Disclaimer: Los personajes pertenecen a Himaruya Hidekaz.

Advertencia: Contenido homosexual, asesinato y muerte.


—Bien, ¿cómo empezar? ¿Con tu familia, con lo que recuerdas? Si quieres, puedes elegir Alfred. Intentaré no obligar ningún tema sobre ti.

—Pero al final terminaremos hablando del mismo tema. No tengo escapatoria.

—Entonces empecemos por tu madre.

—Kiku siempre me dijo que tenía una madre muy sobreprotecora. Creo que se equivocó, porque ella no me ha preguntado una sola vez cómo estoy. Si tengo pesadillas, o si me duelen las heridas. Ella solo... se sienta y las limpia.

—¿Quisieras que se preocupara más por ti?

—Yo... no lo sé. A veces creo que está bien que ignore lo que pasó. Yo también quisiera poder ignorarlo.

—¿Sueles soñar con el accidente?

—No, para nada. Es raro, en películas muestran que es normal que la gente tenga pesadillas de momentos traumáticos... ¿será por qué lo he olvidado casi todo?

—Tal vez es un mecanismo de protección.

—No creo que nada peor pueda pasarme.

—Las pesadillas podrían ayudarte a recordar, y además son muy vívidas. Sería como tener el accidente de nuevo.

—Como ver a Kiku morir de nuevo.

—¿Estarías dispuesto a recordar a cambió de pasar de nuevo por esa noche?

—No lo sé. Tengo hambre, ¿me puedo ir?

—¿Preferirías estar muerto?

—Estoy vivo. Qué mas quieres que te diga.

—¿Qué te preocupa, Alfred?

—... estar vivo...


Fue un lunes de enero del año 2000 cuando su reproductor de música compacto dejó de funcionar; se apagaba a intervalos a pesar de las baterías nuevas, y cuando finalmente lograba hacer que funcionara después de una larga lucha con el botón de encendido, el indicador de energía marcaba que a la batería le quedaba poco tiempo de uso. El reproductor no era una adquisición nueva, pero más de seis meses no tenía y estaba seguro de que no había sufrido una caída que lamentar.

Bueno, tal vez una.

O dos.

La tercera no contaba como "caída que lamentar".

Alfred se encogió de hombros, restándole importancia a la advertencia por el momento. Se llevó los audífonos a los oídos y apretó el botón para que el CD comenzara a girar dentro del aparato. Lentamente, con pequeños cortes, y voces lejanas, Nigth in white satin empezó a sonar. Satisfecho parcialmente con el logro de su pequeña y personal batalla con la tecnología, Alfred apoyó la espalda en el respaldo de la silla del bus y esperó a que la melodía relajase sus músculos. La voz de su compañeros se fue perdiendo a medida que la canción tomaba su lugar.

El vapor de su boca empañó parcialmente la ventana del bus escolar cuando giró el rostro para mirar el exterior, y paulatinamente se fue desvaneciendo para relevarle un par de ojos perdidos y acongojados que lo miraban desde su propio reflejo. Alfred se preguntó si aquella mirada había provocado que todos los estudiantes a bordo de ese vehículo lo ignoraran cuando subió. O tal vez era porque conocían la procedencia, porque, obviamente, ¿quién no lo sabría en una ciudad tan pequeña?

No es como si realmente importara.

Estaba nublado, al igual que los días anteriores. Aún faltaba para que el invierno llegara a su fin.

Una vez que el reproductor de música se estabilizó y dio indicios de no volver a apagarse, Alfred se permitió guardarlo en el bolsillo derecho de su polerón gris, dejando que la música se reprodujera de la manera en que venía pre-establecida en el CD, y se frotó insistentemente sus adoloridas y maltratadas manos cubiertas por dos guantes de cuero a los que les faltaban la porción en donde iban las huellas dactilares. Desde que había dejado de tener lo ataques, era como si el dolor y miedo hubieran decidido trasladarse a sus manos y a la herida de bala en sus hombro. Aguantó un gemido de dolor que se hizo paso por su garganta, y lo retuvo en sus labios, apretando los dientes. Había olvidado que el frío hacía que los cortes fueran más sensibles.

Su madre le había regalado aquellos guantes cuando salió del hospital, a petición de Alfred. No quería que la gente se fijara en la piel deformada. Cuando lo hacían, solían mirarlo de una manera diferente.

Por un momento, el dolor dejó de ser tan latente.

El motor del bus escolar exhaló un crujido ronco como si fuera un suspiro, y se detuvo frente a una fila de casas de pequeñas dimensiones y destartaladas, tan apretadas entre sí, que hasta se podía intuir que no poseían patios propios ni para dejar afuera una maceta para una futura rosa, o el espacio suficiente para construir un garaje para guardar un auto. Estaban construidas de madera y lata, y algunas ostentaban con la suerte de llevar unas rejas para protegerlas de extraños. Era el barrio de los pobres.

Y también había una caseta con el sello de la parada de autobuses pintada en un cartel viejo y borroneado; debajo de ella, ocultándose de una posible lluvia, y del frío viento de invierno, y apoyando la espalda contra la pared de concreto, se hallaba un solitario y delgado muchacho esperando. Le llamó la atención la peculiar bufanda a rayas de colores negro y verde, la cual envolvía desañiladamente su cuello. El señor Russell, un anciano que llevaba más tiempo manejando ese vehículo que Alfred años de vida, empujó la palanca de la puerta para abrirle al congelado muchacho, quien no tardó en subirse arrastrando los pies.

Al parecer él no era el único con problemas.

Bueno, no los mismos problemas de él, obviamente, pero se podía decir que ese muchacho no había dormido mucho en las últimas horas. Como Alfred.

El bus se componía de una fila de puestos a cada lado —derecho e izquierdo—, y cada asiento con un espacio para dos alumnos. De los disponibles para ocupar, estaba el primero en la misma fila de Alfred, el cual no solía ser usado porque el alumno que lo ocupaba, Ivan, solía ser un alumno de penúltimo año al que todo el mundo le temía y respetaba por alguna razón que Alfred desconocía, y tampoco estaba interesado en hacerlo. El otro asiento desocupado era, por su puesto, el asiento adyacente a él..., porque Kiku ya no iba a volver para ocuparlo.

No estaba seguro de querer que ese muchacho se sentara con él.

Pero el alumno lo hizo, para su desagradable —¿o agradable?— sorpresa.

Sin siquiera darle una mirada para presentarse, el chico se arregló mejor la bufanda hasta que quedó en una posición más decente, se sacó los guantes de lana, y abrió el cierre de su morral para extraer un delgado y con el dibujo de un niño en la portada que a Alfred le resultó familiar, pero sin poder recordar exactamente dónde lo había visto antes. No le dio más vueltas. La pequeña burbuja de molestia lo distraía lo suficiente como para no dejarlo concentrarse en ese libro. Porque ese asiento era el de Kiku, el que Alfred reservó la primera vez que fueron juntos al instituto, el mismo en el que le había entregado muchos regalos de cumpleaños, en el que tantas veces terminó la tarea a última hora mientras Kiku le ayudaba apoyándose de su propias respuestas.

No podía dejar que las emociones le afectaran de tal manera. Después de todo, era solo un asiento de bus.

Lo que importaba de esos recuerdos se había ido.

Alfred aumentó el volumen de la música, acomodando el cuerpo de tal forma que apoyó el hombro parcialmente en la pared y apoyó su mejilla sobre este para quedar mirando el exterior del bus y su recorrido por la ciudad. Vio cuando salieron el barrio pobre, el recorrido cerca de la estación de trenes y la luces lejanas del gran centro comercial. La ciudad se había expandido mucho en los últimos años, así que ya no se podía decir que era exactamente pequeña, pero la costumbre siempre quedaba.

Se imaginó a Kiku hablando de lo hermosa que era aquella vista.

Su pecho recibió otra punzada al momento que la picazón halló lugar en la palma de sus manos.

Maldición, odiaba el frío.

Contempló las figuras borrosas de las casas, edificios y otras edificaciones. Hace años atrás, la mayoría de esos edificios no eran ni siquiera un proyecto, o incluso un pensamiento, y sin embargo, ahí estaban. Eran reales, tangibles. A Alfred le gustaba el progreso, y pensar en grande, en lo que vendría y en cómo mejorar para que el futuro fuera un lugar mejor. Aquella ciudad lo representaba, o por lo menos eso creyó por mucho tiempo. Y Kiku estaba orgulloso de eso.

Y ahora, esa misma ciudad se veía tan muerta.

Desvió su atención a las copas congeladas de los árboles, a la nieve en el suelo al otro lado del delgado vidrio y a el vaho que salía de los autos y de la boca de los peatones. El sol se atrevía recién a mostrar sus primeros rayos madrugadores, haciéndose paso entre las nubes, proyectando as de luces sobre los techos de las casas, mientras que otros eran atrapados por la altura de los edificios. Apoyando el codo en el delgado alfeizar, Alfred se preguntó si su madre también estaría disfrutando de los primeros rayos crepusculares. Ella, al igual que Kiku, adoraba los amaneceres.

El muchacho lo sacó de sus pensamientos tocándole el hombro con insistencia y algo de brutalidad. Alfred se sobresaltó, y acomodándose en el asiento, se bajó los audífonos hasta el cuello y apretó el botón de pausa rezando que el reproductor no volviera dejar de funcionar.

—¿Podrías bajarle el volumen a esa cosa, por favor? Estoy tratando de leer este libro —fueron las primeras palabras que le dijo su nuevo compañero de puesto.

Alfred arqueó una ceja, curioso por la brusquedad del chico para referirse a una persona que acaba de conocer, y a que le molestara más la música que el sonido provocado por los alumnos en el interior cerrado del bus. Le sonrió.

—Lo siento —respondió, sin creer que lo primero que le diría a ese extraño era una mentira—. Ahora la bajo, pero no seas tan agresivo para pedir las cosas, caray.

Una protesta se dibujó en todo el rostro del chico, pero no dijo una palabra. Tenía unos ojos extremadamente verdes, concluyó Alfred, como nunca había visto antes en ninguna otra persona. Y eran muy brillantes, también. Ni hablar de su cabello, parecía que un intento de peluquero se lo había cortado, fallando muchas veces en el proceso. Quiso preguntarle, pero aquella mirada de hastío lo evitó.

—Gracias —masculló el chico volviendo a su lectura.

Echándole otra mirada al libro, estaba más que seguro que lo había visto en otro lado ¿En el librero de su madre, tal vez? a ella la gustaba leer, pero no era la única persona que conocía con ese gusto, a Kiku... oh.

Era ese libro.

—En serio —exclamó Alfred, sin poder contenerse, y completamente sorprendido—, ¿estás leyendo eso?

Pudo ver en primer plano como la mandíbula del muchacho se contraía y tensaba. Como si le estuviera pidiendo ayuda a los dioses, el muchacho dejó escapar aire pesadamente por la boca y lo observó por el rabillo del ojo vagamente, estudiando si contestarle o no.

—¿Qué tiene de malo el libro? —contestó toscamente—. Es muy bueno.

Sonaba como si ya lo hubiera leído. Lo que no era probable. Nadie leía un libro dos veces.

Alfred se carcajeó por lo estúpido e irónico de la situación. El alumno nuevo del bus, que acaba de ocupar el siento de su antiguo compañero, también tenía un raro gusto por la lectura, y entre todos los libros del mundo que podía elegir, estaba leyendo exactamente ese libro, con niños que asistían a un colegio de magia, de serpientes y villanos a los que no podían llamarlos por su nombre. Y efectivamente, era de los pocos libros que Alfred no podía olvidar que existían; no cuando estuvo semanas buscándolo para regalárselo en navidad a su amigo.

No cuando Kiku nunca logró desenvolverlo.

—¿Cómo puedes decidir que es un buen libro si ni siquiera lo has terminado? —preguntó con sincera curiosidad.

—Hasta el momento lo ha sido —se defendió hostilmente, conteniendo un bufido parecido a un gruñido.

—¿Y si el final es un asco?

—Los finales no son buenos ni malos, e incluso algunos de ellos ni siquiera son finales —soltó el muchacho, dándole punto final a la discusión—. Ahora déjame leer.

Se dio cuenta, con algo de dolor y pesimismo, que nunca iba a saber sobre el final de libro. Si fue bueno, si fue malo. A pesar de no ser un adicto a la lectura, en el pasado siempre dejó que Kiku leyera en voz alta para él, siempre y cuando su amigo se sintiera bien con ello. Y Kiku nunca se quejó. Si llegaba a pasar que Kiku terminaba el libro sin tener la posibilidad de leérselo, entonces le contaba con sus propias palabras el final, y Alfred se daba el tiempo para escucharlo. Era como ver una película, pero sin imágenes, y la que fuera la voz de Kiku siempre le dio un tono especial. Así que cuando salió ese libro a la venta, y Alfred averiguó que era uno que Kiku deseaba tener, no dudó en gastar parte de su suelo en comprarlo.

Todo lo que hiciera sonreír a Kiku siempre iba a valer la pena.

Rezando para que su reproductor no se atascara nuevamente, Alfred suprimió una sonrisa, y girando el semicírculo negro del volumen para bajar el sonido, le dio el gusto al muchacho rubio.

Al llegar a su destino, en lo primero que se percató Alfred fue en que el instituto seguía igual que antes de que hubiera sido internado en el hospital. Aunque bueno, en casi dos meses nada podía cambiar de manera tan drástica, y menos una estructura tan vieja como la ciudad misma. Grande, blanca, espaciosa y vacía, sería los conceptos perfectos para definir ese lugar. Los recuerdos más vívidos de su vida estaban rodeados de esos pasillos y salones, y sin embargo, no sentía ni un gramo de empatía por ese lugar.

Y ahora que Kiku no estaba... ¿les importaría?

Las del bus escolar puertas se abrieron y Alfred bajó escoltando al muchacho de la bufanda, y una vez sus pies tocaron asfalto, se detuvo y miró en dirección al instituto, a su flameante bandera de Estados Unidos siento azotada por el viento, provocando también el temblor del mástil blanco que la sostenía. A los pies de este, una pareja de adolescentes charlaba rodeada de un aura particularmente cálida para el frío que los rodeaba y del vapor de desprendían sus alientos. La chica levaba guantes violetas, y el chico una gorra con la imagen de Michael Jordan saltando con un balón de básquetbol en la mano.

Definitivamente, le desagradaba ese lugar.

Y era solo lunes.

Reuniendo todo el valor que poseía su agraciada figura de superhéroe, dio el primer paso en dirección, y en consecuencia, en poco tiempo recorrió la distancia que los separaba. No se quitó los audífonos hasta que llegó al salón de clases, sin querer prestar mucha atención en la manera en que el resto de los alumnos lo miraban y susurraban a sus espaldas. Las primeras dos clases estuvieron bien tranquilas, pero Alfred no fue capaz de retener la materia. Usualmente era un prodigio para biología, pero podía jurar que el profesor había olvidado hablar inglés, porque no comprendió en absoluto la diferencia entre una bacterias y un virus, o cómo se suponía que funcionaba el sistema linfático o diferenciar epitelio cubico.

En historia era mejor, pero se perdió cuando el profesor contó algo sobre política y guerra por igual, también de peleas que no eran bélicas pero que todos las recordaban como tales. La clase de historia, dirigida por el profesor más viejo de toda la educación secundaria, tenía el pelo largo, amarrado en una cola de caballo y delgado, con un método de doctrinar que era tan práctico que hasta los más pequeños e inquietos niños eran capaces de comprender lo que él aspiraba enseñar. Por otro lado, para desgracia de Alfred, esa persona era más que solo un profesor; aunque mantenían las relaciones asimétricas en el colegio, cuando se reunían en la casa de los Honda las formalidades eran olvidadas y ambos se transformaban en conocidos, en adulto y adolescente. Y no es que lo odiara, Yao era una persona afable, pero en las circunstancias actuales, ver al señor Wang no era ni de cerca agradable. Lo miraba demasiado entre las pausas o cuando se giraba para responder alguna pregunta.

Y, por supuesto, sus compañeros también eran conscientes de ello.

Alfred fingió ignorarlo mientras miraba despreocupadamente por la ventana. Las heridas que fueron silenciosas y obedientes las primeras horas escolares, le dieron un recio golpe a su auto-control, tomándolo desprevenido, y si no fuera porque en sus manos sostenían el lápiz grafito y el cuaderno de apuntes, habría caído en las redes de su propia mente. Para distraerse, Alfred retomó su fijación en la bandera estrellada, contando la cantidad de estrellas a pesar de sabérselas de memoria; luego contó las franjas rojas y blancas.

Entonces percibió el timbre de salida.

Guardó rápidamente sus cosas, pero antes de que pudiera salir del salón y opacar aquella sensación de opresión en su pecho y garganta, el profesor Wang lo paró en seco llamándolo por su nombre mientras borraba su letra de la pizarra con un pañuelo blanco. El resto de alumnos había salido, así que en el salón solo quedaban los dos. Alfred se giró lentamente para mirarlo, y esforzó una sonrisa.

¿Le preguntaría sobre Kiku?

—No se preocupe por toda materia que me perdí la semana pasada —replicó antes de que Yao tuviera la oportunidad de abrir la boca. El profesor paró de limpiar, y parpadeando sorprendido, bajó el brazo y lo miró—. Ludwig me ha estado ayudando, así que todo está perfecto, no tiene por qué preocuparse —y guiñó un ojo, esperando que el profesor en cualquier momento lo dejara retirarse.

Pero no funcionó.

—Señor Jones.

—Por favor —lo detuvo—, no quiero hablar de eso ahora.

—No pude verte antes —respondió Yao, sus ancianos ojos oscuros mirándolo con cariño y deploro—. Quería ver cómo estabas.

—Estoy bien —respondió, sin mirarlo—. Si no lo estuviera la directora no me hubiera dejado venir.

—Lo sé —murmuró Yao y sonrío, pero aquella sonrisa era triste y cansada. Alfred se preguntó qué estaría pasando por cabeza del profesor—. Eso era lo que quería preguntar. Si quieres puede irte.

Como si fuera parte de una antigua costumbre, Alfred se despidió y abandonó el salón antes de que su mente se pudiera al días con ello. El ambiente que se había formado era frío y distante y no quería ver cómo terminaba.

—Creo que estoy muy viejo para estas cosas —alcanzó a escuchar.

Eso está bien —pensó Alfred—, porque yo estoy muy joven para ellas.

La siguiente clase, la última antes de la hora de almuerzo, era inglés. Alfred aborrecía esa materia, al igual que arte, y no era porque fuese malo practicando ambas, las aborrecía simplemente porque eran aburridas y sus profesores unos villanos. Además, el profesor Kirkland lo odiaba por alguna razón, que nada tenía que ver con que Alfred se rehusara a terminar sus tareas o se saltase las pruebas orales, aprovechando que era el amigo del hijo de la directora, y sabiendo que tendría una segunda oportunidad. Y para más suplicio, el profesor de inglés era un hombre proveniente de Inglaterra, el país de los hombres enojados, testarudos y malvados. Usaba camisa, cortaba y pantalón de género en lo que se podía llamar "ropa de viejo". Y sus ojos azules le competía a los de Ludwig en frialdad que congelaba el alma con una sola mirada.

El año pasado Feliciano había comentado vagamente que el señor Kirkland tenía un hijo en el colegio, algo así como una copia exacta de él. Alfred respondió, entre risas, que era sorprendente que alguien tan introvertido y mal genio como ese humano hubiera podido tener descendencia. Ludwig por supuesto no se había reído de su comentario, y Kiku susurró algo de que no debía ser irrespetuoso con los mayores, pero Feliciano si lo hizo y manifestó que la pasta sabía realmente deliciosa. El tema de conversación murió en el momento en que se llegaron a sentar junto a ellos Romano y Francis, acompañado de una de sus muchas chicas.

Pero ahora tanto Francis como Romano y Gilbert estaban en la universidad.

—Llega tarde, señor Jones —lo reprendió el señor Kirkland cuando Alfred entró apresurado a la sala.

—¿Tarde? Oh vamos, son solamente dos minutos —se quejó. Sacó su celular del bolsillo y observó la hora en la parte superior del aparato. Parpadeó un par de veces. La última vez que lo vio, solo estaba dos minutos tarde, pero según la hora de su celular, estaba atrasado más de cinco minutos. Se llevó un dedo a la frente, rascándose la cien—. Bueno, fueron dos minutos...

El profesor, sin moverse desde su posición detrás del escritorio, levantó la mano que sostenía el lápiz de pasta negra y lo apuntó con éste.

—Tampoco está permitido sacar aparatos electrónicos —siseó con neutralidad, pero Alfred podía asegurar que lo estaba disfrutando. Extendió la otra mano—. Si lo quiere de vuelta tendrá que retirarlo su apoderado.

Alfred se encogió de hombros y le extendió el celular. Su madre le compraría otro poco después de que le contara el destino del anterior. Ella no le daba mucha importancia a los castigos de los profesores y el profesor Kirkland era consciente de eso, pero eso no lo eximía de quitarle más celulares. Ese debía ser el quinto en todos los años que llevaban juntos.

—Déjelo junto a sus hermanos —bromeó Alfred, tratando de aligerar el ceño profundamente fruncido de su profesor de inglés. La situación empeoró cuando la arruga no hizo más que acentuarse en la frente de su portador. Alfred hizo un gesto con las manos para establecer su inocencia—. Entiendo. Entiendo. Me siento y me callo.

El señor Kirkland guardó el celular en su bolso negro.

—Por favor, si puede ser tan amable —fijó su vista en los papeles del escritorio, terminando con la conversación.

Cuando se dirigía a elegir un puesto lejos de cualquier compañero que lo mirara distinto, una mano delgada se alzó entre el grupo de cabezas a la izquierda del aula.

—¡Ve!, Alfred por aquí. Aquí estoy —gritó Feliciano sin dejar de agitar vigorosamente el brazo sobre su cabeza mientras que su otra mano la usaba como megáfono alrededor de su boca—. Tengo un asiento libre.

—Sssh... —lo silenció alguien cercano a su puesto, susurrando para no llamar la atención del señor Kirkland.

—¡Alfred! —volvió a llamarlo el italiano cuando Alfred no se movió de su posición, ignorando la petición, casi súplica. El brazo delgado de Feliciano se agitó con más violencia—. Acá, junto a la pared.

—Que alguien lo calle —susurró un compañero del otro lado de la sala.

El profesor Kirkland seguía concentrado en sus notas, con el susurro del papel sonando como el tenebroso audio de fondo de una película de terror.

Pero nadie se dirigió a Alfred, como si fuera una presencia invisible, fantasmagórica. Tampoco habían comenzado con las típicas burlas de siempre, esas que nacían cuando el señor Kirkland lo reprendía por haber llegado tarde. Se quedaron callados, como si quebrantar el silencio fuera a inculcarlos en una maldición de cien años. Pero estaba bien, eso era lo que quería, ¿no?... No de esa manera, no tratarlo como si hubiera desaparecido. Era igual o peor a que solo se fijaran en él y solamente en él. Alfred se acercó al puesto junto al italiano, esperando que su intervención hiciera que por lo menos algunos pares de ojos se fijaran en él. Pero nadie hizo un gesto de mostrar lo contrario.

No es como si Alfred fuera a dispararles si lo miraban.

Feliciano saltaba ansiosamente sobre su silla. Cuando Alfred llegó a su lado, las pequeñas y frágiles manos de su amigo dejaron de estar tranquilas sobre la mesa, y de pronto estaban sobre su cuaderno abierto, arrugando las hojas en blanco o doblando las puntas de variadas maneras. La efusiva sonrisa plasmada en su rostro se agrandó cuando Alfred le dirigió la primera mirada del día. Entonces las exaltaciones sobre la silla se atenuaron.

—¡Hey, Feliciano! —dijo Alfred sin bajar el tono jocoso de su voz, procurando que todos en el aula lo escucharan. Dejó caer la mochila a sus pies—, ¿qué onda?

Su compañero ladeó el cuello, arqueando las cejas.

—¿Qué onda? —repitió con duda.

A veces Alfred olvidaba que Feliciano no era nacido en Estados Unidos y que su capacidad para entender el idioma natal dependía únicamente de Ludwig.

—¿Cómo estás? —Alfred se llevó las manos al cabello y apartó los mechones rubios que caían sobre sus lentes. Tenía el pelo grasiento debido a la cantidad de veces que se lo tocaba por día.

—Bien —respondió su amigo vigorosamente. Dio un respingo cuando alguien gruñó entre el grupo de estudiantes para que le taparan la boca. Feliciano miró sus guantes de cuero—. Son bonitos, aunque le faltan los dedos. Si no te tapan los dedos no sirven.

Alfred miró sus manos enguantadas.

—No son para el frío —fue honesto. No era bueno mintiendo, pero llevaba mucho tiempo engañando a los demás, por muy contradictorio que sonara. Pero se arrepintió casi de inmediato cuando la sonrisa perpetua de Feliciano desapareció.

—¿Entonces te los pusiste por moda? —rebatió.

Alfred quedó desconcertado.

—Moda —murmuró para sí mismo. Una risa entrañable se hizo paso entre sus labios. Había extrañado a sus amigos. Fijó sus pupilas en su compañero, observando las manos inquietas de éste, ahora no solo sobre el cuaderno, sino que también sobre los lapiceros—. ¿Y Ludwig?

Ve... No lo he visto desde la mañana —respondió con voz somnolienta—. Te est...

Las palabras murieron bajo el chirrido de las patas de la silla del profesor Kirkland. Una vez terminada su minuciosa inspección de los trabajos, se levantó del pupitre y clavó sus ojos azules en sus silenciosos alumnos —eran tan azules como los de Alfred, pero en esencia eran más fríos, serios y apagados—. Cuando pasaron sobre él, un rayo de odio silencioso brilló de una manera que solo Alfred pudo ver. El señor Kirkland se llevó una mano al bolsillo derecho y sacó un plumón negro con el cual apuntó a un pobre chico de pelo castaño oscuro de la primera fila.

—Espero que hayas hecho el trabajo —bramó con formal indiferencia. Ante las facciones atónitas del chico, el profesor le pasó el plumón negro sin tapa—. Pasa al pizarrón y haz un árbol genealógico de la estirpe.

—¿T-toda?

—Sí.

A su lado derecho, Feliciano se acercó a su oído lentamente. Entre todos los profesores de la enseñanza media, al señor Kirkland era a quien más temía, y al único al que respetaba.

—¿Hiciste la tarea? La que te fuimos a dejar a la casa —preguntó refiriéndose al miércoles pasado cuando él y Ludwig fueron a visitarlo a su casa con la excusa de traerle la tarea. Su madre no se sorprendió de verlos, a diferencia de él, y los dejó entrar con cordialmente mientras les ofrecía algo para comer y beber. Ludwig negó todo mientras que Feliciano llenaba de felicidad a su madre nombrándole dulces de los cuales ella nunca había escuchado.

Alfred movió la cabeza horizontalmente de izquierda a derecha casi imperceptiblemente. El flequillo nuevamente le cayó sobre los lentes. No se lo apartó.

—No me acordé.

Feliciano se encogió de hombros.

—Yo tampoco —se sinceró.

—¿De qué era la tarea?

Su compañero se llevó un dedo al mentón y lo pensó con rostro de fingida concentración.

—De pasta.

El golpe de la enciclopedia sobre la mesa en la que ellos estaban los hizo separarse violentamente. Alfred se volteó para encontrarse con la mirada analítica y adusta del señor Kirkland, que, aún a través de las gafas ópticas, era ácida, y quemaba. Podía oír de fondo el repiqueteo de la cola de una serpiente cascabel. Feliciano casi se cayó de la silla, tratando de alejarse de la mirada firme y severa del profesor.

—Parece que ustedes dos tienen algo que compartir con la clase —espetó con voz queda.

El alumno que había pasado al pizarrón vaciló sobre sus pies, indeciso sobre seguir con su árbol genealógico o prestar atención al nuevo escándalo. Al lado de Alfred, Feliciano se había estado deslizando por la silla y estaba a punto de desaparecer por debajo del pupitre. El resto de la clase no se volteó para mirarlos. Ya no murmuraban.

—N-nada —chilló el italiano.

El señor Kirkland lo miró, inquisitivo, y arrugó la comisura de su boca.

—¿Y usted, señor Jones? —lo cuestionó. Su acento británico se hizo más plausible.

—Nada importante —dijo Alfred—, además de que no he hecho la tarea y tengo curiosidad por saber de qué se trata.

Entonces casi toda la clase se giró a mirarlo, asombrados por su atrevimiento. El joven de pelo castaño dejó de escribir nombres en la pizarra.

Bingo, gritó su mente. Ahora tengo su atención.

La ceja derecha del profesor tembló de rabia. A pesar de ser una persona de confección delgada, y a la vista débil, podía sostener la enciclopedia sin problemas. Cuando apretó los dientes, por la mente de Alfred pasó un atisbo de algo ya visto, de algo que presenció hace poco. Alejó esos tipos de pensamientos a la esquina de su mente y se fijó en los ojos entornados del señor Kirkland.

—Falta una semana entera a clases después de vacaciones —empezó el profesor— y no ha hecho de todas maneras la tarea.

—Exactamente.

Las facciones del profesor Kirkland se tensaron por un momento antes de relajarse, volviendo a su indiferente mirada de siempre. El señor Kirkland suspiró y se alejó del puesto, fijándose en el alumno que seguía parado frente a la pizarra. La sal entera volvió a tomar vida con su silencio monótono. Las horas avanzaron. Feliciano no habló el resto de la clase, pero sus manos siguieron haciendo rayones sobre las hojas en blanco y también un pájaro de origami que a la vista provocó que la comezón de Alfred volviera con intensidad. Él tampoco intentó iniciar una nueva charla, y no por miedo al señor Kirkland, sino porque en su memoria no encontró nada interesante que llegara a sostener un diálogo.

En la hora de almuerzo Alfred se saltó la casino y fue directamente al patio de recreo. Su madre le había preparado una hamburguesa con aguacate, tomate y mayonesa y quería comerla afuera aunque el frío no hubiera menguado en comparación con la madrugada. Grande fue su sorpresa al ver que no era el único con esa corriente de ideas, al ver a un solitario alumno sentado en la banca, debajo del árbol sin hojas. Era el chico del bus, solo que esta vez sostenía entre sus manos un bollo en vez de un libro.

Sin esperar una invitación Alfred se sentó junto a él y sacó de su mochila la hamburguesa. El muchacho no mostró señales de haberlo visto y mordió la superficie negra de su comida. Sus mejillas y nariz estaban rojas a causa del frío.

—Hey —lo saludó Alfred, sonriendo.

El chico mordió otro pedazo de bollo ennegrecido y fijó las pupilas vagamente en él.

—¿Dos veces en un día? —fue el inicio de su segundo intercambio— ¿Acaso me estás persiguiendo?

Aunque indignado por la insinuación, Alfred se encogió de hombros restándole importancia, sacó la envoltura de su deliciosa hamburguesa y la analizó detenidamente. Desgraciadamente había olvidado su lata de Coca-cola en casa y no tenía dinero para comprar una cuando salieran. La comida perdía cierta gracia sin la bebida. No se había dado cuenta que el chico lo miraba fijamente hasta que Alfred tragó el pan mezclado con tomate y se volteó con una extensa sonrisa.

—¿Eres nuevo? —preguntó Alfred curiosamente y se llevó la hamburguesa a la boca. Todavía con la boca llena, intentó volver a hablar—. Estoy seguro de que eres nuevo.

El chico enarcó una ceja.

—No hables con la boca llena, es de mal gusto.

Alfred tragó el gran bolo de comida masticada y oteó lo poco que restaba de su hamburguesa.

—¿Sabe peor si me la como con la boca abierta?

El muchacho lo miró como si estuviera hablando con un gran estúpido. Arrugó la nariz.

—Sí, algo así —respondió con indiferencia y volvió su atención al negro bollo para morderlo. Pasaron unos segundos de silencio hasta que terminó de tragar y con parsimonia se fijó nuevamente en la presencia de Alfred—. ¿Por qué sigues aquí?

—Porque quiero comer.

—Podrías comer en el casino, ahí tienen calefacción —respondió ásperamente.

—Podría preguntarte lo mismo. Además, te vi solo aquí —dijo Alfred, sonriendo— y quise acompañarte.

Era una mentira, pero una mentira bonita e inocente en comparación con todas las que había dicho a lo largo del día desde que se levantó. Además, mentirle a ese chico no lo hizo sentirse sentirse culpable.

—No te pedí que lo hicieras.

—No lo hago porque quieras, lo hago porque quiero.

Su compañero no le dio más vueltas al asunto y terminó de comer lentamente su bollo mientras que Alfred devoraba su hamburguesa. Iba a verificar la hora en su celular cuando se acordó que el señor Kirkland se lo había arrebatado. Terminada la hamburguesa, formó una esfera con el envoltorio vacío de su almuerzo y lo tiró al basurero a unos metros de distancia. Hizo un gesto de victoria cuando la bola entró directamente en el centro. Tomando la mochila, la cerró para posarla en su hombro. El muchacho estaba comiendo unas galletas caseras cuando Alfred se volteó para despedirse.

—Soy senior —dijo—, ¿y tú?

El chico del bus miró la mano extendida de Alfred, como si el gesto de amabilidad no estuviera dentro del vocabulario de sus movimientos. Subió la mirada a la suya con fría indiferencia.

—Arthur —murmuró con tono hosco—. Ahora vete, que ese chico alemán te está esperando hace ya unos minutos.

Dentro del instituto, Ludwig estaba parado en la entrada esperándolo junto a Feliciano, quien agitaba la mano sobre su cabeza para llamar su atención. Despidiéndose de su nueva compañía y sin esperar que ésta le respondiera, Alfred entró en el establecimiento y saludó a Ludwig con un gesto de manos y un guiño que no inmutó a su compañero de su expresión reprochadora. Sus ojos glaciales parecían inspeccionarlo; cada movimiento, cada palabra, cada gesto. No pasaban nada por alto y eso provocó que Alfred se sintiera incómodo en su presencia. La expresión del rostro de Ludwig era difícil de leer.

—Alfred —manifestó Feliciano, indiferente a la mirada inquisitiva de su compañero— por qué no fuiste al comedor.

Alfred se llevó una mano al cuello y se lo rascó con fuerza. Unos nervios que no habían aparecido desde la semana pasada se hicieron paso a través de su pecho. Intentar ocultar esos sentimientos iba a ser un fracaso, pero de todas maneras lo intentó.

—Fui a rescatar a ese chico sentado en la banca.

Feliciano miró sobre el hombro de Ludwig al exterior. Arthur seguía sentado comiendo sus galletas caseras, indiferente al par de ojos que lo vigilaban. Alfred se llevó una mano a la frente y se apartó el pelo rubio que volvía a taparle la vista.

—No está en peligro —el italiano se giró a mirarlo.

—Bueno... eso es porque ya eliminé al tipo peligroso.

—¿Era alguien feo?

Alfred asintió levemente con la cabeza.

—Con unas cejas enormes —confirmó — y un carácter terrible.

—Alfred —intervino repentinamente Ludwig con voz grave. Su nombre, dicho de manera tan a secas y acusadora, le advirtió a Alfred de lo que se aproximaba—, tenemos que hablar —por la manera en que Ludwig hablaba, lenta y calculadora, hacía sencillo para Alfred darse cuenta de que había practicado lo que iba a decir— sobre lo que pasó antes de navidad.

La atmósfera alegre de Feliciano se apagó bruscamente cuando Ludwig hizo la mención de las vacaciones pasadas. Todos su círculo de amistades, inclusos lo que no habían estado presentes, estaban afectados por esa fecha. Hasta Ludwig, quien siempre fue tan reservado con sus amistades, fue capaz de demostrar tristeza los días posteriores a que Alfred despertara. Se sintió repentinamente enfermo, y unas ganar locas de rascarse las manos invadieron gran parte de sus pensamientos. No quería hablar sobre ello y ni con su mamá, ni con nadie cercano. No aún. Lo peor de todo fue que era de que siempre fue consciente de que el único en atreverse a dar el primer paso iba a ser el alemán, pero no esperó que fuera en un lugar público. No esperó que fuera tan pronto.

—¿Ludwig? —preguntó tímida y temerosamente Feliciano, fijándose por fin en las facciones tensas de su amigo.

Las manos le picaban, así que Alfred se sacó los guantes cortados de cuero para rascarse y no se sentía en absoluto culpable. La acción no pasó inadvertida para Ludwig, ni tampoco lo hicieron sus cicatrices, que hasta el momento, nadie más que el doctor y su madre habían visto. Alfred se sintió aliviado ya que por fin podía detener momentáneamente la picazón y el dolor que ésta le provocaba. Las voces internas, esas voces que se parecían a la de Kiku, que le gritaban desde el interior de su cráneo, no protestaron por su desobediencia.

Supuso que faltaba mucho para que terminara la hora de almuerzo, puesto que no divisaba a ningún otro alumno, aparte de ellos tres, en los pasillos.

—Supongo que esta vez no puedo escapar —dijo Alfred con solemnidad. Rió apenas, algo cansado de tener evitar lo inevitable—. Yao lo intentó algo similar en la mañana.

Ludwig asintió.

—Le dije que te detuviera antes del primer o segundo recreo. Pero creo que lograste convencerlo de que no lo hiciera.

¿Así que por eso había sido?

—Ese fue un buen intento. Pensé por unos segundos que me estaba reteniendo porque falté las últimas semanas... Por si acaso, ¿hablaste también con el señor Kirkland?

El alemán alzó una ceja rubia, acusándolos a ambos de irresponsables.

—¿Qué le hiciste ahora al señor Kirkland?

—Él empezó —respondió tal vez demasiado rápido. Ante la mirada suspicaz de Ludwig, Alfred levantó las dos manos con gesto de inocencia—. Solo llegué cinco minutos tarde, lo juro —se defendió.

—El señor Kirkland da muchísimo miedo —agregó Feliciano—. Nos iba a castigar porque no hicimos la tarea.

Ante la revelación estúpida de su amigo, Alfred se llevó una mano a la frente, y sin importarle la presencia de sus lentes ópticos, la arrastró por la cara hasta dejarla caer debajo de su mentón. No era la primera vez que Feliciano lo delataba intentando justificarlos. Ludwig suspiró exasperado y fijó sus pupilas en la figura tensa de Alfred, en sus manos con cicatrices.

—Supuse que sería algo así —los incriminó—. Al señor Kirkland le molesta la imprudencia.

—Al profesor le molesta todo —enfatizó Alfred procurando resaltar la palabra "todo". Guardó los guantes en los bolsillos de su polerón junto con su reproductor para seguir rascándose sin molestias—. Inclusive le molesta estar molesto.

—¿Podríamos dejar de hablar del señor Kirkland? Da miedo.

—Feliciano, a ti todo te da miedo.

Ludwig cruzó los brazos sobre el torso y los miró con ojos tenaces a ambos.

—Si no hacen el siguiente trabajo los llevaré a los dos a trotar todas las mañanas por el resto del calendario escolar.

—¡Sí señor! —exclamaron los dos, llevándose una mano a la frente.

—No me traten como si fuera su capitán —les reprendió Ludwig, algo irritado por la posición que habían tomado sus compañeros de dos cadetes.

—¡Sí, capitán!

—Son incorregibles —murmuró dejando escapar una exhalación de fastidio. Retomando su compuesta postura anterior, se dirigió a Alfred—. Quiero charlas contigo el viernes, después de clases, junto a la bandera. No intentes escaparte.

Alfred iba a levantar una mano para restarle importancia. Luego lo pensó mejor y se llevó la misma extremidad al pecho, sobre el corazón.

—No me voy a escapar —prometió, trazando una gran sonrisa.

Ludwig no intercambió más palabras sobre el tema y Feliciano hizo una lista completa de lo que iba a llevar en su salida del viernes, aunque solo iban a juntarse en la entrada. Del grupo inicial, solo quedaban ellos tres; unos habían caído en el camino, y otros lo atravesaron con grandes logros. Era cosas de unos meses más y todo terminaría. Unos meses más, se decía, y podría escapar de esa ciudad, de ese colegio, y de esos recuerdos. Tal vez al llegar a New York se pondría en contacto con Francis, o con Gilbert, el hermano mayor de Ludwig, quienes lo habían invitado a su apartamento si es que alguna vez llegaba a pasar por allá.

Y Alfred haría de todo, menos quedarse en esa ciudad.

Cuando entró en la casa su madre lo esperaba horneando unas magdalenas de vainilla con chocolate, ya en su último proceso, dentro del horno. La casa olía a masa, dulce y mantequilla. Olía a ella. Llevaba el pelo rubio ondulado atado en un moño de tomate y un delantal blanco con dibujos de frambuesas; su rostro delgado hubiera estado casi limpio de no ser por la harina impregnada en su pómulo derecho. Y sonreía, sonreía con tanta sinceridad que Alfred no se atrevió comunicarle que quería faltar a clases el viernes.

—¿Cómo te fue en tu primer día, amor? —preguntó con voz cantarina.

Alfred dejó caer la mochila sobre el sillón, desparramando su interior en el piso.

—Bien para ser por segunda vez un primer lunes —respondió.

Ella lucía ansiosa de decir otra cosa, pero en vez de dejarlo escapar, se mordió el labio inferior y sonrió con ternura. Sus ojos, de un azul claro, brillaron cuando el horno de la cocina tintineó como campanas.

—Te van a encantar —se regodeó—, esta vez me esmeré en seguir cada paso.

—Siempre me gustan tus magdalenas, mamá.

—Pues te vas a enamorar de éstas —llevó su mano enguantada al pecho de su hijo y cerrando un ojo e inclinándose ligeramente hacia adelante, lo picó en el pecho dos veces—, pero no vas a probarlas si no te das un baño primero y luego me dejas revisarte esas heridas.

Alfred hizo un puchero.

—Pero mamá... —empezó a reclamar.

Ella negó enérgicamente con la cabeza y tiró con nervio el polerón gris de su hijo.

—Ahora.

—Me voy a bañar, pero ¿las heridas? ¿No pueden ser otro día?

—No, no pueden ser otro día. Ayer no te revisé la del hombro y eso que es la más grave de todas.

Hubo un pequeño silencio entre los dos que tornó el acogedor ambiente que los rodeaba en pesado y denso. El horno nuevamente sonó como campanas de navidad, pero eso no disolvió la atmósfera de incertidumbre y nadie atendió a su llamado.

Alfred fue el primero en atreverse en romper el silencio. Su madre miraba el suelo, toda su felicidad se había esfumado.

—¿Llamaron los Honda?

—No... —más silencio— Lo siento, hijo.

—No te disculpes, tampoco esperaba que lo hicieran.

Las manos le picaban de nuevo y le dolía la cabeza.

Y solo era lunes.


¿A quién culpas? ¿A ellos? ¿A Ludwig?

No sé qué tiene que ver Ludwig en todo ésto.

Él estaba ahí cuando despertaste.

Pero eso no quiere decir que esté involucrado. Como sea, me han dicho que los médicos tienen dulces para sus pacientes cuando se portan bien ¿me puede dar uno?

No soy un médico.

Bueno, al menos podré decir que lo intenté.

No te desvíes, dime; ¿Lo culpas? ¿Te culpas a ti?

Ellos tampoco tienen toda la culpa, ¿no? Me dijeron que seguían órdenes. O creo que dijeron eso. Tal vez lo soñé y estoy inventando.

¿Y les crees?

Claro, no tenían razones para mentirme.

Te estabas desangrando. No era importante si te decían la verdad o no.

Por eso mismo. Mentirle a alguien que se está muriendo no tiene sentido, es poco heroico.

Lo que ellos estaban haciendo no era heroico desde un principio.

Lo que yo hice no fue heroico.

Puedes hablar de todo cuando quieras.

Aún no puedo.

¿A quién culpas?

... No lo sé. Tal vez el que Kiku no esté aquí es mi culpa.