Nota. Para mí misma, y también, para esa parte oculta –de la luna– que aflora cuando alguien se come un pedazo más grande del que debe.

Danger. Ulquihime weirdo, medio psicosis en intento de análisis psicológico.

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.statu quo.

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.solitude

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No es que Orihime Inoue fuera mojigata, o sincera, o demasiado fuerte, después de todo su boca parecía actuar sola cuando Ichigo Kurosaki aparecía por el quicio de la puerta ―eh Inoue, te cojo el azúcar de la estantería― y desaparecía, tan rápido Orihime brincaba como cachorro feliz, con el corazón latiendo tan fuerte dentro del pecho que repicaba en el primer rellano de la polvorienta escalera y, eh, los vecinos eran agradables, ¿vale? Nada de gente rarita, como esas dos chicas estudiantes de medicina del segundo piso, o también, ese grupo de pandilleros medio grunge que vivía en el ático, con navajas y veneno en los ojos –pero eran medio sensuales y eso no era algo que ella viera todos los días–a veces te los encontrabas en las escaleras con las palabras atascadas en la garganta, los ojos como platos, de esos de sopa, abierto y rojizos, pero no de mariguana, eran buenas personas, y las buenas personas no fuman porros cómo esos locos del bajo, que tenían plantas hasta dentro de la nevera, según Rukia le contaba.

― ¿Puedo ayudarte en algo? ―ella sabía que era una pregunta inútil, no podía ayudar a nadie y, ¿hola? Su ropa de becaria medio desarrapada no surtía el menor efecto en ese tipo de gente―, si necesitas cortarte las venas ven más tarde, ¿vale? La jaula de los presos está llena―. Luego ella alzaba los ojos y ―odiosmío―o algo, pues no esperaba encontrarse con "ese" chico… que iba a su facultad, estudiaba antropología forense, y Orihime pensaba (a veces) que debí saber qué tocar, y en qué momento para que una…uh, digamos pensara en estrellas y mariposas, pero el porno nunca había sido su fuerte y el sexo estaba medio oculto entre prejuicios e "inquilinos" como su hermano había apodado a las…ladillas.

Curiosamente, ni en ladillas ni en erotismo pensó cuando los ojos de él se posaron en ella, oscuros, y medio verdes a esa luz asquerosamente fluorescente, pero irremediable e intensamente huecos. No parecían ver nada más allá de su propia ceguera, y Orihime ya pensaba que ese pequeño agujero en su camisa, justo sobre su hombro derecho, debía de ser de gran interés, pero no lo era –porque él estaba medio absorto– ya que ella sabía que no parecía un insecto. Y a todos le gustan los insectos, era una paranoia que le gustaba representar, corría desnuda por su casa creyéndose mariposa, o mantis religiosa, incluso una avispa ¡Pero dios sabe que las avispan pican! ¿Sabías? Orihime no, y por eso sonrió con tibieza, al chico que continuaba mirándola–en realidad no lo hacía– con la vista hueca, y cientos de zarcillos oscuros rasgando sus pupilas opalinas, enmarcando una cara anodinamente blanca, como la tiza, y le gustaba la tiza (a Orihime le gustaba casi todo). Recordaba una vez, en el jardín de infancia, sentada en el suelo con gruesas lágrimas cayéndole por las mejillas, las rodillas raspadas, sangrando y una tiza pequeña en la punta de los dedos, blanca y poderosa, porque todo el mundo sabe que –las tizas dan fiebre– te matan y eso mola. ¿Puedes morirte de fiebre? Ella lo pensó, llevándose aquel trozo de yeso a la lengua, pequeña y rosada, tocándola con la punta, suavemente, para luego sorberse la nariz y resignarse a seguir viviendo, porque –eh, sabe a rayos, ¿no lo sabías? – pero es pequeña, y no sabe nada. Luego se levantó y caminó por la clase, tarareando como un pajarillo enjaulado, mirando por la ventana con los ojos grises y huecos fijos en las manchas mugrientas del alféizar rojo y descolorido.

Luego él alzó medio suavemente las muñecas hacia arriba, la camisa oscura se deslizaba hacia abajo como Orihime pensó, debían sonar los aleteos de muerte de una polilla –Orihime nunca había sido polilla, a ella no le gustaba la luna ni comerse estrellas– hasta que dio de lleno con la piel del antebrazo, y las vendas incoloras y gélidas de hospital dejaron entrever entre los pliegues la carne blanca, cercenada, y llena de sombras, como agujas de pino en invierno.

La boca de corazones de Orihime Inoue se abrió para formar una "o" minúscula mientras la mirada al vacío del chico espantapájaros continuaba clavada demasiado lejos de ella. Pero él era cómo ella, ahí parado parecía demasiado sucio para el cielo, y a la vez, limpio, casi impoluto como para estar en el infiero. Ella carraspeó y fijaron las miradas.

Se apartó el pelo de los ojos.

–A veces, cuando nadie me ve, pienso que soy un insecto –salió sin premeditación, latiguillo afilado que pretendía parecer amigable.

Se formó un silencio denso como la niebla matutina, y ambos sintieron ganas de respirar más fuerte, pero no podían.

–A veces, cuando nadie me ve, intento suicidarme –la voz de él resonó, el vestíbulo de la consulta está de repente atestado de suspiros contenidos, las muñecas seguían alzadas y Orihime respira polvo casi como si no se diera cuenta. Luego la carne rota se despegó un poco y salió sangre.

–Creo que te quiero.

Luego otra mirada más oscura, repleta de "esos algo" que a una hacen estremecerse, Orihime zapateó, pero no se arrepentía, era virgen, y le pesaba como una losa. Quería amar, que la rompieran, quería sentir el abrazo de alguien y después llorar porque ya no estaba. Y luego sí. Y luego se marchaba de nuevo…. Quería un amante. Y a la vez no lo quería. Le quería a él, pero estaba demasiado lejos, y no era su especialidad correr para alcanzar. Ella estaba cansada, cansada de vivir, respirar y arañar el amor con las uñas húmedas, de rojo y negro, de sangre y traición.

El la vió. Enfocando sus ojos en ella y permaneciendo quieto. Luego su voz salió calmada y rasposa, vibrante. Ella se estremeció.

–No creo en el amor.

Orihime vaciló.

–Creo que te quiero, porque tengo corazón, ¿sabes? Y cuando te he visto me han dado ganas de abrazarte –extendió una mano y tocó el metacrilato que los separaba–.Pero tú no quieres hacerlo.

–El corazón no es el foco de las emociones… –dudó buscando una palabra, que le bailoteaba en la punta de la lengua, sus ojos se entornaron un poco y luego volvieron a enfocarse en ella–, es el cerebro, mujer.

Orihime negó con la cabeza.

–Es el corazón, el cerebro es demasiado frío y, eh, además, cuando ves una mariposa o una mantis es como si te retumbara todo, ¿vale? El cerebro lo capta, pero el corazón lo siente.

Los ojos de él brillaban. La miró adustamente durante unos segundos.

Corazón.

Corazón

Corazón.

Tup.

–Eso no tiene sentido.

Orihime tembló, pero se recolocó la camisa, y oh, un botón se abre, dos, tres, y ahí se queda su escote, más insinuado que nunca antes, lustroso. Pero el solo quiere arrancarle los ojos para comérselos.

–No me convencerás de lo contrario –más miradas, –oh, y te quiero. –Como si algo así se le pudiera olvidar. Es nueva en enamorarse, pero no es estúpida…no mucho, al menos.

Corazón.

–Volveré mañana.

Y se marcha, dejando cientos de mariposas, y mantis religiosas, correteando en el estómago de Orihime, que suspiraba sujetándose a la silla. Cerró los ojos y todo se tornó como de fuego negro, caliente y denso, alquitrán en la carretera, y sangre fulgurando en la oscuridad.

Corazón.

Corazón.

Tup, tup.

Luego más silencio.

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End...

Quedan dos episodios.