Piojota. Capítulo 1.

¡Qué fastidio! –pensamos mis compañeros y yo cuando la profe nos dio la carta para nuestras madres- ¡Era la cuarta vez ya que sacábamos la misma nota en el mes!

3 de piojinembre de Piojimil catorce.

Estimados padres piojos, las madres del tercer curso de Educación piojicil han detectado humanos en las cabezas de vuestros hijos. Recordad que estas feas alimañas son voraces y mortalmente contagiosas. Recomendamos desinfección inmediata y repetida por al menos siete días para evitar que surjan nuevos casos de hombriculosis.

La dirección piojicil.

Mi madre se rascó la antena derecha dos o tres veces mientras leía. "¿otra vez humanos?" murmuraba entre línea y línea. "¡Qué difíciles que son de erradicar!". Luego me miró con ternura.

-Piojota, ¿ya sabes lo que toca? ¿No?

-Sí –le respondí- aunque no valdrá de nada…siempre vuelven.

Aquella misma noche tuve que someterme a todo tipo de tratamientos "antihumanos". Miramos películas de amor con finales tristes. No hay nada –según mi mamá- que odien más los humanos que los desenlaces trágicos. Luego, me roció las antenas con perfume de zorrino para atacar sus sensitivos olfatos y por último, hablamos durante horas sobre la paz y la armonía de la sociedad de los piojos. Ya sabéis; los humanos aman la guerra al punto de casi haber destruido el planeta con anterioridad. Solamente de oírnos platicar alegremente sobre nuestras buenas relaciones con nuestros vecinos de Piojilandia, más de cuatro humanos que se escondían entre los pliegues de mis antenas saltaron al suelo y huyeron por debajo de la hendija de la puerta. El resto permanecieron firmes en sus barricadas untándose los oídos con miel para no oír y recién decidieron escapar luego de que mi mami cogiera nuevamente el spray de zorrino y me rociara suavemente con él durante horas…y finalmente, una vez, desinfectada, deshumanizada y desternillada de risa por verles tan pequeñitos e indefensos…me fui a dormir.

Creo que no fue hasta las cuatro o cinco de la mañana que me rendí a la evidencia de que padecía de insomnio. Recordé entonces, así como estaba, panza arriba, las lecciones de la clase de historia. Mañana debía someterme al control rutinario semanal y tocaba la unidad cuatro: las eras. Recordé, en primer lugar, a los primeros habitantes de la Tierra, los cuchufletis, una civilización tan diminuta y antigua que solo los piojos éramos capaces de apreciar y notar sus restos. Luego, a los dinosaurios, extinguidos por la caída de grandes meteoritos. Después, a los humanos, casi desaparecidos por culpa de la Gran Guerra del siglo anterior. Y finalmente, pensé en nuestra era, la de los piojos, los únicos animales capaces de soportar la intensa nube de venenos que estos últimos habían liberado en la atmósfera con sus estúpidas rencillas. De pronto, pensando en estas cosas, sentí como una especie de comezón en los párpados y a continuación, una lágrima se me escapó a pesar de que intenté retenerla apretando los ojos con todas mis fuerzas. La verdad es que me sentía un poco tonta. ¿Yo, una buena y pacífica pioja, llorando por los humanos? ¿Por qué? Si se lo merecían. ¡Casi habían destruido el mundo! Si no fuera por nosotros…si no fuera porque ellos se hicieron cada vez más pequeñitos y nosotros más grandes…si no fuera porque nos hicimos cargo de la reconstrucción…hoy no habría nada.

-¿Por qué lloras, niña?

La vocecita que me interpelaba me sorprendió en pleno derramamiento de lágrimas. ¡Qué vergüenza! Más aún, teniendo en cuenta, que por el sitio desde donde venía la voz, mi cabeza, solo podía tratarse de un humano que había sobrevivido al tratamiento intensivo.

-Tranquila –me susurró-. No te haré daño.

-¿Qué no? –le dije mientras me frotaba desesperadamente la antena para intentar hacerle caer-. Mi mamá dice que los humanos os alimentáis de mi sangre. Que sois violentos y maleducados.

-Sí, algunos son así. Pero yo no. En primer lugar, soy vegetariano. Y en segundo, pacifista.

Me doblé la antena hasta colocar su punta justo delante de mis ojos.

-¡Mentiroso! ¿Qué haces en mi cabeza si eres vegetariano?

Y quedé estupefacta. Dichas estas palabras, asomó de entre mis dedos, el famoso humano que me interpelaba. Efectivamente, llevaba un platito diminuto con hojitas a las que condimentaba con un salero de menos de un milímetro de tamaño y mezclaba los distintos tallos con unos escarbadientes de punta redondeada.

-¿Lo ves? Soy vegetariano. Vine, porque me gustó esa película de amor que habéis puesto antes. Ha sido como un imán para mi. Hacía tanto que no veía la tele…-suspiró.

Le coloqué sobre la yema de mi dedo piojilgar.

-Tú no te pareces en nada a cómo nos dicen que son los humanos.

-Ni tú a los demás piojos que he conocido. Otro, ya hubiese aprovechado la oportunidad para arrojarme por la ventana. A propósito, ¿por qué llorabas? No es normal ponerse a derramar lágrimas de la nada en medio de la noche.

-Bueno…-le dije-. Supongo que a ti te lo puedo contar. Me da pena lo que os ha ocurrido. Ayer fuimos al museo de humanismo y vi un zapato que sobrevivió a la Gran Guerra. Erais enormes…

-Sí –me contestó con gran tristeza en el rostro-. Una pena…lo peor es que ya nadie recuerda siquiera por qué empezaron las peleas –suspiró-. Algunos hablan de unas tostadas del Presidente de un país que se comió por accidente el Presidente del país vecino. Otros, de…-suspiró de nuevo- de…

-Ahora es mi turno de preguntar –le interrumpí y cambié de tema cuando noté que empezaba a entristecerse-. ¿Cómo te llamas? ¿Cómo es que no te afecta el olor a zorrino?

-Me llamo Atchís. Y no me molesta el olor porque…atchús…vivo resfriado.

-Pues entonces yo me llamo Piojota y no me canso porque voy en ojota.

Atchís me miró, confundido.

-No estamos andando.

-Ya, era una broma. Para rimar como tú.

Y nos reímos los dos. Al principio un poquito, casi con vergüenza. Pero en seguida mucho y bastante. Atchís tenía y todavía tiene ese don mágico de ponerme de buen humor. Al punto de que ya ni me acordaba de que había comenzado mi insomnio con lágrimas en los ojos. Así de simple y saludable es la amistad. Una amistad rara, desde luego, como la de un caballero con una princesa con doble personalidad o la de una pulga sabia con un niño tímido o una sirena que no sabe nadar. Pero amistad al fin. Como solía decir mi abuelita Piojuela, la amistad no entiende de diferencias.

Al día siguiente, escondí a Atchís bajo mi doble sombrerito con agujeros especiales para mis antenas y me dirigí al cole en piojipatín. Algo debí de haberme entretenido acomodando a mi nuevo amigo porque pronto me di cuenta de qué llegaba tarde a clase de franciojo.

-¿Por qué corres tanto…atchús…con el piojipatín, Piojota? –se alarmaba Atchís asiéndose con fuerza de una cuerdita que asomaba del sombrero de lana-. A estas velocidades nos vamos a matar.

En realidad no. Yo era bastante hábil conduciendo todo tipo de vehículos y en especial los de dos ruedas. Claro que no tanto para recuperar el tiempo perdido. La maestra de franciojo me recibió con su acostumbrada mueca de fastidio y con su largo aguijón erguido y amenazante. De no disculparme convenientemente, a lo mejor hasta me picaba con él.

-Otra vez tarde, Piojette. A ver, dime. Comment tu te piojelle?

-Je me piojelle Piojette –me sopló a la antena Atchís entre susurros y repetí en voz alta.

-Trés bien! Asseyes tois, s´il vous plaît.

Durante un instante me quedé de pié, asustada y sin saber que hacer hasta que Atchís volvió a soplarme:

-¡Quiere que te sientes! ¡Atchús!

Cuando comenzó el recreo busqué un lugar seguro y aislado bajo un tobogán y le dejé salir. No había nada de qué avergonzarse. Atchís era mi amigo y punto. Le gustara a quien le gustara pero temía que alguna pioja colérica y presa de tontos preconceptos sociales le hiciera daño antes de llegar a conocerle.

-¿Cómo es que hablas franciojo? –le pregunté cuando estuve segura de que nadie miraba,

-Bueno –me respondió-. Solo hablo español del idioma de los humanos pero me conozco todos los idiomas y dialectos de los piojos ya que he habitado en cabecitas piojiciles de todo el mundo. ¿Irónico, verdad?

Pues sí. Un poco irónico sí que era. Aunque también poético. Tenía amigos de otra especie en todos los países. ¡Realmente se trataba de un humano pacifista! Recuerdo que levanté la cabeza al oír su explicación y por primera vez miré al denso nubarrón violáceo que tapaba el sol desde hacía décadas con esperanzas. Existiendo humanos así, a lo mejor era posible regresar a un mundo más amable y bonito. No solo aspirar a la paz mundial entre piojos sino también dejar de lado nuestro ridículo enfrentamiento con los demás animales inteligentes del planeta, los loros, avestruces y la mayoría de los insectos. En realidad con los únicos entes civilizados que nos llevábamos bien era con las pulgas. Más pequeñas que nosotros pero extremadamente hábiles en el salto. Algunas podían recorrer hasta 33 metros de un solo intento. Mi mamá siempre decía que por esta razón, las solían contratar de policías. Yo no sabría decir si esto era del todo verdad aunque había que reconocer que realizaban su trabajo con gran eficacia. De hecho solo me animaría a ponerles una sola pega: solían ser bastante malhumoradas. Sobre todo una de ellas; precisamente, la que se ocupaba de vigilar el cole. Si no me equivoco, creo que tenía la piel entre rojiza y amarillenta. Ah, sí…y solía mirarnos las cabezas con desprecio, irguiendo su aguijón y repitiendo su frase de cabecera: "Aquí apesta a humano". Cuando Repulgia (así se llamaba) saltaba por sobre nuestras cabezas, Atchís se tapaba la cabeza instintivamente y no asomaba el hocico…perdón, la nariz (zoología todavía se me da fatal), en dos o tres horas. Al principio pensaba que temía que nos separaran pero luego supe la verdad por su propia boca.

-Ella dice que hueles a humano y no se da cuenta de que ella huele a perro. Está infectada de canes diminutos.

-Jajaja –me reí-. No puede ser. Si es la paladina de la limpieza capilar, la formalidad y la etiqueta.

Atchís se sonó la nariz con un trozo de pétalo de petunia y me explicó su problema.

-Te lo aseguro. Y sé muy bien de lo que hablo. Tengo fobia a los perros. Como uno de ellos se te acerque…creo que me dará un patatús.

Volvimos a mirar el cielo violáceo. Efectivamente, si entrecerraba los ojos y me dejaba llevar por la belleza del paisaje y la calidez del viento, muy a lo lejos, justo en la dirección de Repulgia, se podía adivinar unos ligeros y alborotados ladridos. Así era mi mundo: cielo violeta, un humano amigo en la antena y una pulga colérica con perros tras mi espalda. Todavía no lo sabía a ciencia cierta, pero ya sospechaba que empezaríamos a llevarnos mal.

Fin del capítulo 1.