Silencio. Todo a mi alrededor era silencio... y penumbra. Aquel sonido, cálido y constante, junto al que me acurrucaba en las noches más frías, se había parado para siempre. Lloré. Lloré con todas mis fuerzas, castigando mi garganta y mis pulmones, hasta agotarme. Quería que volviera a sonar, quería que volviera a abrazarme, quería sentir su piel sobre la mía, sus caricias, su voz, dulce y frágil, como ella, como un cristal a punto de romperse... Sólo una vez... sólo un pálpito más...
¿Se había marchado? ¿Se había ido... sin mi? Me sentía tan débil. Me costaba respirar aquel aire, tan cargado ¿Había huido, dejándome atrás, me había abandonado a mi suerte? Tal vez...
Una pequeña y débil luz rompió de repente las sombras de la habitación. Alguien había entrado y unos pasos, que no había escuchado nunca se acercaron hasta mí. Una sombra, ancha y alargada ascendió hasta el techo, donde comenzó a jugar y retorcerse, junto a las demás.
Por un momento, pensé que había vuelto, que volvería a oírlo, pero estaba equivocado. En lugar de aquel sonido, débil y familiar, una voz, grave y asustada retumbó en mis oídos.
-¿Qué diablos...?
Había vuelto a aquel lugar muchas veces. Iba siempre que podía. En el orfanato me daban permiso para hacerlo todas las tardes y nunca, ni tan siquiera la primera vez que cogí yo sólo el autobús, con siete años, tuve miedo. Porque sabía que ella estaría allí, esperándome.
Mi madre, aquella a la que había añorado tanto, durante todos y cada uno de mis años de mi existencia, me recibía siempre con los brazos abiertos. No me importaba su silencio, no me importaban sus palabras, sólo el latido de su corazón, el pálpito suave de su vida (y también de la mía) recorriendo su cuerpo. Aunque ya no podía oírlo, podía sentirlo, a mi alrededor, recorriendo el suelo, bajo las tablas, brotando bajo el papel de las paredes, anegándolo todo de su olor, de su presencia. Pasaba todo el tiempo que podía allí. Cuando la luz anaranjada del atardecer se apagaba, volvía al orfanato e intentaba comportarme lo mejor que podía, para que me dejaran volver al día siguiente.
Aunque sabía que no hacía nada malo, a veces recibía gritos y regañinas cuando me pasaba por allí. Sobretodo de aquel hombre... el que gritaba tanto. Nunca pensé que fuera capaz de ir más allá de los insultos, pero me equivoqué. Fue el golpe más doloroso que recibí en mi vida. Me había dejado los cinco dedos marcados en la cara y la nariz me había empezado a sangrar. Sentía mareos y náuseas y estaba tan asustado que hasta tenía miedo de llorar. Volví con mi madre, me dejé caer sobre ella, boca abajo, esperando que me consolara, que enjugara mis lágrimas y que me confortara con el sonido de su voz.
Pero sólo recibí silencio. El silencio de una madre que da la espalda a su hijo cuando llora. El tipo de sonido que produce un corazón cuando deja de latir. Entonces, entendí. Comprendí mi error. Ella me había abandonado de verdad. Aquel sonido sólo estaba en mi cabeza y ya no volvería a escucharlo jamás. Había muerto, me había abandonado al igual que mis esperanzas, y yo no dejaba de sangrar. La odié por eso.
Volví caminando a la estación, lentamente. Me costaba mucho mover las piernas, que parecían haberse convertido en dos vigas de plomo. La lluvia no dejaba de caer, empapándome el cabello y la camiseta, la cual estaba ahora anegada en sangre y se me pegaba de forma viscosa al cuerpo. Bajo las luces eléctricas de la noche, nadie parecía percatarse de mi presencia, o tal vez temieran hacerlo. Recorrí aquella avenida con el corazón y la nariz rotos, sin que nadie detuviera mi marcha, hasta el autobús.
Pero al día siguiente, la hermana Claudia puso en mis manos la solución. Sólo veintiún latidos, veintiún corazones me separaban de mi madre, a la que quería con tanta devoción que había llegado a odiarla.
