Sumary Completo: El teniente Emmett McCarthy se hallaba cara a cara con una mujer muerta... que empuñaba una pistola. Su investigación por homicidio, y su corazón, se volvieron un torbellino cuando Rosalie Hale resultó estar viva y coleando... y en posesión de uno de los enormes diamantes azules conocidos como las Estrellas de Mitra. Aquel frío y circunspecto policía no permitía que los sentimientos se interpusieran en su trabajo, y todo lo que sabía sobre la famosa heredera le inducía a pensar que era puro veneno. Pero en su irresistible presencia resultaba difícil recordar que hubiera otros misterios más importantes que resolver que la propia Rosalie.
I'm back again! y con una super historia jejej la cual espero gzte y enamore tanto como las anteriores jejeje espero ke les gzte este primer capitulo... jeje pronto descubriran kien es el "diablo" y xq Rose sta "muerta" jejeje
Recuerden de que nada me pertenece. La historia pertenece a Nora Roberts y los personajes a Stephanie Meyer
Capitulo 1
La chica del retrato tenía un rostro capaz de dejar a un hombre sin aliento y turbar sus sueños. Era, posiblemente, lo más cercano a la perfección que podía alcanzar la naturaleza. Sus ojos azul láser susurraban sensualmente y sonreían, sagaces, bajo las densas pestañas negras. Las cejas describían un arco perfecto, y un leve y coqueto lunar punteaba el extremo inferior de la izquierda. La tez era tersa como porcelana y bajo ella se advertía un leve atisbo de cálido rosa, lo bastante cálido como para que uno fantaseara con que aquel ardor prendiera sólo para él. La nariz era recta y finamente esculpida. La boca, una boca difícil de olvidar, se curvaba seductoramente, suave como un almohadón y, sin embargo, de formas fuertes. Una roja tentación tan atrayente como el canto de una sirena.
Enmarcando aquel rostro turbador, una salvaje cascada de pelo rubio como los rayos del sol se precipitaba sobre los hombros desnudos y blancos. Reluciente, abundante, hermosísimo. Una melena de ésas en las que hasta un hombre de carácter podía perderse, hundiendo las manos en aquella rubia seda, mientras su boca se sumía más y más adentro en aquellos labios sonrientes y tersos.
Rosalie Hale, pensó Emmett, la efigie misma de la belleza femenina.
Lástima que estuviera muerta.
Se apartó del retrato, molesto por la atracción que ejercía sobre su mirada y su psique. Había querido pasar un rato a solas en la escena del crimen después de que acabara el equipo forense, una vez el juez hubo ordenado el levantamiento del cadáver, cuyo rastro permanecía aún allí como una fea silueta de forma humana, manchando el pulimentado suelo de nogal.
Era bastante fácil adivinar cómo había muerto. Una terrible caída desde el piso de arriba, a través de la sinuosa barandilla, ahora rota y afilada, hacia abajo, con la linda cara primero, sobre la mesa de cristal del tamaño de un lago.
La muerte le había arrebatado su belleza, pensó Emmett, y eso también era una lástima.
Era también fácil de adivinar que alguien la había ayudado en su fatal salto al vacío.
La casa, pensó Emmett mirando a su alrededor, era magnífica. Los altos techos acrecentaban el espacio, y media docena de generosas claraboyas dejaban entrar la luz rosada y esperanzadora de los últimos rayos de sol. Todo se curvaba: la escalera, las puertas, las ventanas. Muy femenino, supuso Emmett. La madera relucía, el cristal brillaba, los muebles eran, saltaba a la vista, antigüedades selectas. Alguien iba a pasar un mal rato quitando las manchas de sangre de la tapicería gris paloma del sofá.
Intentó imaginarse cómo era la casa antes de que quien hubiera ayudado a Rosalie Hale a saltar invadiera aquellas habitaciones. No habría figuritas rotas, ni cojines rajados. Las flores estarían meticulosamente ordenadas en sus jarrones, en lugar de aplastadas sobre las intrincadas cenefas de las alfombras orientales. Y, desde luego, no habría sangre, cristales rotos, ni capas del polvillo que los equipos forenses utilizaban para encontrar las huellas digitales.
Aquella chica vivía bien, pensó Emmett. Desde luego podía permitírselo. Se había convertido en una rica heredera al cumplir veintiún años. La privilegiada, mimada huérfana, la díscola muchacha del imperio Hale. Una educación excelente, club de campo, y quebraderos de cabeza, imaginaba Emmett, de la rancia y conservadora familia Hale, de los famosos grandes almacenes Hale.
Rara era la semana que no aparecía una mención a Rosalie Hale en las páginas de ecos sociales del Washington Post, o una foto de un paparazzi en las revistas del corazón. Y, normalmente, no por sus buenas acciones.
La prensa pondría el grito en el cielo en cuanto trascendiera la noticia de la postrera aventura de la vida y milagros de Rosalie Hale. No faltarían tampoco las alusiones a sus muchos lances. Posar desnuda a los diecinueve años para el póster central de una revista, sus tórridos y notorios amoríos con un casadísimo lord inglés, sus devaneos con un galán de Hollywood.
Emmett recordaba que en su elegante y sofisticado cinturón había otras muescas. Un senador de los Estados Unidos, un escritor de best-sellers, el artista que había pintado su retrato, la estrella de rock que, según se rumoreaba, había intentado quitarse la vida al plantarlo ella.
Su vida había sido corta, pero intensa en amores.
Rosalie Hale había muerto a los veintiséis años.
El trabajo de Emmett consistía en esclarecer no sólo el cómo, sino también el quién. Y el porqué.
Del porqué, ya tenía cierta idea: las tres Estrellas de Mitra, ulios diamantes azules que valían una fortuna, el acto desesperado e impulsivo de una amiga, y la avaricia.
Emmett frunció el ceño mientras recorría la casa vacía, catalogando los acontecimientos que lo habían llevado a aquel lugar, a aquel punto. Debido a su interés por la mitología, interés que cultivaba desde niño, sabía algo acerca de las tres Estrellas. Eran éstas materia de leyenda, y en otro tiempo habían estado agrupadas en un triángulo de oro que sostenía en sus manos una estatua del dios Mitra. Una piedra para el amor, recordó, repasando los pormenores del caso mientras subía las curvadas escaleras que llevaban al primer piso. Una para el conocimiento, y la última para la generosidad. Mitológicamente hablando, aquél que poseyera las Estrellas obtendría el poder del dios. Y la inmortalidad. Lo cual era, naturalmente, una memez. Sin embargo, ¿no era extraño, pensó Emmett, que últimamente hubiera soñado con refulgentes piedras azules, con un tétrico castillo envuelto el bruma, con una habitación dorada? Había también un hombre de Ojos tan pálidos como la muerte, pensó, intentando aclarar los detalles confusos del sueño. Y una mujer con el rostro de una diosa.
Y su propia y violenta muerte.
Emmett se sacudió la inquietante sensación que acompañaba el recuerdo de los jirones de aquel sueño. Lo que necesitaba eran datos, datos lógicos y elementales. Y el hecho era que aquellos tres diamantes, cada uno de los cuales pesaba más de cien quilates, valían el rescate de seis reyes. Y alguien los ambicionaba, y no le importaba matar para poseerlos.
Los cuerpos se le amontonaban como leña, pensó pasándose una mano por el pelo negro. Por orden de fallecimiento, el primero había sido Thomas Salvini, socio de la casa Salvini, expertos en gemas contratados por el Instituto Smithsonian para autentificar y tasar las tres piedras. Todas las pruebas indicaban que Thomas Salvini o su gemelo, Timothy, no se habían conformado con autentificarlas y tasarlas. Más de un millón de dólares en efectivo evidenciaban que tenían otros planes... y un cliente que quería las Estrellas de Mitra para sí mismo.
Aparte de eso, había que tener en cuenta la declaración de una tal Bella Swan, hermanastra de los Salvini y testigo ocular del fratricidio. Swan, gemóloga de impecable prestigio, decía haber descubierto los planes de sus hermanastros para falsificar las piedras, vender los originales y dejar el país con los beneficios. Ella había acudido a ver a sus hermanos a solas, pensó Emmett sacudiendo la cabeza. Sin contactar con la policía. Y había decidido enfrentarse a ellos después de enviar dos de los diamantes a sus dos mejores amigas, separándolos con intención de protegerlos. Emmett dejó escapar un leve suspiro al pensar en las misteriosas mentes de los civiles.
En fin, Bella Swan había pagado muy caro su impulso, pensó. Se había visto implicada en un espantoso crimen, había conseguido a duras penas escapar con vida... y con el recuerdo de aquel incidente y de todo lo anterior bloqueado durante días.
Emmett entró en el dormitorio de Rosalie. Sus ojos de tonos dorados y pesados párpados recorrieron fríamente la habitación, que alguien había registrado brutalmente.
¿Y había acudido entonces Bella Swan a la policía? No, había elegido a un investigador privado en el listín telefónico. Los labios de Emmett se afinaron, llevados por la irritación. Sentía muy poco respeto y aún menos admiración por los investigadores privados. Por pura suerte, Swan se había topado con uno bastante decente, reconoció Emmett. Edward Cullen no era tan malo como la mayoría, y había logrado, también por pura suerte, Emmett estaba seguro, olfatear un rastro. Y, de paso, había estado a punto de lograr que lo mataran.
Lo cual condujo a Emmett al cadáver número dos. Timothy Salvini estaba ahora tan muerto como su hermano. Emmett no podía reprocharle a Cullen que se hubiera defendido de un hombre armado con un cuchillo, pero cargarse al segundo Salvini los había llevado a una vía muerta.
Y, durante aquel fin de semana del Cuatro de julio tan movidito, la otra amiga de Bella Swan se había escapado con un cazarrecompensas. En una extraña muestra de emoción aparente, Emmett se frotó los ojos y se apoyó contra el quicio de la puerta.
M.B. Alice. Emmett había estado interrogándola personalmente. Y era él quien debía decirle, al igual que a Bella Swan, que su amiga Rosalie había muerto. Su sentido del deber incluía ambas tareas.
Alice tenía la segunda Estrella y había permanecido huida con el cazarrecompensas Jasper Withlock desde el sábado por la tarde. Aunque sólo era lunes por la tarde, Alice y su compañero habían conseguido acumular cierto número de tantos: incluyendo tres cuerpos más.
Emmett meditó sobre el estúpido y despreciable prestamista que no sólo le había tendido a Withlock una trampa encargándole la falsa tarea de atrapar a Alice, sino que además se dedicaba al chantaje. Los asesinos a sueldo que habían perseguido a Alice formaban probablemente parte de sus tejemanejes, y habían acabado con su vida. Luego habían tenido muy mala suerte en una carretera mojada por la lluvia.
Lo cual lo llevaba a otro callejón sin salida.
Rosalie Hale era posiblemente otro más. Emmett ignoraba qué podía deducir de su casa vacía, de sus desordenadas pertenencias. Aun así, lo inspeccionaría todo pulgada a pulgada, paso a paso. Ése era su estilo.
Sería minucioso, preciso, y daría con las respuestas. Creía en el orden, y en la ley. Creía, irreductiblemente, en la justicia.
Emmett McCarthy era un policía de tercera generación que había ascendido hasta el rango de teniente gracias a su innata destreza para el trabajo policial, una paciencia casi aterradora y una afiladísima objetividad. Sus subordinados lo respetaban. Algunos, en secreto, lo temían. Emmett era muy consciente de que a menudo se referían a el como La Máquina, y no se ofendía. Las emociones, la ira, el dolor y la culpabilidad que los civiles podían permitirse no tenían cabida en su trabajo. Se tomaba como un cumplido que lo considerasen distante, incluso frío y cerebral.
Permaneció un instante más en la puerta. El espejo de marco de caoba del otro lado de la habitación reflejaba su imagen. Era un hombre alto y bien proporcionado, con músculos de hierro bajo la negra americana. Se había aflojado la corbata porque estaba solo, y el paso de sus dedos le había desordenado ligeramente el cabello, que era negro y abundante, un tanto ondulado, y que solía apartarse del semblante serio, de cuadrada mandíbula y piel tostada.
La nariz, que se había roto hacía años, cuando todavía iba de uniforme, le confería a su rostro cierta rudeza. Su boca era firme, dura, y poco dada a la sonrisa. Sus ojos, del dorado oscuro de las pinturas antiguas, permanecían fríos bajo las rectas cejas oscuras.
En una mano, de ancha palma, llevaba un anillo que había pertenecido a su padre. En la parte interior del oro macizo se leían las palabras «Servir» y «Proteger». Emmett se tomaba muy a pecho ambos deberes.
Inclinándose, recogió una prenda de seda roja tirada sobre el amontonamiento de ropa que se alzaba sobre la alfombra Aubusson. Las puntas encallecidas de sus dedos la rozaron suavemente. El camisón de seda roja iba a juego con la bata corta que llevaba la víctima, pensó.
Quería pensar en ella únicamente como en la víctima, no como la mujer del retrato, y ciertamente tampoco como la que aparecía en los sueños inquietantes que perturbaban su descanso últimamente. Le irritaba que su pensamiento volara una y otra vez hacia aquel rostro asombroso: hacia la mujer que se escondía tras él. Aquella cualidad era, o, mejor dicho, había sido, parte de su poder. Aquella habilidad para infiltrarse en la psique de los hombres hasta convertirse en una obsesión. Debía de haber sido irresistible, pensó, sujetando todavía el jirón de seda. Inolvidable. Y peligrosa.
¿Se habría enfundado aquel exiguo torbellino de seda para un hombre?, se preguntaba. ¿Acaso esperaba compañía, una noche de pasión? ¿Y dónde estaba la tercera Estrella? ¿La había encontrado el visitante inesperado y se la había llevado? La caja fuerte de la biblioteca, en el piso de abajo, había sido reventada y vaciada. Parecía lógico pensar que ella hubiera guardado allí algo tan valioso. Sin embargo, ella había caído desde allá arriba. ¿Había huido? ¿La había perseguido él? ¿Por qué le había dejado entrar en la casa? Las sólidas cerraduras de las puertas no habían sido forzadas. ¿Había sido ella tan imprudente, tan descuidada, como para abrirle la puerta a un desconocido, llevando únicamente una fina bata de seda? ¿O acaso conocía a aquel hombre?
Tal vez hubiera alardeado del diamante, quizás incluso se lo hubiera enseñado. ¿Habría tomado la avaricia el lugar de la pasión? Una discusión, luego una pelea. Un forcejeo, una caída. Después, el destrozo de la casa como tapadera.
Era una hipótesis de partida, se dijo Emmett. La gruesa agenda de la chica estaba abajo. La revisaría nombre por nombre, del mismo modo que él y el equipo que había destinado al caso revisarían la casa vacía de Potomac, Maryland, pulgada a pulgada.
Pero ahora tenía que ir a ver a ciertas personas. Diseminar la noticia de la tragedia, atar los cabos sueltos. Tendría que pedirle a alguna de las amigas de Rosalie Hale, o a un miembro de su familia, que fuera a identificar oficialmente el cuerpo. Lamentaba más de lo que quería que alguien que la hubiera querido tuviera que ver su rostro destrozado.
Dejó caer el camisón de seda, echó un último vistazo a la habitación, con su enorme cama, sus flores pisoteadas y, sus bonitos frascos antiguos tirados por el suelo, que relucían como piedras preciosas. Sabía va que aquel perfume lo perseguiría al igual que el rostro, bellamente pintado al óleo, del salón de abajo.
Hola hola jeje ke les parecio el primer capi? extraño? bueno? jjeje se kedaron kn gans de mas? jeje bueno pues si no me dejan reviews no actualizo jejeje
espero me dejen reviews si esq quieren saber ke fue loq paso kn Rose jeje
byee
