Al poner el primer pie dentro de su apartamento, sintió el frío gélido de la noche que se filtraba por esa ventana que se trababa siempre, y que se quedaba siempre abierta. Arrojó su maletín al sofá junto a la puerta, usando en ello más fuerza de la que hubiese querido, y este rebotó, estrellándose contra el piso y vertiendo su contenido. Dib observó el tiradero por el rabillo del ojo. Las inclemencias del día definitivamente estaban haciendo mella en su humor. Quedaron regados por el piso una gran cantidad de papeles. Los exámenes entregados por los treinta alumnos de la clase que tenía a cargo. No quería ni siquiera mirarlos; ni uno de ellos. Ya conocía los resultados.
Ya lo había dicho la que en sus tiempos en la escuela, había sido su maestra. Tenía entre manos nada más que un montón de apéndices sin esperanzas. Él había sido uno de ellos. Y cada día, cuando tenía que levantarse a las seis de la mañana y dirigirse a la misma escuela, en la que ahora, él mismo daba clases como maestro, encontraba que la señorita Bitters, que en paz descansara, tenía más razón.
Era lo mismo todos los días de lunes a viernes, de siete a tres de la tarde. Y pensar que hubo un día en el que había creído que su vida estaba al fin bien encaminada, cuando había dejado de lado toda esa estupidez paranormal para trabajar con su padre, el doctor Membrana, en su laboratorio; haciendo ciencia de verdad. Y ese tiempo parecía que se había esfumado a algún sitio al que su memoria ya no tenía acceso. Lo había hecho el día en que la policía había irrumpido en el laboratorio, para torcerle a su querido —aunque ausente padre—, los brazos tras la espalda, esposarlo y llevárselos a las rastras a la parte trasera de una camioneta policial, ante sus propios, desconcertados, ojos.
Luego de eso, el laboratorio había sido clausurado, y todas las maquinarias —salvo unas pocas que habían quedado en su poder—, más los experimentos, proyectos, trabajos... Todo había sido confiscado. Dib tampoco tenía demasiado claras las razones. Había estado en un extraño estado de letargo ausente el día del juicio. Y todo lo que sabía, es que su padre había sido sentenciado a veinte años de cárcel por practicas ilegales y peligrosas. Y de esos veinte años, apenas habían transcurrido dos; pero ninguno de su sentencia. El profesor membrana había desaparecido sin dejar rastro el mismo día después del juicio. Le habían buscado por muchos meses. Incluso él y Gaz habían quedado bajo arresto domiciliario un par de semanas, pero no habían encontrado pistas de él. De ser el mayor científico del mundo, el doctor Membrana había pasado a ser un fugitivo, al que parecía haberse tragado la tierra. Su padre se había esfumado, y con él, todas sus esperanzas. No podía decir que extrañara a su padre. Era como si nunca hubiese estado allí en primer lugar. Pero desde luego, extrañaba ese sentimiento de estar haciendo finalmente algo que valía la pena.
Hacía exactamente dos años, que buscando una oportunidad de trabajo, luego de quedarse desempleado igual que todos los demás científicos que trabajaban con su padre, había acabado siendo acogido por el colegio que había creído que jamás tendría que pisar otra vez, para trabajar allí como maestro de ciencias.
Se acomodó los lentes sobre la nariz haciendo esfuerzos por no arrancárlos de su sitio y lanzarlos sobre el maletín, para acostarse a dormir en ese preciso instante. Aún tenía una larga noche por delante, reprobando a todos sus alumnos. Agarró uno de los exámenes y no tuvo que mirarlo demasiado para saber que tendría una efe. La última vez que había visto una A, había sido hace mucho tiempo. El último examen que él había entregado en la universidad, poco antes de graduarse. Se había graduado dos años antes del colegio, y un año antes de la universidad, gracias a sus estupendas calificaciones. Esos habían sido sus mayores logros. Y después de eso, ya no había nada. Nada sino los vestigios de una vida prematuramente terminada, una familia rota, un brillante futuro en la basura y un apartamento viejo, lleno de trastos sin valor, incluyéndole.
Dejó el examen a un lado y se dirigió a la cocina, donde prendió la cafetera. En lo que esperaba, encendió el televisor y miró las noticias. La escotada mujer del panel noticiero narraba rápidamente la introducción a lo que parecía un reportaje acerca de artefactos hallados en alguna tumba egipcia. Artefactos, que, los científicos creían, tenían que ver con teorías de tecnología alienígena involucrada con antiguas civilizaciones. Dib apagó el televisor y soltó una risa amarga. Pensar que la humanidad había llegado al punto de profanar tumbas con miles de años de antigüedad para siquiera empezar a alentar sospechas en la sociedad acerca de la presencia extraterrestre entre los humanos... cuando hacían más de diez años que había un extraterrestre viviendo entre ellos sin que nadie aparte de él se diera cuenta. Pero él había renunciado ya a todo sus intentos de probarlo. La derrota lo había hundido en la depresión por un par de meses, pero luego había terminado entendiendo que sencillamente la raza humana era demasiado estúpida para manejar conocimiento de esa magnitud; y había acabado por abandonar sus intentos cuando había comprendido que el único extraterrestre, posiblemente en todo el cosmos, que había llegado a interesarse por un aquel patético orbe terrestre (habitado por idiotas con cuatro millones de años de evolución) era un enano inútil de piel verde que no resultaba ni siquiera en una amenaza menor.
Miró alrededor en su apartamento. Oscuro, frío y sin vida, tal y como todo el mundo que le rodeaba. Apenas sí recordaba a ese chico extraño. Habían tantas partes de su pasado que lucían borrosas, que cada vez tenía más dudas acerca de la verdadera identidad de aquel niño, extrañamente obsesionado con la dominación mundial. Pero de su pasado, por alguna razón, era la parte que latía más viva y con más fuerza en su mente, que cualquier otra memoria; probablemente por que habían sido los únicos años de su vida en que recordaba haberse sentido realmente vivo. Pero ¿y si aquel nunca había sido realmente un extraterrestre? Muchas veces había llegado a pensar que aquel no había sido más que un chico diferente, completamente obsesionado por una idea que le mantenía apasionado por la vida y luchando por ella, con el fin de olvidarse de lo gris y vacía que esta podía llegar a ser. Que aquel no había sido más que un chico muy parecido a él mismo.
El café hirvió, burbujeando en la cafetera y lo sacó de sus cavilaciones antes de que pudiera sonreír con ese recuerdo. Dib llenó una taza, llevándosela consigo a su cuarto sin mirar los exámenes regados en el piso, junto al sofá.
Se sentó en su escritorio, frente a la ventana y miró al cielo estrellado. La ciudad había cambiado, pero los cielos siempre eran los mismos. Suspiró al imaginar naves espaciales, monturas encima de planetas, las instalaciones de un laboratorio, robots con serias fallas de fabrica, un muchacho de piel verde y grandes ojos color rubí... Le parecía mentira haber vivido todo eso. O quizás lo había hecho, en su imaginación de niño; aquella que ya no poseía; que se había perdido junto con muchos otros recuerdos. De todos esos juegos infantiles, jugando al extraterrestre y al héroe de la humanidad, aquel chico, había sido su compañero, y lo más cercano que había tenido jamás a un amigo. Pero todo eso ya se había esfumado.
Le dio el primer sorbo a su café. Estaba tan cansado que le zumbaban los oídos. Cerró los ojos para concentrarse nada más que en el aroma que emanaba de su taza. Procuró relajarse, intentando ahogar el zumbido en su cabeza entre el silencio de la noche.
Le tomó un par de segundos darse cuenta de que el zumbido no era causa de su cansancio. Se debía a un extraño sonido, proveniente de algún sitio, afanando contra sus oídos en la forma de un irritante y agudo pitido. Dib dejó el café sobre su escritorio y se levantó para mirar por la ventana. Sintió frío cuando la abrió para asomarse, pero sintió que se le helaba todo el cuerpo cuando se percató de que el sonido no provenía de afuera; sino de su cuarto.
Lo buscó con la mirada en cada rincón, y se dio cuenta de que venía de una de las muchas máquinas que su padre le había dejado. Estaban apiladas en un rincón, llenándose de polvo. Aquela que emitía el sonido, era pequeña y rectangular. Parecía una radio pequeña, pero tenía una pantalla, y esta estaba encendida sin que él la hubiese tocado. En uno de los lados, parpadeaba una luz roja a un ritmo desigual. Dib la examinó por unos segundos. Nunca se había parado a pensar para qué servía esa maquina, desde que la tenía, o quizás se parecía demasiado a una radio como para llamar su atención por cualquier otra particularidad. Ni siquiera recordaba haberla visto en el laboratorio del doctor Membrana; pero había llegado en una de las cajas que le habían enviado los empleados de su padre, de lo poco que habían podido rescatar de manos de la ley. Se agachó junto a la maquina. En la pantalla se dibujaban extrañas ondas; frecuencias de sonido, de algún sonido que no había, o que él no era capaz de captar. Movió algunos interruptores del panel de control, presionó un par de botones, giró la estructura un par de veces buscando algún otro botón que no hubiera probado. La maquina seguía parpadeando y haciendo ruido. Finalmente se le ocurrió torcer uno de los botones que había intentado presionar sin éxito y este se disparó, emergiendo de uno de los extremos de la maquina en la forma de una antena. En ese instante, el zumbido cambió radicalmente y adoptó la forma de extraños susurro guturales, parecidos a los sonidos de algún animal, pero demasiado complejos para serlo; y lo eran. Eran más que eso: parecían vocalizaciones de todo un dialecto.
De uno de los lados de la maquina, desde una abertura que Dib no había notado hasta ese momento, comenzó a imprimirse una larga tira de papel con extrañas anotaciones y símbolos que le resultaron extraños. No le hacían ningún sentido, pero al igual que el dialecto que estaba siendo captado por la maquina, era complejo. Como la escritura de algún idioma, que no conocía. Se percató también de que las formas dibujadas en el papel coincidían con la frecuencia de las ondas que ondulaban en la pantalla de la maquina. La sangre se le heló en las venas cuando una curiosa sensación de deja vu lo invadió. Por una fracción de segundo se vio a sí mismo en el techo de su antigua casa, recibiendo un mensaje en su portátil. La noche que todo había comenzado.
Le tomó varios minutos asimilarlo. Tuvo que sentarse junto al aparato y echarla cabeza hacia atrás con la boca abierta, para facilitar el paso del aire que escapaba a jadeos desde sus pulmones debido a la fuerza con la que aquellos viejos sentimientos olvidados lo remecían.
Casi al mismo ritmo del parpadeo de las luces de la maquina, su corazón empezó a latir a una velocidad desenfrenada. Lo sintió saltándole en el pecho como no recordaba haberlo sentido hacía mucho tiempo. Se sintió vivo.

¿Estaba recibiendo la señal de un mensaje extraterrestre?