y ella no se había enterado.
No sabía para que era el brazalete, pero tenía grabado el número cinco. Lo había sentido.
No entendía nada de lo que pasaba, pero intentaba recordarlo todo, sólo para evitar volverse loca. Por eso contaba las comidas que le habían dado ―diez, calculaba que dos veces por día―, las veces que la habían llevado con el doctor ―cinco―. Todo lo que sabía que le habían hecho, y lo que no. Le habían cortado el cabello ―no sabía que tan corto―. Le habían marcado algo en el cuello, algo que no podía ver. La habían encadenado y la habían electrocutado un par de veces al intentar gritar. Le habían quitado la varita. También le habían quitado la ropa y le habían dado ropa nueva. Insistía en recordarlo todo, no quería volverse loca allí.
―¡Puerta, abran! ―oyó.
La dejaban oír. Nunca entendía nada de lo que pasaba, de todos modos. No decían nada importante cerca de ella.
―¿Quién viene? ―se oyó, probablemente del otro lado, porque la voz sonó mucho más lejana.
―¡Sujeto cinco! ―oyó―. Nos dijeron que la trajéramos al ring. Está lista.
Oyó como se abría una puerta ―pesada, probablemente de metal― y como la empujaban dentro. La empujaron unos pasos más, hasta que sintió arena sobre sus pies descalzos. Entonces, oyó como manipulaban sus cadenas, como se les iban quitando. Luego le quitaron la venda de los ojos y la empujaron hacia adelante, haciéndola besar el suelo.
Cuando pudo incorporarse, descubrió que estaba en una jaula. Habían cerrado las puertas tras ella. Se dio la vuelta, confundida, sin entender qué estaba pasando. Eso nunca había pasado antes. Eso era nuevo. Entonces se fijó en que no era la única persona en esa jaula. Había un hombre. Entonces él alzó la cabeza, la miró a la cara y ella contuvo un grito de horror.
―¿Olly? ¿Oliver?
Creyó que él iba a llorar.
―Alicia… ―musitó él―. Lo siento, lo siento, lo siento mucho.
―Creí que estabas en América, que te habían ofrecido un contrato…
―Alicia, lo siento, lo siento, lo siento ―siguió repitiendo. Dio un par de pasos hacia ella―. Lo siento, lo siento mucho.
―Olly, creí que… Olly…, ¿qué está pasando?
―Alicia, lo siento. ―Alzó los brazos, cubriéndose―. Lo siento pero tienes que pelear.
Tenía el mismo brazalete que ella.
―Oliver, ¿qué está pasando?
―Alicia, pelea.
Y la golpeó. No demasiado fuerte, sólo lo suficiente para hacerla reaccionar, para que se pudiera en guardia.
«Alicia, pelea».
¿Entendieron algo? Bueno, yo tampoco, pero sé que todo tiene sentido y que todo tendrá algo de sentido en el capítulo que sigue, eso espero. Porque estas seis mil palabras eran para presentar a las cuatro protagonistas y a sus historias. Rose Zeller ―si leyeron Vendetta, conocen una versión de ella, pero ahora la estoy revolucionando―, Hestia Carrow ―con Vaisey pegado, claro―, Padma Patil ―primera vez que la uso― y Alicia Spinnet ―lo mismo.
Sobra decir que este fic no está relacionado con ninguna otra cosa que haya escrito, no es parte de mi headcanon, nada.
Andrea Poulain
A 2 de abril de 2017
