Los personajes de Miraculous Las aventuras de Ladybug and Chat Noir, no me ha pertenecido, le pertenece a Thomas Astruc, Así como también a mí me gusta la novela sobre la que está basando esta adaptación.

Adaptación del Libro: "Llevame a Algún Lugar" de Alice Kellen.

Espero que disfrutan de la lectura.

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Marinette

Me sudaban las manos, tenía el estómago revuelto y notaba un ligero tema que se extendía por mis piernas, como si fuesen de gelatina.

Jamás me había sentido sentido nervioso. Probablemente, era un punto de sufrir un ataque de ansiedad.

Respiré hondo repetidas veces, intentando alejar mis temores.

Hubo bastantes alumnos reunidos en el salón de actos de la universidad y todos ellos tenían el mismo objetivo: participar en el concurso de la cadena local de la televisión del condado de Berkshire.

Cada cuatro años - como si una olimpiada se tratase -, la cadena Princett colaboró con la universidad de Reading, dirigiendo y organizando el concurso Joven Promesa.

Podía presentarse en el casting inicial de los alumnos matriculados en periodismo en la universidad, abarcando todos los cursos. En la primera página, que era exactamente donde me habían visto, se elegía a los seis participantes que formaban parte del concurso. Durante el año escolar, exactamente hasta el mes de marzo, los seis afortunados se han dado a conocer y se han dado a conocer como locutores, se han emitido en el canal en línea del campus.

¿Cómo ganar? Conquistando al público.

Los reportajes se publicarán en la página web de la universidad y los alumnos votarán sus favoritos, dando como resultado a los dos finalistas tras varias rondas de eliminación. Eso sí, afortunadamente el ganador definitivo será decisión de los jueces. Sin embargo, para conseguir llegar a participar en el último reportaje, era obvio que había que caerle en gracia al público. Así funcionaba también la audiencia en la vida real.

El suculento premio era poder trabajar durante uno de los meses de verano en la cadena Princett. A pesar de que consistía en cubrir un puesto de becaria ―nunca estaba de más aprender a preparar cafés o reorganizar el papeleo de tus superiores―, era una oportunidad única. Podías conocer desde dentro cómo funcionaba una cadena de televisión, conseguir valiosos contactos y, todavía más importante, tener una experiencia en el sector para poder trazar la primera línea del currículum.

Años atrás, ganar el concurso había sido crucial para muchos locutores que terminaron ocupando puestos privilegiados e importantes. Hacerse con el galardón Joven Promesa, abría muchas puertas.

En el salón de actos de la universidad, se llegaron a congregar alrededor de treinta alumnos para presentarse al casting. Todos estábamos de pie, formando una perfecta fila india, a la espera de que el acto comenzase.

En la primera hilera de butacas, estaban sentados los colaboradores de la cadena que se encargarían, poco después, de elegir a los seis participantes; entre los jueces se incluía también el famoso presentador estrella de la cadena Princett, Alec Cataldi. Observé con atención cómo se acomodaban en los asientos y preparaban algunos papeles para tomar anotaciones, antes de desviar la mirada para centrarme en mis compañeros.

La mayoría parecía compartir mi nerviosismo. Eh bien. Intenté distinguir algún rostro familiar, pero apenas había alumnos de primero, casi todos eran de cursos más avanzados. Una pequeña ventaja que a mí no me favorecía.

Cuando Alec Cataldi se levantó de una de las butacas y subió al escenario, logró acaparar la atención de los alumnos. Los murmullos se silenciaron rápidamente dando paso a un inquietante silencio. El famoso presentador dirigió el micrófono hacia sus labios sin prisa y sonrió de un modo estúpidamente encantador antes de hablar.

―Supongo que muchos ya me conocen por presentar las noticias de la noche en la cadena Princett ―cogió mucho aire de golpe y fingió sentirse abrumado por la emoción. Luego miró nuevamente al público y, cuando volvió a hablar, advertí el leve eco de su voz que parecía golpear contra las paredes del salón de actos―. Pero hoy quiero dirigirme a ustedes como uno más. Hace unos años, también estaba ahí abajo, mirando de reojo a un escenario que me aterrorizaba, a la espera de realizar el primer casting de mi vida.

Intentaba mostrarse cercano, quería que nos sintiésemos identificados. Pestañeó en exceso, fingiendo estar conmovido; Alec Cataldi sabía qué gesto debía utilizar en cada momento. Habitualmente vestía riguroso traje de chaqueta, pero para la ocasión había optado por unos pantalones color caqui y una camiseta informal. No me gustaba como presentador, pero debía admitir que actuar se le daba genial.

―¿Sabéis lo que ocurrió al final, verdad? Gané el concurso ―sonrió con satisfacción―. Es una experiencia inigualable. Un trampolín laboral ―señaló con un dedo al público y lo movió de un lado a otro, abarcando el perímetro del salón de actos―. Todos tienen la oportunidad de ganar. Dejen atrás los nervios, suban al escenario y demuestren lo que son capaces de hacer.

Una entusiasta tanda de aplausos retumbó en las paredes del salón de actos. Los estudiantes se manifestaron sumamente emocionados tras el discurso, sentimiento que no compartía. Me pregunté cuántos de mis compañeros se habían presentado al casting solo para poder ver al presentador en vivo y en directo.

No me gustaba Alec Cataldi, su mirada era siempre esquiva. No solo era conocido por presentar las noticias de la noche, sino también por sus escarceos con jóvenes famosas y por protagonizar portadas en conocidas revistas del corazón. Su vida privada, había sido el desencadenante hacia la audiencia.

Cuando él volvió a sentarse, sin más preámbulos, el jurado le indicó al primer alumno de la fila que subiese al escenario. Guardamos silencio absoluto.

Observé al joven delgado que se dirigía hacia el micrófono con cautela. Se colocó con el dedo meñique las enormes gafas redondas que acaparaban la atención sobre su rostro y comenzó a informar sobre un asesinato cometido cerca del centro de Londres, a plena luz del día.

Tras la primera prueba, el escenario fue ocupado por un alumno tras otro hasta que la longitud de la fila, donde me encontraba, disminuyó. Algunos estudiantes tartamudeaban, se trababan o repetían en exceso ciertas palabras; probablemente serían descalificados por ello. Distinguí rápidamente a los que más destacaban: una chica menuda de voz dulce parecía haber seducido al jurado con su inocencia, a pesar de que se mostraba nerviosa. Lê Chien Kim ―a quién conocía de la clase de literatura, aunque cursaba segundo curso, porque había repetido esa asignatura―, hizo un reportaje sobre una fábrica de ositos de peluche y encandiló al público con comentarios graciosos.

Cuando llegó mi turno, exhalé despacio. Ascendí con una lentitud preocupante los escalones que dirigían al escenario. Quería huir. Durante unos instantes, me convencí de que presentarme al concurso había sido una mala idea. Casi me obligué a caminar, porque mis piernas no parecían querer hacerlo por inercia.

Centré la mirada en el micrófono, evitando así enfrentarme al jurado. Percibía decenas de ojos clavados en mí evaluándome con detenimiento, exactamente como yo había hecho con mis compañeros minutos atrás. Intenté dejar atrás la inseguridad que me abrazaba e imaginé que estaba sola en mi habitación, ensayando. Cogí el micrófono y sonreí.

―Las últimas estadísticas indican que París continua siendo el segundo destino turístico más popular del mundo, por detrás de Londres, con más de 42 millones de visitantes extranjeros al año ―dije―. Cuenta con muchos de los monumentos más admirados, tales como la Catedral de Notre Dame, el Arco de Triunfo, el Panteón, la Ópera Garnier… y por supuesto la famosa Torre Eiffel, que pueden ver a mi espalda ―extendí la mano hacia atrás, ladeando ligeramente la cabeza, como si estuviese mostrándole al espectador la obra de Gustave Eiffel, fingiendo que me encontraba en el extremo del Campo de Marte, a la orilla del río Sena―. La capital francesa también alberga reconocidas instituciones culturales, como el Louvre, el Museo Orsay o el Museo Nacional de Historia Natural ―concluí, dedicándole al jurado la más amplia de mis sonrisas―. Les ha informado Marinette Dupain-Cheng.

Al terminar, respiré hondo. Cuando miré hacia el grupo del jurado, distinguí a Alec Cabaldi sonriendo; quise pensar que aquello era una buena señal. Mientras bajaba los escalones del escenario, y avanzaba hacia el grupo de alumnos que ya habían realizado su presentación, rememoré mi actuación.

No me había trabado o equivocado ni una sola vez. Había utilizado un tono claro y lineal y, aunque me preocupaba que mi acento francés pudiese notarse en exceso y desagradarles, estaba convencida de que lo había hecho bastante bien.

Agité las manos, como si de ese modo fuese a expulsar el nerviosismo y la energía negativa que se apoderaba de mí. Ya estaba hecho, no había vuelta atrás.

Alcé la vista hacia el escenario, al tiempo que el siguiente estudiante caminaba con despreocupación hacia el centro, preparándose para dar su noticia. Tenía el cabello rubio, ligeramente despeinado, y vestía de un modo informal pero andaba con cierta elegancia. Sonrió cuando sus dedos rozaron el micrófono. No era una sonrisa inocente. Era una de esas ladeadas sonrisas provocadoras e, inmediatamente, advertí que algunas chicas a mi alrededor comenzaban a susurrar entre ellas. Pathétique.

En cuanto empezó a hablar, conquistó al público y probablemente también al jurado. Tenía una voz profunda, algo ronca y su inglés era clásico, con ese típico acento refinado característico de ciertas zonas del país. No se mantenía quieto en el escenario como sí habíamos hecho todos los demás, sino que caminaba de un lado a otro con seguridad y soltura. Cuando terminó el reportaje, mostró otra irresistible sonrisa e, inconscientemente, puse los ojos en blanco. Bien. Vale. Era insultantemente guapo, ¿pero acaso no era triste que utilizase sus encantos físicos para destacar entre los demás? Ligeramente molesta, miré a varias de las concursantes y advertí que la gran mayoría llevaban ajustadas camisetas que dejaban a la vista pronunciados escotes. Touché. Empecé a sentirme como una especie en extinción.

A pesar de que al finalizar mi actuación me había sentido bastante satisfecha, cuando el casting concluyó y el jurado se reunió para deliberar sus elecciones, me convencí de que no formaría parte de los seis seleccionados; era más fácil prepararme para lo peor y luego alegrarme en caso de que hubiese suerte.

Kim apoyó una mano en mi brazo, llamando mi atención.

―¿Nerviosa?

―Como todos, supongo ―me encogí de hombros―. Tu reportaje ha sido genial. Muy divertido.

―Gracias ―sonrió con sinceridad―. Pero si alguien tiene posibilidades de ganar, sin duda, eres tú.

Bufé, incrédula.

―En serio, el acento te da un punto extra ―entrecerró los ojos―, además, tienes una vocecita encantadora.

Dejamos de hablar cuando el jurado comenzó a ponerse en pie. Me sorprendió que tomasen la decisión tan rápido; no era un buen augurio. Se dirigieron hacia nosotros y Alec Cabaldi volvió a convertirse en el centro de atención cuando habló.

―Antes de dar los nombres de los seis estudiantes seleccionados, quiero felicitar a todos los presentes ―dijo―. El nivel ha sido muy alto desde el principio. Es un honor para mí y mis compañeros poder descubrir el talento que tienen.

Dejando a un lado las palabras de consuelo, Alec clavó la mirada en el papel que sostenía en las manos.

―Los nombres de los seleccionados son: Mylène Haprèle, Ondine Faith, Lê Chien Kim, Adrian Agraste…

El joven que tanto había destacado sobre el escenario gracias a sus encantos físicos, consiguiendo suspiros por parte de algunas chicas, dio un paso al frente rompiendo la fila.

―Es Adrien Agreste ―le corrigió, sin el menor tono de duda en la voz.

Alec frunció el ceño, molesto por la interrupción.

―Como sea, Adrien Agreste ―tosió, aclarándose la garganta―. Marinette Dupain-Cheng y Lila Rossi.

Solté todo el aire que había contenido, respirando al fin tranquila. Quise gritar de emoción, saltar felizmente o bailar alguna danza ridícula pero, lógicamente, me contuve como todos los demás y apenas me moví unos centímetros. Permanecí clavada en el suelo como una fría estatua con la mirada fija en los integrantes de la cadena. Sonreí tímidamente, pero luego me sentí algo alicaída por los alumnos no seleccionados que comenzaron a abandonar el salón de actos. Dos de las chicas ganadoras, que al parecer también eran amigas, sea cercaron a felicitarme.

―Me llamo Mylène ―dijo la más bajita. Era la joven que tenía una voz angelical.

―YoMarinette ―respondí, notando las palabras espesas, como si todavía me costase pronunciar adecuadamente a causa de los nervios―. Encantada.

Miré a su amiga Ondine, dispuesta a presentarme, pero antes de que pudiese hacerlo Lila Rossi se interpuso entre nosotras. Alzó los brazos hacia mí, gesticulando en exceso con las manos, detalle que habitualmente me sacaba de quicio.

―¡Me ha encantado tu actuación, Marinette! Eres muy tierna ―apoyó sus dedos en mi hombro, adueñándose de una confianza que no le había dado―. ¿De dónde eres?

―París, Francia ―dije de forma autómata. Había respondido infinidad de veces esa pregunta durante el curso de verano de la universidad, donde casi todos éramos extranjeros.

―Oh, qué envidia ―sonrió―, ¡adoro la ciudad del amor!

En cuanto Alec se acercó a nosotros, Lila me dio la espalda dispuesta a aprovechar la oportunidad para charlar con él.

Miré a mi alrededor y advertí que los alumnos que no habían sido elegidos ya habían abandonado el salón de actos. Me sobresalté al notar una mano rozando delicadamente mi cintura; di un paso hacia atrás, apartándome súbitamente, como si el contacto quemase.

Adrien Agreste sonrió.

―Felicidades ―dijo secamente.

―Lo mismo digo.

Durante más tiempo del adecuado, Adrien me miró fijamente. Estaba a punto de decir algo que lograse romper el incómodo silencio, cuando él dio media vuelta y empezó a hablar con Mylène.

Me situé al lado de Kim, dado que era el único finalista al que conocía.

Una mujer, que había formado parte del jurado, se acercó a nosotros y nos repartió unas carpetas de color azul.

―Supongo que están al tanto de cómo funciona el concurso ―dijo―, si tienen alguna duda, encontrarán un informe detallado dentro de las carpetas, así como las fechas y el horario de los reportajes que deben realizar ―especificó―. Les recuerdo que se emitirán en directo a través del canal online de la universidad y que, dependiendo de las votaciones recibidas en la página web de la cadena, tras cada tanda se descalificará a dos participantes que deberán abandonar el concurso.

No parecía emocionarle la idea de explicarnos los detalles, se mostraba desganada y fruncía los labios constantemente. Aclaró que iríamos acompañados por una cámara y un programador informático para grabar los reportajes y que no había opción de repetir la toma en caso de que saliese mal.

Hizo hincapié en el elevado coste que suponía un directo.

―… tal como acordamos con el consejo de la universidad, el concurso finalizará en marzo para que no suponga un problema de cara a los exámenes finales ―nos recordó―. Cada mes se realizará un reportaje. Y cada tanda eliminatoria consta de dos reportajes, lo cual supone que en diciembre habrá cuatro participantes y, por ende, en febrero quedarán los dos finalistas ―suspiró sonoramente―. La final será en marzo. Ese reportaje será improvisado, no les daremos un tema en concreto sobre el que tratar. Y como saben, el ganador será elegido por nosotros, los jueces.

Se llevó las manos a la cabeza y cerró los ojos durante unos segundos, como si estuviese intentando recordar algo importante.

―Ah, sí, necesitamos sus datos completos ―añadió, rebuscando en su carpeta hasta que dio con los papeles indicados―. Es de crucial importancia que el teléfono que facilitéis, esté operativo.

Nos indicaron que en cuanto terminásemos de rellenar el papel con los datos correspondientes, podíamos marcharnos; así que en cuanto tracé mi firma, me guardé el bolígrafo en el bolso y me despedí rápidamente de los demás, salí casi corriendo del salón de actos.

Agradecí el viento que soplaba, revolviéndome el cabello y despejando mi mente. Respiré hondo, sintiéndome satisfecha conmigo misma, y comencé a caminar a paso raudo por las inmediaciones de uno de los tres campus repartidos por la zona estudiantil de la ciudad. Empezaba a oscurecer, pero todavía había bastante gente deambulando por las calles de piedra que recorrían la universidad de Reading.

Reading se encontraba dentro del condado de Berkshire, en Inglaterra; a medio camino entre Londres y Oxford. Albergaba alrededor de 15.000 estudiantes de diferentes nacionalidades. A menudo la denominaban «ciudad universitaria».

Llegué a Reading, junto a mi mejor amiga Alya, a principios de julio con la intención de aprovechar el periodo vacacional para instalarnos en la residencia, así podríamos acudir al curso que ofrece la universidad para alumnos extranjeros y conocer mejor la ciudad.

Casi todos los alumnos de primer año ―especialmente si no eran de nacionalidad inglesa―, convivían en las numerosas residencias que había en los tres campus universitarios. En resumidas cuentas, significaba que tenías que compartir habitación con otros compañeros, ser puntual con el horario de comidas si no querías quedarte con el estómago vacío y sociabilizarte más de lo deseado.

Los estudiantes que llevaban un par de años en la universidad, solían abandonar la residencia en busca de libertad. Alquilaban pisos compartidos si podían permitírselo económicamente e incluso habitaciones sueltas.

Proseguí caminando por el campus universitario, que estaba repleto de jardines cuya viveza contrastaba con los caminos peatonales y los edificios construidos en piedra. Me dirigí hacia uno de los jardines y, tras sacar el móvil del bolsillo del pantalón, me senté sobre el césped con las piernas cruzadas.

Advertí que mi padre me había enviado nuevamente uno de sus filosóficos mensajes. O como él solía decir, cito textualmente: «Palabras llenas de inspiración». Desde que había abandonado París para acudir a la universidad a principios de verano, se había convertido en una costumbre diaria.

« El éxito consiste en vencer el temor al fracaso ».
Charles Augustin Sainte-Beuve.

Sonreí en cuanto terminé de leer el mensaje y marqué a toda prisa el número de mi casa.

―Hola, cielo ―respondió mi madre al otro lado de la línea―, ¿cómo ha ido el día?, ¿qué has comido? Me preocupa que la comida del comedor no sea sana…

―¡Mamá, me han seleccionado para el concurso!

―Cariño, ¡eso es… maravilloso! ―escuché cómo llamaba a mi padre a gritos para contarle la noticia―. Estamos orgullosos de ti. No pude evitar sonreír. ―Tendrás que explicarme dónde puedo ver los reportajes ―dijo―. Ya sabes que el Sr. Internet y yo no nos llevamos demasiado bien.

Les relaté a mis padres cómo había sido mi actuación, lo que sentí sobre el escenario frente a todos los estudiantes, el proceso de selección y las primeras impresiones de los otros cinco finalistas. Mientras contaba lo ocurrido detalladamente, mamá reía de vez en cuando con cierto nerviosismo; por el tono de su voz, notaba que intentaba disimular lo mucho que le emocionaba la noticia. El único propósito de mis padres, desde que tenía uso de razón, era que fuese a la universidad.

Ellos eran dos panaderos, cada uno a su manera, y valoraban el arte de hacer pan como pocos más lo hacían. Mamá era pintora. Había estudiado economía en la universidad, pero dejar a un lado su pasión para sumergirse en un montón de papeles repletos de números no era una opción. Ella necesitaba pintar. Y nosotros necesitábamos ver cómo lo hacía. Era cierto que no era un trabajo bien valorado ―al menos no económicamente―, pero no existía nada más gratificante que verla con su bata blanca, repleta de coloridas manchas de pintura, moviéndose ajetreada por su pequeño estudio con una brocha en la mano. Me encantaba sentarme en el sofá que había al fondo de la habitación, bajo el ventanal tras el que se dibujaba la ciudad de París, para observar ensimismada cómo pintaba un cuadro tras otro. La inspiración le llegaba a trompicones, mamá no era especialmente constante, pero cuando eso ocurría entraba en un maravilloso estado creativo. Se le iluminaban los ojos y éstos se tornaban ligeramente acuosos, casi como si fuese a llorar por la emoción contenida. Un rubor rosado se propagaba por sus mejillas y era incapaz de escuchar o ver nada de lo que ocurría a su alrededor, como si el mundo entero se hubiese congelado para ella. Vendía algunos cuadros.

Cada vez más, probablemente por el efecto producido por el boca a boca de sus fieles clientes. Sin embargo, seguía sin ser suficiente ―especialmente si comparábamos las ganancias con el salario medio―, pero tanto mi padre como yo teníamos la certeza de que algún día sería reconocida como una gran artista.

Papá, por el contrario, sí tenía un trabajo estable. Y además, era el trabajo de sus sueños. Desde hacía más de quince años, atendía su propia panadería, siguiendo los pasos de su padre. A él le entusiasmaba las creaciones que hacía con la harina y los glaseados y más si mamá lo apoyaba en ello. Era una labor gratificante. Salía de casa a las ocho de la mañana―a pesar de que la panadería estaba debajo de ella ―con una radiante sonrisa en los labios. Y cuando regresaba, contra todo pronóstico, esa sonrisa no había disminuido sino que era todavía más amplia.

Mis padres se conocieron en la feria cultural independiente que se organizaba anualmente en la ciudad. Ella presidía una pequeña caseta, junto a otros pintores poco reconocidos, donde exponían sus cuadros. Papá era un visitante más a la espera de pasar un día agradable en la transitada feria. Él se quedó totalmente prendido por uno de los cuadros de mi madre y se decidió a comprarlo, aunque para ello tuviese que gastarse los ahorros de todo un año. Cuando él pagó y ella fue a devolverle el cambio, sus dedos se rozaron y… ya está. Así fue su historia de amor. Increíble, pero cierto. Dos años después, me trajeron al mundo.

Decidieron llamarme Marinette porque etimológicamente el nombre proviene de «Marina». Les gustó porque era un símbolo de Tranquilidad Nunca me he interesado demasiado por el significado de los nombres, pero mis padres le dan mucho valor a ese tipo de cosas que a mí suelen parecerme poco fiables.

Gracias al esfuerzo de mis padres, asistí desde pequeña a un colegio bilingüe. Obtener el certificado de uso de inglés como primera lengua era una gran ventaja para, más tarde, introducirme en el mundo laboral. Cuando, el pasado año, convocaron las becas para acudir a una universidad extranjera de habla inglesa, no me lo pensé dos veces.

Siempre me había preocupado por mis calificaciones, no solo porque quería compensar todo lo que mis padres habían hecho por mí ―por decirlo de un modo elegante, en casa no sobraba ni un céntimo―, sino porque realmente me importaba. Me había interesado por el periodismo desde pequeña, había participado en todos los diarios escolares desde primaria y me encantaba ver las noticias, contrastar datos, comparar diferentes puntos de vista, documentarme… Siempre quise pensar que sin información, en todos los sentidos, no éramos nada.

Y ahora, era finalista del concurso.

Y quería ganar.

N.A.

Leí esta novela de Blake y Léane, y cada que la leía, no podía evitar imaginarme a Adrien y a Marinette.

Hice unos ligeros cambios en la trama, Los padres de Léane (en este caso Marinette), son Un profesor de Literatura y una pintora, aquí sólo cambie el hecho de la literatura por la panadería.

La estoy adaptando lo más posible a Miraculous, pero es importante que Adrien sea de Nacionalidad Inglesa.

Posiblemente actualice diario o cada dos días.

~Chattounette.