Julio de 1998 - después de La Guerra

lluvia, listas y suelos de mármol

Draco es muchas cosas, pocas de ellas buenas. Slytherin, cobarde, traidor, malcriado, niñato, mentiroso, mortífago, calculador, arrogante. Un Malfoy. Un apestado.

Potter tiene todavía su varita. Ha pasado sólo un mes, pero para un mago, treinta días son demasiados. Le falta un brazo, le falta el alma, le faltan el aire y los pulmones. Encerrado en la Mansión - el lugar que Él ensució; jamás volverá a mirar el salón de dibujo igual - cuenta las horas y las gotas de la lluvia que cae sin parar en Wiltshire. Los magos lloran a sus muertos, y las nubes lloran con ellos; cuando puedes cambiar las cosas con un pensamiento y echas de menos a alguien que jamás volverá pasan esas cosas.

El recién formado Ministerio de Magia les ha prohibido salir de la casa. Draco cuenta las horas, porque los suelos de mármol y los retratos le asfixian, porque la única forma de huir del miedo y los recuerdos son los números. Lee los libros sobre Aritmancia que encuentra en la biblioteca, o lo que queda de ella; jamás tomó esa clase en Hogwarts, porque no soy un maldito Ravenclaw, y quizás debería.

Son tantas cosas las cosas que nunca ha hecho y debería, que también comienza a contarlas. Su vida es una serie de decisiones correctas no consideradas.

de no saber ser nada más que lo que siempre has sido

A veces abre los ojos y cree estar todavía en la tienda, o en el bosque, pasando frío y hambre, el miedo y el dolor sombras permanentes, empapando todos y cada uno de sus pensamientos. O en la copia fantasmal de King's Cross, que existe sólo en su cabeza, pero es de verdad.

Le cuesta afrontar ese nuevo mundo en el que no hay ningún maníaco tras él y lo suyos. Se ha acostumbrado a sobrevivir y a desconfiar. Y ahora que ya no hay nada que temer - o no demasiado - le cuesta vivir.

Nunca habría pensado que la falta de dificultades fuera más complicada de asumir que las dificultades en sí.

Pero así es. Se compra una casa, un apartamento en el Londres muggle, cerca del callejón Diagon y del Camden, y se muda allí en cuanto puede. Podría haberse quedado con los Weasley, o en Grimmauld Place, pero necesita no ser Harry Potter durante una temporada.

Lo habría conseguido, de no ser por la visión de la varita de Malfoy en la estantería de encima de la tele. Pierde la cuenta de las veces que se la mete en el bolsillo, decidido a ir a la Mansión Malfoy de una vez y devolverla, y acaba en un parque o una cafetería o una librería o un pub o una jodida tienda de ropa.

Nunca se le ha dado bien pensar y no actuar. Y ya que es incapaz de ir en la dirección que quiere - cobarde, cobarde, cobarde -, visita a Luna.

Y a veces un paseo bajo el paraguas de colores de ella, los pies en los charcos, el agua calando los calcetines, son suficientes para devolverle el valor que siente haber perdido.

érase una vez un corazón hecho de cuentos de hadas

Luna no se siente demasiado distinta, después de la guerra. En ocasiones ha de mirarse en el espejo para recordar. Buscar las cicatrices.

Se preocupa a sí misma. Pero no lo suficiente.

Cuesta demasiado, preocuparse por algo así después de las muertes y el miedo y la oscuridad y las muertes. Y los cambios.

Porque ella no se piensa diferente, pero no puede dejar de apreciar los cambios. En todos. Sobre todo en Harry, que murió y volvió para matar al que lo había asesinado. Luna cree que no sabe cómo vivir sin la muerte pendiente de su sombra.

Andar bajo la lluvia, sentir las gotas de agua en la piel, parece ayudarle.

A ella le ayuda estar con él.

Pero no se lo dirá jamás. Ni a Harry, ni a nadie.

A veces recuerda la temporada en las mazmorras de la Mansión Malfoy. La estancia se compone de retazos de sensaciones e imágenes bañadas por la luz fluctuante del candil. Pelo rubio casi blanco, ojos grises casi plata, sollozos casi lágrimas. Casi.

Muy, muy a menudo se pregunta qué habría pasado si Draco Malfoy hubiera sido capaz de ir más allá de ese casi.