Una mirada esquiva en un entrenamiento. Una patada por debajo de la mesa. Una sonrisa cómplice que no viene a cuento, un roce de dedos y una conversación sin sentido por el simple hecho de escuchar su voz.

(Haciendo frente al reto de quererse fingiendo indiferencia y de besos robados en un corredor desierto)

Un magreo apresurado en un ascensor vacío en el trayecto entre planta y planta. Un abrazo tras el partido y una rosa frente a su puerta en un juego que ninguno sabe exactamente cuándo empezó.

Un juego que ambos dominan a la perfección, arriesgándolo todo a esa puta única carta. La victoria es imposible. Lo suyo está destinado al fracaso desde su mismo principio, pero ellos se lanzan igual, porque van a disfrutarlo mientras puedan. ¿Acaso no tienen derecho a la felicidad?

Saben que está prohibido, que lo suyo no tiene futuro y que ni siquiera debería existir, pero todo deja de importar cuando D'Jok la acorrala en el cuarto de la limpieza y Tia le abraza hasta desgastarse la piel. Se entregan completa e irrevocablemente, como sólo ellos podrían hacerlo y acaban tumbados desnudos en un rincón, abrazados sobre una manta, con la ropa por los suelos y la respiración agitada y de nuevo la única certeza de un futuro incierto. Entonces es que él traga saliva, le besa la frente, y ella se aprieta más, mucho más, sintiendo su latido rápido y poderoso bajo su mejilla. Todo queda claro de golpe cuando sus dedos se entrelazan en señal del pacto. Las dudas se desvanecen tal como han llegado.

Porque no se puede prohibir el amor.