El verde y el azul.
"El verde y el azul resaltan su color en la penumbra"1
Comenzaba el otoño, los herederos Andrew habían organizado un día de campo con sus respectivas familias, pero Albert prefirió quedarse, el viento frío y seco no le caía bien a sus huesos. Candy decidió quedarse también pues, ahora más que nunca, ya viejos, ya cansados, disfrutaban de la mutua compañía.
En la habitación, se sentó en el canapé con las piernas encogidas y Albert se acomodó junto a ella, apoyando la cabeza en su regazo. Como hacían desde tiempo atrás cuando se daban un pequeño respiro para charlar en el día.
La dama tomó la carta recién llegada de su nieta más pequeña y comenzó a leerla para los dos, con su mano libre acariciaba los cabellos de Albert pasando entre ellos los dedos una y otra vez. Entre la blancura de su cabeza aún podía encontrarse algunas hebras doradas, que la habían deslumbrado reflejando el sol de muchos lugares, cercanos y remotos, en otros tiempos.
Su nieta hablaba de las peripecias que la hacía pasar la profesora de matemáticas en el prestigioso colegio neoyorkino y Candy comenzó a reír recordando viejos tiempos, una profunda exhalación de Albert hizo eco a su risa. Y continuó leyendo y acariciándolo. Más adelante su nieta hizo referencia a su abuelo y Candy esperó alguna reacción, pero no la hubo.
Albert… - lo llamó, creyendo que estaba quedándose dormido – ya no soy la de antes. Muévete un poco que se me han dormido las piernas – Sólo silencio - Albert... – lo sacudió un poco.
No hubo respuesta, él permanecía inmóvil, con los ojos cerrados y una ligera sonrisa en los labios. Candy ya no lo movió, ya no lo llamó. Soltó la hoja de papel, que se fue planeando hasta caer al piso, y acercándolo más a su regazo, sosteniéndolo entre sus brazos, comenzó a llorar en silencio.
No supo cuanto tiempo pasó, pero el resto de la familia por fin volvió, entre risas. Alline, su hija, llegó hasta la habitación, en cuanto abrió la puerta y se topó con la imagen de sus padres, entendió todo.
Me dejó – le dijo su madre bañada en llanto – mi príncipe se fue sin mi.
¡Paul! ¡Paul! – Gritó la hija a su marido antes de correr al interior, para arrodillarse junto a su padre y tomar una de sus manos entre las suyas para besarla repetidamente.
Los caballeros entraron a la habitación en tropel. Paul seguido de sus cuñados Arthur, Adam y Alexander. Los hombres ayudaron a colocar el cuerpo inerte sobre la cama. Después, a levantar a las mujeres.
Archie fue el último en entrar. Una mirada de Candy le bastó. Sus ojos se empañaron completamente. Hasta ese último momento, Albert había tomado las decisiones en todas las muertes de la familia, ni siquiera cuando la señorita Pony, primero, y la hermana María, después, faltaron Candy había tenido que realizar algún tipo de diligencia. Así que con una mirada interrogante y de súplica se dirigió a Archie.
Voy a llamar a Peter Johnson – exclamó éste saliendo de la habitación, con el pretexto perfecto para dar rienda suelta al llanto en privado.
Entre Candy y su hija lo asearon, lo peinaron, lo vistieron con un traje azul marino. Con la maestría que dan años y años de práctica, los dedos de Candy se deslizaron ágilmente sobre la seda de la corbata al hacer el nudo. Un ritual que llevaba a cabo todas las mañanas.
Y allí estaba de nuevo él, tan hermoso, tan perfecto. La dulce sonrisa seguía allí. Con la premura que permite el dinero, estuvo listo el mejor ataúd de la ciudad, de luminosa madera, con el escudo Andrew labrado en la tapa.
Los solemnes funerales terminaron. Volvían de la cripta familiar cuando la viuda se soltó del brazo de sus hijos y, sin más explicación, se echó a correr en dirección al bosque.
Candy corría, creía que por los años ya no era capaz de correr así. Pero corría a toda velocidad por el bosque, las lágrimas empapando su rostro, con una mano recogiendo un poco su vestido negro para no tropezar y con la otra, apretando el broche de su príncipe contra su corazón.
Llegó hasta la orilla del río, y allí se dejo caer de rodillas, sobre la húmeda alfombra de hojas secas. El viento helado azotaba su cara, agitaba su cabello y las cintas de su vestido; traspasando las telas helándole también el corazón.
Volteando a todos lados, pensando que detrás de algún arbusto Albert la estaría esperando o saldría tras de algún árbol para sorprenderla, como muchas veces. Pero esta vez, su caballero no asistiría a la cita. Porque, si bien su alma gozaba ya sin duda del paraíso prometido, su cuerpo ya hacía inmóvil bajo la lápida de mármol, en un lujoso ataúd de finísima manera.
Su cuerpo se convulsionaba en sollozos, sus nudillos estaban blancos de tanto apretar el broche. En la carrera, su elegante peinado se había deshecho y sus rizos, ahora plateados, se extendían cuan largos eran en la dirección del viento.
¡Albert! ¡Albert! ¡AAAAAAAlbeeeeeeeeeertt! - Gritó con todas sus fuerzas.
Su razón le decía que aquello era inútil, él jamás volvería. Pero su corazón la hacia seguir gritando, esperando que él apareciera y la rodeara con sus brazos, sonriéndole y besándola.
Porque aquello era una pesadilla, tenía que ser una pesadilla de la que quería despertar ya. Y gritaba con toda su alma, para ver si pronunciando el nombre de su amado príncipe lograba despertarse a ella misma.
El viento seguía soplando, los densos nubarrones grises se dispersaron y un rayo de sol se coló entre ellos, para ir a posarse sobre Candy, que lo vio brillar en medio del cielo nublado. Escuchó el rumor del río, las hojas secas caían sobre el agua. El caudal las arrastraba un tiempo y luego las hundía en el fondo.
Podía oír el lejano murmullo de las gaitas. Sus sobrinos y sus nietos estaban tocando aquella melodía tradicional, para despedir al gran patriarca. Se había tranquilizado y miraba el bosque con ojos nuevos.
La alfombra de hojas que tiró el otoño ya no le parecía un espectáculo triste de muerte, si no una esperanza. Llegaría el invierno y con él la nieve que había sido la alegría de ellos y de sus hijos y era ahora la de sus nietos.
El ruido de unos pasos, quebrando con su peso la hojarasca, la hizo voltear. Una imagen fielmente retenida en su memoria apareció ante sus ojos: un adolescente rubio y de ojos azules le sonreía con ternura, con una gaita en sus manos y portando el kilt del clan Andrew. La insignia familiar centelleaba orgullosa en su pecho y con elegante porte se inclino frente a ella.
No llores, abuelita…
Era Alphonse, el más pequeño de sus nietos. Que junto con sus primos habían despedido con música de gaitas a su abuelo, Como era la tradición de la familia.
No estoy llorando, mi niño. Sólo quería estar sola un momento – Candy se limpió los ojos rápidamente, intentando sonreír - ¿Te han enviado a buscarme?
Si, pero yo ya venía cuando papá me mandó – el muchacho se arrodilló frente a ella.
Eres muy buen mozo, mi niño – dijo Candy pasando suavemente los dedos sobre la brillante insignia - El kilt te sienta muy bien…
Gracias, abuelita. Me gusta mucho llevarlo… - Candy sonrió tristemente- ¡perdóname! No quise decir eso…
Descuida, Alphonse. Sé lo que quisiste decir, ya habrá alguna ocasión alegre en la que puedas llevarlo también. ¿Sabías que así… conocí a tu abuelo?
¿Vistiendo el kilt? ¡Sí! …me contó mi papá… esta mañana…
¡Aquí estás, mamá! – se oyó la voz del ahora cabeza de familia, que llegó hasta la anciana y el muchacho, se inclinó a abrazarla y luego la ayudó a levantarse - … nos preocupaste…
Estoy bien, cariño. Ya íbamos a volver… ¿verdad?
El joven asintió y sonrió tímidamente a su padre. Cuyo semblante también era pálido y ojeroso.
Caminando con paso lento, llevada del brazo por su hijo y seguida por su nieto, volvió a la casa. Ya no había tantas personas, sólo la familia, Archie y Peter Johnson.
La cena, inusualmente frugal, había terminado. Pero ni la viuda, los hijos ni los nietos se habían retirado a dormir. Esa noche todos sentían algo diferente. No sólo era la tristeza, era también el desamparo.
Aquel a quien todos podían recurrir, que era su guía, su consejero, su modelo a seguir; se había ido. La familia entera se sentía desolada y desorientada, como un barco sin brújula, naufragando a la deriva.
Y no supieron como, pero de repente, Candy, Archie y Annie comenzaron a recordar sus anécdotas junto con a él.
Todas tenían algo que ver con Albert: las visitas al zoológico, el festival de mayo. Los Andrew rodeaban la mesa familiar atentos al relato, entre lágrimas y sonrisas recordaban a ese hombre tan querido de cuyo cuerpo se habían despedido. Pero el recuerdo de su alma y corazón lo llevarían con ellos para siempre.
Entonces… ¿papá se fue a Londres sólo para estar cerca de ti? – interrogó Alline.
No lo sé, cariño… - respondió Candy.
Pudo haberse ido a cualquier parte del mundo. Pero no lo hizo… ¡Se fue a Londres! – se sorprendió la joven mujer con su propia conclusión.
Alguna vez me dijo que en ese tiempo comenzó a ponerse al tanto de los negocios familiares – recordó la viuda.
No entiendo, ¿por qué se fue a África, entonces? – continuó Alline.
Bueno, a él siempre le gustó la naturaleza… pero le perdí la pista cuando me escapé del colegio.
¿Te escapaste del colegio? – Un coro de voces preguntó sorprendido al unísono.
No es algo de lo que me sienta muy orgullosa… pero tampoco me arrepiento – reflexionó la anciana.
Por eso me apoyaste, cuando yo quise dejarlo ¿verdad? – preguntó el que había sido él más inquieto de sus hijos.
Si, nos costó un poco aceptarlo. Pero fue una buena decisión.
La conversación recayó en los tiempos en que compartieron el departamento, ella trabajando como enfermera y él amnésico, trabajando de lavaplatos. Y fue inevitable traer a colación su fracaso amoroso con un actor.
¿Te das cuenta, mamá? ¿Cuánto debió sufrir él al verte sufrir a ti?
Nunca… nunca he podido… imaginarlo… - murmuró Candy.
Se hizo un silencio denso, la matrona bajó los ojos aún luminosos, aún intensamente verdes, de los que se desprendieron dos gruesas lágrimas. Y su hija, la dama de carácter inquebrantable, la que heredara toda la fortaleza emocional de su padre: el dominio de sí mismo, la serenidad para no mostrar debilidad en público; se cubrió el rostro con las manos para llorar en silencio. Intentando imaginar lo que pasó por la mente de Albert aquellos días.
De nuevo en su habitación Candy se metió a la cama y por primera vez en su vida de casada le pareció demasiado grande. Pasó la mano por el lugar de Albert. El vacio era enorme, inconmensurable.
Como había hecho en otras ocasiones cuando su esposo salió de viaje sin ella, se corrió hasta el otro extremo de la cama, al lugar de él. Buscando percibir algún rastro de su aroma o su calor que hubiera quedado entre las sábanas, sobre la almohada.
Vino a su memoria una noche, la primera noche que ella tuvo necesidad de dormir en el lugar de él. Una noche en que Albert también la dejó sola, en su pequeño departamento. Con una nota de por medio y la certeza de volver a encontrarse, pero con la incertidumbre del tiempo que iba a pasar antes de que eso ocurriera. Como ahora.
Envuelta en los resquicios de su aroma y su calor, a Candy le volvió la calma. Pudo cerrar los ojos y al fin, quedarse dormida. En medio de la oscuridad una tierna sonrisa curvó sus labios.
Años más tarde, pocos en realidad, una mañana de primavera, esa sería la misma posición en que Alline Andrew encontrara a su anciana madre. Fría, inerte, muerta. Pero con la misma cálida sonrisa que su memoria conservara de su padre, aquel día que él dejó este mundo.
FIN
1 Leonardo Da Vinci, "Tratado sobre pintura"
