Nueva historia: Yamato nos cuenta en primera persona todo su camino hasta convertirse en un músico consagrado. Sorato asegurado -pero más adelante-
Espero que lo disfruten tanto como yo escribiéndolo!
Les publicaré los primeros tres capítulos prácticamente juntos, los siguientes aún están en fase de corrección.
Disclaimer: Hago esto porque realmente amo los personajes y siempre me ha encantado crear historias con ellos, aunque Digimon no me pertenece.
1.
Podría decir que la música es mi vida.
Que desde niño elegí rodearme de ella.
Mi nombre es Yamato Ishida, y esta es la historia sobre como mi banda, Knife Of Day, pasó de ser simplemente un grupo de adolescentes haciendo ruido a una banda mundialmente conocida.
Comenzaría mi relato en la gestación de mi amor por la música.
Tenía cinco años cuando mi abuelo materno me regaló aquella vieja armónica. Recuerdo que estábamos en Francia, más precisamente en Toulouse, la ciudad donde nació mi madre.
Sabía que mi abuelo había sido durante años embajador de Francia, mi madre nació en ese país, pero con solo unos meses de vida partió junto a su familia a Alemania, allí vivió sus primeros cinco años de vida. Debo decir que mi abuela había quedado fascinada con Japón, un país en el que habían estado años atrás, amaba su cultura, su idioma… todo -y sumándole el hecho de que mi abuelo tenía antepasados japoneses- por ello tuvo la ocurrencia de llamar a mi madre con un bello nombre de ese país. Natsuko.
De modo que cuando años después nuevamente se instalaron en la isla nipona, quedó satisfecha con la actitud de mi madre, en ese entonces una chica de diecisiete años que estaba encantada con la cultura oriental.
Natsuko se adaptó en seguida a ese país, tenía una pronunciación casi perfecta, apenas se le notaba cierto acento de su Francia natal. Ella no quiso volver allí. ¿Qué hizo que mi encantadora madre se quedara en Japón? Mi padre. Se conocieron al entrar a la Universidad de Tokio, y se enamoraron perdidamente. Mi padre estudió periodismo mientras mi madre se dedicó a la publicidad.
Llegué al mundo en pleno invierno. Mis padres eran muy felices en ese entonces, o eso aseguran ellos.
En lo personal mis recuerdos solo son varias discusiones a causa de mi padre y su trabajo. Mi hermano Takeru llegó tres años después que yo, como una especie de "salvación" para el matrimonio de ellos. Sin embargo, la separación parecía inevitable. Resistieron un par de años más. Con mis cinco años recién cumplidos mi madre viajó con Takeru y yo a Francia, donde volvimos a contactar con nuestros abuelos y un par de primas de acento y gestos refinados.
Allí, durante esas soleadas vacaciones en aquel lejano país, mi abuelo me obsequió una armónica. Apenas recuerdo sus palabras, sólo soy consciente de la felicidad que yo sentía en ese momento, sosteniendo ese extraño artefacto en mis manos y sin tener idea de para qué diablos podía servir. Sin embargo lo guardé con mis pertenencias como si se tratara de un verdadero tesoro.
Días más tarde, mi abuelo me enseñó cómo hacerla sonar, de hecho conservo una vieja fotografía del momento, en la que se ve a aquel hombre de sonrisa afable -y ojos tan claros como los de mi madre- junto a un niño (sí, yo) con rostro consternado sin entender cómo se suponía que salía ese sonido melancólico y hermoso a la vez de aquel pedazo de metal.
Estuvimos cerca de dos meses allí, y al final volvimos a Japón. Aquella fue la última vez que vi a mi abuela, porque meses después murió.
Al llegar a casa, las discusiones entre mis padres empeoraron, si es que esto era posible. Se llevaban muy mal, y Takeru, que comenzaba a deprimirse, se refugió en mí. La única forma de consuelo que hallé para ambos fue la armónica. Al principio eran sonidos sin musicalidad alguna, simplemente notas salidas del instrumento, que lejos de tranquilizarnos nos dejaban bastante consternados. Con el tiempo se hizo muy común que Takeru y yo nos ocultáramos en nuestro armario mientras las discusiones eran más audibles, y yo me dedicaba a explorar aquellos sonidos, para más adelante comenzar a desarrollar mis capacidades interpretativas. Compuse mis primeras canciones, y creo que fue en ese momento - cuando apenas acababa de cumplir los seis años - que decidí que algún día sería músico.
Mis padres se divorciaron. Y mi madre se llevó a Takeru. Creo que jamás me había sentido tan traicionado en mi vida, que mi madre me quitara a mi hermano, que me alejara de ella, de sus sonrisas, sus abrazos, sus palabras de aliento… y mi padre, debo decir que en esos momentos me sentí muy solo, tanto como él, eso hizo que nos acercáramos y llegáramos a establecer una buena relación.
Cuando vuelvo a mis recuerdos de aquella época puedo entender la forma en la que me aislé. Me sentía muy culpable y no quería ser un estorbo para mi padre, porque mi delicada psiquis infantil creía fervientemente en que si no era un buen chico, también él me abandonaría.
Así que me volví un niño maduro para ciertas cosas, era sumamente proactivo en mi hogar, pasaba muchas horas solo y eso me llevó a ocuparme de mantener limpio el departamento, aprendí a cocinar yo porque a mi padre eso se le daba fatal, era buen estudiante y procuraba pasar desapercibido. De vez en cuando podía ir de visita a casa de mi madre para verla y jugar con Takeru. Esos eran los momentos en los que mi alegría asomaba nuevamente, estando con él todo se volvía mejor, pero había una pequeña molestia que aparecía cuando llegaba la hora de irme.
Ese dejo nostálgico fue el motor inicial para que un día, furioso con la vida, buscara entre mis cosas la armónica de mi abuelo. Luego de la separación en mi familia no había vuelto a tocarla, porque aquello me dolía demasiado, y me recordaba la esperanza que tenía años atrás, cuando creía ingenuamente que mis padres solucionarían sus conflictos.
Volví a enamorarme de ella y sus sonidos profundos, que de a poco se alinearon para formar melodías. Mi padre a menudo me escuchaba y para mi siguiente ciumpleaños me obsequió unos discos de blues y rock.
En la escuela era bastante distante con mis compañeros de clase, un antisocial podría decirse. Todos preferían ignorarme, era fácil porque no practicaba ningún deporte y mi mal genio ayudaba a que no me molestaran.
Hasta que llegó Taichi Yagami.
Era un niño que llevaba el cabello de color castaño particularmente alborotado, y que tenía la extraña manía de usar unos anticuados goggles. Nunca supe quién demonios le dijo que aquello le sentaba bien, pero era algo característico en su vestimenta.
Taichi era la clase de chico con la que yo jamás podría haber hecho una amistad, éramos dos polos totalmente opuestos… mientras él era un chico amable y cálido con todo el mundo, mi actitud era más bien hosca y fría. Él era la simpatía personificada, y yo el mayor amargado sobre la faz de la tierra. Sí, él era todo lo que yo jamás sería, un chico sociable, a quien todo el mundo quería.
Todos menos yo.
Sin embargo, de algún inexplicable modo, nos hicimos inseparables.
Fue aquel día en el que llegó tarde y nuestra profesora le hizo sentarse conmigo. Habíamos comenzado un tema nuevo y Taichi no entendía nada. Sentí cierto fastidio al ver que no comprendía nada de lo que yo le decía, de hecho, me sacaba de quicio que aquel niño de cabello alborotado me sonriera como un idiota y manifestara a cada momento "lo siento, no lo entiendo". Creí que bromeaba, pero para mi sorpresa comprendí que era completamente sincero, y lejos de avergonzarse de su ignorancia, estaba dispuesto a aprender.
Más tarde, a la hora de nuestra clase de Educación Física, se organizó un partido de fútbol. Jamás alguien me había elegido para algún equipo, de hecho, siempre fui malísimo para ese deporte. Sin embargo, cuando quedábamos los tres últimos - los peores - Taichi sorprendió a todo el mundo -y a mí, debo decirlo- al nombrarme como parte de su equipo.
Con rabia vi que sus compañeros discutían con él.
-¡¡Elegiste a Ishida!! ¿Cómo se te ocurre?
Pero él, con esa maravilloso don de ignorar alegremente lo que no le importa, se me acercó y me ofreció el puesto del arco.
Ese recuerdo quedó marcado para siempre en nuestras mentes. Pero por primera vez me sentí integrado por Taichi, el niño más popular de la primaria. Y a partir de allí, nunca nos separamos.
El partido fue pésimo, al final me resigné a que jamás podría con aquel deporte y fingí sentirme mal, para que entrara el chico que había quedado afuera. Taichi insistió en que yo me quedara, pero me mantuve firme, de hecho podría jurar que vi una expresión de alivio en su rostro. Finalmente venció su equipo, y al terminar el encuentro se me acercó y me tendió la mano amigablemente, yo se la estreché y en su rostro se dibujó aquella típica sonrisa de satisfacción.
-Qué gran tipo resultaste ser Yamato, aunque procuraré no volver a elegirte en mi equipo, eres horrible en este deporte.
Jamás olvidaré esas palabras dichas sin anestesia, pero en fin, Taichi era así, totalmente espontáneo y de todas formas yo mismo sabía que tenía toda la razón.
En definitiva, queda claro que nunca me había interesado destacarme, de hecho nunca fui un tipo popular y solía ser bastante solitario. La persona que sí se destacaba era Taichi Yagami.
Ser su amigo podía ser un arma de doble filo. Eras envidiado, la mayoría optaba por hacer como si no existieras o peor aún, se acercaban por interés a mí. Imagina a alguien hosco, siempre con un semblante serio o aburrido. Yo solía repeler a las personas, hasta que comenzamos la secundaria.
Fuimos al Instituto Medio Aizu y por primera vez no seríamos compañeros de clase, debo admitir que estaba bastante desanimado ante esa perspectiva pues bastante me costaba relacionarme como para quedar totalmente solo con desconocidos. Por otro lado, Yagami despertaba interés allá hacia donde iba, escuché varios murmullos a su alrededor. ¿De verdad a la gente podía interesarle tanto una persona tan alborotada? Claro que yo olvidaba un importante detalle, y es que él era una gran promesa del fútbol japonés, ya entrenaba en ligas menores de un equipo de primer nivel.
Estúpido deporte.
Nunca voy a olvidar ese primer día. Acabábamos de ingresar al recinto del Instituto y nos habíamos encontrado con esa noticia, Taichi se puso a parlotear alegremente con un grupo de chicas y chicos que conocía, ellos estarían en mi clase. Valoré mucho su intención, pero no me interesaba en lo más mínimo rodearme de sus admiradores, me resultaba bastante molesto.
-¡¡¡Taichi!!!
La voz se escuchó por todos lados y allí apareció una chica. Era Takenouchi Sora, amiga de la infancia de Taichi. Por supuesto que yo la conocía, pero mi trato con ella era casi nulo, en parte porque solo le había visto en algún cumpleaños de mi amigo y en parte porque yo no sabía acercarme con facilidad a las personas.
Sabía que Taichi realmente la apreciaba mucho, ella siempre se había mostrado como una chiquilla alegre aunque no tan despreocupada como mi atolondrado amigo, era simpática pero no buscaba destacarse demasiado. Vi muchas miradas femeninas dirigidas hacia ella y parecían destilar odio, incluso se incrementaron cuando ella abrazó a mi amigo con fuerza y él le devolvió el gesto con alegría.
-¡Maldito seas! ¿Qué milagro te hizo levantarte temprano hoy? Fui a buscarte y tu madre me avisó que ya te habías marchado.
-Fue Yamato –se separaron sin dejar de sonreír y ella me buscó con la mirada – Pasó más temprano. –Takenouchi me divisó y me sonrió amablemente. Hice un esfuerzo por sonreír pero era algo que no se me daba muy bien. La vi más alta de lo que la recordaba, su piel estaba oscurecida por el sol de verano y contrastaba con su cabello pelirrojo que llevaba recogido. Siempre había sido amable conmigo, y eso hacía que la respetara más que al resto, pero aún así a veces sentía celos de que ante su sola aparición, Yagami fuera tras ella.
Grande fue mi amargura cuando escuché que ella lanzaba una exclamación de júbilo porque estarían en la misma clase con Taichi.
Ahora sí que me sentía solo, pues sería muy fácil dejarme de lado.
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