Nota de autor #1: Esto es una historia de What if... O sea, ¿y si...? En esta historia, Kenshin no dejó de ser Battousai al final de la guerra, o más bien, no tiene la negativa absoluta de matar, como lo hace en el canon. La idea me vino a la mente mientras releía el manga y pensé ¿qué hubiera pasado si Kenshin todavía fuera Battousai? Y no me refiero al asesino sediento de sangre, sino al astuto hitokiri al que no le gusta matar, pero lo hace por ser necesario.

Nota de autor #2: Yo no considero a Battousai y al vagabundo como dos entidades distintas, como muchos fics lo retratan, sino que como dos actitudes distintas de la misma persona. Considero a la personalidad del vagabundo como una máscara para cubrir la astucia de Kenshin como hitokiri, como un método que utiliza para evitar al gobierno, que seguramente desearía matarlo como a Shishio si hubiese seguido siendo el asesino.

Nota de autor #3: En su mayor parte, me baso en el manga en su totalidad, y solo utilizo algunos términos básicos en japonés como títulos, sufijos, nombres de algunos objetos, etc.


CORAZÓN DE ESPADA

(Rurouni Kenshin)


Hace 150 años, con la llegada del comodoro Perry a Japón, el período Edo llegó a su fin, pasando a una época de caos y violencia: El Bakumatsu. En este contexto, surgió en Kioto un hombre conocido por el nombre de "Hitokiri Battousai". Este hombre fue uno de los pilares fundamentales durante la restauración Meiji. Su habilidad con la espada no tenía rival. Era uno de los asesinos más temidos e importantes de la época, y en medio de la matanza de la guerra, asesinó y trazó el nuevo camino para la era Meiji. Pero una vez que la guerra terminó, desapareció sin dejar rastro. Con el paso del tiempo, surgieron historias acerca de él. Se lo consideraba el samurái más fuerte sobre la faz de la tierra, y lo apodaban Battousai, el asesino.

Así comienza nuestra historia, en Tokio, el año 11 del período Meiji.


I

El legendario guerrero samurái

Tokio, 1878.

Los rayos del sol aún no se habían abierto paso por entre las nubes en el cielo a esa hora de la madrugada, y la insondable y oscura niebla ensombrecía las calles de la actual capital de Japón.

Un joven viajero vestido con un hakama blanco y un kimono azul marino, con un par de protectores negros en sus antebrazos, y con sus largos cabellos rojos sangre sujetos en una coleta alta, caminaba tranquilamente por las callejuelas de la ciudad. Sus andares pausados, como si no tuviera prisa alguna, y su inusualmente baja estatura acompañada de una expresión calmada en el rostro, no atemorizaban a nadie, pues no se le veía peligroso. Sin embargo, a pesar de eso, el daishō que llevaba en su cintura llamaba fuertemente la atención allá por donde pasaba y mantenía a las personas alejadas de él, básicamente porque hacía dos años que se había prohibido el porte de las espadas.

Esa fue la razón por la que una audaz muchacha corrió detrás de él, con pasos para nada silenciosos, llevando un bokken en sus manos.

— ¡Detente ahí, Battousai!

El hombre se detuvo a mediados de un paso, girándose ligeramente para enfocar su curiosa mirada violeta en la chica que, orgullosa, se alzaba detrás de él con su espada de madera apuntándolo.

La había sentido venir, por supuesto. Había percibido con una facilidad que solo nacía de la experiencia el acercamiento de su furioso ki, pero había decidido hacer caso omiso de ello hasta que ella se decidiera a actuar.

— ¿Mm? —expresó con un tono suave, observando con una falsa expresión atónita el rostro de su "atacante".

Para su asombro, era una chica, de no más de 18 años según pudo observar él, con largo cabello negro atado en una coleta, y un par de desafiantes ojos azules que lo observaban con ira, cosa que él no pudo comprender. ¿Qué había hecho para molestarla?

—Tus dos meses de terror y asesinatos han acabado. ¡En guardia!

Esperen… ¿meses de terror y asesinatos? Aquello llamó la atención del pelirrojo samurái, que solo logró emitir un suave y confundido "oro" ante las palabras de la pelinegra. No dijo nada más, se limitó a observar a su agresora con una expresión que dejaba en claro que no entendía a qué se refería.

—No te hagas el inocente conmigo. ¡Sólo un asesino violaría la ley y andaría por ahí con espadas! —espetó, para luego lanzarse al ataque al máximo de su velocidad.

Él la vio venir, y previendo sus movimientos, cuando estuvo a punto de rozarlo, con facilidad dio un potente salto para esquivarla, gesto que lo dejó precariamente de pie en una angosta valla de madera que había a un costado de la solitaria calle.

—Señorita, creo que tiene a la persona equivocada. Sólo soy un vagabundo, sin familia ni profesión. —murmuró con voz suave, buscando calmar los exaltados ánimos de la chica. "Muchacha imprudente," pensó, con algo de irritación en el trasfondo, aunque no permitió que aquello se reflejara en su afable expresión. —No sé nada de recientes asesinatos ni meses de terror. Yo no he matado a nadie. Solo soy un espadachín errante que está de paso en la ciudad, llegué recientemente.

Bajó nuevamente al firme piso, para luego dirigirle una mansa y pequeña sonrisa a la ojiazul que se encontraba frente a él, en un intento de calmarla.

—Entonces, ¿por qué llevas un daishō? Nadie debe andar con espada, ni siquiera un espadachín, es contra la ley. —respondió ella, dirigiéndole una mirada de sospecha que él trató de evitar lo mejor que pudo.

Con un suspiro, llevó su mano a la espada en su cinto y la desenvainó suavemente, percatándose (e ignorando) del ligero estremecimiento de miedo que recorrió la columna de la chiquilla.

— ¿Cree que podría matar a alguien con esto?

La joven, a pesar de sus mejores instintos que le decían que se mantuviera alejada del arma, se encontró inclinándose un poco, percatándose de algo que la hizo soltar un inevitable jadeo de sorpresa al tomar el mango de la espada con una mano algo temblorosa.

— ¿Esto es… Una sakabatō? Y parece como si no tuviera uso... No puedo oler nada de sangre en la punta.

—Así es. —terminó por concluir él, sin dar otra respuesta, mientras esbozaba otra sonrisa tranquilizadora en dirección de la muchacha, tratando de que se relajara un poco para así evitar llamar la atención de alguien a esas horas de la mañana.

—Entonces realmente eres…

—Sí, un vagabundo. —asintió el pelirrojo, recogiendo el arma de las manos de la morena y envainándola en un movimiento diestro que permitía ver a leguas que estaba acostumbrado a hacer aquello.

—No deberías llevar esa espada, te llevará… —El sonido del silbato de la policía interrumpió lo que estaba diciendo la chica, haciéndola tensarse y que sus ojos volvieran a iluminarse de la furia que había menguado mientras conversaba con el vagabundo. Sin más, se giró y salió corriendo en la dirección que podía oír el bullicio, dejando atrás al pelirrojo y diciendo en voz alta:— ¡La policía! ¡Esta vez seguro es él!

Un suspiro cansado escapó de los labios del nuevamente solitario joven. Por un minuto, se quedó inmóvil, mirando el punto por el que la chica había desaparecido. Según lo que había podido entender por las palabras de la mujer, había alguien en la zona haciéndose pasar por Battousai, y usando su nombre para matar personas. Aquello lo crispó un poco. No era la primera vez que pasaba, pero eso no significaba que fuese menos molesto que las veces anteriores. Parecía que en cada ciudad grande que visitaba, había un idiota pretendiendo ser el Hitokiri Battousai, y cuando se enfrentaba a ellos, apenas duraban unos minutos. "Ojalá este sea menos de una vergüenza que los otros", pensó con ironía, suspirando pesadamente de nuevo.

—Parece que hay graves problemas en este lugar. —murmuró en voz baja, estrechando ligeramente los ojos cuando el sonido de una espada cortando carne llegó a sus sensibles oídos, seguidos por una enloquecida risa claramente masculina. Al instante, echó a correr a toda velocidad, siguiendo el camino que hacía unos instantes había hecho la pelinegra.

A lo lejos, mientras se acercaba, escuchó el eco de la voz de la extraña chica que acababa de encontrarse.

—¡Alto ahí, Battousai! —fue el grito que resonó por las calles y que terminó de indicarle al pelirrojo la ubicación de la ojiazul.

Al detenerse en una calle, vio a la muchacha. Y la escena terminó por congelarle la sangre en las venas, haciendo que la máscara del amable vagabundo que había perfeccionado en los últimos 10 años, y que solía usar para tranquilizar a la gente, se cayese por unos instantes permitiendo que sus ojos ardiesen en el viejo ámbar.

La chica se encontraba contra la pared, con una herida sangrante en el hombro, con su bokken inclinado hacia el piso mientras sus ojos azules, aterrados aunque aun así llenos de frío orgullo, estaban enfocados en el gigante que en aquellos momentos se alzaba sobre ella, riendo y diciendo que todos eran unos patéticos debiluchos.

"Maldita sea," pensó el pelirrojo, lanzándose con una explosión de velocidad hacia adelante, justo a tiempo para sujetar a la morocha y sacarla de la trayectoria de la espada que ya bajaba hacia ella, encontrándose nada más que duro muro a su paso.

—Perdóneme, pero usted está siendo muy descuidada. —murmuró a la chiquilla en sus brazos, aunque su mirada permaneció clavada en el hombre que ahora estaba a sus espaldas, sin permitir que la fémina se percatase del oro que brillaba en sus ojos.

El supuesto "Battousai" se limitó a mirarlos, dando un sutil paso atrás ante la intensa y peligrosa mirada del samurái, pero solo oír que más policías se acercaban al lugar lo hizo ponerse en movimiento, saliendo corriendo del lugar mientras gritaba:

— ¡Yo soy Himura Battousai del Kamiya Kasshin Ryu!

La morena, ya nuevamente sobre sus pies, trató de seguirlo con un "¡espera!" escapando de sus labios, pero fue detenida de golpe cuando el samurái, con expresión inocente, sujetó su coleta y la jaló suavemente hacia atrás, para su gran frustración.

—Un momento, señorita…

— ¡Suéltame! —espetó, furiosa, la muchacha, tratando de darle un golpe con su espada de madera, gesto que el varón, con su máscara de vagabundo nuevamente en su lugar, esquivó por mero instinto, dirigiéndole una mirada con los ojos como platos a la morena. "Que violenta", pensó, con una gota de sudor recorriendo su nuca.

Alzó ambas manos en un gesto conciliador, tratando de que hubiera paz entre ellos, mientras buscaba las palabras que pudieran hacerla entrar en razón, y de paso, calmarla un poco:

—Lo siento, pero perseguir a ese hombre después de haber sido herida no es prudente. —musitó, señalando ligeramente el hombro herido de la morocha.—Sabemos el nombre de su dojo, no es necesario apresurarse sin pens…

Fue cortado de golpe por la airada voz de la ojiazul:

—¡Kamiya Kasshin es mi dojo! ¡Ese hombre ha cometido todas esas atrocidades bajo el nombre del estilo de mi familia! —Oh. Eso explicaba por qué aquella muchacha estaba empecinada en derrotar a aquel monstruo enorme.— Cuando lo encuentre voy a…

Esta vez, ella fue la interrumpida, cuando el pelirrojo sujetó su coleta nuevamente y la jaló hacia atrás, esta vez con menos cuidado que la vez anterior, porque aquella muchacha precipitada ya comenzaba a irritar un poco sus nervios.

—Ya le dije que perseguirlo es inútil. Él está fuera de nuestro alcance. —ágilmente, y sin molestarse en pedir permiso, sujetó a la morena y se la echó al hombro como un saco de papas, para el gran asombro de esta que por una vez se quedó completamente muda mientras él se dirigía por una calle aledaña, haciendo su retirada de la escena.— Mejor nos vamos antes de que llegue la policía.


Dojo Kamiya.

"Kamiya Kasshin Ryu. Maestra Adjunta: Kamiya Kaoru." El joven de ojos violetas observaba la pared fijamente, leyendo las tabletas que allí habían mientras a sus espaldas, un anciano que había encontrado en el dojo terminaba de limpiar la herida de la joven que supuso era Kaoru.

—¿Oro? —susurró, estupefacto, cuando notó que no había ningún nombre de estudiantes en aquella pared.

—Nunca fuimos un gran dojo. —Farfulló la pelinegra con tristeza ante la confusión del samurái, manteniendo sus ojos azules clavados en su regazo.— Sólo tuvimos un puñado de estudiantes, pero todos se esforzaban mucho. Pero hace dos meses, Battousai comenzó con su matanza y atacó gente inocente en las calles. Uno a uno, los estudiantes fueron abandonando el dojo, por temor a Battousai. Y la gente del pueblo ya no se acerca aquí, y mucho menos se inscriben.

Un suspiro imperceptible escapó de los labios del espadachín, que inclinó ligeramente la cabeza. Incluso en esa época, el nombre Battousai causaba pavor en la gente, y aunque aquello habría hecho sentir orgulloso a cualquier otro hombre, no lo enorgullecía a él, que sólo se había vuelto un hitokiri para poder trazar el camino hacia una época en que la gente pudiese vivir sin temor.

—No se me ocurre por qué razón querría manchar el nombre del dojo, si es que realmente es Battousai. —dijo con cierta cautela, dirigiendo un breve vistazo hacia donde la pelinegra se encontraba.

—No tengo la menor idea, pero si no lo detengo pronto…

—Entiendo. —girando su cuerpo con apenas un movimiento de sus talones, se dirigió hacia ella, dirigiéndole una amable sonrisa mientras murmuraba:— Pero sería mejor que terminara con esas patrullas, ya que ese hombre es mucho más fuerte que usted.

Hizo caso omiso del indignado "¿qué?" que profirió la ojiazul, y en su lugar solo colocó una expresión algo más seria, pero no por eso menos amable en dirección de la joven.

—Es importante para un espadachín saber medir su fuerza, así como la de su oponente. —Su tono era amable, pero firme, mientras clavaba sus ojos suaves de color violeta en los azules de la chica que permaneció con un gesto de testarudez bajo su mirada.— Perseguir a este hombre podría traerle la muerte. Perdóneme, pero no debería sacrificar su vida solo por el honor de su dojo.

Kaoru se limitó a mirar al pelirrojo con creciente ira dentro de su pecho ante las palabras que, aunque le doliese, eran ciertas y ella lo sabía. Pero saberlo no significaba que ella fuese a sacrificar su orgullo y su honor de esa manera. Y se lo iba a dejar claro a aquel espadachín.

—Este dojo fue fundado por mi padre, quien vio las atrocidades del Bakumatsu. Durante diez años, él peleó defendiendo el ideal de la espada que protege la vida, él no era un asesino. Pero hace medio año, fue enviado a la guerra. El mundo en el que murió, distaba mucho de ser el mundo en el que quería morir. Ese hombre que se llama a sí mismo Hitokiri Battousai ya ha asesinado a más de diez personas. Este dojo fundado por mi padre, ¡su ideal de proteger la vida de la gente está siendo manchado por ese asesino serial! —sus ojos azules, ahora llenos de lágrimas cristalinas causadas por el dolor reciente de la muerte de su padre, y por el orgullo adolorido por las palabras del pelirrojo, se quedaron fijos en el rostro carente de emociones del samurái que continuaba de pie frente a ella, observándola con repentina impasibilidad.— Pero creo que un vagabundo no lo entendería.

Él, por su parte, se limitó a mirarla por unos instantes. ¿La espada que protege la vida? Incluso él, que protegía a los débiles a su alrededor con su espada, sabía que muchas veces para proteger vidas hay que matar otras. Un mundo en el que no fuera necesario matar a nadie no era más que utópico, incluso si él deseaba que no fuese así.

Sonrió ligeramente, entrecerrando sus ojos violetas con algo de repentina condescendencia hacia la inocente pelinegra, mientras se acercaba un poco para señalar amablemente:

—Bueno, lo siento, pero creo que no debería pelear con el hombro en ese estado. Lo mejor que puede hacer ahora es actuar con mayor cautela. —con pasos silenciosos, que solo habían nacido tras años de actuar en las sombras, el hombre se dirigió a la salida, abriendo la puerta del dojo suavemente.— Después de todo, si su espada no puede proteger su propia vida, ¿cómo va a proteger la de los demás? Y, además… dudo que su padre hubiera preferido el honor de su dojo antes de la vida de su amada hija.

Con eso, abandonó el lugar dejando tras de sí una sorprendida ojiazul que se quedó observando la puerta con asombro, siendo apenas consciente del anciano que estaba terminando de vendar su hombro herido.

—Terminé. —dijo dicho hombre, limpiándose las manos con un trapo blanco.

—Gracias, Kihei. —murmuró ella en respuesta, arreglándose el gi blanco para volver a ocultar su hombro.

—Señorita Kaoru, no tome en serio sus palabras. Después de todo, es solo un vagabundo, y no es muy confiable, menos aún con esas espadas.

—Tienes razón.


Los siguientes días pasaron lentos, y la joven Kaoru por una vez en su vida hizo caso del consejo de alguien y dejó de buscar por las noches al Battousai mientras la herida de su hombro se curaba.

En realidad, había sido una respuesta completamente inconsciente pues en un principio no había tenido intención alguna de hacerle caso a ese hombre. Aunque había intentado con todas sus fuerzas que las palabras de aquel rurouni de ojos violetas no la afectaran, de todas formas lo habían hecho, dándole grandes dolores de cabeza, y aguijoneando su orgullo cada vez que recordaba que él la había salvado como si nada. Para su profunda frustración, le había resultado inevitable hacerle caso después de aquello, sabiendo que lo que él había dicho había sido no más que la verdad. Aquel asesino era mucho más fuerte que ella, y no podía ni siquiera pretender derrotarlo con su hombro herido.

Había pasado los últimos días con un mal humor insoportable hasta para ella misma, y cuando ya no había aguantado más estar encerrada en las paredes del dojo, había decidido salir a dar una vuelta por la ciudad con Kihei a su cola, para comprar algunas cosas que le faltaban en la despensa.

En el mercado, los gritos de furia, los cuchicheos de la gente, y el sonido del silbato de la policía le llamaron la atención.

—¿Qué está pasando? —se preguntó, naturalmente curiosa, alzando inconscientemente una ceja mientras se acercaba a ver el origen del alboroto, quedándose pasmada cuando vio al pelirrojo de hace unos días esquivar el agarre de un policía, con una expresión inocente en su rostro, con los ojos violetas anchos con la espontaneidad y leve diversión de un niño pequeño.

—¡Hey, basta! ¡Ven con nosotros tranquilamente! —gritó un oficial en ese preciso instante, como si con eso fuera a convencer al espadachín de detenerse y dejar que lo arrestaran, cuando había podido pasar por tantos pueblos sin caer en ese mismo problema.

"Que persistente es," pensó el samurái con algo de ligera frustración escondida tras su máscara de inocencia, con una gota de sudor recorriendo su nuca cuando volvió a esquivar con agilidad y casi vergonzosa facilidad el agarre de otro policía, mientras daba un pequeño saltito para alejarse de él un par de metros, evitando que lo sujetasen nuevamente. "Otros ya se habrían rendido".

—¡Oh, el vagabundo! —oyó decir una voz femenina, que se le hizo ligeramente familiar. Al girar un poco su cabeza, vio a una muchacha acercarse a él, con una expresión de ligera preocupación en su cara.— ¿Qué haces todavía por aquí?

¿Oro? El susodicho vagabundo se quedó observando con curiosidad abierta a la chica, siendo incapaz de reconocerla a primera vista. ¿Dónde la había visto antes? Era bonita a pesar de su clara juventud, no podía negarlo, aunque no llegaba a ser una gran belleza como otras impresionantes mujeres que había visto en el pasado. Pero finalmente, cuando clavó sus prudentes ojos violetas en los brillantes azules de ella, la reconoció, y al instante esbozó una pequeña sonrisa amable hacia la kendoka.

—Oh, Kaoru-dono. No la reconocí, tan femenina con ese kimono tan bonito.

Eso claramente la molestó, cualquiera podría haberlo notado. Con una gran vena latiendo en su sien, y bufando como un ganso enojado, un gesto divertido pero para nada femenino, la muchacha se giró y se alejó del pelirrojo, diciendo con desprecio por encima de su hombro:

—Bien, no te ayudaré entonces.

—¡¿Ororo?! —exclamó él, enyesando una expresión de "auxilio, por favor" en su rostro mientras extendía una mano hacia la chica en retirada. En realidad, no necesitaba su ayuda, pero preferiría arreglar el problema con aquellos policías de una forma pacífica, sin tener que recurrir a huir a toda velocidad, o a dejarlos inconscientes con un golpe del lado sin filo de su sakabatō.

A pesar de su acto semi humorístico con la ojiazul y la policía, el espadachín de cabellos carmesí estaba atento al ki ligeramente hostil que podía sentir provenir del anciano que acompañaba a la joven. Aquel viejo ocultaba algo, y ya iba a descubrir qué era, pensó, dirigiéndole una sutil mirada con los ojos levemente entrecerrados en sospecha.

—Oh, por el amor de… Está bien, ¿qué es lo que ha hecho? —cuestionó la chica en ese instante, girándose hacia el oficial de policía más cercano que por un momento parecía haber detenido sus intentos de atrapar al samurái.

—Obviamente, ha violado la ley que prohíbe portar espadas. Y… espere, ¿usted no es la chica del dojo de Battousai?

Uh, oh. Una llamarada de ira hizo arder el ki de la muchacha, cosa que provocó una mueca en el rostro generalmente relajado del vagabundo.

Mientras la ojiazul daba un paso al frente para encarar al policía, el espadachín retrocedió prudentemente para alejarse del ojo de la tormenta que se avecinaba, con los ojos abiertos como platos en espera de la reacción de la pelinegra, que él sabía iba a responder con cólera ante las palabras proferidas por el oficial.

No se equivocó.

Por unos minutos, lo único que siguió fueron gritos tanto de parte de Kaoru como del oficial de policía. La discusión no tenía sentido en absoluto, pero el espadachín, con un semblante de total desconcierto, decidió mantenerse al margen y no intervenir de ningún modo para así evitar atraer la atención del oficial de nuevo sobre sí mismo.

Cuando las cosas comenzaban a caldearse excesivamente, el anciano finalmente intercedió.

—Espere un momento, oficial. Esto lo podemos arreglar pacíficamente. —dijo, con voz tranquila mientras se acercaba a él y sujetaba su mano, atrayendo al instante la atención del pelirrojo que clavó su suspicaz mirada violeta en lo que estaba ocurriendo en aquel momento. Al notar que Kihei dejaba un poco de dinero –un claro soborno- en la mano del policía, soltó un pequeño gruñido inaudible para los que lo rodeaban.

Lo decepcionaba tanto ver cómo eran las cosas después del Bakumatsu. Había arriesgado su vida, su salud mental, la vida de otros… ¿para qué? Para que un nuevo gobierno corrupto tome el lugar del anterior. Era cierto que aún habían algunos imperialistas importantes en el gobierno que intentaban mantener la promesa de una nueva era de paz y mejor para todos, pero eran tan pocos que podía contarlos con los dedos de sus manos, y probablemente le sobrarían dedos.

Por esa razón, en los últimos diez años el pelirrojo había puesto un acto. Mientras fingía ser un vagabundo que no mataba a nadie en un intento de mantener fuera de su cola a los ineptos del gobierno, en realidad se había guiado por el principio de sus viejos enemigos, los Shinsengumi: Aku Soku Zan. Destruye inmediatamente el mal. Aunque una vez, allá muchos años atrás, había prometido no matar a nadie después de la guerra, rápidamente se había dado cuenta que ese ideal resultaba imposible en los tiempos que vivían. Era un hitokiri desde el fondo de su ser, y siempre lo sería. Se movía en las sombras, de ciudad en ciudad, como una clase de extraño vigilante vengador, algo irónico considerando su pasado. Veía que las personas malvadas proliferaban como cucarachas bajo una roca, y la policía era incapaz de hacer algo para proteger efectivamente a la gente inocente que no era capaz de defenderse de bandidos o yakuza, así que él respondía con su espada en consecuencia. Claro, él no disfrutaba matando. Odiaba matar, especialmente si se enfrentaba a seres tan débiles que ni eran capaces de defenderse. Además, él no tomaba las vidas de los inocentes. Por ello, portaba una espada que le permitía derrotar a los bandidos sin matarlos, y sólo asesinaba cuando era absolutamente necesario.

—Por esta vez los perdonamos, pero la próxima no seremos tan amables. —rezongó el oficial, sacando al samurái de sus pensamientos, mientras se retiraba junto a sus compañeros por entre la multitud de gente que había en el mercado.

"La próxima vez, los desafío a intentar alcanzarme," pensó con cinismo el vagabundo, sintiendo una chispa de diversión solo de pensar en aquellos hombres tratando de atraparlo en una carrera en la que él usase toda su velocidad. Era una imagen mental bastante divertida, a decir verdad. Sin embargo, no dejó que se notara en su cara, y mantuvo firmemente en su lugar su máscara autoimpuesta. Con una expresión ligeramente inexpresiva, se volteó en dirección de la aún irritada pelinegra que ahora se encontraba a su lado, haciendo deliberado caso omiso del anciano de cabello blanco.

—La policía no es para nada confiable en estos días. —murmuró, haciéndose eco de sus anteriores pensamientos, apenas lo suficientemente alto para que la ojiazul lo escuchase.

—Oh, no es eso… De todas maneras, ¿qué haces aún aquí? Pensé que ya te habías ido de la ciudad. ¿Te has quedado por alguna razón?

—No, nada en particular. —negó él, dirigiendo un breve vistazo de desdén a Kihei, que lo observaba con impasibilidad, pero que en su ki se leía abierta hostilidad hacia él. ¿Por qué razón? No lo sabía. Pero ya lo averiguaría.— Más importante aún, ¿ha sabido algo sobre el asesino nocturno?

Kaoru parpadeó, confundida por el repentino cambio de tema, y más aún por la sonrisa amable que aquel samurái errante le estaba dedicando. Estuvo a punto de sonrojarse, pues era bastante guapo, pero mantuvo un firme control sobre su propia reacción para no avergonzarse a sí misma. Ni siquiera conocía a ese hombre, no podía reaccionar como una chiquilla frente a él.

—Pues hay un sospechoso, en realidad. En el pueblo vecino hay un dojo llamado Kiheh-kan. —rumoreó, informando al pelirrojo de sus sospechas. No sabía por qué lo hacía, pero algo en él le decía que quizás podía ser de ayuda… O en realidad, solo quería que alguien la escuchase y no la tratase con condescendencia como si fuese una niña de 5 años.— Bueno, en realidad ya no es un dojo, sino una casa de apuestas. Hace unos meses, un ex samurái se hizo con el control de ese lugar. Es enorme, mide 195 cm, aproximadamente. Sospechoso, ¿no?

—Ah.

Entrecerrando los ojos, que repentinamente resplandecieron de un helado azul metálico cuando dejó caer un poco su acto, el samurái enfocó su suspicaz mirada en el anciano de cabello blanco que estaba tras Kaoru. Su ki no tenía contención alguna, e indicaba con claridad que él sabía algo sobre el asunto, pero el vagabundo no quiso decir nada al respecto aún. No podía hacerlo sin revelar parte de sus habilidades, que posiblemente lo haría objeto de las sospechas de la ojiazul nuevamente, quien por cierto seguía hablando en aquel momento, aunque el pelirrojo ya no estaba escuchando sus palabras, pues estaba más concentrado en observar fijamente a Kihei, que retrocedió un poco ante su intimidante mirada, para luego hacer su retirada tras decir algo sobre ir a hacer la cena.

—Ese era el hombre que la curó la otra noche, ¿no es así? —cuestionó, con sus ahora fríos ojos azules siguiendo con sospecha al antedicho entre la multitud, hasta que lo perdió y ya no fue capaz de seguirlo con la mirada.

—¿Kihei? Ah, sí. Creo que podrías decir que es mi mayordomo. Lo conocí poco después de la muerte de mi padre. Estaba afuera del dojo, herido, y desde entonces lo cuido. Y él se preocupa por mí, una chica que practica kendo todo el día. Él piensa que sería mejor que vendiera el dojo y viviera una vida normal. —explicó la ojiazul, con una suave porción de afecto en su voz y en sus ojos mientras observaba el mismo punto que él se encontraba mirando en aquel momento.

—¿Sabe de dónde vino? —preguntó el pelirrojo repentinamente, alzando con ligereza una ceja hacia ella.

—No, nunca se lo pregunté.

¿Oro? Aquella respuesta descolocó completamente al varón, que se olvidó de su suspicacia por un segundo y le dirigió a la muchacha una mirada de incredulidad, quedándose viéndola con una cómica expresión, como si repentinamente ella tuviese dos cabezas con tres ojos. ¿De verdad podía ser tan ingenua e incauta, por no decir tonta, como para dejar a un completo desconocido entrar en su casa sin preguntarle al menos de dónde venía?

—¿No es usted algo confiada? —preguntó con voz amable, aunque seguía mirándola con claro asombro en sus ojos que nuevamente eran violetas, cosa que la distraída muchacha dejó pasar como un efecto de la luz de la tarde.

—No, no lo creo. —respondió ella, llevando su mirada de lapislázuli hacia el rostro del guapo joven, esbozando una pequeña sonrisa hacia él, que se quedó observándola con los ojos abiertos de impresión:— Todos tienen algo que prefieren mantener en secreto. Tú también. ¿No tienes tus propias razones por las que eres un vagabundo?

—Ah. Supongo que tiene razón. —musitó él por toda respuesta, bajando su cabeza un poco de modo que su flequillo de color carmesí cubriese sus ojos, evitando de esa manera que ella viese la sorpresa que iluminaba sus iris violetas por la amabilidad (aunque negligente) que la ojiazul mostraba.

Suspiró, esbozando una pequeña sonrisa. No había esperado jamás escuchar a alguien que fuese tan… receptiva a aceptar el pasado y los misterios de los demás. Aquello era algo agradable, incluso para una persona como él. Pero las siguientes palabras de la pelinegra terminaron por hacerlo alzar la mirada en completo shock.

—No creo que usted pueda permitirse pagar una posada. ¿No le gustaría quedarse en el dojo?

De verdad, ¿cómo podía ser tan confiada? Aquello iba a traerle graves problemas un día, y el samurái lo sabía. Sin embargo, no era su lugar decírselo, por lo que optó por rechazar la oferta con una voz amable.

—No, tengo algo que hacer. Gracias de todas maneras.

Con una última amable sonrisa hacia ella, el rurouni se giró para internarse entre la multitud, ya con un destino en mente.

Aunque desconfiaba en gran medida de Kihei y de su ki engañoso y hostil, supuso que lo más probable era que aquel dojo que Kaoru-dono había mencionado antes estuviese involucrado en todo el asunto del falso Battousai, por lo que se dispuso a ir a investigar. Pensó que llegar al pueblo le tomaría un rato, así que debería ir caminando lo más rápido posible si quería llegar antes del atardecer.

—¡Oh, espera! —Kaoru se apresuró a detenerlo, extendiendo inconscientemente una mano para impedirle que siguiera avanzando, aunque se detuvo a medio gesto, con un ligero rubor iluminando sus mejillas, repentinamente avergonzada por sus acciones impulsivas.—Yo… quería darte las gracias por lo del otro día. Me salvaste la vida, y no te di las gracias por ello.

¿Oro? Se volteó un poco, parpadeando con algo de curiosidad hacia la muchacha de ojos azules que parecía bastante azorada en ese momento. Aquello lo hizo sonreír con diversión que ni siquiera se molestó en tratar de ocultar.

—No se preocupe por eso. A un vagabundo no le importan esas cosas. Y a usted tampoco debería.

Sin más, se giró y se alejó, dejando detrás de sí a una aturdida y curiosa pelinegra, que se quedó mirando su espalda con abierto interés, mientras él, haciendo uso de su baja estatura y complexión delgada para colarse entre las personas, prontamente desapareció en el medio de la multitud, algo en lo que se había vuelto experto en los últimos años, mientras reflexionaba nuevamente sobre ese tal Kiheh-kan. "Así que se encuentra en el próximo pueblo… eso explica por qué no encontré nada de información aquí."


A pesar de que la caminata la realizó a buen ritmo, y los kilómetros de distancia se deslizaron bajo sus pies con rapidez inusitada, aun así tardó más horas de lo que había planeado originalmente en llegar al pueblo vecino, y todavía más en encontrar el dojo que Kaoru-dono había mencionado.

Dicho sitio estaba bastante destartalado, y rodeado por una gran cantidad de ki hostil y negativo que hizo que la máscara del vagabundo se deslizase por instinto cuando su control sobre sus emociones se desvaneció un poco como una respuesta automática al percibir amenazas cercanas (débiles y patéticas en su opinión, pero amenazas no obstante), causando que sus ojos violetas se tornasen del frío y peligroso ámbar que solía ser la causa de pesadillas en Kioto, más de diez años atrás.

—Disculpe. —expresó desde la puerta del recinto, con una voz baja, calmada y fría que le daría escalofríos hasta al más valiente. Al no recibir respuesta, volvió a insistir con un tono algo más alto, que dejaba entrever parte de su irritación por haber tenido que hacer el trayecto hasta allí, y además no ser recibido.— Disculpe. Disculpe. Disculp…

Fue interrumpido de golpe cuando la puerta del recinto se abrió de golpe por un hombre malhumorado que ni siquiera se molestó en mirar hacia abajo, y por ende no vio al pelirrojo en un principio hasta que bajó un poco la mirada, sobresaltándose al ver al varón que se encontraba allí, con su cabeza inclinada para que no se viesen sus ojos de color oro.

Al notar la baja estatura del visitante, el hombre se relajó y su ki comenzó a exudar confianza. "Este es un completo idiota," pensó el samurái con desprecio al percibirlo, colocando sus ojos en blanco por esa reacción tan incompetente. Solo los idiotas juzgaban y se confiaban por la apariencia de las personas.

—Está bien, ¿qué demonios quieres, camarón?

"Si fuera una persona susceptible a los insultos, te habría matado por eso. Tienes suerte de que sea paciente y que me importe poco que me insulten por mi apariencia," respondió mentalmente el pelirrojo, aun escondiendo su mirada tras su flequillo, sin molestarse en decir aquello en voz alta. Primero, obtendría la información que necesitaba. Luego podría romper un par de huesos de los maleantes que abundaban por allí y que se estaban acercando a su posición, con obvia curiosidad por saber quién andaba por allí a esas horas.

—Estoy buscando al jefe. ¿Se encontrará?

—El jefe Hiruma no está, vuelve más tarde. —respondió el hombre, con un gesto malhumorado que casi logró hacer reír sardónicamente al espadachín. Casi.

"Así que Hiruma. Curioso, en realidad se parece un poco a Himura," reflexionó para sus adentros, con una pequeña chispa de diversión que tuvo que contener para evitar que una sonrisa curvase sus labios y lo delatara antes de tiempo.

—Oh, así que se llama Hiruma. —expresó, con falsa inocencia en su tono de voz, alzando ligeramente su mirada para que el otro hombre viese el brillo de sus peligrosos ojos por entre los mechones pelirrojos de su flequillo.

—¿Qué? ¿Ni siquiera sabías eso? —dijo el otro hombre en respuesta, con un pequeño estremecimiento de miedo recorriéndolo al verse afectado por la mirada del llamado "demonio de Kioto", incluso si no sabía a quién se estaba enfrentando.

—Estaba bajo la impresión de que decía ser Hitokiri Battousai. Pero claramente no es él. Battousai no dejaría a un idiota como tú a cargo. —sonrió, con un gesto tan depredador que el matón se encontró dando un paso atrás con claro pánico antes de fijarse en la gran cantidad de maleantes que acababan de rodear al pelirrojo. Aquello lo hizo recuperar parte de su confianza.

Uno de los maleantes le preguntó quién era el enano, lo que hizo rodar sus ojos al samurái. Todos ellos eran idiotas, definitivamente. Esto iba a ser una pelea aburrida.

—Es una rata. Una rata muerta. Mátenlo. —espetó el hombre, haciendo sonreír al vagabundo. Ya podría poner fin a eso.

Alzó la cabeza finalmente y con sus ojos dorados ardiendo con las llamas del infierno, se lanzó al ataque sobre los bandidos, sacando su sakabatō con una velocidad cegadora.


En tanto, en el dojo Kamiya, la joven Kaoru se encontraba sola, sentada en posición seiza, leyendo algunos registros del dojo mientras tomaba algo de té.

—Señorita Kaoru.

O, bueno, sola estaba hasta que Kihei apareció a sus espaldas, dándole un susto de muerte a la pelinegra, tanto así que se crispó como nunca antes por la sorpresiva aparición del anciano. Colocándose una mano en el pecho, justo sobre su acelerado corazón, la ojiazul suspiró profunda y temblorosamente debido al sobresalto.

—¡Santo dios, Kihei! Me has asustado. ¿Qué sucede?

—Quería discutir la venta del dojo con usted. —respondió el hombre, para sorpresa y confusión de la chiquilla, que se quedó observándolo por unos instantes sin comprender qué sucedía, dado que esa era una seria conversación que ya habían sostenido con anterioridad. Varias veces, en realidad. Y siempre terminaba de la misma forma: con ella negándose a vender el dojo de su familia.

—Ya te lo dije, no voy a vender el dojo. —respondió, con un tono amable y aún algo confuso. No entendía por qué él tenía que volver a sacar el tema a colación.

—Ya tengo todo el papeleo hecho. Solo falta su firma. —prosiguió él, haciendo caso omiso de las palabras de la morocha, que repentinamente tuvo un mal presentimiento sobre el asunto, y que se quedó observándolo con sus inocentes ojos azules abiertos como platos.—Y así la propiedad será nuestra.

Fue entonces cuando la puerta del dojo se abrió con fuerza a las espaldas de Kihei. Un tipo enorme, que Kaoru reconoció como el supuesto Battousai nada más verlo, entró al recinto con una sonrisa maliciosa en sus labios y siendo seguido por un grupo de hombres de mal aspecto armados con espadas, cada cual con malas intenciones pintados en sus semblantes, haciendo que un estremecimiento de terror recorriese a la muchacha, aunque se encargó de aplastarlo y de sustituirlo por determinación. Ella lucharía por su dojo.

—Tú… —masculló ella, con sus pupilas fijas en el rostro del monstruo que había estado asesinando gente en el nombre de su estilo.

—El dueño del Kiheh-kan. Mi hermano menor, Hiruma Gohei. —dijo Kihei, observando con desinterés como la muchacha que había confiado en él se deslizaba hacia atrás para coger una de las espadas de madera que había colgadas de la pared para luego ponerse en guardia. Aquello se le antojó ligeramente divertido.— No me gusta arreglar las cosas así. Habría preferido que fuera algo legal, pero usted estuvo a punto de descubrir la identidad de mi hermano. Haciéndome pasar por un anciano amable, quise ganarme su confianza y hacer que nos vendiera el dojo, pero su terquedad de practicar kendo todo el día le ganó a su amabilidad.

—Kihei… —murmuró la ojiazul, sin saber qué más decir, incapaz de encontrar algo, cualquier cosa, que pudiera decirle al anciano en ese momento. Lo había considerado su amigo, y ahora se sentía tan traicionada que no podía expresarlo en palabras.

—Hice que mi hermano matara a algunas personas y que usara el nombre de tu dojo, haciéndose pasar por el Hitokiri Battousai, porque su fuerza es legendaria, aunque no creo que siga vivo. Gracias a su nombre, tuvimos el control de los eventos por los pasados dos meses. Si mis cálculos son correctos, este terreno valdr veces más por la occidentalización. El dojo es solo una pérdida de espacio.

La crueldad en las palabras del anciano hizo que los ojos de la chica picasen y se llenasen de traslúcidas lágrimas tanto de dolor como de ira. ¿Cómo podía alguien ser tan cruel como para engañarla durante meses y luego burlarse de ella de esa manera? Era inhumano en su opinión. Deshonorable. Una vergüenza.

—Mi hermano me ha dicho que predicas sobre la espada que protege la vida. Interesante, cuando no tienes a nadie para proteger excepto a ti misma.—dijo el monstruo, Gohei, con su mirada maliciosa fija en la figura de la muchacha, quien se mantuvo en silencio, tensa y en posición defensiva bajo su escrutinio.— Si no me atacas, voy a tener que hacerlo yo.

Eso la hizo ponerse en movimiento. Se lanzó hacia él, pero la batalla, si es que puede tener ese nombre, fue breve ya que estaba enfrentando su bokken a una katana real, la cual cortó su espada de madera como mantequilla en el primer intento. Prontamente, él la tuvo agarrada del cuello de su gi, alzándola por encima de su cabeza y manteniéndola allí con una sonrisa enloquecida en su rostro.

—Las mujeres que predican eso no pueden pelear. Mi meta es la violencia, mi esencia es asesinar, de eso es lo que se trata el kendo. —gruñó Gohei, manteniéndola agarrada, para desesperación de la ojiazul que estaba indefensa ante las manos de semejante monstruo.

Mientras su hermano mantenía a la chiquilla sujeta, Kihei usó un pequeño cuchillo para realizarle un corte en la palma de la mano femenina que tenía a su alcance, usando la sangre que brotó de la herida para firmar los papeles de venta del dojo que había estado guardando.

—Ahora estas tierras son nuestras. El dojo Kamiya ya no existe.

Fue interrumpido por un gemido adolorido que resonó desde la puerta. Un hombre, inusualmente pálido, estaba de pie allí, y Gohei lo reconoció nada más verlo, e irritado, le espetó:

—Nishiwaki, ¿qué pasa?

El hombre ahora reconocido como Nishiwaki no pudo responder más que unos balbuceos que lograron ser identificados como una palabra: "fuerte". Tras eso, cayó al piso como peso muerto, inconsciente.

Y detrás de él, apareció una figura.

—El vagabundo… —murmuró Kaoru, totalmente asombrada, mientras veía al pelirrojo dar un paso dentro del dojo, dejando sus zori en la entrada como dictaban las tradiciones, con sus fríos ojos azules observando a los hombres reunidos con un desdén que le puso los pelos de punta a la muchacha.

—Me disculpo por llegar tarde. —dijo, con una mirada de absoluto desprecio hacia el hombre que mantenía sujeta a la chiquilla, mientras caminaba hacia el grupo solo con sus tabi.— Por favor, suelte a Kaoru-dono.

Gohei, al mirarlo más de cerca, lo reconoció como el pelirrojo de hace unas noches, aquel que había logrado salvar a la chica Kamiya de su espada. Recordó los depredadores ojos dorados del espadachín, pero ahora al verlos de color azul, supuso que lo anterior no había sido más que un truco de su imaginación, por lo que no se acobardó ante la presencia del pelirrojo.

—Tú otra vez, —gruñó, girándose un poco para encararlo.— ¿También predicas sobre la espada que no mata?

Una fría sonrisa curvó los labios del rōnin ante la actitud del matón, quien parecía estar en extremo confiado sobre sus habilidades. Otro tonto, como todos contra los que había luchado esa noche.

—No. —respondió, moviéndose con el sigilo y la gracia de un gato en plena caza, quedando luego de pie en el medio del grupo, con los sentidos agudizados al máximo debido a la hostilidad en el ambiente. Distraídamente, calculó como podría moverse para derrotar a todos aquellos matones en cuestión de segundos, al mismo tiempo que analizaba su entorno con una sola mirada de reojo.— Una espada es un arma, y el kendo es el arte de matar. Descríbelo como quieras, pero esa es su verdadera naturaleza. Las palabras de Kaoru-dono son las dulces e inocentes de alguien que jamás ha matado, y no son más que un sueño idealista. Quizás, algún día, cuando el mal sea erradicado de este mundo, entonces podrán ser realidad, pero no veo que eso ocurra en el corto plazo.

Gohei gruñó en respuesta a sus palabras, dejando caer de golpe a la muchacha que sostenía en sus manos, quien golpeó el suelo con un golpe amortiguado, soltando un suave quejido de dolor.

—Hermano, ¿no te importa si lo mato?

—En absoluto, es un don nadie. Puedes matarlo tranquilamente.

Eso hizo que la fría sonrisa del pelirrojo volviese curvar sus labios, esta vez algo más ancha y peligrosa cuando los compañeros de Gohei se acercaron a él hasta rodearlo completamente.

—Ya escucharon, ¡mátenlo! —rugió su líder, al mismo tiempo que Kaoru, arrodillada en el punto donde había caído en el suelo, gritaba con voz desesperada:

—¡Corre, vagabundo!

"Nunca," pensó el susodicho, con sus ojos tornándose de color ámbar al ver las intenciones de ataque de los matones que lo rodeaban.

—No me gusta lastimar a alguien si es innecesario. Salgan de aquí antes de que terminen heridos. —les advirtió, mientras en el lugar resonaba con claridad el sonoro clic que hizo al usar el pulgar para liberar un poco la espada de la vaina, sujetando esta última con la mano izquierda.

Ellos rieron y se lanzaron sobre el samurái gritando idioteces sobre que sólo iba a haber un muerto, e iba a ser él.

"Tontos, todos ellos." El pelirrojo suspiró, irritado, para luego lanzarse en su propio ataque en el momento preciso en que los hombres estuvieron a su alcance. Con solo desenvainar su sakabatō, cinco hombres cayeron al suelo, inconscientes y seguramente con más de un hueso roto.

La sorpresa pareció cobrar vida propia dentro del dojo, mientras los hombres, uno tras otro, cayeron al piso en montones inmóviles, ninguno siendo capaz de llegar siquiera a tocar al veloz samurái que se movía entre ellos con precisión y algo que podría ser incluso denominado como elegancia.

—É-é-él está acabando con cuatro o cinco hombres de un solo golpe… ¿Es magia o algo? —tartamudeó Kihei, retrocediendo por el miedo.

"No," pensó Kaoru, con sus ojos azules siguiendo con fascinación y absoluto asombro los movimientos del vagabundo, o al menos, aquellos que podía ver. "No es magia. Él es increíblemente veloz. La velocidad de su espada, de sus movimientos, y su capacidad de leer a sus oponentes… eso le permite acabar con varios oponentes en pocos movimientos."

Sin saberlo ella, Gohei estaba pensando exactamente lo mismo, mientras observaba con creciente horror lo que estaba ocurriendo frente a sus ojos. En segundos, todos sus hombres estaban en el piso, muertos o inconscientes, no estaba realmente seguro.

—Una cosa que olvidé mencionar… —murmuró el samurái que estaba de pie en el medio de los cuerpos caídos de sus oponentes. Al fijar sus ojos, de un ardiente y amenazador color oro en el rostro de Gohei, continuó con voz helada:— La técnica de Hitokiri Battousai no es el Kamiya Kasshin, ni ninguna otra técnica que tú utilices. Él utiliza un estilo de kendo creado en el período Sengoku, diseñado para luchar contra varios enemigos a la vez. Se llama Hiten Mitsurugi-ryu. Si no fuera por la sakabatō, todos ellos habrían muerto en una ráfaga imperceptible.

Sonrió con desprecio, apoyando su espada en su hombro en un gesto relajado, mientras observaba la sorpresa colorear la expresión de Gohei. Escuchó los jadeos asombrados de Kihei y Kaoru en el fondo, pero los ignoró deliberadamente, más concentrado en el enorme monstruo que se encontraba delante de él, repentinamente pálido bajo la fuerza de su mirada dorada.

—No puede ser… ¿Tú eres el Hitokiri Battousai? —susurró Kaoru, mirándolo con los ojos como platos, incapaz de creer lo que escuchaba. No era posible que aquel hombre tan amable que había salvado su vida fuera el más letal asesino del Bakumatsu… No podía ser que aquel vagabundo de suaves ojos violeta fuera el ser más temido que había andado en las calles de Kioto…

El pelirrojo hizo una ligera mueca al sentir el temor resonar en el ki de la señorita Kaoru. No iba a hacerle daño a ella, no tenía razón para tenerle miedo… Pero sabía que ella probablemente había crecido escuchando los absurdos rumores que la gente contaba del Hitokiri Battousai, y que por ese le resultaba natural sentir pánico solo de saber que él era esa figura legendaria. No le gustaba, pero lo entendía.

—Solo puede haber un Battousai en el mundo. —dijo Gohei, dando un paso adelante con su espada en su mano, con el ceño fuertemente fruncido mientras trataba de parecer amenazador, aunque a un oponente se le antojó más como un verdadero payaso.

—En eso estamos de acuerdo. No le tengo afecto al título Battousai, pero no puedo dejar que un idiota como tú lo utilice. Debí hacerme cargo de ti la otra noche… Sin embargo, ahora puedo hacerlo. —respondió, con una expresión seria y mortal en el semblante, mientras giraba ligeramente su sakabatō para que el lado afilado del arma resplandeciera amenazadora hacia el impostor que había estado matando inocentes en su nombre.

—Tienes agallas, lo admito… Pero deberías hacer algo con tu actitud arrogante. ¡Me quedaré con el título Battousai para mí! —rugió Gihei, alzando su espada para atacar al pelirrojo, un movimiento no muy inteligente. Debería haber escapado cuando pudo.

—Lo siento, pero… estás muerto. —fue la respuesta del samurái, que para confusión de Gohei, ya no estaba en ningún lado a la vista. Ni siquiera vio la muerte venir, cuando repentinamente todo se le volvió oscuro, y cayó al piso, sangrando profusamente por un corte que el pelirrojo había hecho desde su hombro hasta su cadera al saltar y caer por encima de él.— No puedo permitir que sigas cometiendo atrocidades en mi nombre, menos aún contra los inocentes de esta era. Y tú…

Fijó sus fríos ojos ámbar en el rostro del anciano que, pálido, lo observaba desde un rincón. Alzó la espada hacia él, apuntándolo con una postura que indicaba que estaba dispuesto a usar el filo de la espada en él también.

—Por ser el artífice de esto, tu castigo será el peor. —Ante sus palabras, Kihei se desmayó, cayendo en un charco de sus propios orines. Por el miedo, había soltado el esfínter, cosa que causó que el samurái arrugase la nariz con completo disgusto ante la cobardía del viejo. Envainando su espada tras hacer un movimiento con su muñeca que hizo que algo de la sangre se escurriese de la hoja, se acercó al hombre caído y recogió los papeles de la venta del dojo, para luego romperlos sin un segundo pensamiento.— Como todos los tramposos, son cobardes por naturaleza.


Kaoru observó los cuerpos tendidos a su alrededor, levantándose del lugar donde había caído para poder revisarlos con más detenimiento. Estaba a punto de gritarle un par de cosas al pelirrojo, a ese maldito asesino, cuando un gemido de dolor a su derecha la hizo soltar un respingo, provocando que emitiera un jadeo de sorpresa cuando se percató de algo importante. Muy importante.

—Ellos… están vivos. Heridos, pero vivos… Todos. Y no hay sangre...

Y así era. Adoloridos, y claramente con algunos huesos rotos y contusiones repartidas por todo su cuerpo gracias a los golpes del lado sin filo de la sakabatō, los hombres de Gohei estaban aún respirando y sin ninguna herida mortal. Sin nada de sangre ni cortes en la carne. Solo magulladuras que no les costarían la vida en ningún caso, y ya incluso comenzaban a moverse, recuperando la conciencia tras el rato que habían pasado en la feliz inconsciencia.

—Por supuesto que están vivos, Kaoru-dono. —replicó el samurái, acercándose a ella con pasos lentos y medidos, con sus ojos nuevamente de color violeta fijos en la muchacha pelinegra. Le dirigió una mirada cautelosa, temiendo que ella se aterrara por su proximidad y se pusiera a gritar como alma en pena (ya le había pasado antes), pero cuando no mostró más reacción que dirigirle una mirada de absoluto asombro y confusión, decidió informarle algo con voz amable:— No me tomes por un asesino despiadado que mata a todo el que se le cruza. Nunca he utilizado mi espada para matar por placer de ver la sangre. Uso mi espada por los débiles, y todos estos hombres son débiles, además que técnicamente ellos no fueron los que le hicieron daño a usted ni a las personas inocentes asesinadas por Gohei, quien era el verdadero mal aquí, ya que estaba usando a estos hombres débiles para que hicieran su voluntad. La gente como él amenazan la paz de esta nueva era que tanto dolor nos trajo a los que luchamos por ella.

Con un suspiro de cansancio, fijó sus ojos con una mirada pétrea en uno de los hombres caídos que estaba recién despertando, y que parecía estar menos herido que los demás en el dojo.

—Tú… Limpia este desastre y llévate a tus compañeros cuando reaccionen. No quiero verlos nunca más portar una espada, ¿queda claro?

El matón asintió repetidas veces con la cabeza, con el pánico grabado en la cara, siendo repentinamente consciente de que se estaba enfrentando a alguien que podría haberlos matado a todos sin siquiera romper a sudar, y que por alguna razón les había perdonado la vida. Estaba agradecido por ello, especialmente después de ver que Gohei estaba muerto. Él era el mejor espadachín en el grupo, y si había muerto tan fácilmente, entonces era obvio que aquel samurái sobrepasaba por mucho la habilidad que cualquiera de ellos podría tener.

En los próximos minutos, la kendoka y el samurái guardaron absoluto silencio mientras observaban a los hombres caídos reaccionar y ponerse de pie entre quejidos de dolor. Bajo la penetrante mirada del pelirrojo, los hombres que estaban mejor se pusieron en movimiento y ayudaron a los que estaban más graves a moverse, además de llevarse al anciano y el cadáver de su jefe, y prontamente el dojo quedó vacío además de su dueña y del hitokiri.

—Lo siento, Kaoru-dono. —exhaló en ese momento el apenado espadachín, volviéndose a mirar a la ojiazul con una pequeña sonrisa avergonzada curvando las comisuras de sus labios. Sus dulces ojos, violetas, estaban enfocados con una mirada arrepentida en el rostro de la kendoka, quien se encontró ablandándose un poco ante ella.— No tenía intención de engañarla, aunque habría preferido mantener mi identidad en secreto. Sí, yo fui el Hitokiri Battousai durante la revolución, pero dejé ese nombre atrás hace diez años, y ahora no soy más que un espadachín errante que ayuda a los débiles y trata de proteger este país del verdadero mal a través de los caminos del Aku Soku Zan.

La muchacha lo observó, con una mirada cristalina y llena de inocencia. Acababa de ver a ese hombre asesinar a otro frente a sus ojos, pero por alguna razón, no podía hallarse realmente molesta con él por eso. Battousai la había salvado. Dos veces. No podía ser realmente como decía los rumores, ¿verdad? Es decir… se veía como una buena persona, a pesar de todo. No lucía como un monstruo sediento de sangre, ni tampoco se había reído al matar a Gohei, ni se estaba bañando en la sangre de su oponente. De hecho, parecía que la muerte de aquel monstruo le pesaba, podía verlo en sus ojos, aunque también pensara en serio que era el mejor camino a seguir (cosa en la que ella no estaba de acuerdo).

—Lo siento por los daños que mi reputación le ha causado, Kaoru-dono. Creo que me marcharé ahora.

Con una última pequeña sonrisa avergonzada hacia la muchacha que lo observaba con algo parecido al pesar, el pelirrojo se giró para salir, pero fue bruscamente interrumpido por la voz de la kendoka, que gritó tras él:

—¡Espera un momento!

¡¿ORO?! La sorpresa se hizo patente en el gesto del samurái cuando se volteó a ver a la ahora airada pelinegra que lo observaba con ojos repentinamente ardientes con furia mal contenida.

—¡¿Cómo se supone que voy a seguir con el dojo yo sola?! ¿No puedes quedarte por un tiempo y echarme una mano? ¡No me importa el pasado de las personas! —exclamó la mujer, usando la ira para cubrir la desesperación que sentía en aquel momento. Por alguna razón, no quería que él se fuera. Con una mano sujetando el hombro que había resultado algo herido en su pequeño combate con Gohei, dio un paso hacia adelante para encarar mejor al samurái que la observaba aturdido desde la puerta del dojo. En aquel momento, con esa expresión de sorpresa, él no parecía en absoluto el peligroso asesino que sabía que era.

—Con lo que pasó con Kihei… Debería importarle un poco, ¿no cree? —señaló él con una voz demasiado sabia para su aspecto tan joven, mientras la miraba con algo de condescendencia en las profundidades de sus orbes violetas.

—Bueno… Quizás… un poco… —replicó ella, admitiendo aquello con claro mal humor, aunque un ligero rubor de vergüenza iluminó sus mejillas.

Él suspiró en respuesta. Parecía que aquella muchacha estaba seriamente necesitada de algo de compañía. Tan necesitada como para pedirle a él, un asesino, el más letal de los asesinos, que se quedase en su casa sin siquiera dudarlo un instante.

—De todas formas, lo mejor sería que me fuera. Ahora puede recuperar el honor del dojo, y si el verdadero Battousai se quedara, solo sería un problema. —musitó, guardando sus sentimientos sobre el asunto tras una firme barrera mental y colocando su máscara del vagabundo con una sonrisa amable y algo infantil en sus características.

—¡Pero yo no quiero que Battousai se quede! ¡Quiero que el vagabundo se qued…!— se tapó la boca con una mano, repentinamente consciente de que, en primer lugar estaba siendo increíblemente grosera, y en segundo lugar parecía que le estuviera rogando al pelirrojo, y ella tenía demasiado orgullo como para rogar. Sonrojada por su descaro, se giró para darle la espalda al hitokiri, murmurando entre dientes:— Si quieres irte, vete, pero al menos dime tu verdadero nombre. Battousai es el título que te dieron como patriota hace tantos años. Aunque supongo que no me dirás tu nombre real…

El espadachín la observó por unos cortos instantes con sus ojos violetas, con el rostro carente de emociones. Por un lado, sabía que irse sería lo mejor, pues así evitaría que los problemas que parecían seguirlo a todos lados afectaran a la ojiazul. Pero por otro… vaya Kami a saber qué clase de persona metería ella en su casa la próxima vez, ya que parecía tener la tendencia de invitar gente peligrosa a quedarse con ella.

No era su responsabilidad cuidarla, ni mucho menos, pero si podía hacerlo por unos días o semanas… supuso que no estaba mal que lo hiciera. Al menos, hasta que ella entendiese que no debía ser tan incauta con las personas que introducía en su hogar.

Con un suspiro inaudible, cerró la puerta shōji a sus espaldas, viendo como los hombros de la señorita Kaoru parecían desplomarse con repentino desánimo.

—Himura. —Dijo, llamando la atención de la ojiazul que rápidamente se volteó para mirarlo, con los ojos amplios por la sorpresa de oír su voz dentro del dojo.— Himura Kenshin. Ese es mi verdadero nombre.

Esbozó una sonrisa amable ante el semblante asombrado de la muchacha que, muda, se le quedó mirando con algo parecido a la incredulidad y el alivio brillando en sus ojos azules.

—Estoy algo cansado de viajar. Un vagabundo nunca sabe a dónde irá ni cuánto tiempo se quedará, así que si a usted no le importa, me quedaré un tiempo. —concluyó Kenshin, logrando que el rostro de la chiquilla se iluminase en una sonrisa de verdadera alegría, porque parecía que no tendría que quedarse sola todavía.

—Y… Espera un segundo… —dijo repentinamente Kaoru, estrechando un poco los ojos en dirección de su nuevo compañero, quien repentinamente se quedó paralizado al sentir el recelo comenzar a resplandecer en el ki de la muchacha. ¿Se estaba arrepintiendo de invitarlo a quedarse…? ¿Acababa de caer en cuenta realmente de quién era y se echaría para atrás? No la culparía si lo hiciera, en absoluto.— Si luchaste en el Bakumatsu… ¡¿Qué edad tienes?!

¡Oro! La inesperada pregunta casi lo mandó de bruces al suelo por la sorpresa, y casi de inmediato hizo sonreír en un primer momento al espadachín. Entonces, por primera vez en lo que parecían ser muchos años, soltó una carcajada realmente sincera de inocente diversión, con pura alegría en su tono de voz, riendo por unos buenos minutos para la completa indignación de la ojiazul, que agarró un bokken de la pared más cercana y trató de golpearlo por estarse riendo de ella, olvidándose en su ira que estaba tratando de golpear al samurái más fuerte de Japón. Falló en el intento, una y otra vez, y mientras él la esquivaba ágilmente entre suaves risas, dando saltitos de aquí para allá por el dojo para mantenerse fuera del radio de ataque de la chica, Kenshin no pudo evitar pensar con diversión que su estadía en aquel lugar sería algo entretenido e interesante.

—¡No pareces mayor, no puedes tener más de treinta años, Kenshin!

Y así comienza la historia, con la llegada de un espadachín vagabundo llamado Kenshin Himura a un pueblo cercano a Tokio, en el décimo primer año de la era Meiji.