Era pequeña pero sabía que no iba a volver.

Día a día esperábamos mamá y yo a papá, él se había ido de viaje antes de que todo comenzara. Antes de que el mundo se fuera al traste gracias a las erupciones solares y el Destello.

Cada vez notaba más fantasía en la idea de ver a mi padre subir por las escaleras de la casita del árbol.

En cambio, las cosas con mi madre no eran mucho mejores. Al principio comenzó como sollozos espontáneos y siguió las noches en vela, mirando a la pared como un zombi con los pómulos salidos a causa de la desnutrición cubiertos de lágrimas. Me partía el corazón escuchar a aquella que me dio la vida lamentarse.

Finalmente, después de la pena vino la locura de manera agresiva cosa que tuve que pagar con mi propia piel.

Todas las noches me acostaba dolorida, cuando ella ya se había desahogado conmigo, y por la mañana me despertaba entre cardenales para reunir un tanto de recursos. No logro comprender aún a día de hoy cómo era capaz de hacer esto con tan solo cinco años y destrozada tanto física como moralmente.

A pesar de todo quería a mi madre, sabía que no era ella la que me quería hacer daño, era aquella enfermedad. Aquel virus que había roto mi familia y con ella mi felicidad.

Aquel día, como cualquier otro, desperté en la casita del árbol. Estábamos allí arriba desde que los raros aparecieron y asaltaron nuestra casa, al menos no eran tan listos como para trepar el árbol. Eché un vistazo al cielo completamente despejado y suspiré, había escuchado noches anteriores cómo dijeron que el clima estaba mejorando pero yo no lo veía. El calor era abrasador.

Como si alguien hubiera escuchado mi lamento por mi sofocación, una corriente de aire intenso comenzó a agitarse y pude ver por la ventana una nave. Era un iceberg aterrizando no muy lejos.

El estruendoso ruido que producía la máquina y el movimiento del propio árbol hizo que mi madre se despertara agitada, comprobando que no fueran sus propios vértigos los que provocaban tal escena.

Un silencio abrumador se hizo, deteniéndose todo. El iceberg había aterrizado al otro lado de la calle y de él bajaron dos hombres de uniforme armados, cual fue mi sorpresa cuando iban en dirección a nuestra casa.

—Mami —llamé a mi madre con el ceño fruncido por la preocupación— hay dos hombres ahí fuera.

Ni siquiera me dio tiempo a comprobar su reacción cuando aquellos hombres ya habían asomado medio cuerpo por la puerta de la casita, echando abajo los tablones de madera mal puestos por seguridad.

Sus rostros eran como una niebla abrumadora, espesa y desconcertante, tal vez agresiva. El hombre de la derecha habló tranquilo, como si aquella interrupción estuviera planeada:

—Venimos a por la niña.

No sabía qué se referían, pero si a quién. A mi. Busqué la mirada de mi madre con la mía y sentí una profunda presión en el pecho al ver su indiferencia en el rostro.

Ante su inexistente respuesta los guardias se precipitaron hacia mí, sobrecogida por el hecho de ver dos pares de brazos enormes sobre mí comencé a retorcerme y a gritar. A gritar en nombre de mi madre entre lloros.

Lo que comenzó de forma amistosa se vio torcido, el agarre de los hombres me habían daño en los cardenales de mis pálidas y pequeñas extremidades mientras yo intentaba soltarme en vano.

—¡Mamá —chillaba, con la vista nublada por las lágrimas—, diles que paren! ¡Mami!

—Clementine, no te harán daño —habló por primera vez mi madre en un momento de cordura, sonriéndome. Con aquella mueca de felicidad compartida con tristeza una gota salió de su ojo derecho, una lágrima pura entre todas las miles malgastadas durante todo este tiempo—. Harán todo lo que yo no he podido hacer por ti. Te quiero.