Así comenzaba: recibía la noticia, fruncía el ceño. Pero invariablemente su voluntad nula, su orgullo ávido y terquedad ineludible admitían esa sola (única) contrariedad.

Asentía.

En contraposición a los mitos que giraban en torno a él, se volvía capaz.

Capaz de guardar silencio, mirarlo apartarse en su atavío negro, en sus zapatos negros y la flor blanca en la solapa. Contemplarlo sonreír con una sonrisa de triunfo y de renovadas esperanzas, porque tal vez ella sí; ella era la indicada.

Capaz de restringir el egoísmo, removerse a tirones la mezquindad. Soportar a veces no poder verlo las noches de sábado -alcohol y bolos, películas malas, viejas o pornografía (que no es lo mismo)-. Compartirlo sin deuda póstuma ni conflicto con la nueva adquisición "decisiva", con la tercera que entraba en discordia en el ambiente de familia informal que ellos sin darse cuenta ya habían establecido.

Hermanos.

Capaz de suavizar la lengua y la arrogancia; cerrar la boca, los puños lacerados sobre el bastón, los ojos ardiendo voluntariamente de inconformidad.

Capaz de ser tolerable. Decirle a regañadientes Acepto ser tu padrino y contenerse todos sus males, aguantar la recepción, soportar no poder hablarle de lo mal que se la estaba pasando, de lo mal que se veía; los obsequios y las palmadas en el hombro; el ¿Qué te has tragado que estás tan quietecito?, el ¿Cómo te la estás pasando?, el Wilson se ve tan feliz...

Sin replicar.

Ni una sola palabra.

Porque a veces era capaz de ser humilde. Porque le bastaban esos escasos minutos que antecedían al cataclismo: Wilson que casi le tomaba de la mano silenciosamente y lo llevaba separadamente antes de la ceremonia, a un rincón asilado y, entre ellos, ancestral.

(La iglesia siempre era la misma.)

Se paraba frente a él, radiante; perfilando una sonrisa que le aquietaba sin remedio el recelo en la boca del estómago y una calidez axiomática que le daba acceso gratuito a las ganas de vivir.

Le miraba profundamente a los ojos azules y no-sabía-cómo no se dejaba someter por su mar trémulo e insaciable de necesidad.

Siempre; siempre le soltaba y volvía a anudar la corbata con dedos temblorosos.

-Sabes que te amo más que a cualquiera...-le decía suavemente. Y de inmediato, para que House no notara cuánto se conmovía, comenzaba a ahuyentarle del saco pelusas imaginarias.-Eres mi persona favorita.-insistía en bajito, poniéndose entonces en evidencia con susurro dulce y roto.

House lo observaba callado. La dicha tangible en su piel, el hálito de fuego en sus ojos castaños y el llanto precipitándose en el temblor de sus labios eran suficientes para hacerle entender que todo lo que le había dicho era cierto.

Lo tomaba por los brazos con fuerza, lo hacía retroceder.

No. No le daba su bendición, no le apartaba con el pulgar las lágrimas ni mucho menos le besaba en la frente -ahí donde parecía tan apropiado y a veces le daban tantas ganas-. Simplemente lo dejaba marchar.

Con una sonrisa triste podía aguardar por la próxima boda, podía prescindir de tirarse al suelo, chillar y patalear; de la voluntad nula, del orgullo insaciable, de la terquedad insustituible. Y aún con aquel miedo perpetuo a la soledad, desprenderse momentáneamente de la persona que, en contadas ocasiones, lo volvía capaz.